CAPITULO IV
Era aún muy de mañana cuando Orso despertó del profundo sueño en que había estado sumergido.
Recordaba de un modo confuso y vago las escenas de la víspera, y en medio de su somnolencia, se representaba la mujer vestida de blanco, el estanque del parque y el cadáver de un hombre. Hizo un esfuerzo sobre sí mismo para despertarse del todo, movió de manera ruda su cabeza y saltó de su lecho.
Lo primero que hizo fue pasear una mirada por la habitación. Todo estaba lo mismo: la puerta del parque, cerrada; la ventana, abierta de par en par, todos los muebles en su sitio. Llegó entonces a imaginarse que podía haber soñado, y se acercó a la ventana.
Había amanecido un día hermoso. Volvió a buscar la llave que abría la puerta del parque.
Un rayo de sol hizo visible a los ojos del caballero un objeto que relucía debajo de uno de los taburetes. Orso se acercó, se inclinó... Era la llave que buscaba. Sin duda cuando cerraron la puerta la habían arrojado al suelo, o quizá habían entrado a depositarla en aquel sitio más tarde, cuando el joven dormía.
Quería convencerse de que no era un sueño lo que le había pasado, y salió al parque.
Reconoció los mismos lugares que había visto la noche anterior a la luz confusa de la luna, siguió la calle de árboles y llegó a la plazuela, en el centro de la cual, según su sueño o sus recuerdos, debía existir el estanque.
Al llegar a esta plazuela, su pecho se dilató en una especie de exclamación de gozo. No, no lo había soñado... Allí estaba el vasto estanque, allí estaba el león de piedra vomitando agua. Pero si esto aparecía en realidad, tal como se lo presentaban sus recuerdos, en cambio, ningún otro objeto le revelaba su nocturna aventura. El cadáver que viera junto al león había desaparecido, y hasta parecía haberse tenido cuidado en borrar todas las huellas que pudieran denunciar la escena. El joven extranjero recorrió todos los alrededores, sin encontrar indicio alguno de lo que buscaba; sólo creyó notar huellas recientes en la arena, y hasta se le figuró que estas fuellas revelaban la planta ligera de una mujer.
Inclinado se hallaba sobre la tierra, ocupándose en examinar una de aquellas pisadas, cuando una voz un poco bronca resonó junto a él, haciéndole estremecer;
—¿Qué es eso, señor caballero? ¿Se le ha perdido algo a su merced que con tanto cuidado fija sus ojos en la tierra?
El montañés Cayetano era quien hablaba así. Preocupado en sus ideas, Orso no se había dado cuenta de su llegada.
Incorporose el joven y se volvió hacia él.
—Buenos días, mi salvador y mi guía-le dijo.
—Me alegro que su merced sea madrugador-añadió Cayetano—. Vengo de su habitación, en donde creía hallarle entregado aún en brazos del sueño; pero he visto abierta de par en par la puerta de este parque, y he bajado a buscarle para ponernos en camina
—¿Es ya la hora?
—No por cierto; pero a mí me interesa adelantarla, y si es que vuesa merced quiere que yo le sirva de guía, es necesario que se decida a ponerse en camino sin pérdida de tiempo.
—No comprendo semejante prisa-dijo el joven, a quien le hubiera gustado permanecer algunas horas más en el castillo para ver si descubría algo de su misteriosa aventura.
—Pero la comprendo yo, y me basta-contestó el montañés con desenfado y acompañando sus palabras con un brusco movimiento—. ¿Ha abandonado ya vuesa merced el proyecto que me manifestó ayer noche?
—¡Oh, no, no por cierto!-exclamó Orso con viveza—.
Aun cuando fuese con peligro de mi vida, lo llevaría adelante.
—Pues si es así, y si verdaderamente le interesa hablar con la mujer que capitanea la banda negra, apresúrese su merced a ponerse en camino, pues acaso esta noche no exista ya ni rastro de banda negra en el Montseny.
—¿Cómo es eso?-preguntó el joven con interés—. ¿Por qué?
—Porque quizá levante el campo y se vaya a otra parte.
—Pues qué ¿sabéis por ventura...?
—Yo no sé nada, señor caballero, sino que dentro de pocas horas estará este castillo lleno de gente de armas que viene en persecución de la banda negra, según noticias traídas por un mensajero al apuntar el día, y supongo que, como ha sucedido otras veces cuando se ha visto hostigada muy de cerca, la banda partirá del país dejando a los Cadells que se diviertan a sus anchas.
El joven caballero, al oír estas palabras, pareció reflexionar un momento, y en seguida, sin hacer ya más observación sobre la marcha, dijo al montañés:
—Vamos, pues; pero supongo que me daréis tiempo para despedirme de las buenas gentes de este castillo, mientras un criado me ensilla el caballo.
—En cuanto a despediros, podréis hacerlo de paso, puesto que con la noticia de la llegada del barón de Gualba, que viene con los hombres de armas, todo el mundo está ya levantado en el castillo; y por lo que toca a vuestro caballo, os aconsejo que lo dejéis al cuidado de Pedro, el guardabosque, ya que os voy a llevar por sitios, si os he de servir de guía, que con dificultad podréis salvar a pie.
Al decir las últimas palabras, Cayetano estaba ya en marcha. Demostraba tener prisa por abandonar el castillo, mientras que a Orso, por el contrario, costábale mucho marcharse sin tratar de descubrir algo de su extraña aventura, sobre la cual, por otra parte, no quería hacer ninguna pregunta.
Lena andaba tan atareada, que no hizo caso del huésped cuando fue a despedirse, y lo hizo ligeramente de él, diciéndole que iba a reunirse con Gertrudis, la cual estaba arreglando y poniendo en orden las habitaciones del castillo para recibir al barón.
Orso se vió obligado a abandonar aquel sitio sin poder descubrir nada absolutamente. Su aventura nocturna parecía estar condenada a quedar envuelta eternamente en el misterio.
Pedro, el guardabosque, que los esperaba a la puerta, se ofreció a acompañar un rato a los viajeros, y Orso aceptó esta proposición como una última esperanza que se ofrecía a sus deseos.
Llegaron a un punto en el cual Cayetano despidió al guía, estrechó la mano del guardabosque, quedose un momento rezagado, como para confiarle algún encargo, y en seguida se dio prisa a reunirse con el caballero.
Largo rato caminaron los dos, uno junto al otro, y en silencio.
Pareció entonces que se operaba una verdadera transformación en Cayetano. El rostro del montañés se iluminó con una expresión hasta entonces desconocida, y sus miembros cobraron más agilidad, sin embargo de que era aquél el camino mas penoso que hasta entonces habían seguido los viajeros; todo en él parecía cobrar nueva animación y nueva vida.
Entonces fue cuando, rompiendo el silencio que hasta entonces había guardado, dirigió la palabra al caballero.
—Ya estamos en el Montseny, señor caballero; ya estamos en la montaña en la cual habita la banda negra. ¿Persistís en vuestro propósito?... Todavía estáis a tiempo para retiraros, mientras que dentro de diez minutos quizá sea ya tarde.
—Y ¿quién os ha dicho que he soñado siquiera en retirarme?
—¿Tanto es, pues, lo que os interesa verlos?
—Es mi secreto.
—Quizá no os sea fácil hablarle a la viuda de Serrallonga, porque los suyos no os dejarán acercaos a ella. Tendréis que entenderos antes con... con el jorobado de las barbas negras. Joven, doña Juana de Torrellas tiene enemigos mortales y encarnizados que la detestan y que han probado ya varias veces a deshacerse de ella, no pudiendo acabar con su banda. ¿Quién dice que no seáis vos un emisario de esos enemigos, y quién responde de que vuestra misión no sea de acercaros a doña Juana para...
El caballero no dejó acabar a Cayetano. Encendióse su rostro, y su mano, movida por un impulso de generosa cólera, hizo un movimiento en busca del puño de su espada.
—¿Qué mil diablos de asuntos pueden induciros a correr el peligro de pisar esta montaña, de querer ir al campamento de la banda negra, que ya os han dicho que estaba sólo compuesta de malhechores, y de querer hablar a doña Juana de Torrellas? Si no sois un hombre pagado, fuerza es entonces que...
De nuevo volvió el caballero a interrumpir al montañés; pero esta vez su indignación había subido de punto y su mano llegó a caer con furia sobre el puño de su espada.
—El haberme salvado la vida-exclamó Orso, tomando su voz un imperioso acento-no os autoriza para ser insolente conmigo, y si queréis que continuemos nuestro camino en buena paz y compañía, Cayetano...
—Yo no me llamo Cayetano. Estoy ya en la montaña y recobro mi verdadero nombre. Yo me llamo Fadrí de Sau.
Y al decir esto, introdujo un dedo en su boca y dejó oír, uno tras otro, tres agudos y prolongados silbidos, a los cuales contestó en seguida otro desde el fondo de un bosque que se veía un poco a lo lejos.
El caballero no— pareció sorprenderse. Al contrario, soltó el puño de la espada que su diestra sujetaba, y se cruzó tranquilamente de brazos. Fadrí, porque realmente era él, volvió a bajar de la roca a la cual se había subido, y dijo:
—Dentro de un instante estarán aquí los míos. Ya es tarde para retroceder. Vais a encontraros entre los ‘hombres de la banda negra.
La contestación de Orso fue mirar con indiferencia a Fadrí y encogerse de hombros. El famoso proscrito miró hacia el bosque, y extendiendo el brazo añadió:
—Miradlos. Aquí están ya.
Efectivamente, un grupo de hombres con traje muy parecido al de Fadrí, pero llevando todos el cuchillo en el cinto y el pedreñal en la mano, acababa de salir del bosque, dirigiéndose a todo correr hacia el sitio en que se hallaban nuestros dos personajes. Orso los vió llegar sin abandonar su actitud tranquila, sin desplegar los labios, sin que su rostro retratara ni la menos expresión de sorpresa.
Y es de advertir que la aparición de aquellos individuos no era por cierto nada tranquilizadora, ya que todos tenían algo de feroz en sus tostados semblantes. Fadrí, que había estado observando con la mayor atención al caballero, se acercó a él.
—Sois un valiente-le dijo—, y un valiente no puede prestarse nunca a ser instrumento de malvados fines.
Y le tendió con franqueza su mano. Orso dio un paso atrás.
—¡Hola!-dijo el bandolero— ¿No queréis estrechar la mano de Fadrí de Sau? Pues bien: no creáis que me incomode por esto. Os habrán llenado la cabeza de horrores y maldades que se nos atribuyen gratuitamente, y aun cuando estáis ya convencido de que Fadrí de Sau no es el jorobado de largas barbas, sin embargo, os queda todavía la sospecha de que tenéis delante a un ladrón, a un asesino y a un bandido.
En esto habían llegado los demás bandoleros, en número de siete. Eran los que componían la avanzada que estaba esperando en el bosque el regreso de Fadrí. Este los saludó afectuosamente y tomó el pedreñal que le ofreció uno de los recién llegados. En seguida se volvió a Orso.
—Señor caballero-le dijo—, oíd bien lo que voy a deciros. Libre sois aún de seguir adelante o de volver atrás. Si queréis volveros, nadie se opondrá a vuestro camino; si queréis venir con nosotros, es preciso que antes me digáis los motivos que os guían para querer hablar con dona Juana.
—No puedo contestaros a nada de lo que me preguntáis sobre este punto-dijo el joven—. Ya os he dicho que era mi secreto. En cuanto a volver atrás, no lo haré por cierto. He venido a esta montaña en busca de doña Juana de Torrelias, y no me volveré sin haber hablado con ella.
—Estáis, pues, decidido?
—Decidido.
Fadrí pareció titubear un momento, y en seguida añadió:
—Hay algo en vos que me interesa, joven. Quiero respetar vuestro secreto y quiero llevaros a presencia de doña Juana; pero ya comprendéis que nuestra situación nos autoriza a exigir condiciones, y éstas son: que nos entreguéis todas vuestras armas y que os dejéis vendar los ojos.
—¿Me exigís esto por desconfianza o por precaución?
—Por ambas cosas.
—¿Me serán devueltas mis armas cuando me separe de vosotros?
—Eso depende de que lleguéis a separaros, pues podría suceder que os quedarais en el campamento.
—No os entiendo.
—Ya lo comprenderéis luego. ¿Quién me asegura que vuestras intenciones son leales? ¿Quién me responde que no venís con el objeto de espiamos y con el de dar a los enemigos noticia de nuestras fuerzas y de la situación de nuestro campamento?
—Mi palabra de honor-dijo Orso.
El joven caballero dijo esto con tan solemne acento de veracidad, que hubo de conmover a Fadrí. Este permaneció un rato pensativo, y en seguida, tomando una resolución, exclamó:
—Tenéis razón y debo creeros. Lo que tiene de más sagrado un caballero es su palabra de honor. Yo admito la vuestra, y no hablemos más del asunto.
Dicho esto, se volvió a los bandoleros y les dijo:
—Adelante, muchachos.
Junto a un montón de piedras, que era pedestal de una bandera negra ondeante por la ligera brisa, bandera que según la tradición procedía de un trozo del tapiz que en su día cubrió el cadalso de don Juan de Serrallonga, estaba doña Juana de Torrellas embebida en sus pensamientos. Debía estar ya advertida de la llegada de Fadrí, pues no hizo ningún movimiento de sorpresa. Adelantándose el de Sau cambió unas pocas palabras con ella. A requerimiento de la dama retirose después, no sin antes manifestar a Monteferro que doña Juana le atendería al instante.
—Me han dicho, caballero, que deseabais hablarme.
—Así es la verdad-contestó Orso—. He venido de muy dejos para hablaros; vengo de Sicilia.
Doña Juana fijó con nueva insistencia su mirada en el joven, como si volviera a examinarle, y acabó por decirle: —Caballero, no os conozco.
—Me llamo Orso de Monteferro.
Doña Juana pareció recoger sus recuerdos.
—¡Monteferro!-dijo—. ¡Orso de Monteferro!... Este nombre no me es desconocido.
—Más de una vez lo habréis oído pronunciar a don Juan de Serrallonga, que en paz descanse.
Doña Juana se estremeció, como le sucedía cada vez que oía pronunciar el nombre de su esposo, el cual hacia ya siete meses que había sido ejecutado en Barcelona [1].
—¿Fuisteis amigo de mi esposo en otra época?-le preguntó.
—No. Ya veis que soy muy joven, su amigo fue mi padre.
—Ahora voy recordando-dijo doña Juana—. Serrallonga en su juventud tuvo estrechas e íntimas relaciones con Orso de Monteferro, y hasta creo que éste le prestó un servicio de consideración en cierta época.
—Es verdad. En un lance apurado, mi padre salvó la vida a vuestro esposo.
Doña Juana, con una arrogancia verdaderamente varonil, tendió su mano a Monteferro.
—Bien venido sea-exclamó-el hijo del compañero de armas de mi don Juan. ¿Puedo yo seros útil en algo? ¿Puedo yo por mi parte satisfacer la deuda de gratitud que Serrallonga contrajo con vuestro padre el día que éste el salvó la vida?
—Podéis hacerlo. ¿No os habló nunca don Juan de Serrallonga de cierto legado que le había sido confiado por mi padre antes de morir? ¿Ni de un puñal que debía serme entregado cuando yo, cumplidos mis veintidós años, me presentase a reclamarlo?
—No.
La frente de Orso de Monteferro se ensombreció.
—¿Es eso posible, señora? ¿No tenéis noticia de cierto puñal confiado por mi padre a don Juan de Serrallonga para que pasada cierta época me lo enviase, si antes no me presentaba yo a reclamarlo?
—Jamás mi esposo me había hablado de esto.
Orso lanzó un grito de dolor.
—¡Desgraciado! ¡Desgraciado de mí!-murmuró dando expansión al vivo sentimiento que pareció estallar en su corazón.
—¿Qué de particular había en ese puñal que tanto dolor parece despertar en vos su pérdida?
—Había, señora, había...-y el joven se interrumpió de pronto para volverse resueltamente, por medio de un momento duro, hacia doña Juana, a la cual preguntó—: ¿Sabéis lo que es la venganza, señora?
A esta inesperada pregunta hecha por Monteferro con voz reconcentrada y solemne, Una especie de estremecimiento nervioso recorrió el cuerpo de doña Juana que se calló, como si no hubiese oído bien, y fijó una ardiente e interrogadora mirada en el extranjero.
—Sé lo que es la venganza-exclamo con un acento indefinible, porque parecían haberte prestado a un mismo tiempo sus matices el dolor, la ira, el frenesí, el rencor y hasta esa especie de voluptuosa ironía que tiene la cólera reconcentrada. De pronto, doña Juana extendió su brazo derecho y señaló la bandera que flotaba al viento—. ¿Veis esa bandera? Esa bandera quiere decir venganza, exterminio, guerra a muerte y sin cuartel.
Hubo un momento de silencio, que el extranjero no se permitió interrumpir. Doña Juana parecía escuchar con salvaje placer el ruido que hacía el lienzo de la bandera, ya desplegándose impelido por la brisa, ya cayendo lánguido a lo largo del mástil que lo sostenía.
—¿Oís?-exclamó aquella extraña mujer, como si estuviera en una crisis de éxtasis o de delirio—. ¿Oís?... No es el viento el que se queja y el que suspira. Es la voz de mí esposo, la conozco bien; es la voz de mi esposo que..., ¿oís?, me grita venganza, ven...gan...za, ven...gan...za.
Doña Juana había concluido ya, y Orso comprendió por fin que le correspondía el tumo de hablar, y exclamó, con extraño acento a su vez:
—Señora, nadie como yo puede comprender mejor vuestros sentimientos; nadie como yo, que he nacido corso. En raí país, y en mi raza sobre todo, la venganza es una religión. Vos tenéis que vengar a vuestro esposo; yo tengo que vengar la honra de mi nombre y la muerte de mi padre. La venganza nos ha hecho hermanos. Ahora oíd mi historia.
Y haciendo sentar a doña Juana sobre una peña, Orso empezó a contarle una historia terrible y sangrienta.