Capítulo 1
18 meses antes
Cargada de libros, carpetas y el consabido y muy necesario ordenador portátil, Miriam Figueroa abandonó la facultad de derecho por la puerta que daba a la calle Ramón Carande. Llegó hasta su coche aparcado en una vía lateral y depositó todo con cuidado en el asiento trasero.
Le hubiera gustado estudiar en el mismo sitio que sus padres, le encantaba escuchar las anécdotas de sus tiempos de estudiantes en el rectorado, pero la facultad se había trasladado unos años después de que ellos finalizaran la carrera a una nueva zona habilitada como campus universitario. El campus Pirotecnia estaba situado cerca de la estación de San Bernardo y acogía varias facultades, entre ellas la de Derecho.
Comprobó las llamadas en el móvil y pulsó el botón de rellamada para devolver una de su madre.
—Hola, mamá, acabo de salir de clase. ¿Necesitas algo?
—Si pudieras pasar a recogerme, te lo agradecería. Tu padre aún tiene aquí para rato, está esperando un cliente nuevo y yo tengo que hacer una compra urgente. Esto de tener el coche en el taller es una auténtica lata, y Manoli ya está mayor para encargarse de la compra. Demasiado tiene con seguir cocinando para nosotros.
—Claro, ahora me paso.
—Dame un toque y bajo, nena.
Cortó la llamada y se preparó para arrancar. Se puso las gafas de sol y se alisó el largo cabello rubio que le caía por la espalda. Era una belleza, todos decían que se parecía muchísimo a su abuela Magdalena de joven, aunque más alta. En la facultad la perseguían los compañeros, pero ella apenas les hacía caso porque llevaba ya unos años saliendo con Ángel, un chico de su urbanización, en un noviazgo más o menos formal. Se conocían casi desde niños y habían empezado a tontear en la adolescencia, lo que los llevó a empezar una relación que duraba ya un tiempo.
Al igual que Susana, era una enamorada del Derecho, y siempre que podía iba al bufete de sus padres a echar una mano y a sumergirse en los casos que estos llevaban en aquellos momentos, ansiando terminar los estudios para poder participar de forma más activa. Les ayudaba con la documentación, con las estrategias y durante el verano trabajaba a tiempo completo como becaria. A cambio, recibía un sueldo con el que poder hacer frente a algún que otro capricho o un pasaje de avión a Maryland para ver a Javi, su hermano favorito y al que echaba muchísimo de menos.
Veinte minutos más tarde, detuvo el coche en doble fila en la calle Virgen de Luján y llamó a Susana para que bajase. Mientras, se dedicó a observar el portal con la placa de latón que contenía el nombre de sus padres.
«Francisco Javier Figueroa Robles
Susana Romero Hernández
Abogados»
Algún día no muy lejano su propio nombre estaría también en aquella placa.
Su mirada se clavó en un hombre que se había detenido a leerla, y que a continuación entró en el portal. Un hombre alto, con gafas, que vestía traje gris y corbata y que cruzó con paso resuelto el umbral del edificio.
Poco después Susana salía y se sentaba en el coche a su lado.
—Gracias, cariño, me has salvado la vida. El cliente de tu padre acaba de llegar, nos hemos cruzado por la escalera.
—¿El hombre del traje gris?
—Sí, el mismo. Al parecer se trata de un caso de indemnización tras un accidente de tráfico; le han quedado secuelas y la aseguradora se niega a pagar. Por lo que me temo que hoy comemos solas Manoli, tú, y yo.
—¿Papá va a perderse el solomillo? Lo he visto descongelándose esta mañana.
—¡Qué va! Ha exigido que le guardemos su parte para la cena.
—Ya me extrañaba —dijo arrancando con una sonrisa.
Miriam, después de almorzar con su madre y con Manoli la excelente comida que esta había preparado, ayudó a Susana a recoger la cocina. La tata, como todos la llamaban desde pequeños, había sido relegada de cualquier obligación que no fuera cocinar y eso porque todos la querían muchísimo y no deseaban que dejara de formar parte de sus vidas. Llegaba por las mañanas en el autobús de línea y cocinaba para ellos, y después de comer Susana la llevaba de vuelta a su casa.
Aquel día no fue una excepción. Tras recoger la cocina y mientras el lavavajillas realizaba su tarea, Susana cogió el coche de su hija y acompañó a la mujer hasta Sevilla para que no tuviese que tomar el autobús de vuelta.
Miriam se encerró en su habitación a estudiar un rato con la esperanza de adelantar un trabajo de clase y por la noche poder sondear a su padre sobre ese caso nuevo que debía llevar.
Para ella, un caso nuevo era como una caja de sorpresas, un reto por descubrir. Disfrutaba debatiendo con sus padres, argumentando y buscando estrategias, y Fran la miraba embobado, con esa mirada de padre orgulloso, y le susurraba a menudo que, aunque Robles en su aspecto físico, era Romero hasta la médula en cuanto al Derecho se refería. Que solo en su mujer había encontrado esa pasión por la abogacía que ahora sentía su hija. Su pequeña, que ya no lo era.
Se preparó una taza de café y lo subía hasta su habitación cuando le sonó el móvil. Ángel.
—¿Sí?
—Hola, Miriam. ¿Qué tal el día?
—Pues bien. Toda la mañana en la facultad. ¿Y el tuyo?
—Como siempre.
—¿Qué planes tienes para hoy?
—Tengo que desmontar y limpiar un PC. ¿Y tú?
—Estoy con un trabajo de clase, pero antes me voy a tomar un café. Pásate si te apetece
—Prefiero no entretenerme, ni entretenerte a ti.
—De acuerdo, nos vemos en otro momento. Un beso.
—Otro para ti.
Miriam cortó la comunicación y no pudo evitar sentirse un poco culpable. Tal vez si hubiera insistido un poco él habría accedido a acercarse para compartir ese café de sobremesa con ella.
Ángel vivía en la misma urbanización, dos calles más arriba, pero a pesar de ello se veían muy poco. Ambos estaban terminando sus respectivas carreras, Derecho ella e Ingeniería informática él, y a la vez estaban empezando a introducirse en el mercado laboral. Del mismo modo que ella trabajaba algunas tardes para sus padres, Ángel tenía unos pocos clientes a los que hacía el mantenimiento de sus ordenadores. Los dos entendían que, en aquel momento de sus vidas, sus profesiones eran prioridad y la relación pasaba a segundo plano.
Tras tomarse el habitual café, Miriam se encerró en su cuarto para zambullirse en el trabajo que debía presentar en poco tiempo. Era consciente de que debería hacer malabarismos con el tiempo para intentar dedicarle a su novio un rato el domingo.
Como siempre le sucedía, en seguida se sumergió en el trabajo y Ángel y el resto del mundo quedaron relegados al olvido.
Un rato después escuchó abrirse la verja de nuevo y el coche de su padre entrando en el garaje, pero, aunque tenía ganas de salirle al encuentro y preguntar sobre el nuevo caso, decidió dejarlo para la cena y continuar adelantando su propio trabajo. No podía permitirse distracciones ni pérdidas de tiempo en aquel momento si quería dedicar el domingo al ocio.
Varias horas después bajó a reunirse con sus padres en la cocina, grande y acogedora, donde tenían la costumbre de comer desde que eran pequeños.
Susana había puesto los cubiertos en un extremo de la mesa, y Fran, fiel a su costumbre, estaba abriéndose una cerveza antes de cenar, que solía compartir con su mujer.
Miriam se acercó a él y le dio un beso.
—Hola, papá. ¿Qué tal el día?
—Bien, cariño. ¿Y el tuyo?
—En la facultad, aburrido. Pero luego he podido seguir con el trabajo, así que mejoró mucho.
Susana aderezó la ensalada, mientras el solomillo de Fran se calentaba en el microondas y este sacaba del horno una fuente de patatas para acompañarlo.
Poco después, los tres se sentaban a cenar.
—Me ha dicho mamá que tienes un nuevo caso.
—Sí.
—¿Interesante?
—Más bien duro de pelar. Contra una aseguradora fuerte que se niega a pagar. Se trata de Pablo Solís, el arquitecto. De Ayamonte, ya le conoces.
Miriam abrió mucho los ojos.
—No, no tengo el gusto.
—Pues me ha dicho que te diera recuerdos.
—Debe haberse confundido, no me suena de nada.
—A mí me extrañó porque es un poco mayor que tú y no encaja con tus amigos del pueblo. Pero nunca se sabe, podíais haber coincidido en cualquier sitio.
—Pues no… Bueno, vamos a lo interesante. ¿Qué ocurre con la aseguradora?
—Pablo tuvo hace algo más de un año un accidente de tráfico. Un coche se saltó un semáforo, el conductor dice que le fallaron los frenos, aunque no se ha podido probar, y se estrelló contra el lateral del suyo. A consecuencia de eso, y después de varias operaciones, le ha quedado un daño irreversible en la pierna izquierda. Puede caminar, pero en los cambios de tiempo, y sobre todo al final de la jornada, se resiente y le falla. Lo peor dice que son los dolores, y el perjuicio profesional porque no puede subir a los edificios en construcción hasta que se instalan los ascensores o las escaleras definitivas. Las provisionales, poco seguras e inestables, le resultan imposibles de acometer.
—Imagino que la aseguradora se niega a pagar indemnización alguna porque no se ha probado si los frenos fallaron, ¿no? —intervino Susana.
—En efecto.
—¿Y qué vas a hacer?
—Intentar sacar lo que pueda, es posible que ante la posibilidad de ir a juicio la aseguradora esté dispuesta a pagar al menos el mínimo. Ya le he dicho que va a ser complicado y que no confíe en sacar una gran suma, pero quiere intentarlo. Ha venido desde Huelva, donde vive ahora, buscando nuestro bufete; afirma que alguien se lo ha recomendado.
—¿Quién?
—No lo recuerda bien. Nuestro nombre se mencionó al parecer en una conversación de amigos y no sabe cuál de ellos le habló de nosotros. Entonces recordó a Miriam y se decidió.
—¿Dijo mi nombre?
—Sí.
—Pues entonces debe conocerme, aunque yo no lo recuerde. Luego lo buscaré en internet, me ha entrado curiosidad.
La cena transcurrió en medio de una amigable conversación; siempre había sido así en casa de los Figueroa. Miriam recordaba que, desde pequeña, las cenas, en las que todos coincidían alrededor de la mesa, estaban plagadas de risas, de anécdotas de colegio, de instituto, de juicios y casos. Todos compartían su día, incluso Javi, que era el más reservado y pocas veces hablaba de sí mismo, también contaba alguna cosa. Casi siempre de clases y de profesores, mientras que Hugo mostraba sus rodillas desolladas en el último partido del recreo y Sergio confesaba que le habían reñido en clase por estar más distraído de la cuenta pensando en las musarañas.
Miriam echaba de menos esas cenas con todos sus hermanos, y a veces también Marta. Esta era hija de Inma y Raúl, los amigos de sus padres desde la facultad, y se había criado con ellos. Con el tiempo se había convertido en su mejor amiga y en la novia de su hermano Sergio, y pasaba tanto tiempo con los Figueroa como en su propia casa. Miriam echaba de menos esas cenas y sabía que sus padres también, pero se habían hecho mayores y cada uno había tomado el rumbo de su vida, aunque seguían reuniéndose en la cocina siempre que podían. Hugo solía cenar con ellos a veces, Sergio pasaba temporadas allí cuando estaba en tierra y Javi regresaba a Sevilla en navidades. Entonces la casa volvía a llenarse; Susana, Manoli, Marta y ella misma tomaban la cocina preparando cantidades industriales de comida para calmar el voraz apetito de sus hermanos, asegurándose de que todos tuvieran sus platos favoritos sobre la mesa. Y ella, la benjamina, se dejaba mimar por todos.
Como si le leyera el pensamiento, Fran le preguntó a su mujer:
—¿Sabes algo de los chicos?
—Marta me ha llamado para decirme que Sergio estará aquí pronto, pero no sabe la fecha exacta; Javi llamará el domingo, como siempre; y de Hugo nada. Se presentará aquí cualquier día de estos a cenar y sin aviso previo, ya le conoces.
—Cuando están lejos, la falta de noticias es buena noticia.
—En efecto.
Terminada la cena, Miriam se ofreció a recoger la cocina puesto que no había participado en la preparación de la comida, y Susana y Fran se instalaron en el salón, acurrucados en el sofá a ver una película.
Seguían comportándose como dos novios, buscando todas las ocasiones posibles para estar juntos y a solas. Ella sabía que nunca habían superado del todo esos tres años que estuvieron separados, y confiaba en poder vivir un amor largo y duradero como el suyo.
Cuando terminó, asomó la cabeza por la puerta del salón, dio las buenas noches y se fue a su habitación a seguir trabajando un rato más. Pero antes, presa de la curiosidad, tecleó en Google el nombre de Pablo Solís. La pantalla le devolvió la foto de un hombre de unos treinta años, con gafas.
—El hombre de la playa… —susurró para sí misma.
Claro que le conocía; unos años atrás, cuando Marta y ella habían pasado un mes en Ayamonte, en casa de sus abuelos, habían coincidido casi todos los días en la playa, pero había vuelto a Sevilla y nunca más se había acordado del hombre misterioso que las miraba.
Al parecer a él no le había sucedido lo mismo puesto que se acordaba de ella años más tarde. Más aún, sabía quién era, nombre, apellido y familia. Aunque no se extrañaba; en los pueblos todo el mundo se conocía. Tenía que contarle a Marta que al fin había identificado al hombre de la playa.