Capítulo 24
Miriam esperaba con impaciencia un correo de Pablo aquella tarde, pero las horas transcurrían y la bandeja de entrada continuaba vacía. Cada día que pasaba sentía más la necesidad de tener noticias de él, de leer sus mensajes o escuchar su voz a través del teléfono. Al final, fue el móvil el que le trajo las noticias que esperaba.
—Hola.
La sonrisa se instaló en su cara de inmediato y su voz sonó cantarina al responder. La impaciencia, el cansancio del día, todo se evaporó de golpe.
—Hola, Pablo. ¿Cómo estás?
—Cansado para escribir, hoy prefiero oír tu voz.
—Me parece estupendo. ¿Un día duro?
—Trabajo de planos y ordenador más que nada, pero bastante complicado. Tengo la cabeza saturada de medidas y acotaciones. ¿Y el tuyo?
—Tranquilo en cuanto al trabajo se refiere, y bueno en el terreno personal. Ya ha llegado la notificación del juzgado comunicándome la sentencia de divorcio. Soy una mujer libre según la ley.
—¿Cómo te sientes?
—Pues como ayer. Hace tiempo que me siento divorciada, Pablo; la única diferencia es que ya es oficial. Ahora el siguiente paso es terminar las reformas del piso y mudarme allí con María cuanto antes. Estoy muy a gusto con mis padres, pero no quiero que la niña se acostumbre a estar con los abuelos a todas horas, o me costará mucho trabajo sacarla de Espartinas. Tampoco quiero cargarlos a ellos con la responsabilidad de criar a mi hija, ya tuvieron bastante con nosotros cuatro y ahora se merecen disfrutar de su mutua compañía en la intimidad.
—Las ventanas ya están listas para colocarlas, con toda seguridad la semana que viene estarán instaladas. La cocina está pendiente de que los fontaneros cambien las tuberías para acomodar el fregadero donde tú quieres. Yo calculo que en un par de semanas más estará terminado, pintado y listo para habitarlo.
—Será estupendo vivir en mi propio piso.
—¿María lleva bien los cambios de casa? Me refiero al hecho de irse con su padre los fines de semana.
—Le resulta divertido. Ángel siempre ha participado mucho en su cuidado, y de momento a ella no parece afectarle la situación.
—Eso está bien. Y hablando de fines de semana… quisiera proponerte algo.
El corazón de Miriam brincó por un momento.
—Dime.
—¿Te gustaría pasar el próximo conmigo, en Huelva?
Por un momento Miriam guardó silencio, y Pablo se apresuró a añadir:
—Tengo una habitación de huéspedes que puedes usar. No te estoy hablando en sentido sexual, se trata de pasar más tiempo juntos. Casi siempre nos vemos con prisas, o tú o yo debemos coger la carretera después de un rato. Las pocas horas que paso contigo se me hacen muy cortas, Miriam. Me gustaría llevarte a cenar, a pasear, a la playa… o cocinar para ti. Mimarte un poco. No hace falta que me respondas ahora, piénsatelo.
Miriam se sintió feliz ante la idea. La propuesta le apetecía mucho, pero no era del todo dueña de su tiempo.
—No tengo nada que pensar, pero aún debo confirmar con Ángel que no trabaja y se llevará a María este fin de semana. Si es así, acepto encantada; a mí también me apetece pasar más tiempo contigo.
—Bien, esperaré impaciente tu confirmación.
—En un par de días lo sabré.
—De acuerdo.
Continuaron charlando un buen rato más. La conversación fluía de forma natural y los minutos pasaban sin que se percatasen de ello. Al fin, se despidieron.
Cuando cortó la llamada, Miriam suspiró hondo. Aquel era un paso enorme entre ambos, iba mucho más allá de tomar unos cafés o dar un paseo después de comprobar las reformas. O de unos cuantos besos. Pasar juntos un fin de semana, aunque durmiese en la habitación de invitados, significaba aceptar la relación y su mente cautelosa le preguntó si sabía lo que estaba haciendo. Pero le apetecía mucho la idea de pasar más tiempo con él, amanecer en su casa, desayunar juntos y conocerle en su entorno.
Se metió en la cama y le costó mucho conciliar el sueño, fantaseando con ese fin de semana que se avecinaba, como si fuera una adolescente ante una excursión.
Por la mañana la perspectiva ya no le resultaba tan maravillosa. Sentía que se estaba precipitando a un vacío que no controlaba y se asustó. Los sentimientos que Pablo le inspiraba eran cada día más fuertes, pero su carácter cauteloso, unido al fracaso de su matrimonio, le hacían sentir pánico ante el paso que estaba a punto de dar.
Susana se percató del ceño fruncido de su hija durante el desayuno, pero no dijo nada en espera de encontrar un momento más propicio.
En cuanto Miriam llegó al bufete después de dejar a la niña en la guardería, y entró en el despacho que años atrás había ocupado Magdalena, Susana la siguió y le preguntó a bocajarro:
—¿Qué ocurre, Miriam? ¿Algún problema con Ángel por la sentencia de divorcio?
Esta sonrió.
—No se te escapa nada, ¿verdad?
Susana ocupó el sillón que había frente a su hija.
—Te he parido, siempre sé cuándo te pasa algo, aunque a veces por discreción, no lo diga. Te has pasado absorta todo el desayuno y con el ceño Figueroa fruncido, y a ese ceño estoy muy habituada. Todos lo fruncís cuando estáis preocupados. Dime… ¿Qué pasa?
—No es Ángel, sino Pablo —admitió.
—Ah… ¿Problemas en el paraíso?
—No, nada de eso.
Miriam cogió un bolígrafo de la mesa y empezó a juguetear con él.
—Ayer me llamó y me invitó a pasar el fin de semana con él en Huelva, en su casa. Y no sé qué hacer.
—¿No quieres ir?
—Anoche estaba decidida a aceptar, pero esta mañana no estoy tan segura. Creo que es demasiado pronto, aunque ha sugerido prepararme la habitación de invitados. Pero el hecho de pasar un fin de semana en su casa, aunque no nos acostemos juntos, significa dar un paso de gigante en esta relación, y me asusta.
—Comprendo. ¿Quieres un consejo? No tienes que seguirlo, pero si quieres mi opinión…
—Por favor, estoy hecha un mar de dudas.
—En primer lugar, y al margen de todas esas elucubraciones que tu cabecita ha estado haciendo, ¿quieres ir?
—Sí.
—Entonces, ve. Si duermes o no en la habitación de invitados lo decides en el momento, según lo que te apetezca. Si él ha sugerido esa posibilidad, no vas con ningún tipo de presión.
Alargó la mano y tomó la de su hija, esa hija seria y que todo se lo pensaba demasiado. Se parecía a ella, no cabía duda, pero ella en el momento más importante de su vida no actuó con la cabeza, sino con el corazón.
—¿Sabes una cosa? Tu padre y yo nos acostamos a la media hora de averiguar que nos gustábamos el uno al otro. Ni siquiera me lo pensé, aunque estaba convencida de que lo nuestro no duraría, porque pertenecíamos a mundos diferentes y su familia no me iba a aceptar. En cuestión de segundos decidí lanzarme de cabeza a una relación sin futuro, pero quise disfrutarla y vivirla con intensidad, durase lo que durase. Nunca me arrepentí, ni siquiera durante los tres años que estuvimos separados. Vive, Miriam. Por una vez deja de hacer las cosas que debes y haz las que quieres. Poco importa el tiempo que llevéis Pablo y tú: vive, ríe, ama y si toca llorar luego, llora. Pero coge lo que la vida te ofrece en este momento y disfrútalo.
Miriam miró a su madre que la observaba con una sonrisa.
—¿A ti te tocó llorar?
Susana clavó en su hija una mirada nostálgica, recordando la peor época de su vida.
—Mucho, pero en los peores momentos recurría a los recuerdos, a lo vivido, y me servía de consuelo. Siempre he pensado que no hay que arrepentirse de lo que se ha hecho, sino de lo que se ha dejado de hacer. Todo, lo bueno y lo malo que nos ocurre, son experiencias y nos hace aprender.
—Gracias, mamá. Eres maravillosa.
—Te quiero, nena, y quiero verte disfrutar de la vida y del amor. Eres joven y libre; haz lo que te pida el cuerpo y que te quiten lo bailado. Y, sobre todo, deja quieta esa mente tuya que no cesa de dar vueltas.
—Lo haré. Aceptaré la invitación si Ángel se lleva a María este fin de semana.
—Si no lo hace, tu padre y yo nos ocuparemos de ella.
—Ya hacéis bastante durante la semana, no quiero daros más obligaciones.
—Deja de decir tonterías. Podemos llevarla a comer por ahí, al cine, al parque o a merendar pasteles… sin que se entere su madre —comentó recordando una broma de cuando ellos eran pequeños. Susana era estricta con la alimentación, y no les permitía comer dulces de forma habitual, pero a veces cuando tenía que trabajar en algún caso los fines de semana, Fran se llevaba a los niños a alguna cafetería a merendar pasteles y ellos pensaban que era en secreto y que su madre no lo sabía. Una vez, Hugo traía la boca con restos de nata y Sergio intentaba avisarle para que la limpiase antes de que los descubriera. Tuvo que hacerse la tonta y darse la vuelta mientras sus hijos cuchicheaban, y al girarse de nuevo había desaparecido la prueba del delito.
—De acuerdo, aceptaré la invitación y si Ángel no puede, os doy permiso para llevarla a comer pasteles sin que yo lo sepa —dijo con una sonrisa.
El timbre del teléfono puso fin a la conversación y Susana salió del despacho para que su hija atendiera la llamada.