EPILOGO

Triunfante la revolución en Barcelona y libres los oprimidos del yugo de los opresores, la Hermandad de la Muerte había cumplido el principal objeto de su institución. Doña Juana de Torrellas, ligada, como hemos visto al pensamiento que llevó a la montaña al infortunado don Juan de Serrallonga, y heredera por completo de los propósitos y venganza de su esposo, cumplió también con los primeros agregándose a la Hermandad después de haber preparado el terreno como hemos referido, y satisfizo la última con la muerte de los dos asesinos de don Juan,a quienes todavía no había alcanzado el brazo de la venganza. Lo mismo diremos de Fadrí de Sau respecto de uno y otro punto.

Doña Juana pensó, pues, en alejarse para siempre de Cataluña, país que si por un lado guardaba sus más tiernas afecciones.estaba, por otra parte, manchado con la sangre de don Juan,y determinó retirarse a Italia, donde radicaban los inmensos bienes que le había legado el conde de Fiorerosa. Con ella se llevó a Fadrí, a quien nombró procurador general.

Orso de Monteferro, cuyos sentimientos de justicia le hacían comprender más y más cada día que era una iniquidad hacer responsables a los hijos de las faltas de los padres, dejó de ver en la hermosa e inocente Clara a la hija del asesino de su padre, y abandonándose por completo al amor que por ella sentía, se desposó por fin, llevándola consigo a Italia y no lejos del punto que para su residencia había elegido doña Juana.

Esta, que llegó a saber quién fuera la misteriosa mujer que en el castillo de Gualba la salvara de una muerte segura en aquella terrible noche que siguió a la derrota de la Banda Negra, trató de pagar este inmenso favor, y con toda la delicadeza que distinguía su carácter escribió Jo siguiente a Monteferro:

Juntamente con los objetos que vuestro padre mandó a don Juan de Serrallonga se hallaba la suma que os envío, y la cual os debía ser entregada cuando sus asesinos hubiesen recibido el castigo que merecieron. Cumpliendo fielmente sus disposiciones, os mando este dinero, que es vuestro y deL cual podéis disponer libremente.

Monteferro, como no podía menos, aceptó aquella suma suficiente, no ya a librarle de la miseria, sino a asegurarle un porvenir tranquilo y desahogado.

Réstanos para concluir dar cuenta de Fontanellas. Este fue menos afortunado. Pasados algunos días de la muerte del barón de Gualba, don Carlos se dirigió al convento de Pedralbes. Su objeto es fácil de suponer.

Libre Isabel, iba a ofrecerle su mano y aquel amor que antes no podía aceptar la esposa, pero que después podía muy bien admitir la viuda del barón de Gualba. Al llegar a la puerta de la iglesia hirió sus oídos, estremeciendo todo su cuerpo, la música que resonaba en el interior del templo.

Don Carlos, sin comprender al pronto lo que significaba aquella música, penetró en la iglesia con paso vacilante y latiéndole violentamente el corazón, que presentía un golpe desgraciado.

La iglesia de Pedralbes estaba iluminada. A los sones augustos del órgano se unió en breve el canto de las monjas que en procesión atravesaban la nave dirigiéndose al altar mayor. Don Carlos las observaba sin pestañear ni respirar apenas.

Cuando llegó la abadesa, que cerraba la procesión, se es— capó un grito del pecho de Fontanellas, que tuvo, no obstante, suficiente fuerza de voluntad para Sofocarlo en la garganta.

Al lado de la abadesa iba Isabel con el traje de religiosa de Pedralbes. Fontanellas clavó la vista en su rostro.

Isabel, al pasar, le miró también, y levantando los ojos a la bóveda, señaló con el índice el cielo.

Fontanellas bajó la cabeza, como si medio mundo le hubiese venido encima. Una hora después, Isabel de Colmenar era ya monja profesa de Pedralbes.

Pasados tres días, la familia de Monteferro contaba con un individuo más. Era Carlos Fontanellas, que fue también a Italia a buscar el consuelo que perdía en Barcelona, en los brazos de su amigo.

FIN

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27/03/2013