Capítulo 25

El sábado Miriam se levantó temprano. Ángel había recogido a su hija el viernes por la noche y la llevaría de vuelta el domingo antes de la cena, por lo que disponía del fin de semana libre casi en su totalidad.

Había preparado una pequeña maleta con lo necesario para un par de noches, poniendo solo ropa cómoda y abrigada para estar en la casa o dar un paseo. Dudó si incluir un camisón sexi, por si surgiera la ocasión de un encuentro íntimo, pero el recuerdo amargo de la última vez que intentó usar uno la hizo desistir. Si tenía que ocurrir algo entre Pablo y ella durante el fin de semana que fuera de forma natural, sin ninguna premeditación. Porque la verdad era que no estaba segura de si lo deseaba o no. Estaba asustada ante la idea de dar el paso, aunque reconocía que su madre tenía razón; debía dejar su mente quieta y limitarse a disfrutar del fin de semana que tanta ilusión le hacía, sin ningún tipo de predisposición.

Salió temprano porque Pablo le había prometido esperarla para desayunar, de modo que apenas amaneció, cogió el coche y enfiló la autovía hacia Huelva. Unos sesenta minutos de camino la separaban de la ciudad y a aquella hora temprana de un sábado, el tráfico era casi inexistente. A las nueve menos diez estaba ante la puerta de él preguntándose si no se había precipitado en su impaciencia por verle, porque la casa parecía oscura y silenciosa. Pero ni siquiera tuvo que llamar, porque Pablo la había estado observando desde la ventana mientras aparcaba y, cuando alzaba la mano hacia el timbre, la puerta se abrió y él la recibió con una radiante sonrisa en los labios.

—¡Buenos días! ¿Has tenido buen viaje? —preguntó quitándole la pequeña maleta y besándola en la mejilla.

—Sí, toda la carretera para mí sola. ¿Quién va a conducir a estas horas de la mañana y con tanto frío? Solo una loca como yo.

Pablo la miró con atención. Miriam hablaba más rápido de lo normal, denotando un ligero nerviosismo y comprendió lo que le ocurría, los temores y los recelos. La conocía lo suficiente para saber cómo se sentía. Sonrió y trató de calmarla con algo cotidiano.

—Te compensaré con un buen desayuno. Pasa y ponte cómoda.

Miriam subió la escalera que llevaba a la vivienda y entró en el recibidor.

—Deja ahí el anorak —dijo mostrando un perchero— y te enseñaré tu habitación.

Iba a pasar directamente al desayuno, pero ante su evidente nerviosismo quería tranquilizarla respecto a sus intenciones para aquel fin de semana.

La precedió por un largo pasillo y abrió una de las puertas para mostrarle una habitación espaciosa y llena de luz, amueblada con una cama, una mesilla de noche y un armario pequeño. Una mesa camilla y un cómodo butacón, tapizado de la misma tela blanca de las cortinas y la colcha, creaban un rincón acogedor en un extremo de la estancia. El toque de color lo ponían un par de marinas colgadas de la pared y un jarrón con flores frescas sobre la mesa.

—Muy bonita. ¿La has decorado tú?

—Sí. No se usa mucho, pero quiero que mis invitados se sientan cómodos y bien acogidos.

—Y las flores, ¿son para mí?

Él se inclinó y le rozó la cabeza con los labios.

—¿Tú qué crees? Son para que te sientas bienvenida.

—Gracias.

—De nada. Deja la maleta y vamos a desayunar, seguro que estás muerta de hambre.

—Más que hambre, necesito tomar algo caliente.

Salieron de la estancia y regresaron al salón.

Un alegre fuego crepitaba frente al sofá caldeando la habitación. No había estado en ella desde la visita que había hecho años atrás, acompañada de Ángel, para conocer el estudio de arquitectura. No había cambiado mucho, quizás las cortinas y el mantel que cubría la mesa baja situada frente al sofá, pero los muebles eran los mismos, sólidos y oscuros.

Pablo salió hacia la cocina rehusando la ayuda de Miriam.

—Te echo una mano.

—Ya está todo casi listo, siéntate a calentarte, estás helada.

—No quiero que me trates como una visita de cumplido.

—No lo hago, solo quiero mimarte un poco. ¿Cuánto hace que no te ponen el desayuno por delante?

—Humm… ayer, mi madre.

—Un hombre.

—De eso sí hace bastante tiempo. Desde que estaba embarazada y enorme.

—Bien, entonces déjate mimar.

—De acuerdo.

Se recostó contra el sofá y todas las dudas que había sentido se disiparon de golpe. Estaba tan a gusto en compañía de Pablo que sus miedos no tenían sentido.

Poco después él regresó portando una bandeja con café recién hecho, tostadas, zumo y un bizcocho casero recubierto de azúcar.

Se sentó a su lado y comenzaron a hacer los honores al suculento desayuno.

El calor del fuego tiñó de rosa las mejillas de ambos, pero Miriam sentía además un calor interior que no estaba provocado por la chimenea sino por la mirada cálida de Pablo, clavada en ella mientras desayunaban.

—¿Qué te apetece hacer hoy? —preguntó él mientras untaba una rebanada de pan con mantequilla.

—Lo que tú quieras, es mi fin de semana de no pensar. Dice mi madre que pienso demasiado y quizás tenga razón; de modo que he decidido poner la mente en blanco y disfrutar de dos días de vacaciones. Lo dejo todo en tus manos.

—En ese caso intentaré que te lo pases muy bien y quieras repetir.

—Si me das de desayunar siempre así, seguro que volveré. Este pan está delicioso. ¿Dónde lo consigues?

—Hay una panadería artesana un par de calles más abajo y me he acercado en cuanto me levanté. Quería que hoy todo fuera perfecto.

—Lo es —dijo con una sonrisa.

—Pues si me das carta blanca, cuando terminemos de desayunar quisiera llevarte a la playa, al sitio donde nos conocimos hace ya muchos años. ¿Te gustaría? ¿O hace demasiado frío?

—Vengo abrigada y el frío no me importa. Me apetece un paseo por la playa, sí.

Apenas terminaron de desayunar y recogieron todo lo utilizado en el lavavajillas, salieron en el coche de Pablo hacia Ayamonte, para disfrutar de un paseo.

El sol empezaba a calentar y la helada del amanecer dio paso a una mañana soleada y agradable. Dejaron los abrigos en el maletero y bajaron hasta la arena.

—Fue aquí donde nos conocimos —dijo Pablo señalando un lugar preciso de la playa—. Aquí te sentabas con tu amiga.

—Marta. Ahora, además de mi amiga, es la mujer de mi hermano Sergio.

—El marino.

—Sí.

Pablo la miró con ojos evocadores. Sin lugar a duda, su mente estaba en el pasado, en aquel verano de hacía muchos años. Echaron a andar por la arena y Pablo la cogió de la mano. De nuevo sintió el cosquilleo del día del parque, mientras él continuaba hablando.

—Me fijé en ti desde el primer momento en que te vi. Tan bonita con aquel biquini de rayas anaranjadas y que enseñaba lo justo para despertar la imaginación de cualquier hombre, sin resultar provocativo.

—Nunca me ha gustado llamar la atención.

—Sin embargo, atrapaste la mía. No podía apartar la mirada de ti, a pesar de arriesgarme a que me recriminaras por ello.

—Siempre pensé que era a Marta a quien mirabas. Ella era ya una mujer preciosa y yo apenas acababa de dejar atrás la adolescencia. Ni siquiera salía con Ángel entonces, fue después de aquel verano, si no recuerdo mal.

—Nunca te vi como a una adolescente, no soy de esos hombres a los que les gustan las jovencitas. Tenías algo que me atrajo y no puedo explicarme qué, pero han pasado los años, y sigo sintiendo lo mismo.

—Pero solo mirabas, nunca te acercaste.

—No quería que pensaras que era un viejo verde. Solo me decidí a hablarte cuando te encontré sin Marta, y porque el verano llegaba a su fin.

Miriam lanzó una carcajada divertida.

—¿Viejo? Hace de esto nueve años ¿Qué edad tenías entonces?

—Veintisiete.

—Muy, muy viejo, la verdad. Me voy a tener que plantear si tener algo con un anciano decrépito, como eres ahora…

—Deberías pensártelo. Son diez años de diferencia.

—Me lo plantearé cuando pase este fin de semana. Ya sabes que he decidido no pensar, solo divertirme. Pero me gustaría saber por qué te decidiste a hablarme cuando ya me marchaba.

—Quizá por eso. Porque ya no había tiempo para nada, y aquello se quedaría en una preciosa chica que vi en la playa y nada más.

—Entonces, ¿por qué buscaste a mi padre para que te ayudara a resolver tus problemas con la indemnización?

—Fue casualidad… o quizás no. Estaba en Ayamonte visitando a la familia y tomando un vino con los amigos. Surgió el tema de que necesitaba un abogado y alguien mencionó a tus padres. Yo sabía quién eras, aquel verano me ocupé de averiguar tu nombre y el de tu familia. De modo que decidí ponerme en contacto con ellos, y de paso averiguar qué había sido de ti. Como abogado, tu padre me pareció muy competente, y cuando le dije que te saludara de mi parte, me encontré con la enorme sorpresa de que te pusieras en contacto conmigo por email. Por cierto, ¿cómo lo conseguiste? ¿Te lo dio él?

—Te busqué en Internet, en tu página de arquitecto figura el correo electrónico y tu teléfono de trabajo.

—Te tomaste muchas molestias para localizarme.

—Sentía curiosidad. Cuando mi padre mencionó tu nombre no tenía ni idea de quién eras, y te busqué en Google. Cuando vi tu foto te reconocí de inmediato, y que después de tanto tiempo te acordaras de mí me resultó… tierno. Estuve dudando mucho rato si mandarte aquel correo, pero la curiosidad pudo más.

—Ni te imaginas la alegría que me dio recibirlo.

—¿No pensabas que te iba a contactar?

—Ni siquiera sabía si tu padre te iba a transmitir mis recuerdos.

—Pues lo hizo, y yo te escribí —Se volvió a mirarlo—. Y nunca me he arrepentido de ello.

Por unos minutos continuaron caminando en silencio. Después, Pablo habló de nuevo.

—¿Sabes cuándo fue la última vez que estuve aquí, en esta playa?

—¡No irás a decirme que aquel verano!

—No… el día de tu boda… mientras te casabas.

Ella respiró hondo. El viento le arremolinaba el pelo en torno a la cara y lo recogió detrás de la oreja. Pablo continuó:

—Hacía un frío de mil demonios, pero yo me senté en la arena húmeda, justo donde te vi por primera vez, y me despedí de ti. Me mentalicé para aceptar que nunca iba a volver a verte, que solo serías para mí una amiga, sin más, y a partir de ese momento ni siquiera eso. Solo un recuerdo del pasado, un gran amor… el primero, el que no se olvida.

—¿Nunca te habías enamorado antes? —preguntó Miriam incrédula—. Ya no eras un crío.

—Solo enamoramientos pasajeros. Amor, el que siento por ti.

Miriam sintió que la cabeza le daba vueltas y le costaba esfuerzo tragar. Las palabras de Pablo le habían llegado muy hondo.

—Fue duro asumir que te estabas casando con otro, que sería él quien disfrutaría de tu tiempo, de tus noches… que sería el padre de tus hijos.

—No puedo cambiar que Ángel sea el padre de María, pero mi tiempo y mi compañía, espero que sean para ti.

Pablo se detuvo un momento y la miró con intensidad a los ojos.

—¿Solo lo esperas? —preguntó cauteloso.

—Este fin de semana lo son, cada minuto y cada segundo.

Le soltó la mano y agarrándole la cara entre las palmas, la besó. El viento volvió a agitar el pelo de Miriam azotando las caras de ambos, pero no les importó. Se saborearon con lentitud, paladeando el sabor a café que aún les impregnaba la boca. Los cuerpos se acercaron uno al otro sin que pudieran evitarlo, buscando el calor y el contacto. Cuando al fin se separaron, y como en un acuerdo tácito, en vez de darse la mano se cogieron de la cintura, con los costados juntos, rozándose a cada paso que daban.

—También yo me acordé de ti el día de mi boda —dijo Miriam casi en un susurro—. Fue por la noche, en el restaurante, cuando ya se había iniciado el baile. Tuve que salir del salón para pensar en ello, para despedirme de ti. En aquel momento te dije adiós y te saqué de mis recuerdos. Traté de esconderte en un rincón perdido de mi memoria, de donde no saliste hasta mucho tiempo después. Intenté con todas mis fuerzas no pensar en lo que podía haber sido si hubiéramos tenido tiempo para averiguar qué había detrás de aquel beso que me diste en la cafetería.

—Yo te dejé muy claro lo que había detrás de él. Te confesé que estaba enamorado de ti.

—Ya lo sé; me refiero a mí. Hasta ese momento no me había planteado que fueras otra cosa que un amigo, sin más. Hasta que me besaste. Pero ya era muy tarde, estaba embarazada y no había tiempo para averiguar lo que sentía por ti.

Pablo la apretó más fuerte contra su costado.

—La vida nos brinda otra oportunidad.

—Sí —respondió apoyando la cabeza en su hombro.

Continuaron paseando en silencio un rato, disfrutando de la proximidad, del sol y del mar. De esa nueva ocasión que la vida les ofrecía. Después, se sentaron a almorzar el típico pescado frito y las coquinas especialidad de la zona onubense, en la terraza de un chiringuito situado a pie de playa. Uno de los pocos que se mantenían abiertos durante todo el año.

El sol hacía muy agradable la estancia al aire libre y la sobremesa se prolongó con un café y una charla amigable. Después, y antes de que empezara a caer la tarde y por consiguiente bajase la temperatura, regresaron a Huelva.

Cuando llegaron a la casa, la temperatura comenzaba a descender, pero la vivienda se mantenía tibia. Los rescoldos de la chimenea no tardaron en prender de nuevo cuando Pablo añadió un grueso tronco. Con ayuda de Miriam apartó la mesa y acercó el sofá al fuego para compartir una película, unas copas y un cuenco de palomitas. Comenzaron a ver la película, aunque Miriam no conseguía prestarle demasiada atención. El cuerpo de Pablo a su lado, los leves movimientos de su brazo para alcanzar el vaso o las palomitas, situadas en una mesa auxiliar junto al sofá, la mantenían tensa y a la espera de que en algún momento se dirigiera hacia ella y la tocara, o la besara. Se moría de ganas de que la besara. Pero él mantenía clavada la vista en la pantalla y durante todo el rato que duró la película no la rozó siquiera. En un momento, casi al final, Miriam se recostó contra el hombro masculino y al instante sintió el brazo de él rodear los suyos. Una fuerte tensión sexual empezó a flotar en la habitación. La respiración de Pablo se hizo más pesada y a Miriam ya le fue casi imposible seguir el hilo de la película. Cuando los créditos recorrieron de abajo a arriba la pantalla, aguardó expectante, pero Pablo desvió la vista hacia las llamas y no hizo ningún movimiento. Por un instante temió que la historia se repitiera, el miedo al rechazo se instaló de nuevo en su mente y se puso rígida contra el costado de él, que continuaba inmóvil mirando el fuego. Con un nudo en el estómago decidió afrontar la situación.

—Pablo… —susurró con voz queda y no exenta de temor.

—¿Qué?

—Llevamos juntos muchas horas, desde esta mañana.

—Sí.

—Y solo me has besado una vez, en la playa.

Él clavó en ella una mirada cargada de intensidad.

—Sí, lo sé.

—¿Puedo preguntarte por qué? Cuando nos vemos sueles aprovechar cualquier momento propicio para hacerlo y llevamos toda la tarde aquí solos, sin que hayas hecho siquiera el intento.

Pablo exhaló un lento suspiro.

—No lo he hecho porque te prometí que dormirías en la habitación de invitados, y si te beso, aunque sea solo una vez, no voy a ser capaz de cumplirlo. Esto… —dijo señalando el fuego y el ambiente cálido de la habitación— está resultando mucho más difícil de lo que pensaba. No creo que pueda controlarme.

Miriam se volvió hacia él y encontró su mirada cargada de deseo, el tipo de mirada que nunca había visto en un hombre.

—No me prometiste nada, solo insinuaste que podía dormir en la habitación de invitados si lo deseaba, pero yo no me pronuncié al respecto, ¿verdad?

—Verdad —dijo esbozando una sonrisa divertida—. En ese caso te lo pregunto ahora: ¿quieres dormir en la habitación de invitados?

Miriam respondió mirándole a los ojos.

—A lo mejor lo que quiero es no dormir…

No terminó la frase, la boca de Pablo se posó sobre la suya ávida y posesiva, llena de pasión. Antes nunca la había besado así, con esa urgencia. La pilló desprevenida y al principio no pudo reaccionar, pero luego respondió a la boca y a la lengua que exigía. Sintió encenderse en ella un deseo que llevaba contenido mucho tiempo, quizás toda su vida. Pablo despertaba en ella sensaciones y sentimientos desconocidos. Alzó las manos hasta la nuca y se enredaron en el pelo, sujetándole la cabeza para que no dejara de besarla. Pero nada más lejos de las intenciones de él. La besó una y otra vez, sin tratar ya de contener lo que sentía, ni el amor ni el intenso deseo que Miriam le inspiraba.

Esta jadeó cuando la mano de Pablo se posó sobre sus pechos, tratando de abarcarlos a la vez, rozando los pezones con el pulgar mientras iba de uno al otro, y apretó las piernas para calmar la excitación que la caricia le produjo.

En cuestión de segundos se encontró tendida en el sofá con el cuerpo fuerte y pesado de Pablo sobre ella. Movió las caderas provocando que la evidente erección rozase contra su sexo produciéndole oleadas de deseo que arrancaba gemidos de su garganta.

Literalmente se arrancaron la ropa, los jerséis salieron por la cabeza y acabaron arrojados al suelo sin ningún miramiento. Las manos, impacientes por sentir piel, lucharon contra cremalleras y botones y se deshicieron del resto de la ropa con rapidez asombrosa. Volvieron a tenderse en el sofá, ya completamente desnudos, cuerpo contra cuerpo, frotándose, sintiéndose, mientras las bocas volvían a buscarse con avidez.

Después, Pablo dejó de besarla y la protesta de Miriam quedó ahogada cuando los dientes de él apresaron uno de los pezones y sus dedos masajearon el otro. Apretó los labios para contener los gemidos y se alzó sobre las caderas apretándose aún más contra él, sintiéndose arder por dentro.

Pablo soltó el pezón por un instante y suplicó:

—No te contengas… expresa lo que sientes… gime, grita… déjalo salir. Quiero oírte.

El largo gemido le acompañó mientras volvía a dedicar su atención a esos pechos que le habían hecho soñar y morir de deseo durante años. Volvió a succionar con más fuerza, excitado como nunca lo había estado antes. Esa mujer serena y comedida por lo general se estaba convirtiendo en un volcán bajo sus caricias.

Tras un tiempo la boca de Pablo descendió, deteniéndose por un breve instante sobre el ombligo. Hundió la lengua en él, lo recorrió despacio, para continuar bajando en un lento recorrido con los labios abiertos sobre el vientre. El grito de Miriam resonó con fuerza cuando la boca de Pablo entró en contacto con su sexo. Él se detuvo temiendo algún tipo de reacción en contra, consciente de que hasta ese día no habían compartido más que unos cuantos besos, pero las caderas femeninas alzándose impacientes contra su boca, le dieron el permiso que necesitaba y hundió la lengua en ella sin miramientos.

Miriam se aferró al borde del sofá con ambas manos, puesto que el cuerpo de Pablo quedaba fuera de su alcance, y dejó que las sensaciones se apoderasen de ella mientras él lamía y succionaba con afán. Al fin la tensión se hizo insoportable en su interior y se liberó en un orgasmo devastador contra su boca.

Antes de que las convulsiones cesaran del todo, Pablo se incorporó. Miriam le contempló con la mirada aún vidriosa por el placer, moviéndose sobre ella, los ojos también turbios, el pelo revuelto y desordenado cayéndole sobre la frente, la respiración agitada.

Como en un sueño le vio colocarse un preservativo y a continuación empezó a penetrarla despacio, pero Miriam le salió al encuentro alzando las caderas hasta sentirlo completamente dentro. Las sensaciones volvieron a despertarse en su interior con cada movimiento de él, lento y acompasado. Comprendió el esfuerzo que estaba haciendo para ir despacio, y que ella no se lo estaba poniendo fácil, pero no podía evitarlo. Jamás en su vida había sentido algo semejante, ni un deseo tan intenso ni una pasión tan arrolladora. Se movió contra Pablo alzando las caderas, saliendo a su encuentro en cada envite y cuando el orgasmo la asaltó de nuevo, más intenso aún que el anterior, clavó las uñas con fuerza en su espalda. Al fin también él se dejó ir, explotando con una fuerte sacudida.

Miriam se dejó caer hacia atrás con los ojos cerrados y exclamó:

—¡Joder!

Una tenue risita la hizo abrirlos de nuevo y contempló a Pablo que la miraba divertido.

—¿Acabas de decir un taco?

Ella sonrió a su vez.

—Creo que sí.

—Jamás, en el tiempo que hace que te conozco, te he escuchado una sola palabra malsonante.

—Jamás, en el tiempo que hace que me conoces, me había quedado sin palabras para expresar lo que siento. Mis cuidados discursos y mis expresiones de chica bien educada no me sirven es este momento.

Pablo se dejó caer a su lado en el sofá, apretándose contra ella en el reducido espacio y le quitó un mechón de pelo húmedo de la cara.

—Hay muchos más tacos en el diccionario, intentaré que los aprendas todos… si me lo permites.

—Siempre fui una chica ávida de conocimientos —susurró estremeciéndose ante las posibilidades que las palabras de él le ofrecían.

Aún le latía el corazón con fuerza cuando los brazos de Pablo la rodearon de nuevo, colocándola sobre su pecho para sentirse más cómodo. Miriam aspiró el olor del sexo mezclado con el de ambos, una combinación explosiva que la excitó de nuevo. El vello del pecho le rozaba la cara y apartó su propio pelo para sentirlo más contra la mejilla, acariciándola con suavidad.

Él deslizó las manos por la espalda con extremada lentitud, deteniéndose en las nalgas y recorriéndolas despacio, mientras contemplaba el reflejo rojizo con que las llamas teñían el pelo de Miriam.

Después de un rato en silencio, durante el cual solo se sintieron y el único sonido era el latir de sus propios corazones volviendo a la normalidad, Pablo preguntó:

—¿De verdad pensabas hace un rato que no tenía ganas de besarte?

Miriam levantó un poco a cabeza, que tenía apoyada en su pecho, para responder.

—No sabía qué pensar. Vas a tener que acostumbrarte, mi autoestima como mujer no pasa por su mejor momento.

Él tiró de ella, deslizándola hacia arriba y le besó con delicadeza el lóbulo de la oreja.

—Espero que cuando salgas de aquí mañana por la tarde, la tengas por las nubes.

Ella susurró contra su hombro.

—Ha empezado a subir unos cuantos puntos hace un rato.

—Te quiero, Miriam —La voz sonó ronca y emocionada, intensa—. Eres el amor de mi vida. No soy ningún crío, tengo treinta y seis años y jamás he sentido por nadie lo que siento por ti. Sé que nuestra relación fue algo extraña desde el principio. Tuve que camuflar mi amor de amistad porque tú estabas con otra persona. Pero siempre esperé que te enamorases de mí con el tiempo, porque yo tuve muy claro siempre de qué tipo eran mis sentimientos hacia ti. Te soñaba en mi cama por las noches, así, como estás ahora, recostada en mi cuerpo, con tu pelo rozando mi piel. Trataba de apartar la idea de que era otro hombre el que recibía los besos y las caricias que anhelaba para mí. Nunca desfallecí, creía de verdad que algún día nuestra amistad se transformaría en amor también para ti. Pero tu embarazo lo precipitó todo.

Las manos de Pablo que no habían dejado de moverse con suavidad por la espalda y las caderas de Miriam se detuvieron y se tensaron al decir:

—Sentí que me moría cuando me dijiste que te casabas, que te iba a perder.

—No me has perdido, estoy aquí. Como siempre deseaste.

—Nunca he estado con mujeres solo por el sexo, y no soy un monje. Algunas de las mujeres que ha habido en mi vida, me han gustado, pero por ninguna he sentido este amor tan intenso, tan desgarrador que tú me inspiras.

—No me hables de otras mujeres, Pablo —protestó—. Me estoy dando cuenta de que soy celosa, algo que nunca creí. Esta noche ni tú ni yo tenemos un pasado ni otras personas en nuestra vida. Ahora solo estamos aquí Pablo y Miriam, juntos al fin.

—¿Eso de los celos significa que estás enamorada de mí? ¿Que ya tienes claros tus sentimientos y que esto no es solo «vamos a ver qué pasa»?

Miriam se incorporó y se sentó para poder mirarle a los ojos.

—Sí, me estoy enamorando de ti. A estas alturas ya deberías conocerme lo suficiente para saber que no me acuesto con mis amigos.

Él la miró con una intensidad que la llenó de regocijo.

—¿Tenemos una relación entonces?

—Yo diría que sí, salvo que seas de esos hombres tradicionales que quieren declararse.

—Soy un hombre moderno y me basta con que tú lo digas. Además, ya me he declarado dos veces, solo me faltaba la respuesta a esta última.

Alargó los brazos y la hizo caer sobre él, para volver a besarla.

La luz de la tarde declinó sin que se dieran cuenta, y cuando ya la noche cayó sobre la habitación iluminada solo por el fuego, Pablo propuso:

—¿Qué tal una ducha, algo de cena y después ponernos a eso que decías de no dormir?

—Me parece un plan estupendo.

Entraron juntos a la ducha, donde se enjabonaron uno al otro. Miriam pudo ver con claridad la cicatriz que cruzaba la pierna de Pablo desde el muslo hasta la rodilla, la que le provocaba una leve cojera al final del día.

La recorrió con los dedos, con suavidad, como si así pudiera aliviar el dolor que le producía. Después, se secaron uno al otro. Miriam disfrutó del erotismo que había en una ducha compartida, y de la sensualidad de deslizar una toalla por el cuerpo de otra persona.

Vestida solo con una bata prestada, regresó al salón. Le gustaba la idea de llevar una prenda de Pablo, aunque le quedara grande y se tuviera que doblar las mangas para verse las manos. Le producía una sensación de intimidad, de cosas compartidas que nunca había experimentado antes.

Juntos entraron en la cocina a preparar una ensalada y una suculenta tortilla de patatas, que comieron sentados de nuevo junto al fuego. Después se fueron a la cama, dispuestos a seguir explorando sus cuerpos hasta que el cansancio pudiera con ellos. Algo que no sucedió casi hasta el amanecer.

Cuando se despertaron, los rayos de sol estaban ya muy altos. A Miriam le dolían todos los músculos. Jamás había tenido una noche de sexo como la que acababa de disfrutar, pero a pesar del agotamiento, se sentía genial. Amada, deseada y feliz. Los brazos de Pablo a su alrededor, su pecho contra su espalda y una nueva erección apretándose contra su trasero le levantaron la autoestima un poco más.

—¿Un buen desayuno? —preguntó una voz suave junto a su oreja—. ¿O un almuerzo temprano?

—Hummm, sí. Un desayuno como el de ayer, me muero de hambre.

Él se levantó de la cama despacio.

—Iré a buscar el pan.

—¿Preparo yo mientras el resto? ¿Me autorizas a entrar en tu cocina?

—Estás en mi vida, por supuesto que puedes entrar en mi cocina —dijo agarrándola por la cintura y dándole un beso de buenos días.

—Bien, entonces manos la obra.

—Después podemos dar un paseo por la ciudad.

—Me parece una idea excelente.

Miriam tomó posesión de la cocina. Cuando poco después Pablo regresó llevando una hogaza de pan tierno y crujiente ya tenía casi dispuesto un suculento desayuno. Lo tomaron con calma, disfrutando de cada bocado, del roce de manos y de las miradas compartidas.

A continuación, salieron a dar un largo paseo y tomaron un almuerzo ligero y tardío que puso fin a dos días maravillosos.

A media tarde, Pablo la acompañó hasta el coche, cargando la maleta, para despedirse de ella.

—¿Volverás el próximo fin de semana? —preguntó esperanzado.

—Si me invitas…

Pablo se apretó contra ella, aprisionándola contra la portezuela del coche y, rodeándola con los brazos, buscó su boca. La besó con intensidad para demostrarle lo difícil que se le estaba haciendo despedirse de ella y dar por finalizado el fin de semana más maravilloso de su vida.

Miriam le echó los brazos al cuello y se abrazó a él, sintiendo la erección que se apretaba contra su vientre, sin siquiera pensar que estaban en medio de la calle, a la vista de todos. Le besó a su vez, hasta quedar sin aliento.

Cuando se separaron, lo miró a los ojos.

—¿Es suficiente esta invitación, o debo mandarte una cartulina dorada? —preguntó Pablo con la respiración también jadeante.

—Suficiente. Volveré el sábado.

—Te esperaré con impaciencia.

Seguían con las miradas prendidas y los brazos entrelazados.

—Tengo que irme… —susurró Miriam.

Pablo asintió.

—Pero no quiero hacerlo. Se me va a hacer muy largo hasta que volvamos a vernos.

—También a mí.

Al final hizo un esfuerzo y consiguió desprender los brazos de la espalda de Miriam.

—María te espera. Debes estar allí cuando regrese del fin de semana con su padre.

Ella bajó los brazos a su vez y entró en el coche.

—Hasta el sábado.

—Conduce con cuidado.

Permaneció de pie mientras ella desaparecía calle abajo. Después entró en la casa y volvió a sentarse en el sofá delante del fuego, mirando absorto las llamas que danzaban en la chimenea, mientras por su mente desfilaban las imágenes de aquel fin de semana memorable.