CAPITULO PRIMERO

Difícil sería decir cuál de los dos caballeros salió más afectado de la presencia de Clara. Cada uno por su parle tenía motivos sobrados. Ambos volvieron a la estancia que antes ocupaban, sentándose uno frente a otro a los lados de la chimenea. Así permanecieron un rato sin pronunciar una.palabra, hundido cada cual en sus propias reflexiones.

Fontanellas fue el primero que habló.

—Ya tengo despejada la incógnita-dijo de repente.

Monteferro levantó la cabeza, mirando a su amigo como quien despierta de un sueño.

—¿Qué?

—Que he despejado ya la incógnita. Esta no es otra que la del encuentro de Clara y su doncella.

—¡Ahí Y ¿qué es?

—Iban a ver a Isabel al convento. ¡Cuidado que ha sido feliz casualidad!

—Y tanta. Pero es mucho que tú no conocieras a Ciara.

—Ya has oído por qué.

—Sí; pero también extraño que en tanto tiempo y en tantas veces que hemos fondado juntos la casa de Colmenar y la del barón, no la viésemos nunca salir o entrar o asomarse a una ventana.

—Ahora, como si lo viera, dentro de un rato partirán al convento. Por ello, en este momento soy feliz-respondió Fontanellas.

—Y a mí, ¿qué palabra me cuadrará en este instante?

—¿Cómo a ti?... No te entiendo.

—¿Recuerdas, cuando en el camino encontramos a Clava y su doncella, al levantar yo a la primera, lo que dije?

Fontanellas reflexionó un momento y respondió:

—No.

—Recuerdas que te pregunté, mostrándote el rostro de Clara: ¿La conoces?

—Sí, ya recuerdo.

Monteferro prosiguió:

—Y tú me contestaste simplemente: Es hermosa. Pues bien, ahora te repito la misma pregunta: ¿No conoces a Clara? ¿No recuerdas haber, visto su fisonomía en alguna otra parte?

—No; pero acabemos, Orso.

Y Orso sacó un medallón que llevaba siempre escondido en el pecho, mostrándoselo a Fontanellas, medallón que había caído en su poder en aquella noche que sucediera la misteriosa aventura en el castillo de Gualba y que ya hacía cinco años.

—¡Mira!

—¡ Cáspita! —exclamó Fontanellas.

—¿Es la misma? Pero dime cómo diablos adquiriste tú ese retrato. Que no recuerdo me lo hayas dicho nunca.

—fue en una ocasión que no sé si tengo derecho a revelar... Hace mucho tiempo que estoy enamorado del original de ese retrato. Hoy ella me ve por primera vez.

—¿Y tú la has visto otras veces?

—Una sola, cuando adquirí el medallón.

—Mucho misterio es ese, Monteferro.

A este punto llegaban los dos amigos cuando Marta se presentó de nuevo en la estancia.

—¿Qué hay, Marta?-preguntó Fontanellas.

—Esa señorita desea veros y suplica que paséis a la otra sala-respondió el ama de llaves.

—¿A mí solo?

—A vos.

—Aquí te aguardo-dijo Monteferro.

Fontanellas salió, y al cabo de pocos momentos, Orso oyó su voz a la parte de afuera que decía, al parecer, a uno de los criados:

—¡Pronto! ¡Los caballos al momento!

—Fontanellas volvió en seguida al lado de su amigo. —¿Salimos?-preguntó éste al verle.

—Lo que yo dije: a Pedralbes.

—Pero ¿las acompañamos nosotros?

—Sí; ellas irán a pie, y nosotros las escoltaremos a cierta distancia.

—Oye, Fontanellas: es muy posible que yo no tenga ya ocasión en mucho tiempo de volver a ver a Clara, y necesito hablarle.

—Hoy no es oportuno ni prudente.

—No quiero eso. Yo sé demasiado el deber y la doble delicadeza que nos impone su misma posición en estos momentos; pero quisiera al menos pedirle una ocasión de verla.

—Juzgo que eso será luego sumamente fácil, por medio de Ana. La doncella te conoce ya, y te conoce demasiado ventajosamente para esquivarte cuando vayas a hablarle.

—Tienes razón.

Después dé unos segundos se ponían en camino hacia Pedralbes.

Los dos amigos seguían a larga distancia a las dos mujeres, que, envueltas en sus mantos, caminaban ya hacia el convento de Pedralbes.

Apenas llegaron al camino, Fontanellas, que había observado, aunque sin oír nada, cómo Clara y su amigo cambiaron, algunas palabras en el momento de despedirse, preguntó a éste:

—Vamos, ¿qué tal? Porque, si no me equivoco, algo pasó al pie de la escalera cuando salimos.

—Observaste bien-contestó Monteferro—, y soy el más feliz de los hombres.

—¿Te lo ha dicho?-preguntó Fontanellas, admirado.

—No. Su candidez lo deja conocer; creo que me ama.

Llegaron al punto del camino desde donde se descubre la parte alta del monasterio.

—¡ Monteferro!

—¿Qué?

—¿Distingues bien el monasterio? ¿No ves la cabeza de una mujer en una ventana?

—Lleva la cabeza descubierta y va sin toca.

—¿Si será Isabel-volvió a preguntar Fontanellas con vivísima ansiedad. ¿No distingues su fisonomía?

—No.

En esto la mujer de la ventana agitó un pañuelo, a cuya acción contestaron con la mano Clara y su doncella, que redoblaron a un tiempo el paso.

—¡No me había engañado!-exclamó en seguida Fontanelas—. Es Isabel. Estaría seguramente esperando a su hermana.

Conservando siempre la misma distancia, los dos caballeros acompañaron a las dos mujeres hasta el punto del camino donde concluye el llano y empieza la subida del monte.

Allí debían pararse a tomar otra dirección, dejando a Clara y su doncella que se encaminasen al monasterio.

Isabel, a medida que fueron adelantando por el camino, fue observando más y más a los dos caballeros que venían detrás de su hermana, pareciéndole reconocer a Fontanellas y a su compañero de la noche anterior, conforme se iban aproximando.

Al fin no le cupo ya duda de que ellos eran, lo cual no extrañó por cierto, sabiendo como sabía el acendrado cariño que le tenía Fontanellas; pero su sorpresa fue inexplicable cuando, al llegar al punto que indicamos, vió que Clara volvía la cabeza, que saludaba y que ellos le contestaban de esa manera afectuosa que hace repetir dos o tres veces el saludo, al despedirnos de una persona que bajo cualquier concepto nos interesa.

La puerta del monasterio se abrió a los pocos momentos, presentándose luego Clara, que se arrojó con las lágrimas en los ojos en los brazos de su hermana.

La superiora del convento era parienta, y no lejana, de la familia por parte de Colmenar; y conociendo toda la historia del casamiento y al triste vida que llevaba Isabel, no tuvo el menor reparo en recibir a ésta en el convento, a pesar de lo arriesgadísimo que era un paso de esta naturaleza sin la previa y superior autorización eclesiástica.

Isabel fue destinada a una celda, y era ésta la misma a que pertenecía la ventana donde antes la vimos asomada.

Las dos hermanas, después de las preguntas y respuestas que hizo y obtuvo de Clara la superiora, quien no se quedó corta cuando al carácter de que estaba revestida y a la proverbial curiosidad de toda monja unía el interés y el derecho de tía, partieron juntas a la celda.

Solas allí, Isabel se arrojó de nuevo en brazos de su-hermana, rompiendo en copioso y amargo llanto. La pobre Clara se puso a llorar también, sin pronunciar una palabra y abrazando fuertemente a la primera. Pasados algunos momentos, y separando suavemente a Isabel, le dijo:

—¿Y padre?

—Hecho una furia.

—¿Lo sabe ya?

—Sí, por tu marido.

—Clara contó minuciosamente a su hermana lo que ocurría en casa de Colmenar entre éste, el barón y ella, pasando luego al percance sufrido en el camino pocas horas antes.

Isabel, como era natural, debía escribir a su padre y a su marido con objeto de darles cuenta de su persona, cosa de— que no podía prescindir sin exponerse a suposiciones que ni su nombre ni su inocencia podían permitir; mas ni Isabel sabía cómo hacerlo ni Clara podía darle un medio. La superior a, que entró en aquel momento, vino a sacarlas dél apuro.

—Escribe tú a tu marido-dijo a Isabel—; yo me encargo de tu padre. Sobre esa mesa hallarás lo necesario para escribir.

.Y la baronesa de Gualba fue a sentarse a la mesa que le indicaba su tía. Y acompañando la acción a la palabra, ^$e sentó junto con Isabel, al otro lado de la mesa.

Ocupadas tía y hermana escribiendo, Clara, como sola por esta razón en la celda, dirigió sus ojos a la ventana, y se asomó a ella y observó que dos caballero parados a un lado del camino llevaron, al verla, la mano a sus sombreros, saludándola profundamente.

Eran Orso y Fontanellas, que por tercera o cuarta vez volvían a aquel sitio.

Clara contestó con una inclinación de cabeza, ruborizándose completamente al devolver el saludo.

—Partamos otra vez-dijo Monteferro a su amigo.

—¿Ahora precisamente que está Clara en' la ventana?-respondió éste.

—Ahora con mayor motivo-repuso Monteferro—. No quiere que se figure que estamos aquí parados toda la mañana.

Esta observación fue naturalísima en Monteferro. Los amantes que no son necios ni tontos conocen instintivamente que importa mucho parecer discreto a los ojos de la mujer que adoran, y pareciera y hubiera sido efectivamente una indiscreción la presencia fija de los dos caballeros, como acechando el convento, después que alguna gente hubo de ver la entrada de Clara en el monasterio.

—Volvamos la rienda, pues-dijo Fontanellas.

Y volviendo a saludar a Clara, Monteferro el primero, y contestando ella otra vez sin ruborizarse ya tanto como la anterior, los dos amigos volvieron a desandar el camino, acompañados de la mirada de Clara, que no perdía el menor de sus movimientos.

Monteferro era feliz. La salida de Clara a la ventana, aunque hubiera sido casual, que por cierto no lo era, tenía para Orso toda la encantadora intención que los amantes atribuyen siempre a los actos más insignificantes de las qué aman.

La hija menor de Colmenar, que seguía con sus ojos fijos en los dos caballeros, hubiera permanecido en la ventana hasta toda una eternidad, abstraída completamente del sitio donde se encontraba; pero su falta de la casa de su padre no podía durar mucho tiempo, y esto que olvidó su pensamiento en aquellos instantes lo advirtieron la tía e Isabel, luego que concluyeron sus respectivas cartas.

—¡Clara!-dijo la superiora, llamándola—. No puedes permanecer mucho tiempo fuera de casa. Tu padre notaría tu falta, y esto sería para él un nuevo, trastorno.

—Es verdad-dijo Clara, volviendo a la pasada situación—. Partiremos, pues, en seguida.

—Sí, hija mía; parte con Ana, y aleja todo recelo respecto de tu hermana. El barón recibirá esta mañana mismo una carta suya, y tu padre otra mía. Con la ayuda de Dios y mis esfuerzos, todo quedará bien.

—Adiós, pues, mi querida tía-dijo Clara, besando la mano de la superiora.

—El te guíe, hija mía.

—¡Adiós, Isabel!

Las dos hermanas se arrojaron llorando una en brazos de otra. Después de algunos momentos, Isabel, deshaciéndose suavemente de su hermana, pero sin soltarle la mano, le dijo:

—¿Vendrás a verme a menudo?

—Siempre que pueda; todos los días que me permitan salir.

—Un solo encargo, Clara, tengo que hacerte. Fontanellas irá a hablarte, seguramente.

—Y ¿con qué objeto?

—Puedes presumirlo. El incidente de hoy le dará naturalmente motivo para acercarse a ti y te hablará de mí. Le haces observar de mi parte lo delicado de mi posición y dile que suplico de su caballerosidad el sacrificio de no pisar una sola vez estos alrededores, mientras yo esté en el convento.

¿Lo recordarás?

—Perfectamente; pero permite que te diga que será, éste ^ harto rigor para Fontanellas.

—Yo sé lo que a mí me duele, aunque jamás se lo diría a él; pero comprende, Clara, que conviene así, no a mi tranquilidad, que en ésta no pienso siquiera, pero sí a mi honra, el que no se vea por estos sitios rondar más de una vez a un mismo caballero.

Así que la puerta del convento se cerró tras de Clara y su doncella, que salieron camino otra vez de Barcelona, Isabel precipitadamente asomose a la ventana para acompañar a su hermana con la vista el trecho que ésta alcanzase.

Los dos amigos estaban ya de vuelta por cuarta o quinta vez. Al verlos, Isabel no pudo contener un movimiento de alegría.

El corazón de la mujer no es nunca indiferente al afecto que inspira; y por más que Isabel no tratase de corresponder jamás a un amor que si fue por su parte santo y puro antes de su casamiento con el barón, era después de esto criminal y loco, no dejó de sentirse lisonjeada ante esta nueva prueba de la solicitud de Fontanellas, pues no dudaba que su permanencia en el camino era por ella exclusivamente.

Y esto era tanto más notable y había de satisfacer más § Isabel, cuanto que nunca llenan tanto los buenos oficios y las muestras de estimación como en medio de la desgracia.

Además había otro motivo que hacía que Isabel no sólo tolerase, sino que agradeciese la presencia de Fontanellas y su amigo en el camino de Pedralbes, que en otro caso, como manifestó antes a Clara, la hubiera enojado.

Su hermana partía a Barcelona a píe y acompañada únicamente de su doncella, teniendo que andar un camino de una hora, que es el espacio que media del convento a la ciudad.

Era evidente para Isabel que, conforme lo hicieron a la ida, los dos caballeros escoltarían a su hermana a la vuelta.

En el mismo sitio donde antes se separaron, vinieron a encontrarse ahora.

Clara y su doncella pasaron sin detenerse por delante de los caballeros, saludándolas ambas sin pronunciar una palabra y sí sólo con la vista y una ligera sonrisa.

Mientras las dos mujeres andaban, Fontanellas dirigía de cuando en cuando una mirada llena de dolor a la ventana del monasterio.

Isabel distinguía aquella mirada y la contestaba elevando sus grandes ojos al cielo, en señal de la santa resignación que sabía tener y que encargaba con esta muda pero elocuente expresión de sus ojos a su antiguo amante.

Poco después, Clara y su doncella entraban ya en su casa, a donde no había regresado aún don Juan de Colmenar.

—¡Adiós, bella, prenda mía!-dijo Monteferro casi a media voz y como si Clara hubiera podido oír sus palabras, cuando al llegar a la puerta volvió la cabeza para saludar por última vez con una graciosísima sonrisa a los hidalgos caballeros, que entonces llegaban a la esquina.

Estos contestaron inclinando solamente la cabeza, y poniendo los caballos al trote, pasaron por delante de la casa4 de Colmenar, dirigiéndose a la de Fontanellas.

Así que la superiora de Pedralbes e Isabel concluyeron sus respectivas cartas para el barón y Colmenar, se despachó del convento un hombre con el encargo de llevar inmediatamente los dos billetes a su destino.