Epílogo
Año y medio después
Miriam y Pablo caminaban por la playa aquel domingo de marzo cogidos de la mano. A aquella hora temprana, apenas las once de la mañana, estaban prácticamente solos para gozar de la intimidad que requería lo que pensaban hacer.
Bajaron hacia un punto concreto de la arena que los dos conocían muy bien y se detuvieron a la par.
Pablo contempló a Miriam, vestida con un traje informal y veraniego de color blanco, y se dijo una vez más lo bonita que era. Él se había puesto un pantalón negro y una camisa blanca para la ocasión. Porque aquel no era uno más de los paseos que solían dar por la playa. Habían ido a casarse, en una ceremonia íntima y privada, diseñada por ellos mismos, después de que el día anterior hubieran presentado en el juzgado la documentación para constituirse como pareja de hecho.
No había nadie más, ni familia ni amigos; ni siquiera María estaba presente. Era un asunto que les concernía a ellos dos, y no querían espectadores. Miriam había insistido en ello. Había pasado ya una vez por una boda bulliciosa y no quería repetir la experiencia.
Después de hablarlo con su familia, estos habían respetado su decisión y se habían mantenido al margen, sin poner objeciones.
Parados en la arena, en el mismo sitio donde se habían visto por primera vez, se cogieron de las manos y, mirándose a los ojos, pronunciaron las palabras que se habían preparado en secreto.
—El amor es el sentimiento más grande y bello que se puede dar entre un hombre y una mujer —comenzó Pablo con voz enronquecida por la emoción—. Ennoblece al que lo siente y también al que lo recibe. No siempre es correspondido, pero eso no lo hace menos hermoso. Yo hoy tengo la inmensa dicha de que el mío por ti, lo sea. No ha sido fácil llegar hasta aquí, los dos hemos pasado momentos difíciles, pero al final lo hemos conseguido. Miriam, yo te tomo por esposa y prometo amarte, cuidarte y respetarte todos los días de mi vida. Mientras me quede un soplo de aliento, mi amor será para ti.
Miriam sintió los ojos empañarse al escuchar las palabras que tantas veces había leído y carraspeó un poco antes de hablar, y decir con voz firme:
—Todo empezó con un beso, que me removió el alma y el cuerpo hasta los cimientos, y no lo supe ver. Hoy, tus besos son el pilar de mi vida, sin ellos y sin ti, nada tendría sentido. Me has dado lo que siempre quise tener: amor, pasión y felicidad. Hoy estoy aquí para decirte que quiero ser tu mujer, tu amiga y tu compañera, la que comparta contigo las alegrías y las penas, los logros y los fracasos. Quiero ser la madre de tus hijos… el primero de los cuales podría estar ya en camino —añadió risueña contemplando la expresión asombrada de Pablo.
Él se inclinó un poco.
—¿Puedo ya besar a la novia?
—Esto no será oficial mientras no lo hagas.
Dio un paso hacia ella y la rodeó con los brazos. Miriam alzó la cara y los labios se encontraron cargados de emoción y de promesas. Saborearon el sabor a sal que la brisa marina ponía en sus bocas, el amor y el deseo. Cuando se separaron, Pablo ahondó en su mirada y preguntó lo que le quemaba en los labios.
—¿Es verdad eso de que estás embarazada?
—No he dicho que lo esté, sino que podría estarlo.
—¿Te ha faltado la regla?
—Aún no, pero dejé de tomar la píldora cuando hace unas semanas hablamos de hacer esto y después ampliar la familia. Pensé que si había suerte podría hacerte un regalo de bodas especial.
—No podrías hacerme otro mejor. Yo también tengo algo para ti.
—¿En serio? ¿Qué?
Pablo metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un sobre alargado. Miriam lo abrió con impaciencia.
—¿Billetes para un crucero por el Egeo?
—En uno de tus primeros correos me dijiste que te gustaba viajar y que, a tu entonces pareja, no. Bien, pues a mí me encanta… y una boda no es tal sin el consiguiente viaje de novios.
Volvieron a besarse, ante la mirada de unos pescadores que se acercaban.
—Los habituales de la playa están empezando a llegar. ¿Nos vamos?
—Sí. Ya hemos hecho lo que teníamos previsto. Vamos a casa.
Cogidos de la mano de nuevo, se dirigieron al coche y emprendieron el regreso a Sevilla.
Cuando ya estaban cerca, sonó el teléfono de Miriam.
—Es mi madre —dijo descolgando—. Hola, mamá.
—¿Estáis ya debidamente «casados»?
—Pues sí, con beso incluido, para que sea oficial.
—Pues yo me temo que os voy a aguar un poco la noche de bodas. Ángel ha traído a la niña hace un rato porque tiene fiebre y quería estar contigo. Pero si quieres, se queda aquí, para que podáis disfrutar de intimidad.
—No, no, ni hablar. Ahora la recogemos. Ya estamos cerca, no tardaremos mucho.
—Vale.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pablo cuando cortó la llamada.
—Es María… tiene fiebre y Ángel la ha llevado a casa de mi madre. Habrá ido a la nuestra y al no encontrarnos habrá pensado que estaríamos allí. Le he dicho que la recogeríamos de camino.
—Por supuesto.
—Lo siento…
—No te preocupes… María es lo más importante. Ya tendremos nuestra noche otro día.
Miriam apoyó la mano sobre el muslo de Pablo y lo acarició.
—Gracias.
—María es mi hija también, aunque llame padre a Ángel. No me des las gracias.
Pablo giró en la rotonda y enfiló la carretera secundaria que llevaba a Espartinas.
—¿Tiene mucha fiebre?
—No lo sé, mi madre no me ha dicho nada más. Estaba un poco apurada por cortarnos el rollo.
Pocos minutos después entraban en el chalé. A pesar de la bonita mañana y la agradable temperatura no había nadie en el jardín, por lo que Miriam empezó a temer que la niña estuviera peor de lo que esperaba. Empujó la puerta que no estaba cerrada del todo y en cuanto traspasó el umbral una lluvia de arroz les cayó encima.
—Pero… ¿Qué…?
Al instante se dio cuenta de que sus padres no estaban solos, sino acompañados de Hugo, Inés, Sergio y Marta. Y María tenía en la mano un puñado de arroz que aún continuaba tirándoles poco a poco.
—¡Felicidades! —empezó a escuchar a su alrededor y al momento se vieron rodeados de abrazos y felicitaciones.
—Mami, mami… Felicidades. ¿Es tu cumple? La abuela y yo hemos hecho una tarta.
—No cariño, es que Pablo y yo nos hemos casado. ¿Pero tú no estás malita?
—No, es una sorpresa.
Al fin alzó la cara hacia su madre.
—Perdona si te he preocupado, pero teníamos que hacerte venir. Sabemos que no querías una boda al uso, pero seguro que no le haces ascos a una barbacoa familiar para celebrar el acontecimiento.
—¡Claro que no le hago ascos a una barbacoa familiar! ¡No podría pedir una celebración mejor!
—Hasta Hugo e Inés lo han arreglado para venir.
—Hemos contratado un camarero nuevo para poder hacer un poco de vida social —dijo Inés.
—Quiere que la lleve al Caribe por su cumpleaños, que será el mes que viene —susurró Hugo con un guiño.
—¡Al Caribe no! —protestó enfurruñada—. Te he dicho que quiero ver mundo, no playa. Para tumbarme en la playa nos vamos a Ayamonte o a Cádiz con Sergio y Marta.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó Susana.
—A algún sitio bonito y romántico.
—No te preocupes, Inés. Ya le pillaremos y le susurraremos ideas en el oído, porque este de romántico... —Rio Marta.
—A mí Pablo me acaba de regalar un crucero por el Egeo como viaje de novios.
Inés abrió mucho los ojos.
—¡Ohhh, un crucero!
Hugo salió de la habitación tratando de esconder una sonrisa. Fran se fue tras él.
—¿Dónde la piensas llevar?
—También de crucero por la costa italiana, con noche en Venecia.
—Le va a encantar…
—Pero le voy a decir que vamos a Málaga. El barco zarpa desde allí. Me muero de ganas de verle la cara cuando lo vea.
—Y yo. Haz foto, por favor.
Salieron de la cocina con una botella de cava en las manos.
—Los novios no han brindado aún.
Miriam estaba desbordada repartiendo saludos y besos. María le tiraba de la falda insistiendo para que viese la tarta que habían preparado
—¡Brindis, brindis…!
Repartieron copas y Hugo hizo los honores llenándolas.
—¡Por los novios!
Pablo y Miriam se miraron, sonrientes. Aunque era cierto que no querían un banquete de bodas al uso, el que la familia les hubiera organizado una comida, les había emocionado. El año y medio que llevaban viviendo juntos había sido maravilloso, y la posibilidad que Miriam había apuntado de un posible embarazo en breve añadía una nota de felicidad a ese día especial.
—Por mi preciosa mujer, que me robó el corazón el primer día que la vi —dijo Pablo alzando la copa.
Miriam chocó la suya y añadió:
—¡Por el hombre de la playa!