CAPITULO II
Apenas había Orso desaparecido, cuando, hallándose aún oí padre Agustín en el umbral de la puerta, un hombre, que Tenia por otro sendero, salió de entre las peñas y se presentó ante el anacoreta.
Este hombre no era otro que Cayetano, aquél que conocimos en el castillo de Gualba vistiendo traje de campesino y que luego resultó ser Fadrí de Sau; mas ustedes dirán que había muerto momentos antes de ser cautiva doña Juana. En el instante oportuno sabrán lo que sucedió. Por ahora contentémonos con saber que vive y, lo más esencial, que en este momento se hallaba en aquel lugar.
El anacoreta le hizo entrar en la ermita y cerró la puerta.
—¿Qué hay?-le preguntó en seguida.
—Noticias graves, señor.
A pesar del tono con que Fadrí dijo tales palabras, el semblante del padre Agustín no se inmutó en nada. Sentose tranquilamente, disponiéndose a escuchar, e hizo seña a Fadri para que ocupase un banquillo que había junto a la mesa. —Veamos, pues, esas noticias-dijo el anacoreta.
—Quizá mañana, puede que hoy mismo-exclamó el antiguo teniente de Serrallonga—, os darán aviso de la desaparición de uno de los nuestros, del hermano llamado Martín Andal, que había sido nombrado cabo de los cien hombre? que tenemos alistados en las cercanías de Barcelona.
—¿Y qué?
—Quiero decir que no debe hacerse caso de la desaparición de ese hombre. Si le quiere encontrar alguno-añadió Fadri tranquilamente, poniendo una pierna sobre otra—, hallará su cadáver a orillas del Llobregat, en una alameda que hay al pie de Samboy.
—¿Ha muerto?
—De una puñalada; pero se sabe quién le mató.
—Dime su nombre y se hará justicia.
—Podéis hacerla cuando gustéis; yo fui.
Hubo un instante de silencio.
—Si eres tú el que has muerto a Martín-dijo el anacoreta—, debe de haber mediado alguna causa muy grave.
—Nos había vendido a la condesa de Fiorerosa.
—¡Otra vez esa mujer! ¿Quién es esa condesa, con la cual hemos de tropezar a cada paso en nuestro camino?
—Debe de ser el diablo por fuerza, señor. Martín era un hombre leal, valiente, de buen corazón; pero el brillo del oro le cegaba. Desgraciadamente, esa condesa de Satanás párese poseer los tesoros de Creso. Cómo se conocieron y cómo se hizo el negocio, no lo sé. Sólo sé que Martín, por una crecida cantidad, pues me lo ha confesado antes de morir, vendió a la condesa el secreto de nuestra Hermandad, conoce su santo y seña.
El padre Agustín permaneció pensativo unos instantes.
—Y ¿qué es lo que tú has averiguado tocante a Ja condesa?-preguntó por fin.
—He averiguado que es un agente secreto del conde-duque de Olivares, según todo lo hace creer. Vendida en cuerpo y atoa a los Cadells, sirve a sus intereses.
—Y ¿con qué objeto se alista gente por su orden?
—Eso es un secreto impenetrable. Estoy seguro de que sus mismos agentes no lo saben.
—¿La gente alistada tiene un punto de reunión? ¿Tiene un santo y seña?
—Se pasará aviso a cada uno de ellos la víspera del día que se los necesite; su punto de reunión es la montaña de Montjuich; su seña, una cinta encamada colgada del hombro; el objeto es desconocido a todos; pero, y atended bien esto, señor, se les ha prometido el saqueo.
—¡El saqueo!
—Esto me hace creer que el día designado por esa infernal mujer, bajo un pretexto o aprovechando alguna ocasión que nos es desconocida, esos hombres entrarán en Barcelona y saquearán las casas de los principales Narros, porque, no os quede duda, la mano que los mueve y que reúne toda esa escoria es mano de Cadell.
«Es preciso que yo vea y hable a esa mujer», se dijo a si mismo el anacoreta. Y a continuación, en voz alta, exclamó.
—Parte en seguida para Barcelona y que mañana se reúna asamblea de todos los hermanos mayores. Yo la presidiré, y tomaremos cuantas disposiciones se crean convenientes. Voy a confiarte dos asuntos delicados. ¿Conoces a Orso de Monteferro?
—Sí.
—Ese joven es de los nuestros, y es uno de los hermanos mayores. Le he nombrado yo, en uso de mis facultades. Me intereso muy particularmente por ese joven. En el nuevo camino que va a emprender se va a encontrar rodeado de peligros y asechanzas. Es preciso vigilarle para poder socorrerte inmediatamente en cualquier trance en que se halle. Su vida y su segundad deben interesarte como las mías propias. A nadie mejor puedo confiar este cuidado que a un hombre como tú, cuya lealtad y adhesión me son bien conocidas.
—Descuidad y contad conmigo.
—Pasemos ahora al otro encargo. He de renovar una herida de tu corazón; pero las circunstancias me obligan a ello.
Fadrí miró al anacoreta y le dijo;
—Sois vos el único hombre que hay en la tierra con poder para hacer de mí cuanto os plazca. Mi difunto capitán, y después de él su esposa, doña Juana, eran los únicos que podían disputaros este privilegio. Desgraciadamente, ambos han muerto, y he quedado yo para vengarlos.
—Escúchame bien. Tengo presentido que don Juan de Serrallonga, cuando estuvo en la capilla, te indicó el punto donde había enterrado algunos papeles y objetos.
Fadrí, a —quien aquella pregunta parecía conmover visiblemente, hizo con la cabeza un signo afirmativo.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez ir a desenterrar esos objetos?
—Nunca.
—Es preciso ir a desenterrarlos. Conviene a la causa, interesa a la Hermandad.
Fadrí pareció titubear; pero el anacoreta se apresuró a desterrar las dudas que podía tener, diciéndole:
—Sólo se necesita un objeto de los que debe de haber allí, y aun éste para devolverlo a su legítimo propietario, pues que don Juan sólo lo tenía en depósito. Consiste en un puñal, una de cuyas hojas tiene esculpido un esqueleto y la otra una leyenda que dice, en lengua italiana: La sangre lava la injuria. Conviene que tú mismo o una persona de tu completa confianza vaya a desenterrar esos objetos y me traiga el puñal de que te hablo.
—Lo haré yo mismo.
—Está bien. Nada más por ahora.
—¿Puedo ya marcharme?
—Sí. ¿Recuerdas mis instrucciones?
—Perfectamente.
—Mañana estaré en Barcelona. Allí nos encontraremos. Fadrí estrechó la mano del anacoreta y, despidiéndose de él, salió de la ermita.
Dejemos que Fadrí cumpla el cometido que le fuese asignado y ocupémonos en trasladar a nuestros lectores frente a Orso y Fontanellas, de cuyas bocas habremos de saber interesantísimas cosas.
—Eres mi amigo, Monteferro, ¿no es verdad?
—¿Puedes dudarlo? Pero ¿qué es lo que te pasa, Carlos?
—Debo serte franco y voy a abrirte mi corazón. Hasta ahora te he ocultado el misterio de mi vida; pero ha llegado el momento de no tener secretos contigo. Además, cuento con tu amistad, que esta noche he de poner a prueba.
—Dispuesto me hallarás.
—Cuando me hablaste de tu aventura en casa del barón de Gualba, debiste de observar en mí algo que para ti había de ser incomprensible. Amo a la baronesa de Gualba. La amaba antes que s casara con ese infame monstruo que la tiraniza y oprime.
El hombre tiene momentos solemnes en su vida en que la expansión es una necesidad del alma. Carlos se hallaba en uno 4e estos momentos.
—Voy a contarte, amigo mío-continuó—, todo lo qué yo he amado y amo a esa mujer. Ahora pondré a prueba tu amistad y quizá también tu brazo y tu espada; y por la misma razón que vengo a reclamar de ti un gran servicio, es necesario que te sea franco y sincero, que te abra por completo mi corazón.
—Dispuesto estoy a escucharte, Carlos-contestó Monteferro—. Los secretos de un amigo como tú son los míos propios. Sabré guardarlos. Sin embargo, si tu delicadeza te hace creer que me debes la revelación de tu secreto como una recompensa del servicio que vas a exigir de mí, te relevo de entrar en detalles. Yo sirvo a mis amigos a ciegas. Dispón, pues de mí, de mi brazo y de mi espada, sin necesidad de darme ninguna explicación..
—No, Monteferro, no. Gracias por tu generosidad; pero estoy resuelto a no tener secretos para mi compañero de armas para el que ha compartido conmigo sus emociones y peligros en el combate, su pobre lecho en la campaña.
—Diecisiete años no más tenía yo cuando conocí a Isabel de Colmenar. Entre su padre y el mío existía una frialdad tal de relaciones, que casi rayaba en enemistad. Un amor profundo y apasionado se apoderó de mi corazón arraigándose en él con tenacidad. Fueron muy escasas las ocasiones que tuve de hablar con Isabel, pero las suficientes para juramos un amor eterno. Nuestros padres, que pertenecían a dos bandos políticos distintos, acababan de declararse enemigos; y de descubrirse nuestro amor, Isabel hubiera sufrido todas las iras del violento carácter de don Juan de Colmenar. Nos amábamos, pues, en secreto y ardientemente, Una día supe con desesperación que trataban de enlazar a mí amada con el barón de Gualba, hombre odioso a todos y generalmente aborrecido. En aquella ocasión mi padre estaba ausente, pues había ido a militar bajo las banderas del ejército español en Flandes. Supe por un servidor de la familia, que me era adicto, que el barón pensaba llevar a su joven e infeliz esposa a pasar la fiesta de Todos los Santos en su castillo de Gualba al pie del Montseny. Me pareció que allí sería fácil verla y llevar a cabo mi proyecto de atravesarme con mi espada a sus plantas mismas. Valiéndome del servidor de que te he hablado, tuve medio de hacer pasar a Isabel un escrito en que le decía que el día de Difuntos, a las doce de la noche, me hallaría en el estanque llagado del León, que hay en el parque del castillo de Gualba. Es preciso advertirte que este parque y este castillo me eran entonces conocidos y familiares. Mi escrito concluía diciéndole que si a las doce en punto no se hallaba ella en dicho sitio, me atravesaría con mi propia espada.
Orso le interrumpió al llegar aquí.
—¿Para qué día era la cita?-le preguntó.
—Para la noche del día de Difuntos. Esto hace poco más de cinco años. Fue en mil seiscientos treinta y cuatro. Salté las tapias del parque, y el día y la hora por mí designados me hallaron allí.
—¿Y ella? ¿Y tu amada?
—Dieran las doce y no compareció. Entonces cumplí mi juramento.
Monteferro no pudo contener una exclamación extraña, y arrojándose sobre Fontanellas le empujó hacia la ventana y le miró de hito en hito. Carlos se sonrió creyendo comprender el pensamiento de su amigo.
—¿Te parece increíble-le dijo-oírle contar a un hombre de qué modo se dio la muerte?... Nada más cierto, sin embargo. Bien sabe Dios que hice todo lo posible por morir. Di: ¿recuerdas haberme oído alguna vez en la campaña quejarme de una herida que te dije tener bajo la tetilla derecha?
—Sí por cierto, y aun recuerdo que te vi un día la cicatriz. Me dijiste que era resultado de un duelo.
—Te engañé. He aquí la cicatriz.
Carlos se desbrochó el pecho y enseñó, en efecto, a su amigo el sitio de la herida.
—Pero ¿cómo saliste del parque?-preguntó Monteferro, que cada vez prestaba mayor atención a las palabras de su amigo.
—Esto es lo que no he sabido nunca. Al volver en mí, me encontré en la choza de una buena gente que, según después supe, constituía la familia de una muchacha llamada Gertrudis, sirvienta en el castillo de Gualba. Los primeros días la calentura que me abrasaba me produjo continuos delirios. Recuerdo sólo haber visto una o dos veces a la cabecera de mi cama a una joven que me pareció muy hermosa, vestida toda de blanco. Esta joven examinaba mi herida y le aplicaba cierto bálsamo, poniendo después el apósito. Tengo idea de que luego la Vi marchar sobre la punta de los pies, llevando un dedo a sus labios como para encargar el silencio. Salió del cuarto como había entrado en él, sin ruido, sin hablar una palabra, como un fantasma. La calentura me abrasaba y mi pobre cabeza estaba sujeta a continuos accesos de delirio; pero estoy seguro, Monteferro, de que no deliraba en aquel momento y que vi a la mujer de que te hablo. Recuerdo más; recuerdo que al principio me dio un vuelco el corazón, pues creí que podía ser la baronesa; pero no tardé en convencerme de que me había engañado. No era ella. Era una joven, un niña casi, no tengo presente su rostro pero sé que era muy hermosa.
El interés que prestaba Orso a la narración crecía cada vez más. En aquel momento estaba pendiente de los labios de su amigo.
—¿Y nada pudiste descubrir acerca de esa mujer misteriosa?-le preguntó.
—Con ella-continuó Carlos-había otra joven de modesto porte, que parecí» ser una sirvienta suya. Esta vino a verme dos o tres veces más, se acercaba a la cama en silencio y me examinaba, pero nunca decía una palabra. Una vez llamé yo a esa mujer y le pregunté quién era la joven vestida de blanco que había visto a la cabecera de mi cama. Lo recuerdo todo, como si fuese ahora. La buena mujer se sorprendió mucho con mi pregunta; pero en seguida, reponiéndose un poco, me dijo que sería sin duda una visión de mi delirio. Insistí diciendo que estaba seguro de hallarme en aquel momento en el pleno uso de mi razón; pero ella insistió también, y acabó por decirme: «Eso es que habéis, vito en sueños al espectro blanco de Gualba.» El resultado de todo, amigo mío, es que no pude saber nada. Cuando me hallé en disposición de hacer preguntas a la buena familia que me había recogido, sólo pude saber que unas personas desconocidas me habían llevado a su choza herido y moribundo, que me habían recogido y me habían cuidado. Pregunté por la dama vestida de blanco, por la mujer que parecía ser su doncella; pero me dijeron que no sabían de qué les hablaba y lo achacaron también»visiones de mi delirio. Sin embargo, yo siempre he abrigado la duda de que aquella gente sabía algo más de lo que a mí me confesaba.
—¿Y ella? ¿Y tu amada?-preguntó Monteferro—. ¿La has visto posteriormente? ¿Le has hecho alguna pregunta sobre este misterio?
—Tardé mucho en restablecerme-dijo Carlos prosiguiendo su relato—. De allí me trasladé a Vich, y empezaba apenas a sentirme con fuerzas para venir a Barcelona, cuando mi padre regresó del extranjero en el triste estado en que se halla ahora. Esto, naturalmente, retardó mi salida de Vich, y a poco, supe que el barón de Gualba se había marchado a hacer un viaje llevándose a su esposa. Un año tardé lo menos en verla. En este año, amigo mío, mi pasión, en lugar de calmarse, fue en aumento. Yo amo a esa mujer, Monteferro; te juro que la amo perdidamente, y ha de llegar día en que sea mía, aun cuando a ello se opongan el cielo y el infierno. La soledad y el aislamiento en que viví contribuyeron a concentrarme más y más en el éxtasis de mi violenta pasión. Al ver a mi pobre padre joven aún y mutilado, las ideas de amor a la patria que promovidas por él se despertaron en mi pecho, el afán de la gloria, el deseo de verter mi sangre en defensa del país, me curaron de mi monomanía suicida; pero no por ello abandoné la idea de morir, sólo que escogí para tumba el campo de batalla. Cuando Isabel regresó de su viajé, la vi tres o cuatro veces, pero sin hablarle. Estaba tan pálida y tan desmejorada, que daba lástima verla. Reanudé mis relaciones con ella por conducto del servidor de que te he hablado; y entonces supe que era una víctima infeliz de los celos de su bárbaro esposo. Sólo raras veces tuve ocasión de hablarle, y por cortos momentos, en una reja de los jardines de su casa. Pues bien, amigo mío: te confieso que nunca le hablé de lo sucedido en el castillo de Gualba. Me daba vergüenza confesarle mi arrebato. ¡Además, la veía tan triste, tan pálida, tan desgraciada! Isabel continuaba amándome con el delirio de los primeros tiempos de nuestro amor, y me dijo que confiaba en mí, que sufría tanto y era tan infeliz, que acaso algún día se vería precisada a pedir mí protección, puesto que yo era la única persona que la amaba en el mundo. Es así realmente. Isabel no puede contar ni con su padre ni con su marido. Nuestras entrevistas fueron muy raras; el barón la vigilaba estrechamente porque sus celos le hacían ver un amante y un galán de Ju mujer en cada hombre que atravesaba la calle. En esto llegó el momento en que la patria llamó para defenderla a todos los que se sentían con fuerza y ánimo para sostener un arma. Acudí a su llamamiento, y desde entonces data nuestra fraternal amistad, Monteferro. En la vida del campamento como en la de la ciudad continué mostrándome de carácter ligero e irreflexivo, persistiendo siempre mi primitiva idea de ocultar a todo el mundo la pasión devoradora que roía mi alma. Antes de partir, vi a Isabel por última vez y le ofrecí que conservaría mi vida, ya que algún día podría serle útil. Esta es mi historia, Orso. Te he abierto mi corazón. Juzga tú mismo.
—Dime: esa joven vestida de blanco, que tú creíste ver o que estás seguro de haber visto a la cabecera de tu cama, ¿no podía ser la misma baronesa?
—No-contestó Fontanellas—. Luego supe que en aquellos días el barón no salió de Barcelona, como había pensado y, por consiguiente, Isabel tuvo que permanecer también.
—De todos modos, me extraña que no hayas tratado de averiguar el fondo de tu aventura.
—Es que he de confesarte una cosa, y ésta es que abrigo mis dudas de que la carta en que daba cita a Isabel le fuese entregada. Jamás me ha hablado ella una palabra y yo por mi parte, ya te he dicho que no me he atrevido nunca a indicarle la menor cosa.
—Pero el criado a quien tú confiaste la carta, ¿no se la entregó?
—Le vi cuando ya había pasado más de un año, y no le pregunté nada.
Orso no insistió más; no lo creyó prudente tampoco.
—Y bien-dijo entonces a su amigo—. Me has contado tu historia porque has dicho que me necesitabas. Dime qué he de hacer por ti.
—Desde Que hemos regresado de la campiña-contestó Carlos-no he hablado a Isabel. He venido a Barcelona sólo por verla, y me hice presentar en casa de la condesa de Fiore— rosa porque sabía que algunas veces el barón de Gualba llevaba a Isabel a sus tertulias. La he visto dos veces, pero sin hablarle, pasando yo por delante de su casa y estando ella asonada a un balcón. A los pocos momentos de haberte ido tú de mi casa el otro día, después de haberme contado tu aventura, que me sorprendió mucho por cierto, entró el confidente |É mis amores a relatarme lo que yo sabía ya por ti. El barón, que cada día se ha ido haciendo más celoso y más intratable, ha comenzado a sospechar que realmente su mujer tenía una pasión de ánimo, al ver el desamor que ella le muestra, al verla palidecer a su lado y extinguirse como una flor que se va marchitando. Te tomó a ti por el galán en cuestión, y hasta parece que la misma Isabel creyó en un principio que era yo mismo el que había entrado en el patio de su casa. Mejor que yo sabes tú lo que sucedió después. Ahora bien: tu extraña fuga, de la que yo soy el primero en no darme cuenta, produjo una escena terrible en casa del barón Ya te he dicho de qué modo ese infame ha tratado a su mujer, y la pobre Isabel, agotadas ya todas sus fuerzas, no pudiendo soportar por más tiempo la vida horrible que pasa en aquella casa, ha tratado de apelar a la fuga, pues esta noche el criado de confianza que ha mediado en nuestros amores le proporcionará el medio de escapar de su casa. Isabel, que no puede ir a reunirse con su padre, el cual, hombre de corazón duro, la devolvería a su marido, quiere refugiarse en un convento y ha elegido el de Pedralbes, donde está de abadesa una persona que fue amiga de su difunta madre y que cree se compadecerá de ella, dándole asilo en aquel santo monasterio. La pobre mujer, sola y perdida en este mundo, temiendo, una vez fuera de su casa, volver a caer en las garras de tigre que es su marido, se ha confiado a mi amor y a mi lealtad, enviándome a pedir que le sirva de escolta hasta Pedralbes.
—¿Y tú la acompañarás al convento?
—La acompañaremos los dos, si quieres prestarme este servicio. A las siete hemos de estar junto a la puerta de la ermita del Ángel. Allí irá a buscarme Isabel. Tendré un caballo dispuesto para ella y la acompañaremos al convento.
—Has hecho muy bien^ en contar conmigo-le dijo-y te doy las gracias. Tú serás el que la acompañe, y yo protegeré vuestra fuga.
—¿Debemos hacernos acompañar por algún criado?
—No. Nos bastamos y nos sobramos. Ademáis, conviene que sólo nosotros dos estemos en el secreto. A las siete en punto, al' pie de la ermita del Ángel.
—No faltaré.