Capítulo 22

Desde la misma noche de su reencuentro los correos electrónicos se habían reanudado entre ambos, cada vez más largos, cada vez más íntimos. Pablo no ocultaba sus sentimientos y Miriam se sentía ilusionada y feliz como una jovencita, esperando impaciente a que María se durmiese para escaparse a su habitación y leer el anhelado mensaje. Cada vez, al terminarlo, se preguntaba cómo había podido estar tres años sin ellos.

Aquel miércoles, la noche anterior a su encuentro con Pablo, no esperaba ningún correo, por lo que se sintió agradablemente sorprendida cuando encontró uno en el buzón de entrada.

«Hola, preciosa:

Sé que falta poco para verte otra vez, y aquí, a mis treinta y seis años…, ¿querrás creerte que estoy contando las horas? Como si fuera un adolescente.

Esta semana he llegado a casa cada día con la esperanza de saber de ti, y no me has defraudado, siempre tenía un correo tuyo para alegrarme la noche. A pesar de que me encanta llamarte y escuchar tu voz, esos emails me llegan al alma porque sé que te vuelcas en ellos, y son los que me permitieron conocerte y enamorarme de ti.

Aún me cuesta creer que hayas vuelto a mi vida, después de estos años de soledad. ¿Te he contado ya cuánto te eché de menos durante ese tiempo? Sí, seguro que sí, pero por mucho que te lo diga no podrás hacerte una idea de lo que suponía para mí abrir el correo y no tener noticias tuyas.

Sé que yo te lo pedí, cortar todo tipo de comunicación, pensando que así podría olvidarte. ¡Qué ingenuo! Jamás lo conseguí. Tu recuerdo ha seguido conmigo durante todo este tiempo, atesorado como una de las mejores cosas que me ha brindado la vida, aunque pensara que te había perdido.

Y el mayor regalo ha sido volverte a recuperar. Mañana iré a verte y es un día especial, algo así como nuestra primera cita, ¿verdad? Estoy impaciente por volver a ver tu cara, escuchar tu voz. Ya faltan solo unas horas y espero que tú estés tan impaciente como yo.

Soñaré contigo esta noche, amor mío.

Te quiero,

Pablo».

Miriam sonreía feliz cuando terminó de leer. Pinchó en responder y comenzó a escribir a su vez.

«Hola, Pablo:

También yo estoy contando las horas para verte, no tengas dudas de eso ni de lo mucho que te he echado de menos estos años, porque no he dejado de pensar en ti. No me siento orgullosa de ello, intenté relegarte al pasado, pero no lo conseguí. En mi disculpa debo decir que siempre lo hacía en momentos duros y difíciles. ¡Ha habido tantos en los que hubiera querido apoyarme en tu hombro y dejar que me consolaras, como hiciste cuando mi hermano Sergio desapareció! Casi he gastado la cubierta de tu libro de tanto acariciarla, y me sé de memoria la dedicatoria que escribiste en él.

El día que creí que te habías casado fue uno de los más duros de mi vida. Me puse en tu piel aquel día en la cafetería, cuando yo te anuncié mi boda y supiste que me ibas a perder. Tu mirada desesperada me ha acompañado durante estos años, sin que pudiera evitarlo. También tu beso.

Sé que debí hacer caso a lo que me hiciste sentir aquel día, pero estaba tan convencida de amar a Ángel, que no quise cambiar los planes y darte una oportunidad. No me arrepiento, de los errores se aprende y este tiempo de desamor y soledad me hace apreciar más todo lo bueno que puedas traer a mi vida. La ilusión que ya has traído.

Yo también me siento como una adolescente que aguarda su primera cita.

Espero con impaciencia verte mañana.

Miriam».

Después de enviar el mensaje, se acostó pensando en que Pablo y ella se verían al día siguiente con la excusa de las reformas de su futura vivienda.

Tal como habían quedado, Pablo se desplazó hasta Sevilla para reunirse con Miriam, con el fin de evaluar las posibles reformas a realizar en su piso. Habían decidido encontrarse en la cafetería donde se vieron por última vez antes de la boda de ella, como si esos tres años no hubieran transcurrido.

Al pasar por el salón para despedirse de su madre, esta la miró complacida.

—Estás guapísima, cariño.

—¿Se nota mucho que me he arreglado con esmero?

Susana lanzó una carcajada.

—Un poco. Pero es lo normal, tienes una cita.

—En teoría vamos a ver un piso vacío para cambiarle las ventanas y eliminar un dormitorio.

—Esa es la teoría, pero ambas sabemos que en la «práctica» las cosas son muy diferentes.

Miriam lanzó una risita.

—Sí, lo son. Me voy o llegaré tarde. Estaré aquí para la hora del baño de María.

—Si te retrasas, aún recuerdo cómo se baña un crío.

—Estaré a tiempo; no quiero que lo que pueda tener con Pablo interfiera en mis obligaciones como madre.

—Deja de sentirte culpable por vivir, Miriam. Disfruta, la niña estará bien atendida en tu ausencia.

—No tengo la menor duda de eso.

—Pues no tengas prisa.

Tras despedirse de ambas con un beso, salió de la casa y se dirigió a la cafetería donde debía reunirse con Pablo.

Hacía tres años que no pasaba por allí, de forma inconsciente la había estado evitando, pero tras echar un vistazo al interior comprobó que todo estaba tal como lo recordaba: la barra, la mesa apartada donde se habían sentado…, y los recuerdos afloraron sin que pudiera evitarlos.

A los pocos minutos de aguardar en la puerta apareció Pablo. Vestía un pantalón vaquero, jersey de cuello vuelto y cazadora. Traía el pelo algo revuelto, como si el viento lo hubiera alborotado, y un mechón le caía sobre la frente. Miriam sintió algo intenso agitarse en su interior mientras le veía acercarse, con paso decidido, hacia ella. En aquel momento la cojera era imperceptible.

—Hola —saludó inclinándose a besarla en la mejilla. Miriam era una mujer alta, pero él le sacaba media cabeza—. ¿Hace mucho que esperas?

—No, acabo de llegar. ¿Quieres tomar algo?

—¿La casa tiene electricidad?

—Creo que todavía no, al menos yo no la he contratado.

—En ese caso es mejor ir a verla en primer lugar —aconsejó—. Luego podemos tomar algo, sin prisas.

—Vamos, entonces. Usaremos mi coche, está un poco lejos para ir andando.

Pablo la siguió hasta la calle paralela donde Miriam había aparcado y se acomodó en el asiento del copiloto. Una extraña tensión se había apoderado de ellos, que Pablo rompió preguntando sobre la vivienda que iban a ver.

—¿Qué tenías pensado hacerle al piso?

—Me gustaría aislarlo con ventanas de doble cristal y quizás eliminar uno de los dormitorios para hacer más grandes los otros dos. Hay cuatro habitaciones, además del salón, pero María y yo no necesitamos tanto espacio. Con un dormitorio para cada una y un despacho para mí es suficiente.

—¿No te interesa una habitación de invitados?

Miriam apartó por un momento la vista del intenso tráfico y le miró, tratando de averiguar si había segundas intenciones en su pregunta.

—No se me había ocurrido que pudiera tener invitados. Cuando algún familiar viene a Sevilla siempre se aloja en casa de mis padres. Pero quizás tengas razón, una habitación más siempre puede ser útil.

Por un momento Miriam se imaginó a Pablo durmiendo en esa habitación adicional y sintió que el estómago se le encogía con un sentimiento de excitación.

Él pareció adivinarle el pensamiento.

—Siempre puedes verte obligada a alojar a algún amigo.

—Sí, eso es verdad. Creo que no tocaré la habitación. Lo que sí necesito es un despacho, para trabajar desde casa en caso de que algún día no pueda acudir al bufete. María se acatarra con facilidad y a veces debo quedarme en casa con ella, pero gracias a Internet puedo continuar trabajando desde casa.

—Es una suerte ser tu propio jefe.

—Lo es, sobre todo cuando tienes niños pequeños.

—Me gustaría conocer a tu hija.

—Más adelante. En este momento hay demasiados cambios en su vida, Pablo.

—¿Cómo lleva el divorcio? —preguntó con interés.

—Bien. Es muy pequeña, solo tiene tres años recién cumplidos, y no entiende de separaciones. No ha extrañado que ya no vivimos juntos. Cuando pregunta por papá, llamo a Ángel y se acerca a verla un rato después del trabajo. También está con él la mayoría de los fines de semana.

—Entonces la relación entre vosotros sigue siendo cordial.

—Sí, nunca ha dejado de serlo. No ha habido ningún drama en nuestra separación, simplemente él no me daba lo que yo necesito de una pareja, lo que estoy acostumbrada a ver en mi familia. Mis padres se adoran, a pesar de los años que llevan juntos.

—Cada pareja es diferente, Miriam, no esperes repetir la relación de tus padres.

—Lo sé y no lo pretendo. Mis hermanos son diferentes a mis padres y su relación con sus respectivas chicas también, pero en todos veo algo en común… a todos se les iluminan los ojos cuando se miran. Yo nunca he visto eso en la mirada de Ángel y, si lo he visto, hace ya tanto tiempo que ni me acuerdo.

Pablo alargó la mano y acarició la que Miriam reposaba sobre el volante. El pulgar se deslizó sobre el dorso y alcanzó la muñeca. Una sensación cálida se apoderó de ella y cuando se detuvieron en el siguiente semáforo, giró la cara y le miró. Se encontró los ojos oscuros clavados en ella con fijeza. Como la miraba en la playa muchos años atrás. Como ella quería ser mirada. La respiración se le agitó y un ligero suspiro salió de su boca. Tuvo la certeza de que, si no hubiera estado conduciendo, Pablo la estaría besando en aquel momento.

El semáforo cambió y Miriam arrancó de nuevo. La mano de él volvió a su regazo.

—La otra tarde en mi estudio me dijiste que te habías decidido a llamarme después de una experiencia mala. ¿Puedo preguntar qué pasó?

Miriam tragó saliva. Era algo tan íntimo y había sido tan humillante para ella que por un momento dudó si contárselo; pero luego pensó que debía sacárselo de dentro, que Pablo tenía derecho a saber qué había motivado que se decidiera a poner fin al distanciamiento que ambos habían acordado cuando ella se casó.

Habían llegado y Miriam detuvo el coche en la plaza del aparcamiento subterráneo que le correspondía. No le miró cuando empezó a hablar, sino que mantuvo la vista clavada en el frente, en la pared blanca que tenía delante.

—Ángel apenas me ha tocado en todo este tiempo. Dejó de hacerlo tras la noche de bodas y durante meses dormía o se hacía el dormido cuando yo entraba en la cama. Al principio pensaba que mi cuerpo hinchado y deforme por el embarazo era el culpable de su actitud, pero esta no cambió cuando di a luz y recobré mi figura habitual. Una noche, cuando ya María tenía unos meses decidí tomar la iniciativa y me compré un camisón sexi… Iba dispuesta a todo, pero no funcionó. Me ignoró incluso cuando traté de despertarle… aunque yo sabía que no dormía. Esa noche volviste a mi mente… Me permití a mí misma abrir el compartimento de mis recuerdos donde te había recluido, sin sentir que traicionaba a Ángel. Varios días más tarde fue él quien propició que mantuviéramos relaciones. Yo creí que al fin las cosas se iban a solucionar, pero… fue todo tan frío, tan aséptico… me sentí como un mendigo al que arrojan una limosna que apenas es suficiente para comprar un trozo de pan. Para mí, las cosas en vez de solucionarse empeoraron mucho esa noche. Al día siguiente te llamé decidida a recobrar al menos al amigo. Pero me hicieron creer que te habías casado y con mucha amabilidad me sugirieron que no volviese a telefonear.

La voz le tembló por los recuerdos y de pronto sintió los dedos de Pablo agarrar su barbilla para hacerle girar la cabeza. Esperaba encontrar una mirada intensa, de lástima quizás, pero en lugar de eso se encontró con la boca de él sobre la suya.

La besó con ternura al principio, rozado apenas su lengua con la de él, ligeros toques suaves y sensuales para ir profundizando el beso a medida que ella respondía. Al final acabaron devorándose la boca uno al otro con una pasión de la que ninguno era consciente.

Cuando se separaron, los dos estaban sin aliento.

—Jamás me habían besado como tú lo haces… —dijo Miriam jadeante.

—Quizás porque nadie ha sentido por ti lo que yo siento.

—Pablo, yo…

—Sé que tú no lo tienes claro, que necesitas tiempo, pero yo no voy a seguir ocultando mi amor por ti. Ya lo hice demasiado tiempo por respeto a la relación que mantenías, pero esa relación ya no existe y yo voy a expresarte una y otra vez lo que me haces sentir. Con palabras… y con besos —añadió con una sonrisa divertida—, porque me has dado permiso para ello. Y mientras no lo retires, voy a seguir besándote siempre que se presente la ocasión.

Miriam sonrió feliz.

—Sigues teniéndolo... el permiso, quiero decir. Respecto a mi relación… pronto seré una mujer libre, ya tengo fecha para ratificar el divorcio.

—¿Ratificar el divorcio? ¿De qué se trata?

—Presentada la demanda y el convenio regulador con las condiciones estipuladas por cada parte, debemos acudir al juzgado citados por el procurador para leer y ratificar nuestra decisión de poner fin al matrimonio. Una vez hecho, en poco tiempo el juez suele dictar la sentencia y yo seré una mujer libre. Hemos sido convocados el viernes de la semana que viene, así que solo es cuestión de poco tiempo que el divorcio sea efectivo.

—¿Es importante para ti que lo sea? ¿Quieres que deje de besarte hasta entonces? —preguntó con el ceño fruncido, pero dispuesto a acatar su deseo, si ella se lo pedía.

Miriam negó con la cabeza. De repente, los besos de Pablo le resultaron vitales y no quería renunciar a ellos.

—Es solo un papel. Yo ya me siento más que divorciada.

—Me alegro —dijo con una sonrisa—. Ahora será mejor que veamos esas reformas, o nos quedaremos sin luz.

Bajaron del vehículo y se adentraron en el ascensor que los llevó hasta la tercera planta.

El piso era espacioso y lleno de claridad. Pablo no tuvo ningún inconveniente en imaginarse a Miriam viviendo allí, observando su silueta recortada contra la ventana.

—Te va.

Ella se giró hacia él.

—¿Qué es lo que me va?

—El piso. Es amplio, sencillo, sin recovecos. Claro y luminoso, como tú.

A pesar de considerarse una mujer hecha y derecha, no pudo evitar sonrojarse ante el cumplido. Si le hubiera dicho que era una belleza, no se habría sentido más halagada.

Para cambiar de tema, se dirigió a las ventanas y tocó el marco con la yema de los dedos.

—¿Qué opinas de ellas?

—Pienso como tú, que deberías cambiarlas. Un buen aislamiento es importante tanto por la temperatura como por el ruido. ¿Cuál es la habitación que quieres eliminar?

Miriam abrió una de las puertas.

—Esta… aunque ya no lo tengo tan claro. Quizás sí necesito una habitación de invitados —Sonrió.

—Tú decides. Me gustaría ver la cocina.

Entraron en una habitación cuadrada y no demasiado grande, parcialmente amueblada.

—¿Vas a conservar esto?

—De momento, esa era la idea. Más adelante quizás la cambie.

—Hacer reformas en una casa habitada no es muy aconsejable y menos si hay niños. Si vas a cambiarla, hazlo ahora.

—Estoy bien con mis padres, pero me gustaría mudarme lo más pronto posible. No quiero que María se habitúe demasiado antes de volver a trastocarle su mundo.

—Puedo hacer las dos reformas a la vez, no te alargará demasiado el tiempo de espera. Pero estos muebles —dijo apoyándose en la encimera— no te van a aguantar demasiado. Si es por el dinero, puedo prestártelo.

Miriam negó con la cabeza.

—El dinero no es problema, y si lo fuera acudiría a mis padres.

—Bien, entonces tomaré medidas y te presentaré varios proyectos. Conozco una empresa de diseño de cocinas y nos hará un buen precio.

Miriam se sintió feliz al escuchar ese «nos» que los incluía a ambos.

Metro en mano, le vio tomar medidas de la cocina y de las ventanas y anotarlas en un cuaderno. Después, y ya casi a oscuras, salieron de la vivienda.

—¿Tienes prisa? —preguntó Pablo mientras se dirigían hacia el coche.

—Quisiera estar en casa para la cena de María, pero aún dispongo de un rato.

—¿Tomamos algo?

—Me encantaría.

Regresaron a la cafetería, en cuyos alrededores Pablo había dejado su coche, y se acomodaron en una mesa.

—¿Vienes mucho por aquí? —preguntó Pablo mientras le daba un sorbo a su café.

—No había vuelto desde la última vez que estuve contigo. De hecho, ni siquiera he pasado por la puerta. Ya te he dicho que he tratado de enterrar tu recuerdo durante este tiempo.

Él miró a su alrededor.

—No ha cambiado nada.

—Te equivocas, ha cambiado todo.

—Hablaba de la cafetería.

—Ah. Estos locales clásicos no acostumbran a reformar la decoración. Aunque no suelen tener mucho público, a mí me gustan precisamente por eso, porque puedes hablar con tranquilidad.

—Sí, es cierto.

—¿Te ha gustado mi piso, entonces?

—Sí. Como ya te he dicho, va con tu forma de ser.

—Lo he escogido porque está cerca del bufete y además tiene guardería y colegio en los alrededores. Cuando se tienen niños eso es primordial si no quieres pasarte el día en el coche.

—Sí, lo supongo.

—Pablo… —Miriam decidió abordar un tema que había empezado a rondarle por la mente un par de días atrás—. Tengo una hija. ¿Supone eso un problema para ti?

—¿Te he dado a entender alguna vez que lo fuera? Cuando hace tres años me dijiste que ibas a casarte porque estabas embarazada, yo te ofrecí criar a tu hija como si fuera mía. Solo como si fuera, porque por fortuna tiene a su padre y yo nunca voy a intentar ocupar su puesto. Pero ten por seguro que, si llegamos a mantener la relación que yo deseo, voy a querer a tu hija, a cuidarla y a entender el lugar primordial que ella ocupa en tu vida.

La mirada de Miriam brilló emocionada.

—Para mí el bienestar de mi hija es lo primero.

—Lo sé, y te aseguro que yo no voy a intentar cambiar eso.

Alargó la mano sobre la mesa y acarició la de ella. El leve cosquilleo que se extendió por el brazo de Miriam la hizo desear más, pero el reloj avanzaba inexorable. Las casi tres horas que llevaba en compañía de Pablo se le habían pasado en un suspiro.

—Gracias —miró el reloj y susurró—. Ahora tengo que irme o no llegaré a tiempo para bañarla y darle la cena. No quiero que nada interfiera en sus rutinas, y puesto que no está conmigo durante los fines de semana, procuro dedicarle todo el tiempo posible el resto de los días.

—Por supuesto —dijo Pablo apurando su café.

—Ha sido estupendo pasar este rato contigo. ¿Cuándo volvemos a vernos?

—¿Te parece bien a principios de la semana próxima? Intentaré tener algunos presupuestos para tu reforma.

—De acuerdo.

—Se me va a hacer larga la espera. Pero este fin de semana debo ir a Ayamonte a ver a mis padres, hay celebración familiar; en caso contrario vendría a pasar un rato contigo.

—No te preocupes… nos vemos la semana que viene.

Pablo levantó la mano, que no había soltado la de Miriam, y se la llevó a los labios, reteniéndola allí. El leve roce llenó de júbilo el corazón de ella, sus miradas se encontraron y se dijeron muchas cosas en esos breves segundos.

—Intentaré que sea el lunes. ¿Podrás?

—Sí.

—Hasta el lunes, entonces —dijo soltándola y levantándose de la mesa. Miriam le imitó y, tras pagar las consumiciones, salieron de la cafetería y se dirigieron a sus respectivos vehículos.