CAPITULO IX
La lluvia no cejaba, ni los truenos y los relámpagos. Parecía como si sobre la tierra se fuese a desplomar toda la bóveda celeste.
Monteferro, cuya ansiedad era mucho mayor, marchaba delante, y a cortísima distancia le seguía Fontanellas.
Éste iba asombrado y como estupefacto de llevar, habiéndola encontrado de aquella suerte, a la vieja Ana, a quien conocía ya por las relaciones y antiguo conocimiento de familia que tenía con la casa de Colmenar.
Orso, además de asombrado, estaba como fuera de sí en medio de la gran agitación que producían en su ánimo tantas sensaciones a la vez como experimentaba en aquel momento.
Clara volvía en sí poco a poco en la misma cabalgadura que la condujera.
Un hondo suspiro escapado de aquel seno que antes parecía exánime, hizo que el rostro de Orso, poco antes tan triste y abatido, recibiera de pronto nueva vida con la que parecía volver al precioso cuerpo que llevaba, y a medida que se iba asegurando de que Clara volvía en si, sentía cómo su corazón se ensanchaba, desahogándose del peso que le oprimía. Pasados algunos momentos, Clara abrió por fin los ojos, y Monteferro, que no los apartaba de su rostro, pudo entonces exclamar:
—¡Valor, señora, no tenéis ya que temer el menor peligro! ¡Estáis completamente a salvo!
Fijó la vista en el rostro de Monteferro. Luego' abrió los ojos de una manera que parecían saltarle de las órbitas y gritó fuertemente:
—¡ Ana! ¡ Ana!
—¡Señora!-contestó Monteferro, estupefacto y sin saber qué decir en aquel momento—. No tenéis que temer ya el menor peligro: estáis completamente a salvo. Os halláis bajó la protección de un caballero que perdería cien veces la vida antes de exponer una sola vuestra honra.
Clara, al oír las últimas palabras de Monteferro, pronunciadas con tal acento de verdad, levantó los ojos sin miedo y su corazón experimentó una emoción indefinible cuando en aquel rostro varonil y simpático vió retratada la franqueza y la caballerosidad» que dejaban traslucir sus expresiones.
El pueblo se distinguía ya, y Orso volvió la cabeza, refrenando un poco su caballo, hasta dejar que se le uniese Fontanellas para preguntarle, como más práctico del terreno:
—¿El pueblo está ahí?...
—No entraremos en él, en fila por el primer camino de la izquierda.
Monteferro, sin pronunciar ni esperar otra palabra, picó espuelas a su caballo,' torciendo las riendas hacia el punto indicado por su compañero, y tomando a todo galope el camino. Entrados ya en la nueva senda,, y a corto espacio andado de la misma, se descubría a breve distancia una magnifica casa de campo amurallada en el todo el vasto terreno que comprendía. Esta casa era propiedad de los Fontanellas.
Su proximidad a la capital y la desahogada posición de esta familia permitían que esta preciosa quinta no careciese de ninguna de las comodidades que tenía la casa de Barcelona, incluso la de la asistencia de criados y doncellas que no la abandonaban nunca, pues, como hemos dicho, la proximidad hacía que muchas veces los señores se presentasen en ella de improviso, y esto no debía ser un motivo para que les faltase nada de lo necesario.
Fontanellas, al llegar a la distancia de tinas veinte varas de un rastrillo de hierro que lindaba con el camino, gritó:
—¡A esa primera quinta!
Llamaron, y pocos momentos más tarde el rastrillo de hierro se abrió de par en par para dar entrada a los caballeros, que no tuvieron que aguardar ni un momento siquiera en el camino. En el gran patio de la quinta aguardaban varios criados y dos doncellas, juntamente con el ama de llaves que tenía el gobierno interior de la misma.
—Esta señorita y su aya quedan encomendadas a vuestra solicitud, Marta-dijo Fontanellas, dirigiéndose al ama de llaves, que se apresuró a ponérsele delante como para indicar a Fontanellas que a ella correspondía recibir las primeras órdenes.
—Muy bien, señor-respondió el ama, volviendo la cabeza a las doncellas e Indicándoles con un ademán que estuviesen prontas a sus disposiciones.
Marta cogió de un brazo a Clara, mandando a una de las muchachas que le ofreciese el suyo, mientras Ana, sostenida por ¡a otra doncella y un criado, seguía escalera arriba la dirección que tomaba la vieja ama de llaves hacia las principales habitaciones de la quinta.
L06 dos caballeros, como si se hallaran en su propia casa, cambiaron sus trajes, disponiéndose a reponer sus estómagos con un refrigerio que se dispuso inmediatamente en una me— sita, al calor de la lumbre.
Clara y su doncella, sin volver en sí la primera del natural asombro que todo aquello había de causarle, se resistió al principio a despojarse de sus vestidos y tomar los que una persona extraña y en una casa desconocida le ofrecía, si bien accedió luego a ello, ya por las reflexiones tan justas como respetuosas de Marta como porque Ana le indicó discretamente; y más por tranquilizarla que por otra cosa, que conocía y era la de un caballero la persona en cuya casa se encontraban. Clara, en vista de esto, pidió quedarse sola con la doncella. Marta inclinó profundamente la cabeza y dijo:
—Despejamos al momento, señorita. Si algo se os ofrece, tirad de ese cordón, y al momento que suene la campanilla, me tendréis de nuevo a vuestras órdenes en este mismo sitio.
Clara sonrió agradecida a la fina atención de Marta, y ésta salió con las dos doncellas, dejando a la primera con Ana. Así que estuvieron solas, Clara exclamó:
—Pero ¿qué es esto, Ana?
—¡ No sé, señorita! Yo estoy como soñando con lo que nos sucede.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!-exclamó Clara—. Pero ¿dónde estamos ahora? Explícate, — Ana, ya que antes me has indicado que lo sabías y me has asegurado que podía estar sin recelos.
—Antes conviene, señorita, que os quitéis esos vestidos tan mojados, que podrían causaros una enfermedad conservándolos así por más tiempo sobre el cuerpo.
—Eso es lo de menos; por otra parte, yo no quiero, no puedo sustituir los vestidos que llevo por otros que no sean míos también. Así, cerca de la lumbre, se irán secando sin necesidad de quitarlos. ¡ Por Dios, explícate y no me tengas más tiempo con esta ansiedad!
—Todo lo que yo sé es que conozco esta casa y a su dueño.
—¿Conoces a su dueño?
—Sí, es uno de los que nos han salvado.
—Y es...-añadió Clara, impaciente.
—r Fontanellas!
—Y ¿cuál de los dos es?
—El que me llevaba a mí.
—¡Ah!-respiró Clara, sin que de ello se diese cuenta la doncella.
—Vos no le conocéis-repuso ésta—, ni él creo os conoce á vos; pero su familia es antigua conocida de la vuestra.
—¡Fontanellas!-repetía Clara para si—. ¡ Fontanellas en el camino de Pedralbes! ¿Y el otro caballero que nos acompañó?
—No le conozco; pero sí a Fontanellas, y éste es un caballero en toda la extensión de la palabra, con tenerle, según se ve, por tan amigo, debe garantizarnos completamente.
—En efecto-dijo Clara.
—Además que, al apearos en el patio, aunque yo no estaba para pararme mucho en las caras que a mi alrededor tenía, quise, ya sabéis lo que somos las mujeres, ver qué tal era la del caballero que os había llevado a vos... Si el rostro.
según de muy antiguo se dice, es el espejo del alma, noble y bella ha de —tenerla el caballero.
Clara se ruborizó ligeramente a las últimas palabras de Ana.
En tanto que así platicaban las dos huéspedas de Fontanellas, éste y su amigo Monteferro no dejaban de hacerlo sobre el mismo asunto, si bien con la diferencia de su posición y el desembarazo natural entre dos Jóvenes de su clase.
—Pero-decía Monteferro-¿cómo diablos estaban ésas dos mujeres tendidas en la carretera?
—No puede ser sino que la lluvia las asustó y... qué sé yo —contestó abrumado Fontanellas—. Si quieres que te diga la verdad, no sé por lo pronto a qué atribuir este lance.
—Creo que sería oportuno que Marta entrase otra vez —dijo Monteferro con visible impaciencia.
—Han dicho que llamarían ellas.
—Marta es al que les ha dicho que llamasen si algo les ocurría. Ellas no han dicho nada-observó Monteferro con ese interés que guarda en la memoria hasta la menor palabra de un asunto que lo tenga muy grande.
—Es verdad.
Y Fontanellas llamó entonces a Marta. Esta se presentó en el momento.
—¿No ha llamado esa señora?
—No, señor.
—Id, pues, a. preguntarle de mí parte cómo se siente y ofrecedle algún alimento, como asimismo a su doncella, pues ambas tendrán ya necesidad de tomar algo.
Fontanellas había presumido bien. Después del trastorno ocurrido a seguida de la noche pasada en la casa de Colmenar, no se necesita decir cómo estarían de débiles aquellas des mujeres, principalmente Clara. La vieja Marta se disponía a salir cuando Monteferro la detuvo.
—Aguardad.
Marta se detuvo en medio de la sala. Entonces Monteferro preguntó a media voz a Fontanellas:
—¿Por qué no mandas salir a la doncella y le preguntas algo?
—Creo mejor que vaya ahora Marta con ese recado.
—Como quieras.
—Id, Marta.
El ama salió, y a poco rato volvió a presentarse en la sala donde estaban los dos amigos.
—¿Qué han dicho?-preguntó Monteferro antes que Marta llegase a ellos.
—Dice la señorita que agradece en el alma todas vuestras atenciones; pero que la lluvia ha cesado ya y con vuestro permiso se disponen a partir.
—¿Eso han dicho?
—Volved-dijo Fontanellas-y decidle que el señor y yo pedimos permiso para presentamos y ponernos a sus pies.
Marta volvió a salir y se presentó otra vez a su amo, diciéndole:
—Os está esperando.
Y los dos amigos se levantaron, dirigiéndose inmediatamente a la sala que ocupaba Clara.
Después de un saludo sumamente cortés de parte de los dos amigos, y que participaba en lo que respecta a Monteferro de todo el embarazo natural en aquella situación, Fontanellas fue el primero en tomar la palabra para decir:
—Señora, no hubiéramos solicitado el permiso de llegar tan presto a vuestra presencia sin el recado que acaban de darme.
—Caballero-contestó Clara, procurando dar a su voz una seguridad que ciertamente no tenía—, el Cielo sabe cuán agradecida estoy a vuestras atenciones; pero vos comprenderéis que yo no puedo permanecer mucho tiempo en esta casa.
—Sin embargo, es muy poco el que ha transcurrido para el estado en que os encontráis, y Ana, que me conoce bien, sabe que podéis aprovechar en todo y para todo la casualidad que yo bendigo y que os ha conducido a esta casa.
—Salvándonos de la muerte tal vez-exclamó Clara con una expresión tal de agradecimiento que encantó a los dos amigos, haciendo prorrumpir a Monteferro:
—El Cielo, señora, no podía permitir que uno de sus ángeles permaneciera por más tiempo en aquella situación.
Clara, cuyos ojos se encontraron en aquel momento con la ardiente mirada dé Monteferro, bajó ruborizada la vista al suelo.
Orso casi se arrepintió de no haber podido contener aquel impulso de su corazón, que, sin embargo, no excedía los límites de la más cortés galantería.
—Yo me atrevo a suplicaros-continuó Fontanellas-que aguardéis siquiera el tiempo necesario para reponeros del natural trastorno que debe de haberos causado este incidente; y perdonadme si para inclinaros a ello os repito lo que antes indiqué para alejar de vos todo recelo. Yo me llamo Fontanellas, cuyo nombre, permitidme que lo diga, es una garantía que quisiera os bastara en este caso.
—Os conocía ya por lo que acerca de vos me ha dicho Ana-repuso Clara— y creed que os hago toda la justicia pensando de vos como merecéis. Además os he conocido empezando por deberos uno de esos servicios que no se olvidan jamás, y yo, sin otro motivo, no pudiera nunca pensar de vos sino lo que debo.
Clara, única amiga y confidenta de su hermana Isabel, si bien por circunstancias que veremos más adelante no conocía personalmente a Fontanellas, le conocía de nombre, como puede suponer el lector; así es que, aunque no extrañó la exquisita delicadeza y suma caballerosidad que encerraban las últimas palabras del antiguo amante de Isabel, no pudo ocultar el efecto de la agradable sensación que en ánimo produjeron, 3’a porque así nacía de su propia situación en aquel momento, como porque le satisfizo, y no poco, ver en el original el exacto parecido del retrato que su hermana le había hecho tantas veces.
Con ser,.pues, Fontanellas el caballero que le hablaba, y amigo de ¡éste del otro que había delante, tenía Ciara toda la seguridad que en cualquier caso necesitara acerca de la discreción de los jóvenes. Así, respondió confiadamente a Fontanellas!
—No existe motivo alguno de secreto en este caso; pero si existiera, nunca dudaría de vuestra discreción ni de la de vuestro amigo la hermana de Isabel* de Colmenar.
—¡Cómo!-exclamaron a la vez los dos caballeros.
—La misma, señores.
—¡ Clara! —preguntó Fontanellas para acabar de cerciorarse.
—Clara de Colmenar-repuso ésta sencillamente.
—No es extraño que no os reconociera antes. Muy niña salisteis para pasar todos estos años en el convento de Santa Clara.
—Donde he permanecido hasta el casamiento de mi hermana. al lado de la superiora, mi buena tía.
He aquí cómo la hermana de Isabel era completamente desconocida a Fontanellas, quien, aunque sabía su salida del convento y su vuelta a la casa de su padre, no había tenido
aún ocasión de verja, en medio del recogimiento en que vivía, retirada casi por completo de la sociedad a causa de lo mucho que le afectaban los sufrimientos de la de* Gualba..
La sorpresa de Monteferro al conocer la familia a que Clara pertenecía, y la satisfacción y hasta viva alegría en que rebosaba su pecho ante este descubrimiento, son fáciles de explicar.
—Y como desde que salisteis del convento, raras, rarísimas.veces habéis debido de presentaros al mundo...
—Rarísimas, en efecto-contestó Clara con doloroso y conmovido acento.
—Pocas han debido de ser, en verdad, cuando yo no tenia noticia de que tan bella hermosura se encontrase en Barcelona.
—Gracias, caballero; aunque no pueda admitir esa razón.
Las palabras no pueda admitir, aunque dichas con la mayor sencillez e hijas puramente de la modestia de Clara, confundieron por completo a Monteferro.
La duda es el fantasma continuo que se interpone siempre a los primeros pasos del amor; y esta disposición de todos los amantes en este caso hizo que Monteferro viese en las citadas palabras un doble sentido que no tenían ciertamente.
Así, se limitó a contestar con una leve inclinación de cabeza, acompañada de una más leve sonrisa en los labios, recurso que ofrece siempre el instinto cuando en semejantes ocasiones se niega, la mente a dictar una respuesta.
Las palabras de Monteferro cortaron el hilo que quería seguir Fontanellas, quien, conociendo al propio tiempo que el estado de Clara no le permitía platicar largo rato sin atender a lo que su propia situación exigía, le dijo:
—Con mayor motivo repito ahora lo de antes, y si es necearlo lo exijo, en virtud de los títulos que dan en este momento la antigua amistad de nuestras familias y la particular consideración que toda la vuestra me ha merecido y me merece. Podéis disponer de los vestidos que habéis rehusado; son de mis hermanas, y estoy seguro de que ellas harían otro tanto en vuestro caso. Tomad además un refrigerio, que bien lo necesitáis, tanto vos como la pobre Ana. Marta está aquí a vuestras órdenes, y nosotros las aguardamos luego que estéis en disposición de salir, cosa que no podéis hacer ahora antes de reponeros de este trastorno.
—Gracias, mil gracias.
Fontanellas llamó desde la puerta:
—¡Marta!
Esta se ‘‘presentó al instante.
—Esta señora-dijo Fontanellas, dirigiéndose al ama de llaves-nos hace el honor de aceptar lo que su estado necesite. Sabéis ya vuestro deber-y volviendo la cabeza a Clara, concluyó—: Nosotros aguardamos fuera vuestras órdenes
Y los dos caballeros, saludando a Ja vez, salieron de la estancia.