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l viento gemía entre las ramas hasta impedir que lo imitara.

Salvo la tapera, las piltrafas que cubrían el cuerpo su marido y el suyo, el decorado de este inmenso velatorio era obra de la naturaleza. Nadie venía a acompañarla, pero comprendía que nunca, pese a la fastuosa solemnidad con que en las iglesias magnificaban la muerte de los grandes y ricos, había participado en funeral tan real y solemne. Su pobre muerto en andrajos, en La Merced estaría de terciopelos con ringorrangos de oro y plata, incienso, murmullo de rezos, responsos y algún sollozo. Nunca había caído en cuenta de las diversas tonalidades que lograba el quejido del viento según los follajes. De la frente, como sucedía siempre, habían desaparecido las arrugas prematuras; bajo ella, con misterio que ni los mismos médicos comprenderían, había comenzado la insania. Imposible tachar la repetida idea. Se incorporó y echó más leña al fuego; en lugar de cuatro cirios una lumbre. Volvió a arrodillarse apoyada sobre las pantorrillas y talones, hasta que se le acalambraran. El canto agorero del kakuy y el del quilipé, ahora los distinguía.

De nuevo el vértigo de esa idea que la acosaba; sí, ceder, pensarla, afrontarla: podía sucederle a ella lo que a su marido, por cosas menores la gente de su mundo exclamaba entre un golpe de abanico: «¡Si es como para enloquecerse!». Formalmente no había rezado. Ningún reclamo ni rencor en contra de la injusticia de Dios, su justicia para ángeles sin cuerpo ni sexo, ¡el horro de esta palabra perdida para siempre! Para el rezo del ausente tendría toda la vida; ahora, tenía el rezo del presente, de cuerpo presente. Todo estipulado: la pena, la muerte, menos el rugido de los jaguares. Ibarra no habría pensado que le estaba preparando un funeral con rugidos, un funeral de caudillo y no para un manso comerciante. Faltaba Isauro Carreño con su guitarra domadora de fieras, ¿con qué expresión en sus labios finamente perversos lo escucharía Felipe Ibarra? No vendrían sus veinticuatro años, le tocaría a él llevar una noticia así al comandante Fierro, o galoparse media provincia para comunicarla el propia Ibarra. Además, no debía venir a rezar con su guitarra, no tenían relación de compadrazgo. Algún día este sargento llegaría a general y tendría varias leguas de tierra como premio, para sus estancias, allí mismo.

Volvió a escuchar el canto del kakuy, tuvo miedo, temblor, casi principio de convulsión como su marido. En un momento dado habría cruzado la frontera entre la razón y la locura. Perder la razón; nadie sabía lo que era, con exactitud, esto tan fácilmente perdible. Miró los inmóviles labios morados, deseó gritar, parra escuchar en ellos la voz humana que les correspondía, injertársela.

Se levantó, tenía las piernas acalambradas. Asombrada de no haberlo hecho antes, besó la frente, luego los labios. Un calofrío.

—José, José, José mi amor —repitió en varios tonos y quedó escuchándolos. Volvió a repetirlo en grito, para que pudiera escucharla él. Callaron los pájaros. ¿Dónde estaba y qué era ese límite entre la razón y la angustia?

Su voz se transformaba, crecía, multiplicaba hasta convertirse en salvaje y gutural; pero ella tenía la boca prieta y la garganta se le cerraba. Los ruidos del bosque se había apagado o quedaban cubiertos por los alaridos. Ya no le cupo dudas, la sangre se le hecló. Nuevamente, voces humanas roncas, bárbaras, guturales, y sordos golpeteos de cascos de caballos.

—¡Los indios! ¿Los infieles?

Corrió hacia el monte. Pos costumbre o instinto quiso volver para cargar a su marido; quedó aturdida un instante, hasta darse cuenta que estaba sola. Los alaridos parecieron disminuir, avanzarían silenciosos para el ataque final. Corrió desorientada, tenía que alejarse del Ojo de Agua. La luz de la luna la fustigaba entre las espinas de algarrobos, chañares y vinales. Caía y volvía a levantarse, llegaría un momento en que no podría hacerlo más.

En un claro muy estrecho se vio acorralada por las malezas, apenas respiraba, cayó aniquilada. Tenía sed y hambre, imposible dar un paso más. Vivir o morir daba lo mismo. Cantaba la calandria, amanecía. Muy despacito se le cerraron los ojos, habría llegado su hora, la que había perdido en José.

La creerían robada por los indios, la darían por extraviada y moriría de inanición. Un último esfuerzo para recuperar la imagen de sus hijas, irse con ella. Sus dedos rascaron apenas la tierra polvorienta. No sabía si lo que estaba sintiendo era real o contemplaba desde fuera de todo, desde la magia de Dios.

Abrió apenas los párpados, una lumbre de conciencia, sí, eran sus ojos. Los labios resecos. Nuevamente la tiniebla, habría pasado un día, pueda que más. Quiso articular «agua», no pudo. Se hundió en la inconsciencia. Dios.

El resplandor del sol debía quemarle sus claras pupilas enrojecidas. Imposible el menor movimiento. Debía pertenecer al movimiento de las cosas inexistentes en la nada. Dios, el hálito de lo inmóvil.