Capítulo 23
Pablo releyó una vez más el email que Miriam acababa de mandarle.
«Hola, Pablo:
Solo responder brevemente a tu correo porque mañana debo estar muy temprano en el juzgado. Como ya te expliqué, el procurador nos ha citado a Ángel y a mí para ratificar el divorcio a primera hora. Mi madre se ha ofrecido a venir conmigo, pero he rechazado su oferta, porque siento que esto es algo que debo hacer sola.
No sé cómo me siento al respecto, un poco extraña quizás por cerrar definitivamente una etapa de mi vida que ha durado mucho tiempo, y que abarca toda mi relación con Ángel; pero, por otra parte, tengo el corazón ligero por lo que la vida me brinda en el futuro. ¡No me entiendo ni yo misma, de modo que no espero que lo hagas tú! Solo quería contártelo, porque hablar contigo siempre calma mis dudas y me da ánimos para afrontar cualquier cosa.
Sé que lo que debo hacer mañana no será fácil, he visto más de una vez a clientes entrar enteros al juzgado y derrumbarse ante el documento que tiene que firmar. A mí no me va a suceder eso, por supuesto, porque soy yo quien lo ha querido, pero sí me va a resultar un poco triste poner fin a algo que ha formado parte de mi vida durante mucho tiempo.
No quiero que te sientas mal por mis palabras, no tienen que ver contigo y con lo que estamos empezando a tener. Lo nuestro me hace mucha ilusión, pero cuesta romper con el pasado, aunque no haya sido todo lo feliz que debiera.
Quizá no debería hablarte de esto, pero me resulta imposible no hacerlo. Me he acostumbrado tanto estas últimas semanas a volver a contarte todo lo que me sucede, a que siempre estés ahí, que no concibo pasar por esa experiencia sin decirte cómo me siento.
A partir de mañana, solo tú estarás en mi vida, pero esta noche me estoy permitiendo sentir un poco de nostalgia.
Y ya no continúo porque me estoy poniendo demasiado sentimental. Me voy a dormir que mañana será un día difícil.
Te llamo cuando salga del juzgado, y gracias por estar ahí.
Te quiere,
Miriam».
Permaneció un largo rato contemplando la pantalla. Claro que la entendía, poner fin a una etapa nunca es fácil y Miriam era una mujer sensible y tierna. Pensó en cuánto le gustaría estar con ella en aquel momento, acunarla en sus brazos y calmar a besos su pesar y su sentimiento de fracaso. Pero no era posible, debía tener paciencia y darle el tiempo que necesitaba para cerrar sus heridas y conseguir que se enamorase de él, de la misma forma total en que él lo estaba de ella.
Cada vez tenía más claro que acabaría por conseguirlo. Cuando le miraba, sus ojos reflejaban mucho más que amistad; cuando la besaba, respondía a sus besos con un ardor que le hacía muy difícil contener las ganas de ir más allá. Pero no iba a precipitarse. Todo sucedería cuando tuviera que suceder, por mucho que él soñara cada noche con tenerla en sus brazos y en su cama, para amarla como se merecía. Para darle todo lo que aquel papanatas con el que se casó no había sabido darle.
También tenía claro que no iba a dejarla sola al día siguiente. Aunque no acudiera con ella al juzgado, iba estar ahí.
Sentada en la antesala del juzgado de familia, Miriam contemplaba la máquina expendedora de refrescos con expresión ausente. En breves minutos Ángel y ella entrarían a ratificar el divorcio, el último trámite antes de que el juez dictara la sentencia que los convertiría de nuevo en personas libres.
Miraba al que aún era su marido ante la ley sentado impasible junto a ella, a ese hombre que había formado parte de su vida durante años y del que estaba a punto de separar su camino para siempre.
No sabía qué sentía al respecto, no era pena ni dolor, pero sí un poco de tristeza por no haber conseguido sacar adelante su matrimonio, esa familia que habían creado y que había hecho aguas desde el comienzo. No bastaba una ceremonia ni una hija en común para crear una familia y ella lo sabía bien, porque creció en una de verdad y era algo muy diferente a lo que habían tenido Ángel y ella.
Él pareció leerle el pensamiento, porque preguntó pesaroso.
—Me culpas a mí por esto, ¿verdad?
Miriam suspiró.
—No quiero hablar de culpables; dejémoslo en que no funcionó.
—Pero piensas que yo no puse de mi parte todo lo que debía.
—Quizá no; y tal vez yo debí ser más firme y no casarme con tanta precipitación, sino habernos ido a vivir juntos antes de dar el paso, pero ya no tiene remedio. Ahora lo importante es que María no sufra más de lo necesario.
—Por mi parte no sufrirá. Aunque nos separemos voy a estar ahí para ella.
—Lo sé —dijo, y confiaba en no equivocarse. Demasiadas veces había visto en el bufete a padres comprometerse y jurar lo mismo que ahora afirmaba Ángel, y a medida que pasaba el tiempo se desentendían de sus hijos tanto en lo económico como en lo afectivo.
La puerta del despacho se abrió y el procurador nombró a Miriam. Esta entró en una habitación espaciosa y tomó asiento en un extremo de la mesa que le indicaron. Sobre la misma estaba el convenio regulador que había redactado semanas atrás y que Susana, en calidad de su representante legal, presentara en el juzgado. Lo leyó y tras comprobar que se trataba del mismo, estampó su firma al final del documento. Esa rúbrica puso fin a tres años de matrimonio y cinco más de relación. Ocho años de su vida enterrados para siempre. La sensación de tristeza y de fracaso la golpeó con fuerza y tragó saliva para aliviar la tensión.
—¿Está bien? —preguntó con amabilidad el procurador.
—Sí, estoy bien; pero no es fácil esto.
—No, no lo es. Tómese su tiempo, si quiere pensarlo mejor…
—La decisión ya está tomada. He terminado, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces, me marcho.
Salió con rapidez deseando alejarse de aquella sala opresiva cuanto antes.
—Es tu turno —dijo a Ángel que esperaba en la puerta del despacho—. Yo me voy, tengo prisa.
Se sentía incapaz de esperar allí a que él terminara, necesitaba salir y tomar el aire. Abandonó el edificio y se encaminó rápida al coche, estacionado en una calle lateral. Entró en el mismo y miró si tenía mensajes o llamadas perdidas en el móvil y, mientras lo comprobaba, unos ligeros golpes en el cristal hicieron que levantara la cabeza. Pablo la contemplaba al otro lado de la ventanilla. La opresión que sentía en el pecho se disolvió de inmediato. Abrió la portezuela y salió del vehículo.
—¿Qué haces aquí?
—Pensé que podrías necesitar un amigo, alguien con quien charlar, un hombro sobre el que llorar… lo que sea.
—No necesito un amigo, te necesito a ti.
—Pues aquí me tienes.
La rodeó con los brazos y Miriam enterró la cara en su hombro. El abrazo duró solo nos instantes, lo suficiente para sentirse reconfortada. Pero se separó rápido por si Ángel aparecía en la calle. No quería que los viera juntos, no cuando todavía no estaban divorciados. Por mucho que estuviera segura de que él no le había sido fiel, no iba a faltarle al respeto obligándole a ver cómo se abrazaba con otro hombre en medio de la calle, cuando apenas acababan de firmar el divorcio
—Vámonos de aquí, a un sitio donde podamos hablar tranquilos.
Pablo giró alrededor del vehículo y entró por la parte del acompañante.
—¿Dónde has dejado el coche?
—En Cartuja; he venido en taxi hasta el juzgado para poder irme contigo.
Miriam arrancó con rapidez.
En cuestión de segundos todo había cambiado; la tristeza, el abatimiento y la sensación de fracaso habían desaparecido. La presencia de Pablo junto a ella le hablaba no de finales sino de comienzos. De alguien en quien apoyarse. Se dio cuenta de cuán sola había estado durante mucho tiempo, contando solo con su familia, sin una pareja que se preocupase por sus estados de ánimo, ni con quien compartir sus malos momentos o sus alegrías.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—Donde tú quieras… a desayunar si no lo has hecho aún.
—Solo he tomado un café, pero no tengo hambre… prefiero un sitio donde no haya mucha gente.
—Entonces, decide tú el lugar.
Enfiló la Avenida de la Palmera en dirección al Parque de María Luisa. Necesitaba espacio abierto y poca gente alrededor.
—¿Por qué no me has avisado de que vendrías?
—Porque intuía que me ibas a decir que no era necesario, pero yo sé lo que se siente con una ruptura. Hace un año que Begoña y yo lo dejamos, y aunque no estaba enamorado de ella, fue duro. Cerrar una etapa siempre lo es. Quería que supieras que cuando algo termina, también hay algo que empieza.
—Lo sé.
Habían llegado. Bajaron del coche y se internaron por los senderos del parque. El olor de la mañana de invierno, de las plantas recién regadas les llenó de paz. Miriam se sentó en un banco de hierro en una zona poco transitada a cubierto de las miradas de los ocasionales paseantes y Pablo se acomodó a su lado.
—¿Cómo te sientes?
Ella se encogió de hombros.
—Rara. He tramitado varios divorcios desde que comencé a ejercer, pero nunca pensé que yo estaría en la otra parte. Siento una especie de vacío por dentro, como si todo esto le estuviera ocurriendo a otra persona.
—¿Y Ángel?
—No sé lo que siente, estaba allí impasible, como si no fuera parte implicada. ¿Sabes cómo le ha llamado siempre mi hermano Hugo? ¡«El sin sangre»!
—Hay que serlo para no saber apreciar a una mujer como tú. Pero él se lo pierde, Miriam. Tú te mereces a un hombre que te quiera, que te desee… que te haga vivir y no vegetar.
—Gracias, Pablo. Tus palabras me reconfortan muchísimo. Últimamente mi autoestima no estaba pasando por su mejor momento.
Él alargo los brazos y la rodeó con ellos. Miriam se refugió en el cálido hueco que él había formado para ella y permaneció allí, quieta y muda durante mucho rato. No había nada sexual en aquel abrazo, pero sí amor. Mucho amor. No la besó, ni la acarició, se limitó a tenerla abrazada durante todo el tiempo que ella quiso permanecer así. Luego, cuando se separaron, la miró a los ojos.
—¿Mejor?
—Mucho mejor.
—¿Te apetece dar un paseo? El parque está precioso a estas horas.
—Sí, pero antes voy a avisar a mis padres de que todo ha ido bien en el juzgado.
—Y que no pasarás por el bufete esta mañana. ¿Puedes hacerlo? ¿Te la puedes tomar libre?
—Sí, no tenía nada importante programado para hoy.
—Ya lo tienes.
Miriam cogió el móvil y llamó a Susana para comentarle lo sucedido y después se levantó del banco, seguida de Pablo. Este se colocó a su lado y la agarró de la mano.
Miriam sintió un cosquilleo; hacía años que no paseaba de la mano con nadie, solo muy al principio de su relación con Ángel lo habían hecho, y se estaba dando cuenta ahora que Pablo había entrado en su vida, de cuán falta de contacto físico había estado su relación anterior.
Los senderos del parque, apenas calentados por el sol de invierno, estaban poco concurridos aquella mañana de viernes, lo que les permitió crear un ambiente casi mágico. Ellos dos, solos y aislados del mundo, cogidos de la mano. No podía soñar un mejor comienzo para su vida después del paso que acababa de dar.
Apenas hablaron, se limitaron a caminar en silencio, disfrutando de la apacible mañana y de la mutua compañía.
Cerca ya del mediodía, Miriam acompañó a Pablo hasta Cartuja, donde había dejado su coche y se despidió de él con un beso ligero en los labios.
—Gracias. Has hecho mucho más llevadero un mal momento.
Él sacudió la cabeza.
—Gracias a ti por permitirme compartirlo contigo. ¿Cuándo nos volvemos a ver?
—¿Cuándo tienes que venir a inspeccionar las obras de mi piso?
—Pensaba hacerlo el lunes. Tengo algunos datos nuevos sobre el proyecto de la cocina, pero hoy no era el momento de traerlos.
—Entonces trataré de tener libre la tarde del lunes.
—Hasta entonces.
Miriam le vio entrar en el vehículo, arrancar y perderse en la calle. Una ligera sonrisa curvaba sus labios, consciente de que del vacío y la tristeza que había sentido aquella mañana no quedaba rastro. Ahora estaba llena de ilusión y esperanza, y contaría las horas hasta el lunes siguiente. Entró en su coche y se dirigió a la guardería para recoger a su hija.
Por la noche llamaría a Javier por Skype para contarle cómo había ido todo en el juzgado, pues él seguía muy de cerca el proceso de su divorcio. También pensaba hablarle de Pablo. De cómo había traído ilusión a su vida y lo feliz que se sentía cuando estaba con él. Y, por supuesto, trataría de sonsacarle algo más sobre su misteriosa chica, que la tenía de lo más intrigada.