CAPITULO VIII

El palacio de la condesa de Fiorerosa era un vasto edificio cuadrangular y completamente aislado, edificio que la Hermandad de la Muerte acordó y votó incendiar.

Tal y como se pensó, los bajos del palacio fueron alquilados por cierto señor para almacén comercial. Como verán los que leyeren, que los hermanos mayores comenzaban a poner en práctica el plan que ya en otro capítulo conocimos; luego llevarían las pipas y el alcohol; después, el incendio surgiría como un hecho casual, aunque estaba lleno de Intención, premeditación y alevosía.

Al otro día-domingo-sería el baile, al que acudirían los más linajudos señores, todos ellos militantes del partido de Los Cadells.

Al caer la noche fueron llevadas en varios carros unas quinientas pipas de alcohol, que fueron introducidas en los bajos del palacio de la condesa, que, como sabemos, fueron alquilados por la Hermandad de la Muerte, personificada en opulento comerciante.

La zozobra de Orso de Monteferro aumentaba a 'medida que el tiempo transcurría.

Así que llegó á Barcelona de vuelta de la cabaña del ermitaño, subió a su cuarto y se dejó caer en un sillón, exclamando:

—¡Pardiez! ¡Qué horrible situación!

Como es lógico, Orso sabía que a la fiesta de la condesa iría la flor y nata de Barcelona y que, por consiguiente, Colmenar con su hija Clara, y esto había que evitarlo a boda costa, ya que de ir perecería como todos en el incendio que habría de provocar quinientas pipas de alcohol.

En tanto que Orso se entregaba a sus meditaciones, en casa de Colmenar, que fue una de la» primeras invitadas para el baile, se estaban haciendo los preparativos que debemos suponer para la fiesta. Una duda inquietaba a Clara al par de Monteferro, aunque por bien distintos motivos; ésta era la de si Orso iría o no al baile.

Orso se puso al habla con su amigo Fontanellas y le dijo que debía impedirse a toda costa que Clara fuese a la fiesta de la condesa. Al inquirir aquél razones para ello, Orso le dijo que los tenía, y de importancia; pero que no le ere posible decirlas. Fontanellas le replicó que lo mejor serla ver a la doncella Ana, a la cual, como la otra vez, sería posible verla en Santa Clara.

Allá se dirigieran nuestros amigos, y en el templo hallaron a la devota doncella, habla«» algunas palabras y decidieron esperar a Ana en el exterior de la iglesia.

Al cabo de tinos diez minutos o un cuarto de hora, Ana salía del templo y Monteferro fue a su encuentro. En la misma calle, y poco más o menos en el sitio mismo donde los vimos otra vez, la paró Orso.

—¿Cómo está Clara?

—Bien, ¿y vos?

—Amándola más que nunca. ¿Le diste mis expresiones de ayer?

—Ya sabéis que se las doy siempre.

—¿Las recibió bien?

—Como todas las noches, y os las devuelve cordialmente.

—Gracias, Ana, gracias. ¿Podría verla esta noche?

—No sé; pero me parece difícil. No siempre hay ocasión para ello-respondió la doncella.

—Te agradecería en el alma que me lo dijeras luego.

—Lo haré; pero si no podéis verla esta noche, ya os daré yo un medio para mañana. ¿Vais al gran baile que da la condesa de Fiorerosa, mañana a la noche?

Monteferro se sintió como herido por un rayo.

La doncella tradujo de bien distinto modo la impresión que hicieron sus palabras en el ánimo de Monteferro.

—¿Va Clara?-preguntó azorado.

—Va, y allí la podréis hablar.

—Oídme, Ana: es preciso que vea esta noche a doña Clara.

—Ya os he dicho que es difícil.

—Ha de procurarse, no obstante.

—En fin, yo no puedo deciros añora sino que esta misma noche, y a la hora poco más o menos de la otra, saldré de casa para daros la respuesta.

—Gracias, Ana. ¿Conque no faltaréis?

—Perded todo cuidado. Hasta luego.

La doncella partió, y Monteferro retrocedió a encontrar a su amigo.

—¿Qué hay?-dijo Fontanellas al verle llegar.

—Lo que tú dijiste.

—¿Que va al baile?

—Sí.

—He suplicado a Clara otra cita para esta noche.

—A la misma hora, por supuesto.

—Sí, a las diez volverá Ana con la respuesta, como la otra noche.

Dejemos un instante a los dos amigos, que no hemos de tardar mucho en encontrarlos, y vamos a presenciar la entrada de la doncella en el cuarto de Clara.

—¿Le has visto, Ana?-preguntó ésta, sin apenas dejaría respirar.

—Pues ya lo creo, y está más enamorado que nunca; tanto, que el que es esta noche hasta he observado que se te entrecortaban las palabras.

—¿Le dijiste lo del baile? ¿Irá?

—Sí, irá. Me ha suplicado os dijese si podíais concederle una entrevista esta noche.

—¿Qué le has dicho tú?

Simplemente, que le llevaría la contestación vuestra a eso de las diez.

—¿Qué hago, Ana? Mi padre se retirará esta noche muy tarde tal vez.

—Cuando venga don Juan...

—En tal caso, entonces.

—Bien; dejadlo a mi discreción.

Llegó la hora de las diez. Monteferro y Fontanellas estaban ya en la esquina consabida. Ana salía.

—Ya viene Ana-dijo Fontanellas a Orso.

Este se adelantó.

—¿Qué ha dicho?-preguntó a la doncella.

—Que bien. Que bajará esta coche a la reja. Pero hoy son necesarias algunas precauciones.

—Se guardarán.

—Hay qué aguardar a que se retire su padre. ¿Entendido?

—Entendido.

—Adiós.

—Adiós, Ana.

Monteferro volvió ya más consolado al lado de su amigo.

—Vamos, señor amante-dijo éste en tono de chanza y de la mayor benevolencia—, me parece que no vienes tan disgustado.

—No, efectivamente.

—Hay cita, ¿eh?

—Sí, pero hemos de aguardar a que se retire su padre. Quiera píos que se recoja pronto.

—¡Retírate!-dijo, de repente, Fontanellas dando un paso y señalando a Orso un lugar más apartado. Monteferro, sin decir más, siguió a Fontanellas, que se paró a corta distancia, encajándose, digámoslo así, en el hueco de una puerta.

En esto un caballero de elevada estatura y envuelto en una larga capa pasó por la esquina inmediata. Fontanellas señaló a' Orso con el dedo la figura del caballero.

—¡Don Juan!

—Aguardaremos; pronto se asomará a la reja.

Nuestros jóvenes estuvieron paseando un buen rato, sin notar alma viviente que saliera de la casa ni transitara por la calle.

—Lo dicho; de algo ha de valerme la experiencia-exclamó, repente, Fontanellas. Vuelve don Juan.

—¡ Pardiez!

—Mejor para ti. Retirémonos otra vez para dejarle pasar.

Efectuada esta segunda evolución, y cuando estaba ya algo lejos don Juan de Colmenar, Orso preguntó:

—¿Por qué dices que es mejor para mí?

—Porque ahora podrás hablar sin riesgo.

—¿Y cuándo vuelve?

—Tardará. A mí me cuesta por desgracia conocer sus hábitos. Y cuando yo le vea venir te hago una seña avisándote.

—Ahora, hasta las once-dijo Orso.

—Es posible que Ana baje antes.

—Voy a acercarme a la reja.

Monteferro púsose a pasear haciendo el menor ruido posible por delante de la reja, junto a la que se paraba a veces, inclinando la cabeza y aguzando el oído.

Al cabo de poco rato, como habla previsto Fontanellas, Monteferro percibió un ligero ruido. Quedó clavado en el sitio el caballero, y a poco la media hoja de madera se abrió y apareció la cabeza de Ana.

—¡Ah! ¿Estáis ahí?-dijo ésta al verle.

—Sí, Ana.

—Esperad, upes, un momento.

Sin que pasara más tiempo, Orso, que tenia fija la vista en 2a reja entreabierta, vió asomarse el be jo rostro de su adorada.

—¡Clara!

—Monteferro. No creí poder bajar tan pronto. Mi padre volvió a casa...

—Ya le he visto.

—Y salió otra vez.

—También le vi.,

—Aprovecharemos estos momentos, que do serán largos, porque si volviese...

—No temáis. Yo sabré cuando vuelva. Carlos Fontanellas está alerta y avisaría si hubiese algún peligro.

Después de estas breves palabras, Monteferro entró de lleno en el asunto.

—¿Vais mañana al baile de la de Fiorerosa?

—Sí. ¿y vos?

—Yo no puedo ir... Reconozco que voy a pareceres ridículo, Clara; pero disculpádselo a mí amor. Siento un dolor profundísimo con la idea de que vais a ir a ese baile.

—Si estuviese en mi mano, Orso, creed que no iría.

—¿Quién os lo impide?

—Mi padre.

—Tengo miedo de que vayáis a ese baile. El corazón me dice que algo malo os pueda ocurrir...

amp; —Al carácter de mi padre es imposible oponerse aun en las; cosas más pequeñas. Yo me guardaría tanto ahora de decirle que no tenía gusto de ir al baile, como en otro caso de manifestarle mi deseo por ir.

—Es decir, que, según eso, no alcanzáis medio...

—Por ahora no; tal vez mañana puede surgir un motivo cualquiera que pueda yo aprovechar; pero por el momento lo veo imposible.

—Adiós, Clara-dijo, de repente, Monteferro.

—¿Os vais ya?

—¿No habéis oído un pequeño silbido? Vuelve vuestro padre..

—Adiós, Orso, adiós.

Clara pronunció estas palabras con gran precipitación y cerró la ventana. Orso se separó. A los pocos pasos se encontró de frente con un hombre que venía a paso lento y envuelto en una larga capa. Era don Juan de Colmenar, que volvía a su casa. Sin apenas mirarse, y ambos embozados, pasaron el uno por el lado del otro. Fontanellas, al ver llegar a su amigo, le dijo:

—¿Va al baile?

—i Irremisiblemente!-respondió Monteferro a secas y con el acento del más profundo pesar.

Los dos amigos se alejaron de aquel sitio, dejando otra vez la calle desierta.

Por el momento, Orso sabía que Clara iba al baile y que habla de evitar, fuere del modo que fuere, que pusiese allí los pie», sopeña de correr inminente peligro de perecer entre las llamas del colosal incendio que presagiaba su corazón y que había de callar, por exigirlo así los intereses de la Hermandad de la Muerte.