CAPITULO V

En 1622 vivía en Sicilia, en una espaciosa casa de campo situada a poca distancia de la ciudad de Mesina, mi familia, oriunda de Córcega; pero que, por causas que no son de este lugar, había abandonado su país nativo para ir a buscar una patria de adopción en Sicilia, que entonces se hallaba aún bajo el dominio del cetro español.

El jefe de esta familia, corso de origen y de raza, era marino y se llamaba Orso de Monteferro. Propietario y capitán de un buque que tenía por nombre San Anselmo, con el cual había hecho varios viajes a las costas españolas y dos a las Indias y a América, era un hombre intrépido como buen, marino, adusto y franco como buen montañés y vengativo como buen corso. En alta mar, y en un día de tempestad, el capitán Monteferro era un hombre indispensable; era la mirada que vigilaba las rocas, el instinto que advertía los escollos, el oído que escuchaba el viento, la mano que guiaba el buque.

Mi madre, corsa también, murió al poco tiempo de haber dado a luz un hijo: éste era yo.

En Sicilia contrajo mi padre segundas nupcias, enlazándose con una joven noble, pero pobre.

Teresa, que así se llamaba el tercer miembro de aquella familia, no simpatizaba conmigo.

Mesina en aquella época estaba llena de españoles, y en particular dé catalanes. Durante la ausencia de mi padre, un caballero castellano, oficial de las tropas del rey Felipe, pero cuyo nombre jamás llegó a saberse en la comarca, habla ido a habitar una casita cerca de la nuestra. Vivía con él otro español, gran camarada suyo, a quien el oficial llamaba Miguel. Este aconsejó a su amigo que hiciera el amor a mi madre, y el oficial, emprendedor y ligero de cascos, secundó el pensamiento de su camarada. Sin embargo, Miguel llevaba una segunda idea en el consejo. Sabía que mi padre era inmensamente rico, y quiso, por medio de su compañero, anudar el hilo de una intriga que pudiese ponerle a él mismo en camino de hacerse con parte de aquella riqueza.

El oficial echó sus redes, logró introducirse en mí casa y mi pobre madrastra sucumbió ante su insistencia.

Los amantes se entendieron, y nada llegó a traslucir la servidumbre de la casa.

Sin embargo, dos terceros mediaban en aquellos amores: Miguel, ex compañero del oficial castellano, y Benedetta, la camarera de Teresa.

Cuando regresó mi padre, los amantes continuaron viéndose, pero más de tarde en tarde, y sólo de noche.

Cierto día, a hora en que apenas empezaba a clarear el alba, mi padre asomose a una ventana. Una mujer salía recelosa v furtiva de la casa, mirando con precaución a todos lados Era Benedetta, la sirvienta de mi madrastra.

Fue adelantándose hasta la alameda o calle de árboles que había delante de la quinta, llegó hasta el tercer árbol, detúvose ante él, y mi padre pudo ver cómo la doncella sacaba de su seno un papel que desapareció sin saber cómo no por dónde. En seguida, con las mismas precauciones, Benedetta se volvió a la quinta.

Poderosamente excitada la curiosidad de mi padre por aquel misterio, no vaciló en bajar de su cuarto y en dirigirse al árbol ante el cual había visto que se detenía Benedetta. Dio vueltas alrededor del árbol, haciendo un detenido examen en el tronco, y por fin descubrió un pequeño hueco a la altura de la mano. Introdujo ésta en el hueco y sus dedos tocaron un papel, que retiró en el acto. Era un billete, que desdobló y leyó:

«Esta noche, a las diez. No sucederá como el otro día, que Benedetta olvidó dejar entornada la puerta del parque, y la escala de cuerdas te esperará en mi ventana.»

Por lo demás, ninguna firma; pero tampoco la necesitar ha mi padre. Había conocido la letra de Teresa.

Un punzante dolor oprimió su corazón, y decidió averiguar a quién iba dirigido aquel billete.

Púsose, pues, en acecho, y no tardó en ver aparecer a un hombre que se dirigió en línea recta al árbol, apoderándose de la carta que en él había vuelto a depositar mi padre.

Este hombre era el oficial español que hacía poco se había establecido en la comarca.

Todo se lo explicó, y como el citado oficial y el compañero que con él vivía gozaban de una malísima reputación, comprendió todo lo profundo del abismo abierto a los pies de Teresa. En cuestión de honra, mi padre era inexorable.

Aquella noche, mi padre, con aquella sangre fría que nunca abandona a los hombres avezados al peligro, se puso al acecho. A las diez, un hombre entraba por la entornada puerta del parque.

Mi madrastra asomó en el óvalo de la ventana, e inmediatamente una escala de cuerdas bajó con la presteza del rayo. El desconocido, sin quitarse el embozo de la capa, subió por la escala, doblándola en seguida y cerrando la ventana.

—Toda aquella escena pasó con espantosa celeridad ante los ojos de mi padre, que ni siquiera pestañeó. Su resolución entonces fue fija, terrible, inmutable. Si el desconocido no hubiera bajado del aposento de Teresa hasta la consumación de los siglos, hasta la consumación de los siglos hubiera permanecido allí mi padre..

De nuevo se volvió a abrir la ventana, de nuevo se deslizó la escala a lo largo de la pared y en ella puso el pie el desconocido, bajando dos o tres gradas. Como si el alma del capitán se hubiese ido con aquel hombre y con aquel hombre hubiese regresado, Orso hizo un movimiento, el primero desde hacía dos' horas.

El desconocido iba a bajar, cuando Teresa, que sostenía la escala, le' dijo:

—Adiós, amado mío, adiós. ¡Hasta mañana!

Y en aquel momento, un beso, el choque de dos labios,.débil como un murmullo, fugitivo como un soplo de aire, resonó en el espacio. Orso sintió una puñalada en el corazón.

Poco después había desaparecido la escala, estaba cerrada la ventana, ninguna huella quedaba del desconocido ni de la mujer.

A la mañana siguiente de la aventura que hemos ya cantado, Teresa acababa de despertar sobresaltada. Los primeros rayos del sol alumbraban la habitación, en un ángulo de la cual, y delante de un escritorio, había un hombre que, después de haber registrado uno a uno los cajoncitos y descubierto un paquete de cartas en uno de ellos, se entretenía calmosamente en la lectura de las epístolas.

Teresa, al despertar, al abrir desmesuradamente los ojos como buscando la realidad de su sueño, vió al hombre aquel y quedose helada de terror y espanto. Incorporose en la cama como si dudara todavía, y la palidez más cadavérica se difundió por su semblante.

El hombre que estaba allí, a su vista, era Orso de Monteferro. El paquete de cartas que en su mano tenía eran los amorosos billetes del oficial español.

El capitán le hecho una sola mirada, e impasible y frío, sin que su rostro tradujera el incendio de su alma, continuó la lectura.

Aquel silencio, aquella espantosa sangre fría, aterrorizaban

Y a Teresa, que varias veces pasó la mano por sus ojos creyéndose juguete de un sueño aterrador.

—¿Cuál es el nombre de vuestro amante, señora, que no lo encuentro al pie de ninguna de estas cartas?-preguntó mi padre.

Teresa oyó la pregunta, pero no contestó.

Cuando mi padre le habló, Teresa se sintió desfallecer, y hubo de poner a prueba toda su fuerza de voluntad para no caer en el lecho medio muerta de terror y angustia. La voz de su esposo había vibrado en sus oídos lúgubre.

—Pero, en fin, ¿no me diréis, señora, cuál es el nombre de vuestro amante?

Teresa tampoco contestó. Mi padre, como si no hubiese reparado que por dos veces había quedado su pregunta sin contestación, abrió y desdobló las cuatro o cinco cartas que le faltaban por examinar. Exclamó de pronto, viendo firmado uno de los billetes

—¡ Por fin 1 He aquí su nombre.

Juntó todos los billetes, atólos con la misma cinta azul bajo la cual los había hallado, y llevándose el paquete, como si hubiese satisfecho todos los deseos que a aquella habitación le llamaban, dirigiose pausadamente^ hacia la puerta, saliendo de la estancia sin decir más palabra.

* * *

Aquel mismo día, en ocasión en que el oficial español se retiraba a su casa, distraído y meditabundo, tropezó a seis pasos de la puerta con un hombre que le estaba mirando impasible y cruzado de brazos. El español iba a pasar de largo, cuando la voz del desconocido llegó hasta él:

—Os estaba esperando, caballero.

—¿A mí?-preguntó con sorpresa el español—. No os conozca

—Mi nombre os hará recordar. Soy Orso de Monteferro.

El español palideció. Una víbora que hubiese hallado de pronto en su mano no le hubiera aterrado tanto como la repentina presencia de aquel hombre. Procurando, sin embargo, aparentar una serenidad que no tenía y dar firmeza a su voz, dijo:

—Es la primera vez que tengo el honor de veros. ¿Qué queréis?

—¿Os hallaré, pues, pasado mañana, a as diez, junto a la puerta de mi parque?

—¿Para qué y con que motivo?

—¿Tenéis la osadía de preguntar tal cosa? Quiero batirme con vos.

Y dejó caer su mano sobre el rostro del oficial español; éste medio desenvainó su espada, dejó caer su mano y bajó su cabeza. Orso de Monteferro miró al oficial de arriba abajo, con un marcado y profundo desprecio, y en seguida se alejó, diciendo:

—Pasado mañana, a las diez. ¡Que no vaya a olvidárseos ¡

Mi padre, como buen corso que era, vengó el ultraje de su deshonra y se deshizo de Teresa; pese al mucho cariño que le tenía, después de la muerte de su esposa rió esperaba ya cosa alguna que fuese su muerte, no sin antes celebrar el duelo con aquel hombre.

Al día siguiente, a la hora anunciada, mi padre abría la puerta del parque. El semblante de Orso estaba pálido como un mármol; pero también, como un mármol, impasible y frío. Le acompañaba mi tío Paolo.

El oficial español y su amigo Miguel estaban ya en su puesto. Orso hizo un leve saludo de cabeza al español y le dijo:

—Servios seguirme y buscaremos un lugar a propósito.

El oficial, que estaba sumamente pálido también, se inclinó en silencio y siguió a Orso.

Nuestros cuatro personajes fueron andando sin trocar una palabra, y bien pronto llegaron a la plataforma de un montecillo desde el cual se divisaba un magnífico panorama. Dominaba por un lado la casa de Orso y la presentaba en todos sus menores detalles exteriores, con su patio, su jardín y su parque. Por la otra parte desplegábase el país en toda su variedad y belleza.

Al llegar allí se paró el capitán, que iba delante, y se detuvieron todos.

—He elegido la pistola-dijo Orso al español.

—Me es indiferente-contestó éste.

Paolo y Miguel cargaron las pistolas. En seguida entregaron una a cada combatiente, colocándoles a veinte pasos de distancia uno de otro con la facultad de avanzar hasta diez, y dieron la señal.

El español y Orso dieron algunos pasos y sus dos tiros partieron a un tiempo, de tal modo que no se oyó más que una sola detonación. El capitán se bamboleó y cayó de espaldas. Había recibido en el bajo vientre la bala del español, mien-B tras que éste, por su parte, había quedado ileso, pues la bala de Orso sólo le pasó rozándole el hombro.

Todos creyeron muerto al capitán del San Anselmo, que no lo estaba ciertamente, aun cuando había caído y se estaba desangrando.

—Pues, señor, esto está concluido. ¡Vámonos!

Estas palabras, pronunciadas con la horrible indiferencia de la insensibilidad y del cinismo, fueron dirigidas por Miguel i su compañero, que permanecía inmóvil, como aterrado por el desenlace de aquel duelo. Miguel, viendo que no se movía, le cogió del brazo y le arrastró. El oficial se dejó llevar.

Paolo, a su vez, viendo caer a su hermano y creyéndole muerto, se había quedado helado y frío, y sólo pareció volver en si cuando vio que los dos contrarios se alejaban.

—¡Miserables!-exclamó entonces en alta voz y cerrando sus puños—. No os habéis contentado con robarle su honra y su oro; habéis querido su sangre. Está bien, ya nos volveremos a encontrar.

«¡Hola!-Se dijo a sí mismo Miguel, que oyó perfectamente la alusión al robo del oro—. Ese hombre sabe lo de cajita —al decir esto se refería a que Teresa, por salvarlo de una deuda de juego, le había entregado un rico y cincelado joyero—. Será preciso enviarle a hacer compañía a su hermano.».

Miguel le disparó un pistoletazo. Paolo cayó junto al cuerpo de su hermano.

Un servidor del capitán, que había oído los disparos, se dirigió al sitio en donde acababa de tener lugar la escena que acabamos de encontrar, y hallose con Paolo ya cadáver y con Orso moribundo. Dio aviso inmediatamente a los demás servidores de la casa, y pocos momentos después yo veía atravesar los umbrales a los que llevaban a mi tío muerto y a mi padre casi expirante. Causóme aquello una impresión tal, que Jamás, durante toda mi vida, pude olvidarla.

Mi padre pasó muchos días entre la vida y la muerte. Mientras tanto, el oficial español y su amigo Miguel partieron del país, regresando a España. Al cabo de quince días de horribles padecimientos, Orso recobró algunas fuerzas; pero conoció que su situación era desesperada y que no había remedio para él. Dirigió una mirada en torno suyo, y se encontró solo, solo con su hijo de doce a trece años, al que iba a dejar solo en el mundo, y al cual, sin embargo, como una herencia forzosa, quería legar su venganza. Orso, en medio de su soledad, podía aún contar con dos hombres: un amigo y un criado.

El amigo, desgraciadamente, era extranjero, y se hallaba lejos de él. Era don Juan de Serrallonga, con el que había tenido estrechas relaciones durante una larga temporada que el capitán del San Anselmo había residido en Barcelona. Consiguió entonces, con motivo de una de aquellas pendencias tan frecuentes en la juventud de Serrallonga, salvar a éste la vida, y don Juan juró entonces a mi padre una amistad eterna.

El puñal que antes solicité era un arma tradicional en mi familia, y tenía en su puño un secreto en el que había un papel dirigido a mí, papel que me debía revelar el nombre y calidad del oficial español causante de todas las desgracias de su casa.

Mi padre expiró diciéndome: «Sé digno, de tu raza; véngame algún día.»