Prólogo
Después de la cena y de que su hija María se durmiese, Miriam se metió en la ducha. Ángel se había retirado a su dormitorio, el que compartía con ella, aunque durante el tiempo que llevaban casados lo único que habían hecho en él era dormir.
Al principio pensó que el embarazo y los cambios que este ocasionaba en su cuerpo habían causado el despego de Ángel. Después de la noche de bodas, él no había vuelto a tocarla, y tampoco aquella había estado cargada de pasión. Lo achacó a los nervios, al cansancio y a lo tardío de la hora, pero lo cierto era que en los días y en los meses sucesivos, su marido no había ni siquiera intentado hacerle el amor.
No le dio excesiva importancia; los pechos enormes, el vientre hinchado debían provocar el rechazo de cualquiera. Había dejado pasar el tiempo con la esperanza de que al recuperar su figura una vez acabado el posparto, la indiferencia de Ángel acabase, pero no fue así. Primero los días y después las semanas se sucedían sin que él hiciera el menor intento siquiera de besarla, y mucho menos de reanudar unas relaciones sexuales que se habían interrumpido después de la boda.
Aquella noche Miriam había decidido tomar la iniciativa. Tal vez él pensara que aún era pronto, pero ella estaba más que preparada y deseosa de hacer el amor con él.
Había salido a mediodía y se había acercado hasta una tienda especializada en lencería. Allí deambuló entre los percheros buscando algo que pudiera atraer el deseo de un hombre, y al fin se decidió por un camisón de encaje negro, que permitía ver lo justo para no dejar de ser elegante. Pero no cabía duda de que la prenda era una clara insinuación, y si Ángel no se daba por aludido, ya no sabía qué otra cosa podía hacer.
Se dio una ducha rápida, no quería entretenerse y permitir que él se durmiera, porque si lo hacía, ella tendría que dejar de lado todos los planes que había hecho.
Tras secarse, deslizó unas gotas de perfume entre los pechos, ya vueltos a la normalidad después de la maternidad y el escaso tiempo de lactancia que se había podido permitir.
Contempló su imagen en el espejo y vio el cuerpo que siempre había tenido, delgado y sin estrías, tonificado por el ejercicio que había realizado a continuación del parto. Por fortuna el embarazo no había dejado marcas visibles en él, Ángel no encontraría ningún cambio que le produjese rechazo. Hacía ya casi tres meses que María había nacido y todavía no la había tocado ni una sola vez más que de forma amistosa.
Tras perfumarse se puso el camisón, sin nada más y se revolvió un poco la larga melena rubia con las manos. Estaba sexi y seductora y si Ángel aquella noche no le hacía el amor debía empezar a plantearse que había un problema muy serio en su matrimonio.
Salió descalza y se acercó a la cama. Su marido estaba acostado y vuelto hacia la pared, postura en la que solía dormir, y Miriam le tocó con suavidad en el hombro. Él no se movió ni un milímetro, aunque ella intuía que estaba despierto. Tragó saliva y susurró:
—Ángel…
No obtuvo respuesta, pero advirtió una leve rigidez en el cuello del hombre, evidencia clara de que no dormía.
Deslizó la mano a lo largo del brazo, acariciándole, y notó una ligera tensión en los músculos bajo sus dedos, pero ni se giró ni pronunció ninguna palabra.
Decepcionada, cesó en su intento y se tumbó en su lado de la cama, apretando los labios para tragarse las lágrimas de humillación que intentaban salir con más fuerza que nunca y que contenía a base de voluntad.
No entendía qué pasaba, por qué Ángel había dejado de desearla. Antes de casarse mantenían unas relaciones sexuales bastante esporádicas, y aunque sus hermanos se burlaban de ella por ese tema, Miriam siempre le encontraba una explicación. Ambos vivían con sus padres y tenían pocas ocasiones para estar a solas y en una cama. Aunque Hugo le había dicho a menudo que no era necesario una habitación y una cama para hacer el amor, o echar un polvo como lo llamaba él, Ángel y ella preferían hacerlo con la intimidad y comodidad que estas les brindaban.
Siempre aprovechaban cuando sus padres no estaban en casa para escaparse a su habitación y pasar un rato juntos, y aunque no era muy a menudo, sí hacían el amor con cierta regularidad. Era a partir de su boda, hacía ya casi diez meses, que Ángel se iba a la cama temprano y cuando ella se reunía con él en el dormitorio estaba profundamente dormido. O fingía estarlo, como esa noche.
Se miraba al espejo una y otra vez y no acertaba a comprender por qué había dejado de desearla. No había cogido demasiados kilos en el embarazo y había recuperado la línea en seguida, su aspecto actual en nada se diferenciaba del que tenía antes de casarse.
Sentía a Ángel tenso y agarrotado al otro extremo de la cama y también ella se acercó al borde tratando de poner la mayor distancia posible entre ambos. Sabía que era necesario enfrentar aquella situación, que no podía dejar pasar el tiempo sin hacer preguntas o sin tratar de buscar alguna solución, que debería pasar por tener una conversación a tumba abierta. Pero no se decidía. Ella, tan resuelta y tan locuaz en los tribunales, cuando se trataba de sacar a relucir el problema ante su marido, las palabras se le atascaban en la garganta y era incapaz de pronunciarlas. Como en aquella ocasión. Se sentía demasiado dolida, demasiado humillada para volverse hacia esa espalda que la ignoraba noche tras noche y aclarar las cosas de una vez por todas.
El leve llanto de María en la habitación contigua le dio la excusa que necesitaba para no afrontar la situación y escapar de aquella cama fría e inhóspita. Se levantó con sigilo, aunque sabía que Ángel estaba despierto, y salió del cuarto.
Se inclinó sobre su hija, esa preciosa niña rubia que no había deseado en un principio, pero que le había robado el corazón, y le acarició la mejilla con un dedo. Se calló al instante, pero aun así se inclinó y la cogió en brazos. Comprobó que tenía el pañal mojado y la puso sobre el cambiador.
Arreglar a su hija fue suficiente para que el malestar pasara, y cuando la volvió a depositar en la cuna, se dijo que lo más probable era que Ángel no quisiera despertar a la niña que tenía el sueño muy ligero. Ya no sabía qué más decirse para justificar la conducta de su marido.
Aguardó unos minutos hasta que María se quedó dormida y entró al cuarto de baño, donde se cambió el camisón por su habitual pijama y lo escondió en un rincón del armario de las toallas, como si fuera algo vergonzoso. Al día siguiente decidiría qué hacer con él. Tirarlo, con toda probabilidad.
A continuación, regresó al dormitorio y se metió en la cama. El deseo sexual que había experimentado un rato antes, mientras se arreglaba, había desaparecido por completo, ni siquiera le apetecía satisfacerse ella misma, como venía haciendo hacía semanas.
Ángel ya estaba dormido de verdad cuando se tendió a su lado, y por primera vez desde que se casó se permitió pensar en Pablo Solís y en lo que podría haber sido.
La primera vez que le vio era apenas una cría de diecisiete años y estaba pasando un verano con Marta, su amiga y cuñada, en casa de sus abuelos. Él no dejaba de mirarla, unos metros más allá en la playa fingiendo leer un libro, pero mirándolas en realidad. Parecía un poco mayor, y a veces pensaba que era Marta quien le atraía, pero cuando alzaba la vista siempre encontraba clavados en ella unos profundos ojos marrones, que desviaba al ser sorprendido.
Marta y ella le apodaban «el hombre de la playa» porque no conocían su nombre, ni nada sobre él.
Le vieron durante todo el mes de agosto, y esperaron inútilmente que se acercara o les hablara, pero no lo hizo. Solo la última noche antes de regresar a Sevilla habían intercambiado unas pocas palabras. Había bajado sola a comprar unos dulces para su madre, y se lo encontró caminando de frente hacia ella.
Pensó que continuaría su camino, pero para su sorpresa se detuvo a su lado y la saludó:
—Hola.
Ella le dedicó una sonrisa y respondió a su saludo.
—Hola.
—¿No está hoy tu amiga? —le preguntó, lo que le hizo pensar que era Marta quien le interesaba.
—No, he bajado un momento a hacer unos recados.
—¿Hasta cuándo estarás aquí?
—Me voy mañana.
—Vaya… es una pena.
—Se acabó el verano.
Por un momento se habían quedado mirando el uno al otro sin saber qué más decir.
—Adiós, entonces —se despidió Pablo.
—Adiós.
Ella echó a andar por la acera, alejándose, mientras sentía la mirada de él clavada en su espalda.
Regresaron a Sevilla y se olvidaron del hombre de la playa, hasta que el destino volvió a cruzarlo en su vida, hacía un año y medio.