Capítulo 21

Miriam agarró con fuerza la correa del bolso que colgaba de su hombro. Tenía los nudillos bancos por la tensión y las piernas de gelatina por los nervios mientras cruzaba la calle hacia el estudio de Pablo.

Desde que había decidido comprar el piso, su mente no había dejado de fantasear con la idea de buscarle y pedirle que se hiciera cargo de las reformas, aunque no se engañaba. Era una simple excusa para verle.

No pretendía interferir en su vida, solo deseaba averiguar sus propios sentimientos, y también si él era feliz en su matrimonio. Sabía que de no hacerlo estaría el resto de su vida preguntándose qué habría sido de él y qué sentía ella.

Le pidió a su madre que cuidara a María durante unas horas, y condujo hasta Huelva dispuesta a enfrentarse a su pasado, para poder dar carpetazo a algo que llevaba latente mucho tiempo.

Una vocecita en su interior le decía que debía haber llamado antes, que no debería presentarse sin avisar después de tres años, aunque tuviera la excusa de unas reformas que no necesitaba, pero que estaba dispuesta a hacer para que Pablo entrara de nuevo en su vida, aunque fuera solo de forma profesional. Pero la sola idea de que él no quisiera verla, de que le sugiriese otro estudio de arquitectura le resultaba aterradora. Necesitaba tenerlo frente a frente, tenía que averiguar qué sentía, tras mucho tiempo de verle como hombre en sus sueños y en su imaginación, algo que no le había sucedido durante el tiempo que duró su amistad. No sabía si ese cambio, que comenzó con un beso, se debía solo a la infelicidad de su matrimonio, a los recuerdos de la calidez de sus correos intercambiados y a la seguridad y confianza que siempre había sentido con él. Pero estaba dispuesta a averiguarlo, y eso solo podía hacerlo si le veía de nuevo. Aunque estuviera casado.

Con nerviosismo y sintiendo que el aire apenas entraba en sus pulmones, pulsó el timbre del estudio, situado en la planta baja de la vivienda. Aguardó nerviosa temiendo escuchar la voz de una mujer, pero fue la ronca y bien timbrada de Pablo la que respondió al portero electrónico.

—¿Sí?

Acercando la boca al micrófono, respondió:

—Pablo, soy Miriam… Miriam Figueroa —dijo con la boca seca.

Al instante la cancela se abrió. La empujó con cuidado y se encontró con él en la puerta del estudio, situada a la derecha de las escaleras que conducían a la vivienda. Vestía pantalón de traje, una camisa celeste con las mangas dobladas hasta el codo y una corbata negra aflojada sobre el cuello desabrochado de la misma. Tenía las gafas puestas, y desde detrás de los cristales, sus ojos oscuros la miraban intrigados. El corazón le empezó a latir con fuerza al observar la respiración algo agitada de él.

—Hola… —saludó nerviosa.

—Hola, Miriam —La voz de Pablo sonó acariciadora en sus oídos.

Por un momento la tensión flotó entre ambos, perdidos cada uno en la mirada del otro. Ella aguantaba las ganas de echarse en sus brazos y él no podía apartar los ojos de su rostro, sin poder creerse que estuviera allí. Tres largos años sin verse, sin saber nada el uno del otro, no habían cambiado los sentimientos de Pablo y Miriam lo supo con aquella mirada. Tragó saliva antes de hablar, temerosa de que las palabras no le salieran. Temerosa también de ver a una mujer aparecer en lo alto de la escalera.

—Necesito… unas reformas en mi casa, y no conozco a nadie más capacitado que tú para hacerlas —dijo para justificar su visita.

Él asintió y bajó la vista, haciéndose a un lado para permitirle entrar al estudio. Miriam pasó a pocos centímetros de él sin rozarle, pero sintiendo su presencia y su calor a su lado. Le mostró el sillón para que se sentase y él lo hizo tras el escritorio, poniendo esa distancia entre ambos. Los ojos de Miriam se fueron hacia la mano que apoyaba sobre la mesa en busca de un anillo que no encontró, ni siquiera la marca de que hubiera estado ahí alguna vez, como le sucedía a ella. También se había quitado la alianza en el mismo instante en que presentó en el juzgado la solicitud de divorcio, pero una ligera marca blanca ocupaba su lugar.

—Te veo bien —dijo Pablo volviendo a clavar en ella esa mirada intensa que le hacía temblar las rodillas.

Miriam negó con la cabeza.

—No lo estoy —dijo con sencillez.

Él se inclinó sobre la mesa, apoyando los brazos en la superficie de madera para acortar la distancia y preguntó:

—¿Qué te ocurre? Si puedo ayudarte en algo, ya sabes que siempre puedes contar conmigo.

—Me estoy divorciando. Estoy a la espera de que el procurador nos cite para ratificar el convenio regulador, será cuestión de unos días. Lo estamos haciendo de mutuo acuerdo, sin dramas ni peleas pero, aun así, no es una situación agradable. No deja de ser un fracaso y yo… me he dejado la piel tratando de que funcionara, pero no ha podido ser. He comprado un piso, y necesita algunas reformas… por eso me he atrevido a molestarte. No conozco a nadie más que pueda hacerlo y tenga mi confianza.

—¿Qué pasó? —preguntó, ignorando la alusión a su trabajo—. ¿Quién ha tenido la culpa?

—No hay culpa —respondió sin querer hablar de esos tres años de infelicidad junto a un hombre que no la quería, que se casó con ella porque lo creyó lo más correcto cuando se quedó embarazada—, simplemente no funcionó desde el principio. Nunca debimos casarnos.

—Lo lamento.

Miriam se encogió de hombros.

—Son cosas que pasan, errores que se cometen. Por fortuna ahora no hay que cargar con ellos toda la vida y el divorcio te permite enmendarlos.

—Sí, así es. ¿Y la niña? ¿Cómo queda ella con la separación?

—¿Cómo sabes que tuve una niña? No hemos hablado desde aquella tarde… en la cafetería.

—He seguido consultando a tu padre en alguna ocasión, él me habló de su nieta, que lo tiene enamorado.

Miriam sonrió. Sabía la adoración de Fran por su hija.

—Yo tengo la custodia de María, y Ángel se la lleva los fines de semana, cuando no trabaja. Tiene horarios complicados y ambos estamos de acuerdo en que no queremos a su madre interfiriendo en la educación de nuestra hija, cosa que sucederá si debe ocuparse de ella mientras Ángel trabaja.

—Entonces las cosas entre vosotros están bien… a pesar el divorcio.

—Todo lo bien que pueden estar, sí. Tenemos una hija en común y no queremos que la separación le afecte más de lo necesario. A él no le gustó que yo quisiera divorciarme, pero lo terminó aceptando.

—Entonces fuiste tú…

—Sí, yo di el paso.

Los ojos de Pablo brillaron con intensidad.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Porque no era feliz. Ángel no supo darme lo que yo necesitaba, lo que yo esperaba de un matrimonio.

—¿Y por qué has tardado tanto tiempo en hacerlo? Tres años pueden hacerse muy largos cuando no se es feliz.

Miriam se mordió el labio. No podía decirle que porque él se había casado.

—Tenía que asegurarme de que hacía todo lo posible para salvar mi matrimonio, una vez que decidí contraerlo. Pero el día de la boda de mi hermano Sergio, los vi a él y a Marta tan felices después de convivir un tiempo juntos, se miraban como Ángel nunca me miró a mí, y también Hugo, otro de mis hermanos bailaba con Inés como si no hubiera nadie más en el mundo. Yo nunca me sentí así… al menos no con Ángel. Y decidí que era joven y que tenía derecho a disfrutar de lo que veía a mi alrededor: del amor, de la pasión y de la devoción de un hombre, todo lo que no tenía en mi vida.

Pablo alargó la mano y acarició el dorso de la de Miriam. Ella sintió un cosquilleo deslizarse por su espalda y respiró hondo.

—Lamento que hayas pasado por todo eso sola…

—Soy bastante introvertida y me cuesta hablar de mis problemas.

—Conmigo no lo eras. Tus emails estaban llenos de sentimientos, de la auténtica Miriam.

—Sí, contigo no me costaba hablar de mí misma… y al parecer sigue siendo así. Llevo aquí un buen rato contándote mi vida y aún no te he preguntado cómo te va a ti. ¿Eres feliz en tu matrimonio?

Pablo abrió mucho los ojos.

—No estoy casado —dijo.

Ahora fue Miriam quien se sorprendió.

—¿No? Pero ella dijo…

—¿Ella? ¿Quién?

—Te llamé un día… después de una situación especialmente mala… respondió una mujer a tu móvil, me preguntó quién era y al decirle mi nombre me respondió que eras su marido y que te dejara en paz. Y lo hice.

—Begoña —dijo en un susurró. A continuación, se levantó de la silla y rodeó la mesa hasta colocarse junto a Miriam, apoyándose contra el borde—. Después de tu boda, comprendí que nunca ibas a ser para mí, que te había perdido y que tenía que seguir con mi vida. Yo estaba reformando la casa de su madre, no ocultaba su interés por mí, y me dejé querer. Incluso vivimos juntos unos meses, pero no funcionó. Antes de empezar nada con ella le hablé de ti, de lo que yo sentía y de que te habías casado y me ofreció consuelo. Empezamos una relación que duró un tiempo, pero luego se volvió celosa y posesiva; rastreaba mis llamadas, incluso me interrogaba acerca de mis silencios y mis pensamientos, y tuve que cortar. Nunca me casé con ella.

—Utilizó la palabra marido, eso lo recuerdo bien.

—Pues no lo era, nunca lo fui.

Se hizo un silencio hondo y pesado. La habitación pareció encogerse y se miraron a los ojos durante mucho tiempo.

—Volvemos a estar como al principio… —susurró Pablo con voz ronca y las manos apoyadas contra el borde de la mesa, para evitar la tentación de tocarla.

—No —respondió Miriam sin apartar la mirada de los ojos oscuros que la observaban con intensidad—. Ahora hay entre nosotros un beso que al principio no había. Un beso que no he podido olvidar…

Pablo tragó saliva con dificultad.

—Yo te sigo queriendo… —dijo.

—Yo no sé lo que siento por ti, aunque me gustaría averiguarlo. No eres un amigo sin más, de eso estoy segura. Pero estoy cerrando una relación complicada que me ha hecho muy infeliz y no me gustaría precipitarme. Necesito tiempo, Pablo.

—Todo el que quieras… —dijo alargando las manos hacia ella y haciendo que se levantara. Después le cogió la cara entre las palmas y la besó.

Cogida por sorpresa, como la vez anterior, al principio no supo reaccionar a su boca. A los labios que rozaban los suyos despacio, acariciándolos, ni a la lengua que se introdujo entre ellos en cuanto le fue posible. Pero cuando le sintió acariciar todos los rincones, una oleada de pasión se apoderó de ella y respondió al beso. Alargó los brazos, le rodeó el cuello y ladeó la cara para acceder mejor a la boca de él. Pablo dejó de contenerse y continuó besándola con el deseo acumulado durante tres largos años, lastimándole los labios y clavando las manos en sus mejillas para que no se separase. La besó una y otra vez, con un ligero intervalo para respirar antes de comenzar de nuevo, hasta que calmó el hambre de ella contenido desde hacía mucho tiempo.

Luego, se miraron con un brillo intenso en los ojos, y la respiración entrecortada.

—Para refrescarte la memoria —susurró.

Miriam sonrió.

—Sigo necesitando tiempo.

—Lo sé, y lo tendrás. Pero tenía que besarte… llevo demasiado tiempo deseándolo… de hecho creía que nunca más iba a hacerlo. No he podido contenerme, pero te prometo que de ahora en adelante lo haré. Comenzaremos de cero, si es lo que quieres.

—No es eso lo que quiero, sino seguir donde lo dejamos hace tres años. Y puedes seguir refrescándome la memoria de vez en cuando… soy olvidadiza —dijo con un brillo divertido en los ojos y una sonrisa enorme.

—Cuenta con ello.

Le acarició la mejilla con el pulgar, ligeramente enrojecida por la presión de sus dedos.

—Lo siento, si te he hecho daño… pero la sola idea de que te apartaras de mí...

—No pasa nada… me ha encantado que me besaras así, con tanta pasión, con tanta devoción… No es algo a lo que esté acostumbrada.

—Te acostumbrarás, te lo prometo.

El timbre de la puerta les hizo separarse.

—Estoy esperando a unos clientes… No sé cuánto me llevará atenderles. Si quieres subir a mi casa y esperar allí a que termine…

—No, gracias, Pablo. Debo marcharme; he dejado a María con mi madre y quisiera estar allí antes de la hora de la cena.

—Como quieras… Te llamo esta noche.

—De acuerdo.

Él se inclinó y le rozó los labios, para a continuación acercarse a la puerta y abrir.

—Hasta luego.

Miriam caminó hacia el coche que tenía aparcado dos calles más adelante sintiéndose más feliz de lo que había sido en mucho tiempo. Todavía vibraba con los besos compartidos, con los sentimientos que Pablo le había mostrado y cerró los ojos rogando por que saliera bien. Por que pudiera enamorarse de aquel hombre que le removía hasta el alma cuando la besaba.

Condujo hasta Sevilla presa de una euforia que no podía ni quería contener. Cuando llegó a Espartinas encontró a su madre y a María haciendo unos puzles. Susana la miró y detectó el cambio operado en ella desde su salida unas horas atrás.

—María, cariño, ¿por qué no vas a buscar al abuelo y le dices que haga un puzle contigo? —dijo besando a la niña en el pelo—. La abuela y yo tenemos trabajo en la cocina.

—Sí, mami.

En cuanto salió de la habitación, Susana la invitó a sentarse en el sofá, a su lado.

—Intuyo que quieres hablar conmigo…

Miriam sonrió.

—Chica lista… ¿No me preguntas dónde he estado? Llevo fuera de casa toda la tarde y solo te dije al salir que debía resolver unos asuntos.

—Que a juzgar por tu aspecto deduzco has resuelto bien.

—Muy bien. ¿Tanto se me nota?

—Sí, cariño. Traes un brillo en la mirada que hace mucho tiempo no te veía, además de una sonrisa radiante.

—He ido a Huelva, a ver a Pablo.

—Pablo Solís.

—Sí. No pareces sorprendida.

—Un poco sí lo estoy, pero no conozco a ningún otro Pablo que viva allí. Sé que hubo un tiempo en que os veíais cuando él venía a Sevilla, pero pensaba que se trataba de una relación de amistad y no demasiado profunda.

—Fue muy profunda, aunque no pasó de amistad. Al menos, no mientras duró. Intercambiamos larguísimos correos durante más de año y medio y nos llamábamos por teléfono con frecuencia. Para mí era un amigo sin más… hasta que le dije que iba a casarme. Unos días antes de la boda vino a verme y me dijo que estaba enamorado de mí. En ese momento empecé a verle como hombre, sobre todo porque me besó y me hizo sentir cosas que jamás había sentido antes. Fui una cobarde y no quise detener la boda para averiguar qué sentía por él. Estaba tan convencida de amar a Ángel… y aquel beso me dejó tan confundida, que no supe qué hacer. Decidí seguir adelante con los planes y Pablo y yo rompimos todo contacto. Puse todo de mi parte para que mi matrimonio funcionara, te lo juro.

—No me cabe ninguna duda, cariño.

—Pero la soledad y la frustración le trajeron de nuevo a mi mente. Echaba de menos sus largos escritos, sus llamadas, su amistad. Un día, llena de desesperanza y convencida de que mi relación con Ángel no funcionaba, le llamé, y me respondió una mujer que dijo ser su esposa. De modo que acepté que había perdido mi oportunidad y volví a intentar salvar mi matrimonio con más ahínco que antes.

—No se puede salvar una relación cuando es solo una parte la que lo intenta.

—Lo sé. Ayer decidí ir a verle con la tonta excusa de hacer unas reformas en el piso que he comprado. Solo para verle, para saber de él. Esperaba encontrarle casado, feliz… pero necesitaba saber qué sentía yo. Durante los dos últimos años he pensado en él, en lo que podría haber sido si yo hubiera esperado y no me hubiese casado con tanta precipitación.

—¿Y…?

Miriam esbozó una sonrisa más radiante aún.

—No está casado. Aquella mujer me mintió porque estaba celosa de mí. Mantuvieron una relación que ha terminado ya.

—¿Y eso significa…?

—Que Pablo y yo vamos a retomar las cosas donde las dejamos y averiguar qué pasa. Quería que lo supieras porque con toda seguridad le verás por aquí de vez en cuando.

—Será bienvenido.

—Gracias, mamá. Vamos a ir despacio, yo todavía estoy afectada por el divorcio y no quiero precipitarme. Pero estoy decidida a darle una oportunidad, a no dejar pasar este tren sin averiguar a dónde me lleva.

—Me alegro muchísimo, Miriam. Pero solo el ver de nuevo esa sonrisa en tu cara y ese brillo en tu mirada, me dice que vale la pena intentarlo.

—De momento solo se lo voy a decir a Marta… y a vosotros, claro.

—Somos una tumba.

—Gracias, mamá —dijo abrazándola—. Es hora de darle la cena a María.

—Vamos a la cocina.

Dos horas más tarde, y después de haber cenado y acostado a la niña, Miriam se sentó ante el ordenador como cada noche y abrió el correo. Pablo había prometido llamarla, y se dispuso a ocupar el tiempo mientras esperaba.

Su sonrisa se amplió al encontrar un correo suyo enviado aquella tarde, hora y media después de que se despidieran. Con el corazón golpeando furioso en el pecho, lo abrió.

«Mi preciosa y queridísima Miriam:

Sé que he prometido llamarte esta noche, y lo haré, pero no he podido resistir la tentación de escribirte ahora, la espera se me hace demasiado larga.

Lo sucedido esta tarde ha sido tan inesperado, que todavía no acabo de creérmelo. Ni te imaginas lo que sentí al escuchar tu voz al otro lado del portero electrónico, apenas a unos metros de mí. Dijiste tu apellido como si yo no fuera a reconocerte, como si te hubiera olvidado. Ni por un momento. Lo intenté durante mi relación con Begoña, pero no lo conseguí. Empecé a salir con ella por despecho, no voy a negártelo, y no me siento orgulloso. Ahora todo acabó, y la vida, bendita sea, te vuelve a poner de nuevo en mi camino.

Sé que has sufrido estos tres años, pero te mentiría si te dijera que lo siento. Yo solo puedo alegrarme por ello porque eso te ha traído de nuevo a mí. Ten la seguridad de que haré lo que esté en mi mano para borrar esos malos momentos de tu vida, la tristeza de tus ojos y el dolor de tu corazón.

Estoy aquí, Miriam, y he venido para quedarme. Soy consciente de que aún tú debes averiguar lo que sientes por mí, y aunque decidas que es solo amistad, yo no voy a volver a salir de tu vida, seguiré ahí, aunque sea como un amigo, sin más. Estos años sin tus correos, sin verte ni escuchar tu voz han sido un auténtico infierno. Tanto que he inventado alguna duda legal para llamar a tu padre porque él siempre me daba algún indicio de tu vida. Por él supe que nació María, que te estás convirtiendo en una abogada de éxito, algo que nunca dudé, y que en general te iba bien. De haber sabido que no era así, te hubiera llamado mucho antes.

Te quiero, Miriam. El verte esta tarde ha hecho aflorar todo lo que llevo callando desde que te conozco, y no quiero seguir ocultándolo, sientas tú lo que sientas por mí. Prométeme que eso no va a ser un impedimento en nuestra relación, sea del tipo que sea. Aunque yo voy a seguir refrescándote la memoria para conseguir que te enamores de mí; recuerda que me has dado permiso.

Te llamo en un rato.

Te quiero,

Pablo».

Miriam se sentía eufórica después de leer el correo. Miró el reloj y comprobó que eran las once y media, una hora perfecta para una conversación nocturna, de modo que cogió el móvil y le llamó ella. Aunque en su momento borró el contacto para evitar la tentación de llamarle, el número permanecía en su memoria.

—Buenas noches —saludó cuando Pablo respondió al segundo timbrazo—. Acabo de leer tu correo.

—No me he podido resistir. Lo he echado tanto de menos…

—Me has emocionado… No se me había ocurrido que pudieras escribirme. He perdido la costumbre de abrir el correo al llegar a casa… durante este tiempo, todos los mensajes podían esperar.

—Los míos también pueden.

—Lo sé, pero yo quiero leerlos en seguida. Otra cosa es a la hora de responderte, para eso siempre he necesitado la paz y tranquilidad que me transmite la noche.

—Yo también.

—Prometo responderte en cuanto acabemos de hablar.

—Esperaré despierto hasta recibirlo.

—Puede tardar… soy lenta escribiendo.

—Merecerá la pena. Lamento que tuvieras que marcharte de una forma tan repentina; cuando apareciste olvidé que tenía concertada una cita.

—Sé que debí llamar antes, pero… quería verte. A pesar de que pensaba que estarías casado, necesitaba verte.

—Para encargarme una reforma.

—Es cierto que estoy en trámites de comprar un piso, pero la reforma no es imprescindible. Necesitaba una excusa para aparecer de nuevo en tu vida.

Por un momento se hizo el silencio entre los dos.

—¿Y si hubiera estado casado?

—Te habría encargado las obras… y después hubiera desaparecido de nuevo. No soy de las que destrozan matrimonios, Pablo.

—Por fortuna los dos somos libres.

—Sí. A mí me faltan aún unos trámites del juzgado.

—No estoy hablando de papeles, me basta con que lo esté tu corazón.

Miriam sentía las cálidas palabras de Pablo colarse muy dentro de ella.

—Nunca pensé que fueras capaz de decir esas cosas… no te imaginaba tan romántico.

—Porque tenías novio, y yo respetaba eso. Callaba todo lo que de verdad quería decirte, solo lo dejé salir cuando me contaste que te casabas y tuve la certeza de que te perdería. Tardé dos días en decidir si hablarte de mis sentimientos o limitarme a felicitarte por tu boda y continuar siendo tu amigo. Pero me dije, aún a riesgo de perturbarte, que si no aprovechaba aquella ocasión, no tendría otra.

—Ahora la tienes.

—Sí, y estoy muy feliz por ello.

—Yo también.

—Me gustaría ir a verte esta semana, y echarle un vistazo a las reformas que pretendes hacer. Es posible que sí sean, si no necesarias, al menos convenientes. Como ves, yo también sé buscar excusas para verte.

—Me encantará hablar contigo de las obras.

—Tengo libre la tarde del jueves, ¿cómo te viene a ti?

—Perfecto, puedo tomarme libre la tarde que quiera.

—Hasta el jueves, entonces.

—Hasta el jueves, Pablo.

Cuando cortó la comunicación, Pablo permaneció un rato mirando el teléfono, como si allí pudiera atrapar la imagen de Miriam, aunque no hacía falta. En ningún momento esta se había borrado de su mente. Su sonrisa franca, sus espectaculares ojos pardos y su precioso cuerpo, seguían tan vivos en su memoria como la mañana en que se despidieron. También sus labios, y el sabor de ese beso del pasado que había revivido aquella tarde.

Miriam… Pronunció su nombre bajito, acariciándolo con la voz, tal como había soñado tantas veces proferirlo en la intimidad. Miriam… Su Miriam. El amor de su vida había vuelto a él y esta vez no iba a dejarla escapar. Iba a darle lo que ningún otro hombre le había dado: amor, pasión, su cuerpo y su alma. Haría que se enamorase de él tanto como él lo estaba de ella.

Acariciando esos sueños, se durmió, con la esperanza de que un día ella se durmiese a su lado.