Capítulo 27
El día era espléndido. La primavera había brotado con fuerza aquel año tras un invierno más frío de lo habitual, por lo que se preveía una jornada llena de sol y con una temperatura muy agradable.
Miriam llegó temprano a la barbacoa familiar, acompañada de María. Aunque a su hija le correspondía pasar con Ángel todo el fin de semana, le había pedido que la recogiese el sábado por la tarde para que estuviera en la comida y pudiese ver a Sergio y a Marta que acudirían a pasar el día con ellos. También Hugo e Inés se acercarían un rato, después de cerrar el bar a mediodía, porque aquella no era una barbacoa más. Sería la presentación oficial de Pablo como su pareja, y todos se morían de curiosidad por conocer al hombre que había vuelto a poner una sonrisa en la boca de Miriam.
Sus hermanos y cuñadas estaban tan acostumbrados a su seriedad que no se habían percatado del aspecto sombrío que presentaba en los últimos tiempos. Solo ahora, que la veían radiante, estaban siendo conscientes de su pasada infelicidad.
En la cocina, Miriam ayudaba a Susana con las ensaladas que acompañarían a la carne. Incluso María, subida en un taburete, destrozaba un tomate maduro con un cuchillo romo de plástico, en su afán por ayudar.
Sergio y Marta fueron los primeros en aparecer. Con ellos venía Manoli, a la que habían pasado a recoger, para que no se perdiera el acontecimiento de conocer al nuevo amor de Miriam.
En cuanto entró en la casa, y tras besar a Fran, la tata se dirigió a la cocina, donde sorprendió a las tres generaciones de mujeres cocinando juntas.
—¡Veo que estáis bien entretenidas! —dijo besándolas a todas.
—Tata, etoy picando tomate —comentó María orgullosa, con las manos llenas de pulpa y un delantal que incluso doblado le llegaba a los pies.
—Y lo estás haciendo muy bien, cariño —Miró a Susana con aire nostálgico—. ¿Puedo unirme?
—Claro, pero coge una silla. No quiero que estés mucho tiempo de pie.
—¿Qué puedo ir haciendo?
—Prepara la vinagreta, por favor —pidió Miriam—. Nadie le da el punto a los aliños como tú.
Manoli se dirigió a la despensa y, tras sentarse como le había recomendado Susana, se dispuso a echar una mano.
Durante muchos años aquella había sido su cocina, pero por cuestiones de salud había tenido que jubilarse un año antes. El corazón, tras una angina de pecho, y algunos problemas de espalda, habían sido el motivo de que no siguiera cocinando para los Figueroa. Pero no había dejado de pertenecer a la familia. Acudía a todos los acontecimientos importantes, comía con ellos algún que otro domingo y se sentía la abuela de las tres generaciones.
Fran se disponía a colocar el carbón en la barbacoa cuando escuchó el timbre de la puerta.
Marta se había unido a las mujeres en la cocina y Sergio bebía una de sus cervezas especiales mientras charlaba con su padre.
—Debe de ser Pablo —comentó Fran acudiendo a abrir.
En efecto, este aguardaba tras la puerta corredera con una bolsa en la mano. Ambos hombres se miraron con simpatía.
—Hola, Pablo. Bienvenido —saludó Fran palmeándole el hombro.
—Gracias. He traído una botella de vino y unos dulces para el postre.
—Llévalo a la cocina, las chicas están allí. Pero antes deja que te presente a mi hijo Sergio.
Este tendió la mano, estrechándosela con firmeza.
—Encantado de conocerte, Pablo.
—El placer es mío, Sergio. Miriam me ha hablado mucho de ti. Seguí de cerca tu apresamiento y tu liberación.
—¿En serio? ¿Ya estabais juntos Miriam y tú?
—¡No, qué va! Entonces éramos amigos, sin más.
—Pues nunca nos habló de ti, creía que conocía a todas sus amistades. Pero, de todas formas, bienvenido a la familia.
—Gracias. Voy a llevar esto a la cocina.
—Por esa puerta. Está justo enfrente, no tiene perdida. Y si no, sigue las voces.
—Bien.
Tal como Fran le había indicado, nada más traspasar el umbral, un alegre murmullo de voces y risas le guio hasta la estancia donde las cuatro mujeres, con una cerveza en la mano, charlaban, aderezaban ensaladas y cortaban chacinas.
—Hola —saludó.
Miriam se volvió de inmediato.
—¡Pablo! ¿Ya estás aquí?
—¿Es muy pronto?
—Qué va, es una hora estupenda —comento Susana—. Encantada de volver a verte, y más en estas circunstancias.
—Yo también me siento feliz de estar aquí.
Pablo había coincidido con Susana en el bufete en la época en que Fran llevó su demanda, pero apenas habían intercambiado más que algún saludo breve.
—Ven, que te presento —dijo Miriam con expresión feliz—. A mi madre ya la conoces; esta es Manoli, nuestra tata. Ella nos ha criado a todos. A Marta la conoces también.
—De lejos, pero sí. Encantado.
Se intercambiaron los besos de rigor.
Miriam sintió que la manita de su hija tiraba de su jersey con insistencia.
—Mami, yo.
—Y me falta la persona más importante. ¡Esta señorita es María, la mejor pinche de cocina del mundo!
Pablo se inclinó hasta la altura de la pequeña, poseído por una intensa emoción. Siempre había considerado a esa niña como hija suya, porque lo era de Miriam, incluso cuando no la conocía.
—Hola… yo soy Pablo, un amigo de tus abuelos y de tu mamá. ¿Me das un beso?
—Sí.
Alzó un poco la carita hasta posar los labios en la mejilla rasurada de Pablo.
—¿Vas a ser tú también amiga mía?
—Sí. He picado tomate, ¿quieres?
—Me encanta el tomate. Dame un poco.
María cogió el plato con manos poco firmes y se lo acercó a Pablo, que agarró un trozo con un tenedor que Marta le acercó, y se lo llevo a la boca.
—Hummm, está delicioso. ¿Puedo llamarte cuando tenga que picar tomates?
—Sí.
—¿Una cerveza? —ofreció Miriam—. ¿O prefieres vino?
—Vino mejor, gracias.
Marta se acercó hasta la alacena y sacó una botella, que procedió a abrir con cuidado.
—Nuestro barman particular no ha llegado aún, de modo que no esperes maravillas con el servicio —dijo risueña mientras escanciaba el líquido en una copa.
—Está perfecto, gracias.
—Puedes quedarte aquí o ir fuera con los hombres. Fran está preparando la barbacoa, de eso se suele encargar siempre él.
—Voy fuera. No es que no esté a gusto entre mujeres, ¿eh?, pero hace un día precioso y no tengo muchas oportunidades de disfrutar del sol.
—Ve con ellos —lo animó Miriam—. Nosotras terminamos en seguida y salimos también.
Pablo regresó al jardín con su copa de vino en la mano.
—Veo que ya te han servido algo de beber —observó Fran.
—Sí.
—Estamos preparando la barbacoa, pero si quieres picar algo mientras… Tenemos que esperar a que Hugo e Inés salgan del bar.
—María me ha invitado a tomates.
—¡Qué personaje, mi sobrina!
—¿Puedo ayudar? —se ofreció.
—Por supuesto. Lávate las manos en esa pileta y comienza a ensartar pinchitos. Ahí tienes las agujas.
Poco después aparecieron las mujeres y se repartieron por los sillones que bordeaban la piscina.
Miriam contemplaba a Pablo charlando con Fran y Sergio y se sintió contenta de que se entendieran bien. Su vida, en aquel momento, no podía ser más feliz.
Durante un rato charlaron viendo cómo Fran encendía el carbón y ponía la barbacoa a punto.
Susana miró el móvil que había vibrado sobre la mesa, y leyó el mensaje.
—Inés y Hugo ya salen. Estarán aquí en un cuarto de hora.
—¡Bien, bien! —palmoteó María—. ¡Viene el tito Hugo y la tita Inés!
Fran comenzó a colocar sobre las brasas los primeros trozos de carne y Miriam, Marta y Susana acondicionaron la mesa del jardín.
Colocaron un mantel y sobre él dispusieron cubiertos, platos y fuentes de comida.
Tal como habían anunciado, en poco más de quince minutos sonó el timbre de la puerta. Sergio acudió a abrir y María fue detrás.
—¡La niña! —exclamó Manoli—. Ten cuidado, Sergio, no vaya a salir fuera.
—Tranquila, tata —rio Miriam—. Va buscando a Hugo.
En cuanto la puerta se abrió, María se dirigió a su tío.
—¡Tito! Quiero un paseo.
La pareja bajó y a continuación Inés se quitó el casco y se lo colocó a la niña. Después Hugo la cogió en brazos y la subió a la moto. Tiró de ambas, mientras Inés sujetaba a la cría, hasta llegar al centro del jardín, donde la dejó estacionada.
—Cuando sea grande yo la conduciré.
—Eso se lo tendrás que preguntar a mamá —dijo Inés cogiendo a la pequeña en brazos. Le quitó el casco y le pidió—: Ahora dame un beso fuerte, fuerte.
María le echó los brazos al cuello y le dio dos besos sonoros en la mejilla.
—Eso está muy bien, cada día das mejor los besos.
—Estoy aprendiendo.
Hugo se quitó el casco a su vez y acercó la cara.
—¿Y al dueño de la moto no le das ninguno? Inés no tiene fuerzas para pasearte.
—La tita Inés es muy fuerte —dijo besando también a Hugo.
—No lo es —dijo Hugo con una mueca—. Es una floja.
Le encantaba picar a su sobrina, que adoraba a Inés.
—¡No es floja!
—Sí lo es. Mira el bracito tan canijo que tiene —Rodeó la muñeca de Inés con una mano—. No puede coger nada de peso.
—Tita, enséñale lo fuerte que eres.
—Te tengo en brazos a ti, así que soy muy, muy fuerte.
—¡Eso!
Inés dejó en el suelo a María y se acercaron a la reunión.
—Imagino que tú eres Pablo, ¿no? Yo soy Hugo.
—Encantado, Hugo.
—Ella es Inés.
Pablo la besó en la mejilla.
—Un placer, Inés. Ya veo que eres muy fuerte —dijo guiñándole un ojo a María, que no se separaba de su lado.
Hugo rodeó a la chica con un brazo y admitió:
—¡Ni te imaginas cuánto! Me lleva con mano de hierro, cubierta con guante de seda.
Inés enrojeció. Nunca terminaba de acostumbrarse a los cumplidos de Hugo, en público.
—¿No hay nada de beber para dos personas sedientas?
—Ya sabes dónde está el frigorífico —comentó Susana.
—¿Ni siquiera aquí me voy a librar de abrir botellas?
—Si te encanta… —Rio Miriam.
Se sentaron a la mesa, a la que ya empezaban a llegar platos de carne.
Fran iba a la barbacoa de vez en cuando para controlar la comida, y después se sentaba entre su mujer y Manoli.
Pablo, hijo único, contemplaba maravillado a aquella familia alegre y bien avenida de la que empezaba a formar parte. Giró la cabeza hacia Miriam, que sonreía contenta, y se sintió también feliz de estar allí.
Tras el almuerzo, Inés cogió a María en brazos y empezó a leerle unos cuentos, mientras los demás degustaban un café y un rato de sobremesa.
A media tarde, Hugo e Inés se marcharon para abrir el bar y Ángel llegó para recoger a María.
Por un momento se quedó mirando a Pablo, sentado en la mesa junto a Marta, mientras Miriam entraba a recoger una mochila con la ropa de su hija.
Cuando la mirada desafiante de ambos hombres se hizo insostenible, murmuró con tono ácido:
—Siempre supe que ibas tras ella.
Fran se crispó ante el comentario, dispuesto a intervenir, pero Pablo respondió con calma y seguridad.
—No mientras estuvo contigo. Siempre respeté eso.
La tensión se disipó. Miriam salió de nuevo y María empezó a repartir besos y abrazos de despedida. Cuando llegó a Pablo, le susurró después de besarle.
—¿Me vas a llamar para picar tomates?
—Por supuesto que sí.
Después se giró.
—Vamos, papi.
Padre e hija desaparecieron tras la verja y Miriam se dirigió a Pablo.
—En cuanto terminemos de recoger aquí nos vamos nosotros también, ¿te parece? —Se sentía impaciente por estar con él a solas, por disfrutar por primera vez de su casa ya terminada, a la que se habían mudado hacía apenas unos días.
—Marchaos ya si queréis —ofreció Marta—. Sergio y yo nos quedamos esta noche, de modo que nosotros ayudamos a tus padres a recoger.
—No me parece bien, esperamos hasta terminar.
Susana se levantó y la hizo girar hacia la casa.
—Vamos… aprovechad el fin de semana, que luego no os podéis ver. En un periquete lo dejamos todo listo entre los cuatro.
Miriam no se lo hizo repetir dos veces. Se despidieron de todos y se marcharon, dispuestos a disfrutar de lo que quedaba del fin de semana en la intimidad.
Cada uno había llegado en su coche, por lo que también se marcharon por separado. Miriam, sin problemas de aparcamiento gracias a la plaza de garaje con que contaba el piso, llegó primero y aguardó impaciente a que subiera Pablo. Estaba deseosa de enseñarle la casa ya terminada de amueblar.
Después de las reformas, él no había ido por el piso, siempre era ella quien se desplazaba a Huelva para pasar el fin de semana con él. Miriam se había dedicado a amueblar su hogar con mucha más ilusión que lo hiciera para su boda, preparando una bonita habitación para su hija y cuidando cada detalle, ayudada por Inés y Susana.
Aquella sería la primera vez que Pablo y ella pasaban el fin de semana en su casa, y había tratado de crear un ambiente tan acogedor como él solía preparar para ella cuando iba a visitarle.
Pablo llegó en cuestión de minutos, y Miriam, dispuesta a enseñarle sus dominios, se vio rodeada de un inesperado abrazo en cuanto cerró la puerta.
La boca de Pablo buscó la suya y comenzó a besarla con intensidad.
—¡Caray, qué ímpetu! —Rio ella cuando al fin se separaron.
—Tu familia es encantadora, pero ya me moría de ganas de tenerte solo para mí.
—Yo también.
Las manos de él comenzaron a buscar bajo la ropa, subiendo por los costados y cerrándose sobre la espalda, para desabrochar el sujetador.
—¿No quieres ver la casa? —preguntó Miriam, aunque sabía la respuesta.
—Luego. De momento me conformo con conocer el dormitorio.
Pablo se agachó ligeramente y, cogiéndola en brazos, se dirigió a la habitación, que Miriam había decorado en tonos verde claro y blanco.
Ella enterró la cara en su cuello, besándolo y aspirando el olor que tanto le gustaba. Se dejaron caer en la cama, todavía vestidos, y comenzaron a besarse de nuevo. Miriam nunca tenía suficiente de sus besos, la boca de Pablo contra la suya, su lengua explorando y acariciando, seguía removiendo cada fibra de su ser.
Entre beso y beso se fueron desnudando despacio, sin prisas. Tenían toda la noche y el día siguiente para ellos. Cuando se veían los fines de semana, el resto del mundo quedaba fuera. No había horarios, ni de sueño ni de comida, solo ellos dos y lo que les apeteciera hacer en cada momento. Y amarse era lo que más les urgía en aquel instante.
Cuando al fin se quitaron la última prenda, las manos de ambos se deslizaron por la piel desnuda del otro, arrancando sensaciones y gemidos.
—Eres preciosa… me vuelves loco —susurró entre beso y beso.
—Demuéstramelo.
La boca de él abandonó la suya para bajar a los pechos donde se entretuvo mucho rato. El sol de la tarde entraba por la ventana arrancando destellos dorados a la piel de Pablo y Miriam sintió el impulso incontenible de saborearla.
—Tú también me vuelves loca a mí —susurró agarrándole la cabeza y separándola de sus pechos. Se incorporó y de rodillas ambos en la cama, comenzó a lamerle le pecho trazando círculos alrededor de los pezones de él.
—Ha sido una semana larga… tengo hambre de ti. ¡Voy a comerte entero!
Pablo alzó las manos en señal de rendición.
—Yo me dejo.
Se dio un festín. Saboreó cada centímetro de su piel, chupando y lamiendo. Cuando lo obligó a tenderse boca abajo y deslizó los labios por la espalda, dejando que también su melena sedosa se deslizara por ella a la vez que sus labios, le escuchó gemir contra la almohada. Siguió bajando hasta llegar a las nalgas, y cuando las mordió Pablo ya no pudo aguantar más.
—¡Por Dios, que vas a matarme!
Se giró bruscamente en la cama y alzó los brazos hacia ella, que no le permitió que la pusiera debajo. Se sentó a horcajadas sobre él y se dejó caer para que la penetrase de un tirón. El grito de ambos fue unánime.
Pablo colocó las manos sobre sus caderas, tratando de guiarla, pero Miriam se movió sobre él a su ritmo, tan frenética como el deseo que sentía en aquel momento. Disfrutó mirando la cara de Pablo con sus movimientos, viendo cómo lo llevaba hasta el punto de no retorno. Se corrieron a la vez entre jadeos entrecortados y gemidos.
Después, él la rodeó con los brazos y la tendió sobre su cuerpo hasta que se calmaron los latidos furiosos de sus corazones.
—Nadie puede decir que no hemos estrenado tu cama con honores.
Miriam rio contra su pecho y le dio un beso ligero sobre el pezón. Todavía vibraba entera por las sensaciones experimentadas. El sexo con Pablo era siempre diferente, intenso y maravilloso.
—Como debía ser.
—Pero… no sé si te has percatado, yo acabo de hacerlo ahora mismo. No me he puesto preservativo.
—No hacía falta. Llevo tomando la píldora unas semanas; ya es seguro hacerlo así.
La mano de Pablo se deslizó perezosa por la espalda de Miriam, apartando el pelo para tocar la piel bañada por el sol del atardecer.
—Miriam… ¿Algún día querrás tener un hijo conmigo?
Ella levantó la cara y lo miró a los ojos.
—Por supuesto que sí. Más adelante. Cuando esté segura de que esto funciona.
—Yo no tengo ninguna duda de que va a ser así, pero estoy de acuerdo contigo en esperar. Quiero tenerte para mí solo durante un tiempo.
—No te imaginas cómo te cambia la vida un bebé. Es maravilloso, pero no tienen horario y absorben todo tu tiempo y hasta la última migaja de tus energías.
—Lo imagino. ¿Crees que le he caído bien a María?
—Te ha ofrecido tomates… eso no lo hace con todo el mundo.
—Es importante para mí que me acepte.
—Lo hará. Es una niña muy sociable y muy cariñosa.
—¿Crees que sería buena idea que me pase por aquí algún que otro día a mitad de semana, para que se vaya acostumbrando a mi presencia?
—Sería genial. Poco a poco.
—Así, de paso… —dijo dándole un pequeño azote en las nalgas—, puedo darle un achuchón a su madre entre sábado y sábado. Se me hace muy larga la espera, ahora que no tengo la excusa de las reformas.
—Serás bienvenido. Me está entrando un poco de hambre —añadió cambiando de tema. Pablo rio, hacía rato que esperaba esa frase. Ya se había acostumbrado a que el sexo despertara el apetito de Miriam.
—Vamos a comer algo, sí. Y me tienes que enseñar la casa… a ver qué posibilidades tiene —propuso guiñándole un ojo.
—¿Estás tratando de buscar sitios…?
—Ajá. Ya sabes que cuando estoy cerca de ti solo puedo pensar en una cosa.
—Anda, vamos… —dijo saltando de la cama y tirando de él en dirección al baño—, podemos empezar por la ducha.