CAPITULO IX

Llegó el domingo por la noche. Las diez era la señalada para empezar el baile.

Bien pronto los salones fueron llenándose de invitados, y Ja»orquesta comenzó a ejecutar sus melodías. La fiesta prometía estar animada. La elegancia y el buen gusto reinaban en aquel lugar.

En tanto que en el palacio la gente se divertía, un grupo de hermanos mayores entraban sigilosamente en los bajos del palacio para poner en ejecución la orden recibida.

* * *

La condesa de Fiorerosa en el baile, más bien que simple condesa, parecía una rema en medio de su corte. Sentada en uno de los magníficos sillones de terciopelo carmesí que decoraban entre otros lujosísimos adornos el salón principal, vestida con un traje de raso azul al gusto de la época y bordado de llores de plata, con una pequeña diadema condal que coronaba su tocado, estaba verdaderamente hermosa, y el brillo que la rodeaba oscurecía el mérito de las otras damas, que la miraban con envidia, así como atraía las miradas de todos los caballeros, que la contemplaban con deseo.

Y eso que la condesa no era un prodigio de hermosura.

Tenía ya treinta años, y en su rostro, que no conservaba aquella frescura y aquel encanto de la juventud, se descubrían señales de largos sufrimientos, que no eran bastantes a ocultar ni la perfecta y robusta constitución de que gozaba ni él desahogo con que entonces vivía.

Pero en ciertas mujeres y para ciertas fisonomías esas huellas del dolor son todavía un nuevo atractivo que seduce al contemplarlas.

Así, para sustituir a la de Fiorerosa en la general atención aquella noche era precisa una de estas tres cosas en la mujer que tratara e reemplazarla: una hermosura sobrenatural, la calidad de una princesa o de una reina, o bien un lujo extraordinario y verdaderamente deslumbrador, y aun éste no bastarla sin un físico por lo menos como el de la condesa.

Al poco tiempo de empezado el baile, un rumor general en la concurrencia dio la señal de que la condesa tenía ya rival en la fiesta. Todas las miradas se dirigieron a un punto.

Acababa de entrar en el salón una pareja compuesta de un caballero de irnos cincuenta años y. una niña de dieciocho. Ella vestía traje blanco, sin otro adorno que una guirnalda de flores que sujetaba las, doradas trenzas de sus cabellos y una sarta de perlas que parecían engastadas en el nácar de su purísimo cuello. Su nombre era el de Clara de Colmenar, y aquél a solapadamente corrió de boca en boca de los concurrentes..

En un ángulo del salón, y como esperando turno para ofrecer sus respetos a la bella señora de la casa, rodeada, como antes hemos dicho, de una verdadera corte, estaban dos caballeros; uno de mediana edad, simpática fisonomía, serena mirada y al parecer con la mayor calma, y otro más Joven, de rostro varonil, de marcial y apuesto continente, y clarada Ja vista en el suelo, como profundamente abismado en algún triste pensamiento.

El primero era el marqués de Tamarit; el segundo, Orso de Monteferro, quien en el acto de oír el dulce nombre de su amada, se precipitó instintivamente, y como atraído por un poderoso e irresistible imán, hacia el punto donde las miradas de todos se dirigían, que era donde bella y hermosa como nunca estaba Clara.

Esta, al pasar, levantó por vez primera los ojos, y su confusa y vacilante mirada se encontró con la sombría y triste de su amante. Clara palideció, y bajando instantáneamente los ojos, siguió al lado de su padre y hacia el sitio donde estaba la condesa.

El efecto que produjo en Clara la vista de Monteferro es fácil de imaginar. Orso le había dicho la pasada noche que no iría al baile; con este motivo principalmente, exclusivamente deberíamos decir, puesto que Orso no le expuso otro, le suplicó que no fuera, mostrando grandísimos recelos por ello y un empeño harto visible en evitarlo; y, sin embargo, Monteferro estaba en el baile...

¿Qué sería, qué podría haber motivado, primero, el empeño de Orso, y luego su presencia en aquella misma fiesta, para él de tan mal agüero? En vano trataba de explicárselo la pobre Clara.

Desde el punto en que Orso vió a Clara en el salón, el suntuoso palacio de la Fiorerosa no le pareció ya tal palacio, sino todo un infierna ardiendo en vivísimas llamas; y en medio del horrible fuego que abrasaba a tantos condenados, su imaginación, presa de tan horrible idea, le presentaba un ángel del cielo gritándole socorro e implorando su auxilio en ayes dolorosos.

Clara y su padre llegaron al sitio donde estaba la condesa.

Esta, al verlos, se levantó de su asiento, adelantando dos pasos para recibirlos.

—Señora condesa-dijo Colmenar—, tengo el honor de presentaros a mi hija Clara.

—Y yo un sumo placer en recibirla. Ya más de una vez prosiguió la condesa-había oído celebrar la belleza de esta señorita, y con todo y la honra que con haberla traído os debo esta noche, todavía tengo que reñiros, don Juan, por no haberlo hecho antes.

Clara, confundida por los finos elogios de la condesa, se limitó a inclinar levemente la cabeza, sin responder a ellos una palabra.

—Mi hija ha vivido hasta hace poco en el convento que rige la hermana de su madre, y no debéis extrañar que tan pronto no la haya presentado al mundo. Sin embargo, y esto es una prueba de que yo me anticipé al honor que le teníais reservado, es vuestra casa una de las primeras que visita.

—Os doy gracias por tanta distinción-repuso la condesa,-Y vos, señorita, tened la bondad de sentaros aquí a mi lado.

—Gracias, señora-dijo Clara, sentándose en el sitio que le señalaba la condesa.

La impaciencia de Orso, que no apartaba la vista de Clara, crecía por momentos. Las doce era la hora convalida para dar el golpe, y esa hora se adelantaba con horrible rapidez en la Imaginación de Monteferro, por lo que le dijo a Tamarit:

—Señor marqués, dispensadme la pregunta que no quisiera tradujeseis por un exceso de libertad que me tomo con vos. ¿Pensáis retardar mucho mi presentación a la condesa?

—¡Ah! Ya entiendo... Las pocas horas que faltan... queréis aprovecharlas.

—¡ Precisamente!-dijo Orso, haciendo un esfuerzo superior para ocultar el motivo de su ansiedad.

—Vamos, pues.

Y los dos caballeros se dirigieron al sito donde estaban Ciara y la condesa.

A Monteferro le temblaban las piernas, y todo su cuerpo tiritaba como si de repente le hubiese cogido un frío general.

Tamarít dijo, saludándola y haciendo extensiva la cortesía a Ciara:

—Condesa, tengo el honor de presentaros a este joven extranjero e intimo amigo mió.

—Bien venido, caballero-respondió afectuosamente la condesa, mirando, a Oreo.

Clara bajó la vista al suelo.

—Es italiano y ha servido con nuestros tercios en aquel país.

—Cuya honra, señora, no sé yo cómo pagar-interrumpió cortésmente Monteferro—. Me llamo Orso de Monteferro, y soy corso.

—Conozco el nombre de vuestra familia, y lo tengo en el aprecio que se merece.

Estas palabras de la condesa llenaron de satisfacción a un tiempo a Clara y a Monteferro: a la primera, porque amando como amaba a Orso, sin conocer sus títulos ni su origen, y si solamente por la nobleza de sus acciones, se complacía al oír el elogio tan desapasionado que la condesa hacía de su— nombre, y al considerar, por lo mismo, que el hombre a quien había concedido su amor era digno de él; ya Monteferro, porque el tono que la condesa empleó en sus palabras fue una luz que empezó a presentarla fácil y expedito el poco antes escabroso camino de sus averiguaciones.

—¿Y hace mucho tiempo que estáis era Barcelona?-prosiguió la de Fiorerosa.

—Hace ya mucho tiempo

—Debisteis saber entonces, mucho antes de ahora, que existía aquí la casa de una paisana vuestra...

La condesa acompañó estas palabras con una mirada a Oreo que para nadie, sin embargo, pudo ser inteligible sino para él.

—Sí...-contestó confuso—: en efecto, lo sabía...

—Y no obstante, no habéis tenido hasta hoy la complacencia de venir a verla...

Esta fina reconvención de la condesa acabó de despertar en Orso toda la esperanza que poco antes había concebido.

—Después de agradecer esa reconvención que tanto me honra, debo deciros en descargo mío que antes lo procuré...

—respondió Orso, mirando a su vez a la condesa y dándole a entender que comprendía su intención.

—No tengo noticia-dijo sencillamente la de Fiorerosa.

—No hace, pues, dos días

—¡Ah! Estaba yo fuera de Barcelona; mas, en fin, no es tarde-repuso Ja condesa con toda intención.

«¡No es tarde!-repitió Oreo para sí—. ¡Quiera el Cielo que no sea tarde!»

Y es efecto de estas palabras se pintó de tal manera en su fisonomía, que Clara, que cien veces levantó la vista a su rostro, bajándola en seguida otras tanta» al suelo, no pudo menos de notarlo con cierta extrañeza. Monteferro era seguramente la mejor figura de hombre que había en el baile; pero este efecto que notó Clara con los ojos del amor, pasó inadvertido a la condesa, que en aquel momento separó su atención de Monteferro para fijarla completamente en otro caballero que a saludarla venía.

Era éste el señor de Margarit o el ermitaño, o bien el presidente de la Hermandad de la Muerte.

Rato hacía que la condesa aguardaba este momento, y la vista microscópica de Margarit pudo descubrir bien en su rostro las señales de su impaciencia y la satisfacción que sentía al verle llegar hasta ella.

—Señora condesa-dijo Margarit ya delante de ella—, tengo el honor de presentaros mis respetos y mi consideración más distinguida,

—Y yo, un verdadero placer al recibirlos de tan cumplido caballero-contestó la condesa.

—Os doy infinitas gracias por haberos acordado de mi humilde persona para esta fiesta.

—Pensé en honrar mi casa esta noche con lo más selecta de Barcelona, y ya veis que debía acordarme de vuestro nombre.

—Vuestra bondad suplió en este caso los títulos que para ello me faltan.

—No os hagáis el pequeño, señor de Margarit, con quien sabe como yo cuáles son y lo que valen vuestros títulos...

A estas palabras, Margarit no supo por lo pronto qué contestar. ¿Qué sabía la condesa respecto de él, fuera de lo que era conocido en toda Barcelona? La condesa, además, acompañó sus expresiones con una tan significativa mirada, que acabó de confundirle. Reponiéndose, empero, de pronto, dijo, afectando la mayor serenidad y prescindiendo por completo del tono y la mirada de la condesa;

—Repito, señora, que mis mejores títulos para este caso están «i vuestra amabilidad.

La de Fiorerosa comprendió que Margarit se hizo el indiferente a sus primeras indirectas, y esto, lejos de desvanecer su primera sospecha, acabó de afirmarla más en ella.

—¿Habéis visto ya mis salones?

—Apenas he tenido tiempo sino de ponerme a vuestras órdenes; pero, por lo poco que he podido ver, la fiesta de esta noche afirma más y más la buena opinión de que gozan todas las que dais en vuestra casa.

—Sed, pues, mi caballero, y yo iré con vos a recorrerla.

Y diciendo esto, se levantó de su asiento.

—Me hacéis demasiado honor, señora-dijo Margarit, ofreciéndole el brazo.

La condesa lo tomó, y luego, dirigiéndose a Monteferro, le dijo:

—Vos, entre tanto, ocupad mi asiento.,

Monteferro no sabía lo que le pasaba. Ya el lector recordará que Clara estaba sentada al lado de la condesa. Esta prosiguió con toda intención:

—No con todo el mundo tendría yo deferencia semejante...

—Sabe Dios, señora, que os la pago con toda la gratitud de mi corazón.

La condesa indicó a Orso con la mano el asiento que aquélla ocupaba, y éste se sentó al lado de Clara. Pasaron unos momentos sin que ni uno ni otro se dijeran una palabra..Orso, sin embargo, dijo para sus adentros, al marcharse la condesa del brazo con Margarit: «Esta mujer es un ángel o un demonio.» En cuanto a Clara, hubiese de seguro abrazado a la condesa.

—He aquí una mujer a la cual es preciso querer por fuerza desde este momento.

—¿Tan agradecido le estáis?-respondió Clara.

—¿Y me lo preguntáis vos? Habréis extrañado verme en el baile.

—Podéis presumirlo, ya que yo no os esperaba veros, apoyándome en lo que anoche me dijisteis. ¿No conocéis a la condesa?...

—Ya habéis oído vos misma mi conversación con ella.

En tanto que los dos enamorados aprovechan todo el partido que Ja ocasión les ofrece, vamos nosotros tras de Margarit y la condesa, pues a bien seguro que habremos de desembocar a un mar de confusiones al principio; pero luego iremos aclarando los puntos oscuros que se nos presenten.