Capítulo 15
El embarazo siguió desarrollándose con normalidad. Pasadas unas leves y esporádicas nauseas al principio, ningún otro malestar importunó a Miriam durante el tiempo de gestación.
La siguiente ecografía confirmó que se trataba de una niña, lo que provocó, como Marta había supuesto, una serie de excursiones a tiendas por parte de toda la familia para comprar ropa de color rosa, con la excepción de Hugo que encargó por Internet una camiseta de calaveras de tamaño minúsculo.
La elección de nombre no supuso ningún problema, tanto a Ángel como a ella les gustaba la versión española de su nombre, María. Miriam se había sentido aliviada, temía que él quisiera llamarla como su madre, pero por fortuna ni siquiera lo había planteado.
El último mes de gestación fue realmente incómodo. María se movía todo el tiempo tratando de encontrar un espacio que no tenía, clavando puños y talones y Miriam apenas conseguía dormir. Se levantaba y paseaba por la casa tratando de calmar sus molestias mientras Ángel dormía a pierna suelta.
Se sentía sola llevando su embarazo, no había vivido ninguna de las escenas que siempre imaginó típicas de las parejas que esperaban un hijo. Ángel no paseaba las manos por su vientre buscando los contornos de su hija, ni para sentir las patadas. De hecho, parecía evitar cualquier tipo de contacto físico con ella por nimio que fuera.
Miriam se refugió en la niña, en la ilusión que le producía su llegada y trataba de ignorar la indiferencia de su marido. Junto con Marta y Susana había recorrido tiendas especializadas, y adquirido todo lo necesario para decorar la habitación, así como la ropa y accesorios que su hija necesitaría cuando viniera al mundo. Después llegaba a casa y se lo mostraba a un Ángel distraído que se limitaba a decir «muy bonito», y regresaba a su ordenador.
Cuando a media tarde de un precioso día de mayo empezó a sentir las primeras contracciones, se apresuró a llamar a su madre.
—Mamá, creo que estoy de parto —dijo con serenidad—. Tengo contracciones muy leves, pero son diferentes a las que he estado padeciendo estos días atrás.
Susana, que hacía ya días que venía observando cómo el vientre de su hija bajaba y cambiaba de forma, esperaba la llamada en cualquier momento.
—Vamos para allá —dijo presurosa.
—Estupendo. Ángel está a punto de llegar del trabajo, pero en estos momentos te necesito a ti.
—En seguida estamos ahí, cariño. Camina por el piso lo que puedas, eso ayudará a la dilatación.
—Vale.
Media hora más tarde, tanto Ángel como Fran y Susana se encontraban sentados en el sofá mientras ella paseaba arriba y abajo por el salón, deteniéndose cada vez que una nueva contracción la acometía. A medianoche, decidieron acudir al hospital.
María llegó al mundo a las tres de la mañana, con poco ruido. En un parto normal, aliviado por la anestesia epidural y con Ángel apretando su mano, Miriam dio a luz a una preciosa niña de tres kilos, ligera pelusilla rubia y ojos castaños, que lanzó un profundo alarido al respirar por primera vez.
Verla, sentirla cuando se la colocaron sobre el pecho la inundó de una felicidad intensa y desconocida hasta entonces. Alzó los ojos hacia el feliz padre y le vio mirar a la niña embelesado. Pensó entonces que todo iría bien, que casarse había valido la pena.
Ángel se inclinó sobre ella, sudorosa y exhausta, y la besó en la frente, el primer contacto físico en meses.
—Lo has hecho muy bien —le dijo mientras acariciaba a María con cara de padre orgulloso.
—Gracias.
—Ahora debe salir —dijo la matrona—. Sus chicas se reunirán con usted en unas horas.
Aquella tarde, la habitación de la clínica estaba llena de visitas. Susana, sentada en un cómodo sillón con María en brazos, miraba a su nieta con ojos emocionados, mientras la madre de Ángel gruñía sin cesar:
—A los niños no se les puede coger tanto en brazos; se acostumbran y luego se malcrían.
—Dudo mucho que un niño se malcríe por sentir el amor de su familia, Manuela —comentó Miriam cansada de la continua verborrea de su suegra, criticando todo lo que hacían—. A nosotros nos tenían en brazos a menudo y no pienso que estemos malcriados.
La mujer hizo una mueca de escepticismo y no contestó.
Susana hizo un esfuerzo y ofreció:
—¿Quieres tenerla tú un rato?
—No, gracias. Sigo pensando que no es bueno para un recién nacido ir de mano en mano.
—Yo sí, Susana —intervino Marta—. Si me la dejas, vamos a hacernos una foto para el tito Sergio.
Cogió a la niña con cuidado, temerosa de hacerle daño y Fran les hizo una foto con el móvil. En aquel momento y tras unos golpes de aviso, la puerta se abrió y entró Hugo, seguido de Inés.
—Mira, tito, qué bonita soy… —dijo Marta girándose y enseñándole a la pequeña.
Este se acercó, se inclinó y rozó con el índice la mejilla sonrosada.
—Sí que es preciosa… Miriam, gran trabajo.
—Mi hijo también ha puesto su parte.
—Nadie lo duda, señora, pero la «parte» de su hijo ha sido menos trabajosa que la de mi hermana.
Todos aguantaron una risita.
—Anda, ven a darle un beso a tu hermana —dijo Miriam para evitar que siguiera provocando a su suegra.
—¿Cómo te encuentras, preciosa? Tienes un aspecto estupendo —preguntó obedeciendo y dándole un sonoro beso.
—Estoy muy bien, Hugo. No ha sido demasiado terrible.
También Inés se acercó a la niña. Marta se la colocó en los brazos, consciente de cuánto le gustaban los críos.
Manuela apretó los labios de nuevo.
—Voy a tomar un café —dijo cogiendo el bolso con gesto hosco.
—Te acompaño —se ofreció Ángel—. ¿A alguien le apetece?
—No, gracias —rechazó Susana.
Madre e hijo salieron de la habitación y todos suspiraron aliviados.
—Vas a tener que ponerte firme, Miriam —aconsejó su padre mirando la puerta cerrada—, o esa señora manipulará la educación de tu hija.
—¡Que lo intente! No pienso educar a María según sus directrices y me importa un bledo si me tengo que enfrentar a ella e incluso a Ángel. Mi hija no va a ser retrógrada, ni racista ni educada en la inferioridad de la mujer. Y mucho menos sin arrumacos y caricias.
—¡Esa es mi Miriam! —aprobó Hugo dándole un achuchón—. Mi valiente hermanita.
La pequeña empezó a llorar y buscó de forma inconsciente el pecho de Inés con la boca abierta.
—Creo que tu pequeña busca algo que yo no puedo darle.
—Dámela, tiene hambre.
Miriam la cogió, y empezó a desabrocharse el camisón.
—¿Quieres que salgamos? —preguntó su hermano.
—¿Nunca has visto un pecho de mujer, Hugo?
Este emitió una risita.
—Más de uno, para mortificación de Inés.
—En ese caso, no verás nada nuevo. El mío es igual al del resto de las féminas.
—Lo decía por si a ti te molestaba mi presencia y la de papá.
—Ni por asomo.
Sacó el pecho que la pequeña empezó a succionar al momento.
—Cuando vuelva «doña palo metido por el culo» se va a escandalizar.
—Me importa un bledo. Así le queda claro desde el principio cómo van a ser las cosas.
—Pero nosotros sí nos vamos —anunció Susana—. Iremos a casa a ducharnos y a reposar un rato. Regresaré esta noche para quedarme con vosotras, por si la señorita no quiere dormir, que tú puedas descansar.
—Gracias, mamá.
—No se las des, está deseando tener a la niña para ella sola —Rio Fran.
Se despidieron y salieron de la habitación.
Inés miraba embelesada la pequeña boquita chupando con avidez.
—¿Qué se siente, Miriam? —preguntó—. ¿Es igual que cuando lo hace Ángel?
Miriam trató de recordar si su marido alguna vez le había succionado los pezones, pero no estaba segura. Si lo hizo, debía hacer mucho tiempo.
—No, Inés, no es lo mismo —respondió sin querer admitir en público que no lo sabía—. Cuando un niño come, te da paz.
Hugo intervino y, rodeándole los hombros con el brazo, le dio un beso bajo la oreja.
—Luego, si quieres te hago una demostración práctica —ofreció.
—Pero tú no me das paz.
—Por supuesto que no. Yo te doy guerra —añadió con un guiño pícaro.
María seguía comiendo, ajena a la expectación que generaba. Poco después se cansó y se quedó dormida. La acostaron en la cuna y Hugo e Inés se despidieron para abrir el bar.
—Vete haciendo a la idea de que estoy buscando en Internet un casco de bebé rosa para llevármela de paseo —amenazó mientras besaba a su hermana.
—Por encima de mi cadáver —respondió Inés.
—La jefa ha hablado. Tendré que buscar otra cosa para hacer rabiar a tu suegra.
En medio de risas se marcharon.
Marta se quedó hasta que llegó Susana. Ángel había declarado que estaba hecho polvo y le había cedido gustoso el honor de cuidar de madre e hija durante esa primera noche, algo que Miriam agradeció. Quería, necesitaba a su madre a su lado con su experiencia y su cariño, más que a ese hombre ecuánime y frío que era su marido. Ver los ojos emocionados de Susana cuando miraba a la niña, recordando sin duda el nacimiento de sus hermanos y el suyo propio, la hacía sentirse más cerca de ella que nunca.
Después de regresar de la cafetería, y tras permanecer un rato en la habitación, también Ángel y su madre se marcharon. Al fin Miriam se permitió cerrar los ojos y descansar.