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os rugidos de los jaguares se entremezclaban a los alaridos de los indios. Despertó en un grito de horror. Se encontró fuera de la cama, bañada en transpiración. El doctor Monge tenía razón, aún no estaba calmo ni coordinado su sistema nervioso como para dormir con sus hijas en el mismo cuarto. El primer ensayo había sido lamentable, las desveló aterrorizadas por sus gritos. Al principio de su ya muy larga enfermedad, acudía la familia íntegra y alarmada, luego, la monja del Belén que la velaba por la noche, por fin una simple criada. Las crisis disminuían en cantidad y virulencia. Su madre había resuelto, aconsejada por el médico, vender todo y trasladarse a Tucumán.

Nadie le dijo palabra de Dolores, comprendió que no debía preguntar por su hermana ausente. Su gente condenaba por medio del silencio.

Antes de partir, esto los decidió, comenzaron a llegar versiones sobre el fin de Pedro Únzaga. Volvían a renovarse los angustiosos recuerdos. Rafaela había sido la única, entre sus relaciones, que no intentó visitarla; verla sería enfrentarse con una viviente acusación de su conciencia. Sin embargo y ahora, ella debía ser la única esposa de Santiago que la comprendía. No quería pensar más en cuántas oportunidades había estado a punto de caer en la tentación de escapar a ese infierno voluntario. Todas las mujeres creyentes rezaban para que Dios las librara de todo mal, del infierno; les parecía justo y razonable. Rafaela y ella también rezaban, salvo que escapar del infierno cotidiano y real, infierno de cuerpo y alma porque en ambos sufrían torturas, dependía de la propia voluntad, no de un libre albedrío a juzgarse en el más allá. Era la única que no podía, ni siquiera lo imaginaba posible, acusar. El amor y la fidelidad conyugal tenían siempre un límite, el de ella había sido más amplio. Dios le habría otorgado mayor resistencia física y espiritual. Como si intentara librarse de una tentación, se repitió que acusar a los demás podía ser una forma orgullosa de dudar de la justicia adivina. La acusación podía ser, también, una forma de la envidia. Medir, jerarquizar el propio sufrimiento, era, aunque lo ocultara, un acto de soberbia. Jamás juzgaría a su hermana.

Cuando conoció la primera versión de la muerte de Únzaga, creyó descubrir que la gente, sus amigas, aun su familia, había cedido a la tentación, a la curiosidad de aprender cómo era el verdadero espanto reflejado en una cara que lo había vivido, mientras ellos lo vivían de relación u oídas; quizá, su familia participaba en grado más intenso y hasta era muy probable que esta participación la enorgulleciera.

El espanto del Bracho era algo que les pertenecía únicamente a los protagonistas; Libarona, Únzaga, ella y los demás proscritos y condenados; por descontado a Ibarra. Lo había odiado a Ibarra, ya no; sentía pena infinita porque existiera un hombre con tanta capacidad para el mal, con tal necesidad de venganza. Entre sus parientes unitarios y federales existían hombres poseídos por la angustia de cometer el mal; pero no con la intensidad y el poder de llevarlo a cabo, como se había reunido en Felipe. En los otros, el odio se les afirmaba ante la impotencia de obrar.

Debía confesárselo; a menudo, experimentaba otra tentación, fruto de la atracción que ejerce el mal, y era la de visitar, decirle adiós a Felipe, a este hombre en el cual y para ella se había encarnado el mal absoluto. Del encuentro de los seres que se han odiado y han resistido al odio, sería probable que brotara un chispa de bien. Porque al fin, es decir al principio del desafío inesperado, Felipe habría creído amarla. Nadie lograba descubrir o señalar la sutil frontera entre el odio y el amor. La rebelión del hermoso arcángel Luzbel bien podía haber sido un fallido acto de amor, el perfecto: alcanzar la igualdad con el Amado. Se sorprendió de la forma en que pensaba, debía ser la maduración de la soledad.

—Yo no sé, Tinita querida —le dijo una amiga, que, también, lo era de Rafaela—, si debo contártelo… —calló y como ella no le preguntó, prosiguió porque desearía conocer su reacción para luego contársela a Rafaela—. Como Pedro estaba muerto de hambre y desesperación desde tu ausencia, se decidió a huir. Bueno, vos sabes, sabía lo que era comer raíces, lo que era decidirse, casi, a huir: a abandonar, pero su amiga no; inútil que comentara algo que no comprendía; si fuera así las relaciones de su mundo social quedarían reducidas a la nada, en esos montes el pobre se perdió —sin Faustino, no estaría escuchando impávida en apariencia—. Cediendo al desaliento tomó la fatal resolución, vos sabes Tinita que el juez nunca tuvo muchas luces, de ir en busca de Ibarra y echarse a sus plantas —sí, era capaz de realizar actos de tal laya—. ¡Y el monstruo, al ver ese cuerpo vestido de harapos, llamó fríamente a cuatro soldados y les mandó que lo mataran a lanzazos!

No dijo lo que su amiga esperaba, porque tampoco sabía lo que era un cuerpo en el cual las lanzas, la atravesarlo, no hacen mas que agregar nuevas llagas que no huelen a pus. Se guardó el grito de espanto, mesarse, o revolcarse de horror y desesperación, todo lo que puede hacer una mujer de veinte años en el desierto. Sabía que Únzaga podía morir así, agregarle una serie de horripilantes detalles como para que el peinetón de carey de su amiga temblara y como para que el abanico con taraceadas varillas de nácar se le cayera de las manos, pero no lo hizo. Dijo, sin voz:

—Dios tenga piedad de tu alma, pobre compañero de infortunios, mi enfermo.

Quizá no estaba muy segura, es probable que no las hubiera escuchado bien, pero las últimas palabras de la visitante fueron:

—Yo no quisiera estar en la conciencia de la pobre Rafaela.

Y era verdad, nadie puede estar en la conciencia de alguien que ha sufrido lo que ese nadie no conoce.

Cuando la diligencia que los llevaba a San Miguel del Tucumán se detuvo en la primera posta de esa provincia, donde revisaban los pasaportes y quedaban los caballos que los habían arrastrado desde Santiago del Estero, uno de los postillones contó a su hermano Santiago, en voz medida, como para que le llegara si ella deseaba oír:

—Sí, pues, dicen que Don Únzaga fue velado en vida. Le obligaron a tenderse sobre un trapo negro y entre cuatro cirios. Al amanecer, lo obligaron a cavar la propia fosa y más después lo degollaron, para escarmiento y terror de Salavina.

También podría haber muerto así el compañero de infortunios. Con honda y callada pena, se levantó el crespón negro, que el polvo del camino de Santiago había tornado casi gris, y besó con dulzura a Elisa, luego a Lucinda. Y en ellas las facciones de su marido, Don José de Libarona, el amigo de Don Pedro Únzaga. No había conocido las facciones de Mariano, su hijo.