XIII
—N
i siquiera los Palacio, ni mis parientes los Alcorta, ni los Achával, se han animado a formarle un gobierno. Las levas y confiscaciones no han tenido éxito alguno y Solá abandonó la capital para salir en vuestra persecución. Una loca persecución a lo gallina ciega. Yo mismo estoy sorprendido de la manera fiel que nos responde —se corrigió Gondra con rapidez— el pueblo de Santiago.
Notó el movimiento nervioso con el cual el ministro tocó el ala de su chistera, que había dejado sobre la mesita de campaña Seguía impecable aun en la selva; quizá, porque su padre y su suegro habían tenido pulpería. Casi todos los aristócratas, hasta los Palacio, las tenían.
—Ni siquiera un godo se ha animado esta vez. Ya comprueba, Gondra, que el rigor cruel, por condenable que sea, a menuda resulta útil. El paisano dice que los hombres son hijos del rigor. Acabo de saber que Solá ya ha llegado a Loreto sin encontrar ni un solo adherente. Parece que las noticias, aun entre nosotros, llegan muy tarde a la retaguardia, al gobierno civil —se corrigió, tratando de borrar el tono mordaz. Hacía cuatro días que no veía a su ministro general, que no le había traído el despacho para firmar.
—El gobierno civil no hace otra cosa que cumplir lo ordenado por el mando militar. Y por ello permanece cerca de la frontera de Santa Fe. Sería más cómodo y activo que estuviera junto al gobernador, aunque ambos se hayan visto obligados a abandonar la sede oficial.
Miró de soslayo a Gondra para ver qué cara correspondía a tal expresión, sabía ocultar muy bien la ironía. Firmó el decreto por el cual ascendía post mortem a sargento mayor de Juan Quiroga.
—Lo felicito por las considerandos. Debe ser hermoso morir de esta manera.
—Me temo que ni usted, padrino, ni yo, gozaremos de tal gloria. Y permítame que diga al gobernador de Santiago, yo también tengo mis bomberos, que ciertas arriesgadas acciones no están permitidas a las más altas investiduras, si con tales arrebatos se arriesga una causa que se considera primordial.
Cerró de un golpe la carpeta de cuero y se puso en pie. Tenía que contenerse, lo miró desafiante; en contestación recibió una mirada serena. Gondra tenía razón, pero concedérsela abiertamente sería disminuirse ante otro hombre. Compendió, una vez más, casi con dolor, que jamás llegaría a ser amigo de su ahijado. Como todos los débiles, Gondra debía tener o aparentar normas morales inflexibles.
—Quizá, usted no quiera o no pueda comprender que un gobernador pueda tener, como persona, la necesidad de volver a ser —marcó la expresión— un subteniente de lanceros, aunque ya no le ayuden los años.
—Quizá, señor gobernador, quiera y pueda, pero no debo.
Este hombre, a quien, a veces, hubiera destripado de un chuzazo, le ponía en marcha la inteligencia y le paralizaba las acciones.
—No debe, ser ministro. Entre nosotros jamás existirá oro diálogo que el de las protestades. Usted está seguro de ser el bien, el bien teológico, como dice el fraile Achával, y yo, a menudo, creo ser el mal. Esto es lo único que, en verdad, me mantiene cerca de la Iglesia, que me hace creer en Dios. La audiencia ha terminado. Lo espero dentro de tres días, cerca de la Salavina. Ningún invasor aguanta más de quince días en Santiago.
—Como vuestra excelencia lo ha dispuesto —dijo tomando la cartera. Saludó ceremoniosamente, se encasquetó la chistera y se dirigió hacia el polvoriento y destartalado carruaje. Hubiera partido de un puñetazo la débil mesita, no, de un sablazo de subteniente. Contuvo las ganas de gritarle: ¡Gondra! ¡Gondra! ¡Ahijado!
Abandonó la tienda y fue a sentarse en las raíces retorcidas, la gente de alma retorcida, de un quebracho centenario. Hubiera deseado estar de nuevo descalzo y sentir el calor humano de la tierra. Su tierra. Necesitaba de las palabras posesivas. El polvo del coche y de la escolta se fue diluyendo hasta volver a caer sobre los árboles achaparrados y escuálidos. Todo en su provincia era un alzarse y volverse a depositar de polvo. Los hombres se alzaban, vivían, luchaban o morían, como nubes de polvo.