CAPITULO V

En qué terrible situación quedó el desgraciado Orso de Monteferro al descubrir el fatal secreto de los asesinos de su padre.

Ciertamente, no puede darse en un hombre situación más crítica’ y más cruel. Gran rato se pasó sin que Orso pronunciase una palabra, así como tampoco Fontanellas. Monteferro fue el primero en hablar, después de un embarazoso silencio:

—¿Habrá más dura alternativa, Fontanellas?...

—Ciertamente es cruel, Orso.

—Aunque Colmenar sea tan infame y tantas veces merecedor de una muerte cruel, su hija, Carlos..., ¿qué va a ser de su hija, sin que le quede siquiera mi amor en el mundo?, pues Clara, bien mirado..., es la hija del asesino de mi padre..., ¡pero inocente!...

—Entonces...

—Mataré, no a su padre, sino al asesino del mío, despidiéndome para siempre de Clara.

Dieron las diez de la noche en el cercano templo. Al oír la hora, Orso se estremeció, exclamando:

—¡Las diez! ¡Estará Clara aguardando en la reja!...

—¿Qué vas a hacer, Orso?...

—Debo ir a verja y a despedirme para siempre.

—Cuida sobre todo de que no pueda traslucir...

—Jamás, Carlos. El único obsequio que puedo yo dispensar en esta situación a esa mujer que tanto he querido, que quiero con toda mi alma, es ocultarle el verdadero motivo por que voy a separarme de ella para siempre.

Y Orso tomó el puñal que estaba aún sobre la mesa, escondiéndolo en el bolsillo del pecho, y acto seguido salieron los dos amigos, dirigiéndose al punto donde cala la casa de Colmenar.

A las diez en punto, hora en que éste no se hallaba en casa, bajó la enamorada Clara a la reja, acompañada de su doncella. Fontanellas se quedó aguardando a su amigo en la esquina, como hiciese otras veces, en tanto que Monteferro se dirigía pausadamente a la reja temblando de pies a cabeza como un azogado.

Clara observó, porque esto no escapa a ninguna mujer en semejante situación y en momento semejante, que Monteferro se presentaba distinto de otras veces.

—¡Cuánto habéis tardado!-le dijo, viendo que su amante no desplegaba los labios al instante mismo de llegar, ni la llamaba con la dulce y amorosa expresión de otras veces.

—No he podido venir antes-dijo Orso brevemente.

—Yo bajé hace media hora, que me ha parecido medio siglo. Hoy, Monteferro, veo en vos lo que no había visto aún, ni hubiese podido soñar jamás. Os hallo distinto.

Clara, al pronunciar estas palabras, balbucía ya como si el sentimiento le embargara la voz y el movimiento de los labios.

Monteferro, que conocía esto, se apresuró a preguntar para disculparse:

—¿Qué es lo que veis?...

—Os diré: primero acudís tarde a una cita para la cual sabéis el sacrificio que yo he hecho...

—Os agradezco ese sacrificio.

—No lo digo porque me lo agradezcáis, sino para que veáis que supone en mí lo contrario de lo que la tardanza significa en vos.

—Puede suponerlo, pero no es cierto, y os ruego no lo toméis en ese sentido.

—Noto en vos esta noche tono frío, sequedad en vuestras palabras en un momento en que, como sabéis por Ana, estoy próxima a ser encerrada en un convento, donde no podré ya oírlas de vuestros labios...

Clara no pudo ya contener la fuerza del sentimiento que la dominaba y prorrumpió en un copioso llanto.

—No lloréis, Clara, no lloréis, por Dios.

Pero ni una palabra más de consuelo salió para la pobre niña de los labios de Monteferro.

—¡Ah! Vos no me amáis. De haberme amado, como creí, no estaríais tan indiferente a la desgracia que me amenaza.

Monteferro se asustó ante la actitud de Clara y no pudo menos de decir:

—Os amo.

Clara recobró un poco el aliento.

—¿No me engañáis, Orso?-preguntó Clara con el más dulce y enamorado acento.

—¡Oh, no, amor mío, no!

—Entonces, ¿por qué atormentarme de ese modo dando lugar a tan terribles dudas?...

—Es que... No soy yo, Clara; es la fatalidad que se interpone en mi camino.

—¡No os comprendo!...

—¡Ni queráis comprenderlo nunca!...

—Pues es menester que lo comprenda, porque yo necesito comprenderlo. Yo necesito, sí, quiero saber en qué consiste esa fatalidad que os distrae de mí, que hace que me olvidéis a veces y, sobre todo, que pone en vuestros labios esa expresión que he observado esta noche, tan desamorada y fría.

Monteferro palideció.

Al hablarle Clara de los motivos de su conducta aquella noche, se representó de nuevo en su imaginación Ja triste imagen de su padre moribundo y la odiosa figura de su asesino.

—Clara de Colmenar-exclamó—, os amo, sabedlo por mi desgracia, por la vuestra tal vez; pero no seréis, no podéis ser jamás, la esposa de Orso de Monteferro.

Ciara oyó estas palabras como hubiese oído el rugido de un león a su lado, y lo mismo que en este caso, se quedó fría, estática, y fijos los espantados ojos en el rostro de Orso,

—Adiós-dijo éste secamente.

—¡ Monteferro!-exclamó entonces Ciara, asiendo fuertemente una de las manos de Orso, que estaba apoyada en un hierro de la reja.

Orso iba a desasirse, pero no pudo. La fuerza de Clara no era fuerza de niña ni de mujer; era una fuerza superior a la natural de Monteferro. Iba a volver, cuando oyó un pequeño silbido. Su corazón saltó entonces violentamente en su pecho. Volvió la cabeza y vió que por la acera opuesta venía un hombre embozado en una larga capa. Al verle llevó súbitamente la mano al puñal.

En el mismo instante, y al querer desasirse Orso, Clara, por un segundo movimiento convulsivo y más fuerte que et primero, estrechó o sujetó más y más la mano de su amante. El hombre pasó y se metió en la casa de Colmenar. Era éste mismo, salvado en aquel momento por su hija.

Monteferro no pudo oír más palabras de Clara, porque ésta había quedado sin sentido.

Ana se la llevó a la habitación y Orso se separó de la reja.

—Bien, Monteferro; has sabido ser un hombre-le dijo Fontanellas al verle llegar.

Orso no comprendió las palabras de su amigo.

—La mayor victoria es la que uno alcanza sobre sí mismo, y en este sentido te felicito yo ahora, ¿i cabe la palabra en la situación en que te encuentras.

—No comprendo lo que me dices.

—¿Oíste un silbido? ¿Comprendiste lo que significaba?

—Me acordé de la otra noche, al paso que me lo dio ya el corazón. Al volver la cabeza, le vi.

—Pues bien: yo te digo ahora que te has portado como hombre y como caballero dejándole por esta noche.

—La Providencia le ha salvado.

Aquí Monteferro refirió Jo que le había pasado con Clara. —Verdaderamente, parece esto providencial.

—¡Mañana será otro día!...-exclamó Orso.

—¿De suerte que por hoy habéis quedado lo mismo tú y Clara?

—Qué sé yo.

—Mañana ten por seguro que la lleva al convento.

En tanto la pobre Clara se hallaba tendida en su lecho y presa de un terrible parasismo.

Colmenar, que llegó a su casa preocupado por una idea, al parecer grave, por cuanto ni la figura de un hombre al pie de una reja de la casa le dejó notar cuando pasó por la acera opuesta a la en que Monteferro estaba, dio así que entró las órdenes de preparar lo necesario para uh viaje.

—¿Cuándo parte el señor?-preguntó el criado a quien dio la orden.

—No sé.

—Que todo esté a punto para cualquier momento. Iré solo.

—Muy bien, señor.

Y haciendo una seña al criado, le mandó salir. Entonces púsose a reflexionar un momento, y luego llamó a la doncella de su hija.

Ana entró temblando, pues habiendo llegado don Juan estando Clara y Orso a la reja, tal vez se hubiese dado cuenta de ello; pero el no haber habido inmediatamente un escándalo, como acostumbraba Colmenar, le hacía creer que, por rara fortuna, no lo habría notado.

—Señor... ¿Qué mandáis?

—La señorita está peor, muchísimo peor.

—¿De suerte que no podrá mañana salir de casa?-volvió a preguntar Colmenar, a quien la salud de su hija importaba sólo para llevarla al convento.

—Ni levantarse de la cama, a lo que presumo.

La pobre Clara estaba realmente enferma aquella vez. El criado de antes entró de nuevo.

—El alguacil mayor, señor.

—Que pase y salid vosotros.

Ana volvió al lado de su afligida señorita y Monredón entró en el gabinete.

—¿Qué hay-preguntó Colmenar, sobresaltado;-que venís a estas horas?

—Dejadme respirar, porque vengo fatigadísimo.

Monredón se sentó bufando de cansancio.

—Pero ¿qué diablos ocurre?-preguntó otra vez y con mayor ansiedad don Juan.

—Que tendremos que salir antes que pensábamos.

—¿Ha recibido el virrey alguna otra noticia?

—Al salir vos del palacio. Los pueblos se resisten tenazmente a dar cumplimiento a la última disposición del virrey.

—¿No quieren alojar los soldados?

—No.

—Tanto mejor. Así se podrá sentarles la mano más fácilmente.

—Estad dispuesto para el primer momento en que se os avise, pues saldremos con mi tercio a restablecer el orden.

—Por mí desde mañana, desde esta misma noche, estoy dispuesto si es necesario.

—Ahora, otra cosa. Conociendo que esto distraería nuestra atención, llevando nuestras personas a otra parte, del asunto que tenemos pendiente... Pensé ganar tiempo mandando la carta esta misma noche a casa de Monteferro. Mandé, pues, al agente, y yo con cuatro hombres armados esperaba en la esquina inmediata para subir así que aquél bajase y apoderarme de la carta y de Orso.

—De suerte que ya...

—Aguardad. El agente subió, y el mismo Monteferro le abrió la puerta, pues, según parece, acababa de entrar en aquel momento, ya que llevaba capa y sombrero puesto. Yo observaba que el criado tardaba mucho... Me acerqué al fin a la puerta y... ¡por mi vida!... El agente estaba tendido al pie de Ja escalera sin sentido.

—Pero ¿qué fue?

—Cuando le abrieron, es decir, cuando le abrió el mismo Monteferro, dijo el pobre agente, al volver en sí, que al entregarle la carta, sin preguntarle de parte de quién ni de dónde venía, le dio tal empellón, que fue rodando escaleras abajo hasta el final, donde quedó sin sentido del fuerte batacazo que recibió.

—El caso es que quedó sin efecto nuestra primera tentativa, y ¿habéis desistido?

—¿Qué hacer?

—¡Tuvisteis la más brillante ocasión del mundo! Cuando con los cuatro hombres os constituisteis en el patio de la casa de Orso y visteis un hombre tendido al pie de la escalera, debíais haberle registrado inmediatamente, le encontrabais la carta, es claro, subís arriba y prendéis a la persona a quien iba dirigida.

—Es verdad-dijo Monredon con todo el pesar de no haber sabido valerse de tan brillante ocasión.

—Luego, con la referida carta y la que se os dirigió a vos, presentáis el conspirador al virrey, y lo demás corría luego de cuenta nuestra.

—¡Tenéis razón! ¡He sido muy torpe! Pero ya no hay remedio ahora.

—Sí lo hay. Esta noche no; pero mañana se practica la misma diligencia.

—Será preciso mandar a otro con la carta; porque el que hoy fue, no vuelve ni a tiros.

—Lo que importa es hacerlo cuanto antes por medio de quienquiera que sea.

—Mañana mismo-dijo Monredón, levantándose.

—Hasta mañana, pues.

—Hasta mañana.

En tanto Margarit y Fadrí, que habían hecho ya la visita a la condesa, salían del palacio de Fiorerosa, dirigiéndose a la casa del primero, con objeto de prepararse y adoptar medidas para apoyar la actitud que iba tomando el pueblo. Margarit, una vez de acuerdo con la condesa, pasó la siguiente orden a la Hermandad:

Sesión general. A las doce de la noche del martes al miércoles, en el piso principal del palacio de Fiorerosa.

Como todas las que emanaban del presidente, la orden se comunicó al amanecer del siguiente día, con la-rapidez y precisión acostumbradas. Aquella noche fue de terrible ansiedad para todos ¡os principales personajes que hemos visto figurar en el curso de esta historia.

La condesa de Fiorerosa, o doña Juana de Torrellas, espera!» con afán el día siguiente, porque sabía de cierto que cada día había de traerle un nuevo acontecimiento, resultado en parte de los trabajos por tanto tiempo y tan asiduamente empleados por ella al objeto que ya conocemos.

Monredón y Colmenar lo esperaban asimismo para ver realizada la segunda infamia, convenida entre ambos contra el segundo Monteferro, y éste para que la luz del nuevo día disipara las espesas tinieblas de su mente en una noche en que un cúmulo tal de sucesos le tenían como en un caos, donde se perdía su imaginación fatigada^ por fuertes impresiones y de reflexionar profundamente acerca de las mismas.

Clara, la pobre Clara, padecía también en aquel doloroso lecho, esperando la luz del sol de la mañana sólo porque a los lacerados corazones les espanta la noche cuando llegan a comprender que en medio de su silencio se deja sentir más aguda la voz de los dolores. El día amaneció. Colmenar, apenas abrió los ojos, se encontró, con una carta de Monredón, en que le decía brevemente:

Preparaos para salir hoy mismo a Santa Coloma. Yo voy con mi tercio y nos acompañará también el barón de Gualba.

Monredón.

P. S.-Aquel asunto tendremos que dejarlo para más tarde.

—¡Imbécil, no haberlo hecho anoche! Esto será, por supuesto, orden del virrey-exclamó Colmenar, leída la carta.

Prontamente Colmenar se entrevistó con el alguacil real, y acto seguido la partida se dispuso en pocos momentos, y al frente del tercio de Monredón salieron éste, Colmenar y el barón de Gualba, con dirección a Ríu de Arenas.

El presidente de la Hermandad de la Muerte, en tanto que no perdía, como hemos visto, ocasión de aprovechar cualquier incidente que pudiera favorecer sus fines, hizo pasar a todos los hermanos la siguiente orden:

El pueblo de Ríu de Arenas, por haberse resistido a cumplimentar la orden de alojamientos, ha sido saqueado, talados los campos, y arrojados los vecinos de sus casas. Corra.

La palabra corra dice ya bastante por sí para que expliquemos su significado. Recibida la orden, todos los hermanos salieron de sus casas a difundirla con los colores convenientes por la ciudad. Al dictarla el presidente, Fadrí estaba con él.

—Tú estás eximido de cumplirla-dijo sonriendo el primero—. Ve a ver a doña Juana. Cuéntale esto mismo, y al propio tiempo dile que se prevenga porque está muy cerca ya con esta noticia el momento nuestro.

Fadri puso al corriente a doña Juana del mensaje que ya conocemos.

—Esta mañana han salido fuerzas para apoyar al tercio de Moles.

—No importa.

—¿Es que tú no sabes que el tercio de Monredón ha salido juntamente con Colmenar y el barón de Gualba? Esto destruye en gran parte nuestro principal objeto.

—Y ¿cómo se arregla esto ahora? Porque yo muero de pena si esos bribones la entregan en otras manos que las mías.

—Es necesario ir allá.

—Y pronto, muy pronto; porque además de esto, con un refuerzo semejante, esos infames tercios van a asolar la mitad del Principado.

—Eso se ha de tratar en la sesión de esta noche, tomándose un acuerdo definitivo y pronto.

—Y apropósito de la sesión de hoy: ¿sabéis que lo que menos imaginaría la Policía es que la condesa de Fiorerosa tuviese semejantes visitas esta,, noche?

—Ese Margarit es el diablo.

—Aquí sí que viene bien aquello de lo que va de ayer a hoy. Anoche la casa dispuesta para ellos y con un magnífico baile; y hoy... ¿Qué habrán dicho, los hermanos al saber el lugar de la cita?...

—Nada. No tenéis una idea del modo como se procede en todos los asuntos de la Hermandad.

—Cuando vengan a casa de la odiosa y odiada condesa de Fiorerosa.-dijo, sonriendo, doña Juana.

—Veréis cómo no faltará uno.

—Vete ya, Fadrí, que Margarit acaso no sepa todavía la salida del tercio le Monredón. Siempre es por otro lado uno menos en Barcelona, y es necesario que cuente con esto el presidente.

—Hasta luego, pues.

Cuando Fadrí llegó a casa de Margarit, éste sabía ya la salida del tercio de Monredón hacia el pueblo de Ríu de Arenas.

—¿Sabéis que Colmenar y Monredón son los dos asesinos que quedan de don Juan de Serrallonga? Sentiría yo, doña Juana, que esos infames muriesen a otras manos que las nuestras.

—Y bien, ¿qué es lo que quiere?

—Ríu de Arenas y los demás pueblos del alrededor no se dejarán así a beneficio de los tercios...

—Claro es que no.

—Si sale alguna fuerza nuestra, yo quisiera formar parte de la expedición. Un gran obsequio me haréis con ello, pues ya sabéis mi objeto. Juré vengar por mi mano a don Juan, y sentiría que por esos dos no se cumpliese mi juramento.

—Veremos lo que esta noche determina la reunión; si así lo dispone, no té quepa duda de que formarás parte de la expedición.