Capítulo 5
Pablo le había enviado un correo proponiéndole verse aquella tarde en una conocida cafetería sevillana, después de una entrevista con Fran, y Miriam había pospuesto toda actividad para acudir a la cita. Se levantó más temprano para compensar el tiempo de estudio y a la hora prevista se desplazó hasta Sevilla. Se habían intercambiado los teléfonos por si a alguno se le presentaba algún imprevisto, pero no había sido así.
Aparcó el coche lo más cerca que pudo del lugar de la cita y caminó hasta la cafetería de la cadena de Hornos San Buenaventura, situada en la Avenida de la República Argentina, relativamente cerca del bufete Figueroa. Nada más entrar en el local, le buscó entre las mesas y le vio en una algo apartada del resto. Al verla, Pablo se levantó y se acercó a ella. La besó en la cara para saludarla y Miriam, que no era baja precisamente, tuvo que alzarse para corresponder.
Estaba tal como lo recordaba, ni un gramo de más o de menos, solo una casi insignificante cojera al avanzar le dijo que habían pasado cinco años desde que lo viera por última vez y que algo había cambiado.
Él la contempló largamente, de arriba abajo, con una mirada que al igual que las de la playa, halagaba y no ofendía. Miriam sabía que estaba asimilando los cambios, que en ella sí eran patentes. Se veía más mujer, tenía más pecho y menos cintura, y también poseía una seguridad en sí misma de la que antes carecía.
Pablo separó una silla invitándola a sentarse.
—¿Qué tomas?
—Un café con hielo.
Llamó al camarero y encargó las consumiciones. Café con leche para él y con hielo para Miriam.
—¿Qué tal te ha ido con mi padre?
—-Muy bien. Me aconseja esperar un poco y no aceptar de inmediato la oferta, a ver si la suben. Pero que acceda si no lo hacen, porque, aunque tenemos muchas posibilidades de ganar, ir a juicio siempre supone un riesgo.
—Sí, siempre lo es. Todo depende mucho del juez al que se le asigne el caso.
—Y tú, como abogado en ciernes, ¿qué me aconsejas?
—Lo mismo.
—¿Te gusta ir sobre seguro?
—Siempre que puedo. No siempre es viable, pero…
—¿Te piensas especializar en alguna rama?
—Aún no lo sé. Mi madre es criminalista, mi padre especialista en Derecho Civil y Mercantil, pero ambos aceptan todo tipo de casos. Lo único que no me atrae es dedicarme a divorcios, como mi abuela.
—¿Por qué no?
—Porque no me gusta ver cómo personas que se han querido acaban tirándose los trastos a la cabeza. Y menos si hay hijos por medio.
—¿Eres una romántica?
—No de las que miran las estrellas y la luna o recita poesía, pero creo en el amor para siempre, y me duele ver que en la mayoría de los casos no es así. Y que cuando el amor se acaba, la gente no siente el menor escrúpulo en hacer daño a alguien que ha querido en el pasado. Es muy triste.
—¿Hablas por experiencia? Eres muy joven.
—No, por suerte Ángel y yo llevamos casi cinco años de relación y estamos genial. También en mi casa se respira amor por todas las esquinas; mis padres son dos tórtolos cincuentones buscándonos las vueltas para morrearse como adolescentes. Pero vengo de una familia de abogados y en casa se suele comentar el trabajo hasta donde lo permite el secreto profesional, claro. He oído cosas muy duras. Padres que usan a los hijos para hacerse daño uno al otro. Algunos a los que les importa un comino que sus hijos se queden sin comer mientras se compran un coche nuevo… De todo, Pablo.
—Es triste eso.
—Sí que lo es. ¿Y tú? ¿Cómo llevas el proyecto de tu casa?
—Va saliendo adelante.
—¿Quién gana?
—Hum, cada uno en según qué.
—¿Las ventanas?
—Tablas. Pude convencerlos de que deberían dejarlas como están, que son preciosas, aunque no demasiado grandes, por lo que ponerles celosías decorativas restaría mucha luz a las habitaciones. Ahí gané yo. Pero no he conseguido evitar la enorme lámpara de araña en el comedor que se come todo el techo y lo vuelve agobiante. Ni que el despacho de él sea espartano y ultramoderno, lo que contrasta muchísimo con el resto de la casa. La batalla ahora es por la repisa de la chimenea del salón, y las opciones están entre mármol rosa, madera tallada o cristal.
—¿Y tu elección?
Él se encogió de hombros.
—Ninguna, pero al menos intentaré que no sea cristal. Yo me decantaría por el mármol negro o la madera sin labrar, de ébano a ser posible. El negro le daría un toque sobrio y elegante a la habitación, ya demasiado recargada de por sí. Pero eso entra más en la labor de un decorador que en la de un arquitecto, lo que ocurre es que se quieren ahorrar ese gasto.
—Comprendo.
Llegaron los cafés y se dedicaron a tomarlos sin dejar de mirarse el uno al otro. Pablo aparentaba los treinta y dos años que tenía. Su cuerpo ancho y macizo, sin llegar a estar gordo, pues no había ni un gramo de grasa en él, le hacía aparentar exactamente su edad. Miriam en cambio sí aparentaba dos o tres años más de los veintidós tenía.
—Háblame de tu novio —pidió él entre sorbo y sorbo de café.
—¿De Ángel? ¿Qué quieres que te cuente?
—Cómo es, qué tipo de relación tenéis… esas cosas.
—Es un chico estupendo, nos conocemos desde hace años y empezamos a salir juntos hace cinco. Es informático, tiene veintitrés años y está a punto de terminar su carrera. Es encantador y muy comprensivo, acepta sin rechistar mis muchas horas dedicadas al estudio, nunca se enfada si no podemos quedar.
A su mente acudió la imagen de su hermano Sergio y sus largas ausencias, y la tristeza de Marta cuando se marchaba
—Es muy buena gente.
Pablo la miró y asintió con la cabeza.
—¿Y tú? Ya me dijiste que no tienes pareja…
—No.
—¿Amiga con derecho?
—Tampoco.
—¿Y cómo es eso? Eres un hombre joven, bien parecido… No me puedo creer que no haya ninguna mujer interesada en ti.
—Haberla la hay… el que no está interesado soy yo. Se trata de una posible clienta, que no deja de insinuarme que estaría dispuesta a ser mucho más.
—Ah…
—No soy homosexual, no pienses eso, es solo que no he encontrado todavía a la mujer que me enamore. Ya llegará, supongo, no tengo prisa.
—Claro, es cuestión de tiempo.
Bebían los cafés con calma, charlando y sin dejar de mirarse el uno al otro.
—Pensarás que te estoy mirando con mucho descaro —se disculpó él, consciente de que, al igual que en la playa, no podía apartar los ojos de Miriam—. Pero te encuentro tan cambiada…
—Lo sé. Tanto mi cuerpo como yo hemos madurado. No queda ya nada de la chica que conociste en la playa.
—Sí que queda —dijo inclinándose y ahondando en los ojos pardos—. La mirada limpia es la misma.
Miriam se sintió complacida con la observación. Y para evitar la turbación que le produjo el halago, preguntó:
—¿Y el resto de los cambios, son a mejor o a peor?
—A mejor, sin ninguna duda. La jovencita de la playa se ha convertido en una mujer preciosa. Yo, sin embargo, he cambiado a peor; ahora estoy cojo —dijo en tono de broma.
—¡Pero con una cojera de lo más interesante! Te da un atractivo muy particular.
—Me alegra saberlo.
—Puedes sacarle partido con las chicas…
—Estoy bien sin chicas. A mí lo que de verdad me alegra es haber vuelto a encontrarte. Estar hoy aquí tomándonos un café y charlando como dos buenos amigos.
—A mí también, Pablo.
—Espero que se repita.
—Por mi parte, estaré encantada de quedar contigo siempre que vengas por Sevilla.
—¿No le molestará a tu novio?
—Para nada. Ángel no es celoso, suelo quedar con amigos de la facultad en ocasiones. A él no le entusiasma demasiado salir de noche o bailar, pero no le importa que lo haga yo.
—Me alegra. Yo tampoco bailo mucho. Pero ahora, debo marcharme —dijo él mirando su reloj de pulsera. Habían terminado los cafés hacía ya rato y sabía que ambos tenían ocupaciones pendientes, que habían postergado para aquel encuentro—, tengo unos planos que revisar esta noche cuando llegue a casa.
—Sí, yo también. A mí me espera un grueso tomo de Derecho Civil de la Unión Europea. De lo más entretenido. —Rio.
Pablo pidió la cuenta, que le llevaron en seguida, y se levantaron, encaminándose hacia la calle. Se detuvieron en la puerta.
—Ha sido un placer verte, Miriam.
—Lo mismo digo.
—Espero que este encuentro se pueda repetir pronto.
—Yo también.
Le cogió la mano y la retuvo por unos instantes. Miriam sintió el calor y la fuerza que le transmitía.
—Si vas al pueblo, pásate por Huelva y te enseñaré mi estudio.
—Lo haré.
Él se inclinó y la besó en la cara.
—¿Puedo dejarte en algún sitio?
—No te preocupes, he traído mi coche.
—Entonces, adiós. Hasta otra.
—Adiós, Pablo. Pasaré por Huelva.
Miriam se marchó y él permaneció quieto en la acera contemplándola alejarse, con su andar alegre y desenfadado. Estaba preciosa, mucho más que cuando la conoció en la playa. Y él muy contento de que ella hubiera dado el paso de mandarle aquel correo y empezar esa amistad que, en su caso, debía cuidar de mantener dentro de esos límites. Porque Miriam Figueroa le gustaba y no precisamente como amiga. Y después de esa tarde, mucho más. Pero ella tenía novio y estaba feliz con él, por lo que su relación tenía que quedar dentro de la amistad.