CAPITULO VI

Dejemos por ahora al barón de Gualba que se reponga de los estragos que causó a sus huestes el poderoso brazo de Monteferro en la refriega con éste y su amigo; y a éstos, discurriendo sobre los acontecimientos que acababan de pasar; a Clara, en el encanto y la dulcísima ansiedad que produce en el corazón de la mujer la llama del primer amor, y volvamos a casa de la condesa de Fiorerosa, acompañando a Colmenar y Monredón.

La hora de la cita había llegado, y Monredón, sin excederse un minuto, se presentó en casa de Colmenar.

—Habéis sido puntual-dijo éste al verle.

—Yo lo soy siempre, y mucho más cuando se trata de cosa tan perentoria.

El palacio de Fiorerosa tenía un magnífico y vasto jardín, y en él se encontraba la condesa cuando le avisaron la visita de Colmenar y Monredón.

—¿Quiénes son esos caballeros?-preguntó la condesa a la doncella que anunciara.

—Don Juan de Colmenar y el señor alguacil real.

—Condúcelos aquí mismo.

La doncella desapareció.

—Me viene de perlas la visita-dijo la condesa, hablando consigo misma—. Veremos en qué situación de ánimo se encuentra el virrey.

La doncella apareció otra vez, seguida de Colmenar y Monredón.

—Adelante, señores-dijo Al verlos la condesa.

La doncella los dejó y ellos adelantaron a la especie de glorieta en que, sentada en un sillón, los esperaba la condesa.

—Os recibo de confianza, ya veis.

—Y nosotros os deberemos doble gratitud por esa doble honra que nos hacéis.

—Tomad asiento en ese banco rústico, y dispensad mi confianza.

Colmenar y Monredón se sentaron. Tras una ligera pausa, preguntó Colmenar:

—¿No sabréis la novedad que ocurre? El virrey ha recibido otro pliego de Olivares. Lo que yo ahora os digo os va a asombrar a vos como asombró a Santa Coloma y a ¿vosotros.

—¿Qué es, pues?

—Que en Barcelona existe una Sociedad secreta.

—¿Sociedad secreta?-dijo la condesa con el mayor asombro—.

Verdaderamente, me pasma eso. Y ¿con qué objeto?

—Ya podéis presumirlo. Las sociedades secretas son siempre enemigas del gobierno.

—Entonces...-continuó la condesa, fingiendo la misma sorpresa—, siendo el único enemigo del Gobierno en Barcelona el partido de los Narros...

—Es claro que ellos son los de la Sociedad.

—¿Pero el virrey no sabía...?

—Nada absolutamente.

—¿Y vos, señor alguacil?-dijo irónicamente la condesa a Monredón.

—Es que puede ser muy bien que no sea verdad-dijo Monredón.

—Poco a poco, amigo Monredón-exclamó Colmenar—; que vos lo ignoréis no es una razón para que eso exista.

—Pero...

—Nada de pero. Tampoco sabíais nada del lance ocurrido anteanoche al hijo del virrey.

Monredón no supo qué responder.

—Y, sin embargo, fue verdad.

—Y ¿qué es ello?-preguntó la condesa.

Colmenar refirió punto por punto el caso ocurrido al hijo del virrey.

—¿Y no habéis podido-dijo luego a Monredón-descubrir ni por indicios el rastro de esa mala pasada?

—Hasta ahora, no-respondió el aludido.

—Pues importaría descubrirlo, y ahora comprendo, con ese doble motivo, el doble disgusto del virrey.

—Y ¿qué os parece a vos, condesa, cuyo talento sabe siempre encontrar un recurso en las más difíciles situaciones? ¿Qué os parece que podríamos hacer ahora para calmar al virrey de modo que ni Monredón principalmente ni yo perdiéramos la privanza suya, que tanto sabéis interesa para llevarte adelante en la' nueva senda que ha emprendido?

—Eso es difícil de aconsejar, don Juan. Santa Coloma necesita cuanto antes sinceramente con el ministro de los Justísimos cargos que le dirige. El modo de sincerarse ya los lo sabéis. Puesto que no halláis medio de descubrir lo que el conde-duque indica, debéis trabajar incesantemente para dar cumplimiento cuanto antes a lo que el Gobierno manda. De esta suerte Santa Coloma recobra la gracia que tiene ya casi pérdida...

_¿Lo creéis vos así?-interrumpió vivamente Colmenar

—No lo dudéis, don Juan. Y si don Dalmacio no da en breve muestras de haber obedecido las órdenes de Madrid, será, yo os lo aseguro, depuesto de su cargo con una ignominia a la que no podrá sobrevivir una persona de su clase.

—Ya lo oís, Monredón-dijo Colmenar.

—Sí, sí...-contestó éste maquinalmente.

—Tened la bondad de concluir, condesa.

—Ya podéis haberme comprendido. La nueva conducta que parece se propone observar Santa Coloma le devolverá la confianza del Gobierno; y como quien le habrá inducido a adoptar esta nueva marcha habréis sido vos y Monredón, el virrey que devolverá a su vez la gracia que él recobre.

Colmenar quedó altamente satisfecho del consejo de la condesa, que, sin embargo, maldita si resolvía por el pronto la cuestión, que era lo que deseaban aquél y el alguacil.

—Según eso, vos creéis que el mejor medio es hacer que el virrey se resuelva a dar en breve una muestra al Gobierno de Madrid de la energía que le encarga.

—Eso creo, y es más; no veo otro recurso, si Santa Coloma quiere conservar el virreinato y su propio nombre... Volved a ver al virrey, y sin rebozo hacedle esto presente.

—Adiós, condesa, y vamos al momento a poner en práctica esos vuestros consejos, que tan buen efecto producen cerca del virrey.

—Gracias, Colmenar, y a ver si de una vez conseguimos que impere fuerte y enérgica la voluntad del rey en Barcelona.

—Lo conseguiremos.

—Adiós, condesa-dijeron a un tiempo, saludando, Colmenar y Monredón.

—Adiós, señores.

* * *

El virrey, como hijo de Cataluña, amaba, naturalmente, el país que le vió nacer; pero como virrey de este mismo país y colocado en tan elevada> posición por la merced del conde-duque de Olivares, que al ministro y no al rey se debía entonces cuanto emanaba de la Corte de Madrid, sentía esa especie de apego, de que nunca está libre el corazón humano, a Ja dignidad que gozaba, y además la consiguiente gratitud a quien en tan elevado puesto le había colocado.

El conde Santa Coloma, pues, fluctuaba entre dos sentimientos que horriblemente martirizaban su ánimo en la época a que nos referimos: el amor a su patria y la gratitud al Gobierno del rey.

Había también otra circunstancia. Los hombres que no deben a la Naturaleza— ese temperamento privilegiado que se resiste a todo acto que pueda parecer servil, y que tan bien sabe deslindar en ciertas circunstancias de la vida la gratitud de la bajeza, sin comprender que incurren en esta última, se prestan, creyéndolo una ley de reconocimiento, a los actos más indignos que pueda dictarles la persona a quien se juzgan obligados.

El conde de Santa Coloma no tenía, por un lado, el temperamento de rebelarse ante actos de esta índole, ni el talento suficiente para comprender que el cargo de virrey de Cataluña no podía eximirle de otros deberes para con su patria, ni mucho menos hacerle olvidar su propia dignidad, que lastimosamente posponía a los despóticos mandatos del soberbio ministro de Felipe IV.

Con un carácter semejante, las instigaciones de Colmenar y Monredón, que redoblaron cerca del virrey inmediatamente después de la última visita a la Fiorerosa, surtieron todo el efecto que el más encarnizado enemigo de Cataluña pudiera desear.

Santa Coloma, pues, confirmó la orden que poco antes había dado de que las tropas que recorrían el país se alojasen en las casas de los pueblos, con la obligación impuesta a ¡Los vecinos de albergar a los soldado^ y darles toda clase de asistencia.

Los catalanes tenían con esta conducta mayor motivo todavía de aborrecimiento, y de aquí también que las tropas ¿aumentaran el suyo propio y no se limitasen a despojar a las casas de lo que el ejército necesitaba solamente, sino que, dando impulso a toda la cólera que abrigaban contra un pueblo que creían y era realmente su enemigo, se entregasen a los mayores desórdenes, devastando los campos, incendiando las casas y hasta maltratando a ¡toe hombres y violando a las mujeres.

Con esto ya tiene idea bastante el lector para comprender cómo seria recibida por los pueblos de Cataluña la orden terminante del virrey al mandar a los vecinos alojar a tales huéspedes. Sin excepción, en todos los puntos del Principado el efecto de semejante medida fue el mismo. Apenas expedida la orden, llegó envuelta en el clamoreo general a oídos del presidente de la Hermandad de la Muerte. «Perfectamente-dijo para sí el ermitaño—. Esta es la gota de hiel que viene a colmar el vaso de la amargura Que por tanto tiempo guarda el Principado. Ahora, un leve soplo bastará para que esa hiel se derrame, haciendo que estalle de una vez e> odio general por tanto tiempo reprimido. Vamos a dictar las primeras órdenes.»

Mañana jueves, a las siete de la mañana, en mi cabaña.

E hizo que se diese curso a tal orden a siete hermanos mayores.

En tanto, la condesa de Fiorerosa, que era seguramente la mano que tan rápidamente hizo mover en, este sentido el ánimo del virrey, se preparaba para dar una magnífica fiesta en su palacio y en celebración de la victoria alcanzada sobre la conocida debilidad de Santa Coloma. La fiesta consistía en un baile.

La de Fiorerosa señaló el día del domingo para celebrarlo, pasando tres días antes el aviso a todas las casas principales de Barcelona, especialmente a las de los conocidos como Cadells.

Así que Orso tuvo noticia del baile, la sangre helósele en las venas. Ni por un momento, como es de suponer, a pesar de las aventuras de aquellos días, se había apartado de su imaginación el terrible legado de su padre moribundo. Con este solo objeto había venido a Barcelona.

Apenas supo la noticia del baile, fue a buscar inmediatamente a Fontanellas.

—Oye-le dijo—: me dijiste en cierta ocasión que me presentarías ó me harías presentar a la condesa de Fiorerosa.

—Es verdad.

—Pues necesito que me presentes.

—Es lo más sencillo. Cuando quieras.

—Esta mañana.

¿Esta mañana?-preguntó, asombrado, Fontanellas—.

Pero ¿de qué nace ahora eso tan de pronto?

—Me conviene.

—Esta mañana, pues no puede ser eso. Yo voy muy de tarde en tarde a visitar a la condesa, y mis visitas son meramente de cumplido. El domingo da la condesa un baile: ésa es la ocasión más a propósito.

—Ha de ser antes del domingo; iré a casa de la condesa.

—¿Tú solo?

—Sí, y ahora mismo.

Carlos Fontanellas, que no estaba acostumbrado a la menor reserva por parte de Monteferro y que venía a éste, por otra parte, sobreexcitado por una causa que, repetimos, no comprendía, se atrevió a preguntarle:

—Pero,— Oreo, dispénsame si soy tal vez indiscreto; pero ¿a qué vas a ver a la condesa?

—No puedo responderte por ahora. Es historia un poco larga, y por eso no te la cuenta, Fontanellas. Es cuestión de tiempo, no de confianza.

—Ve, pues, si tanto te interesa.

—Hasta luego.

Monteferro salió precipitadamente, dirigiéndose al palacio de Fiorerosa. Por boca de un criado supo que había salido y, al parecer, no volvería hasta el domingo, ya que nada dijo en concreto al marchar.

—¿Y no podréis decirme dónde estará estos tres días?

—Se ha dirigido a la casa de campo que posee en las estribaciones del Montseny.

—¡Pardiez!-dijo entre dientes Monteferro.

El criado le observaba parado delante de Orso. Este volvió a preguntar:

—¿Y hacia qué lado cae la casa de campo de la señora?

—No puedo decíroslo, caballero, pues lo ignoro; pero puado preguntarlo si os conviene.

—Sí, preguntadlo..

—Aunque-observó el criado-ahora pienso que es casi inútil. La señora se ha dirigido allí según creemos y ha dicho; pero no quiere decir que allí la encontréis.

—Entonces, no preguntes nada-dijo Orso, aburrido ya.

—Como queráis.

Y Orso tomó precipitadamente la escalera. «¡Es fatalidad¡-decía para sí, ya en la calle—. Precisamente se la antoja ahora a ese diablo de mujer abandonar Barcelona. No me queda otro remedio que verla el domingo por la mañana.»

* * *

Orso tornó a casa de Fontanellas. Este, al verle, adivinó al momento que el negocio que había llevad? a su amigo a casa de la condesa no había salido conforme a los deseos de aquél.

Entre dos amigos es difícil que a la mirada del uno se escape el disgusto o la alegría que siente el corazón del otro.

—De mal talante vienes-dijo Fontanellas, apenas estuvo el otro dentro de la habitación—. ¿Has visto a la condesa?

—La condesa no está en casa. Está fuera de Barcelona, en su casa de campo de Montseny. No hay más remedio que esperar al domingo-y tras una ligera pausa preguntó a su amigo, fijando en él sus pupilas—: ¿Tú podrías, podrás mañana, cuando llegue el caso, querer servirme?

—i Monteferro! —exclamó, asombrado, Fontanellas.

—Eres mi amigo y debes saberlo.

Y aquí empezó Orso a relatar a don Carlos la historia de Ja muerte de su padre.