CAPITULO PRIMERO
Nada más triste que ver el cielo cubierto por esa negruzca y sombría capa de nubes que, como una lámina de plomo, se interpone a veces entre la tierra y el bello ilimitado azul del horizonte.
Al faltar el sol, los campos pierden su encanto, las avecinas no cantan sus armoniosos coros, las mariposas no revolotean en tomo de las flores; tierra sin sol es triste, incolora, porque no hay armonías.
Un joven jinete, un día oscuro y tempestuoso, salía de Gerona cuando daban las ocho de la mañana en el reloj de su célebre catedral. ¿Adónde se dirigía? Nosotros, usando de licencias concedidas a los novelistas, sabemos a donde va y no creemos importuno decirlo: se encamina este joven jinete hacia la villa de Gualba, sita en las faldas del Montseny.
La villa de Gualba, en la época de nuestra curiosa narración, era un pueblo dependiente de una casa o castillo señorial, del que hoy apenas quedan algunos paredones. Era éste un vasto y espacioso edificio que tenía todo el aire de una fortaleza sin ser realmente tal, puesto que carecía de fosos, murallas y puente levadizo. En cambio, sus paredones eran dobles, sus ventanas muy elevadas, y el edificio remataba por un ángulo en una gruesa torre que daba sobre el valle, dominándolo en gran parte. Al extremo opuesto, o sea por el lado de la montaña, se levantaba un lienzo de edificio, de un solo piso, unido al cuerpo principal, pero en parte independiente de él, y de construcción mucho más moderna. Allí estaban las dependencias del castillo, las cocinas, bodegas, habitaciones del mayordomo y de los criados y demás estancias secundarias, quedando todo lo que verdaderamente formaba el castillo para morada de sus dueños, que lo habitaban en ciertas épocas del año.
Una calle de árboles tima el castillo al pueblo, cuyos habitantes sentían ciertamente de una manera muy viva la opresión tiránica de su orgulloso señor, uno de los barones más intratables y fieros de aquellos tiempos, uno también de los más odiados por sus infelices vasallos, que sólo le respetaban por el miedo que les infundía y por la costumbre, arraigada tradicionalmente en las familias, de respeto y consideración a sus naturales señores.
El poseedor de este castillo, en aquel entonces, era don Diego Rodrigo Calderón, señor castellano, pariente de Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, que, después de haber llegado a la cumbre del poder y a la privanza del rey Felipe m, acabó por morir en un cadalso. Don Diego Calderón, por enlaces de familia, había heredado el señorío de Gualba en Cataluña, y desde entonces unió a sus nombres y títulos el de barón de Gualba.
El día que comienza nuestro relato, el frío se había ido haciendo cada vez más intenso, y desde el principio de la tarde los servidores del castillo, que parecían ser por lo pronto sus únicos habitantes, se habían refugiado en el ancho hogar de la cocina, entregándose allí tranquilamente a sus pláticas y conversaciones, al amor de la lumbre y al grato calor que se desprendía del anchuroso hogar, en donde el fuego hacía gemir corpulentos troncos.
En el sitio preferente, puesto reservado a su elevada dignidad, medio tendido en un sillón de cuero, el mayordomo Mateo hacía gala de su pronunciada obesidad; a su lado, y sentada en un sillón exactamente igual, como si compartiera con él el mando, Elena o Lena, como la llamaban, el ama de llaves, se mantenía tiesa y empinada como un huso.
Estos dos personajes parecían ser los más importantes de la reunión, en ausencia de sus amos. Mateo y Elena poseían la completa confianza del barón, que les dejaba el manejo interior y exterior del castillo, siendo ellos quienes se entendían con los vasallos para cobrar los réditos, siendo ellos, en una palabra, los que manejaban la hacienda de don Diego y los que se convertían también en pasivos ejecutores de sus tiránicas voluntades. Por lo que toca al barón, no acostumbraba ir a su castillo más que dos o tres meses, en verano. El resto del año lo pasaba con su esposa en Madrid o Barcelona, y todo quedaba entonces a cargo del experto mayordomo y de la inteligente ama de llaves.
Ocupaban, pues, estos dos personajes la derecha del hogar, a cuya izquierda se veían dos rústicos bancos. En el uno estaba sentada Gertrudis, gentil y vivaracha Joven, huérfana que un día fue recogida en el castillo, que allí se había criado y crecido, y que era también un poco respetada por todos a causa de ser la favorita de la señora baronesa a la cual, cuando estaba en el castillo, no dejaba un solo instante, acompañándola a todas partes, sirviéndola a la mesa y durmiendo en su propia antecámara.
Al lado de Gertrudis, mirándola de cuando en cuando con ojos un tanto indiscretos, se hallaba Pedro, el guardabosque del castillo; Pedro, charlatán como el que más, pero honradote y fiel como él solo.
El otro banco estaba ocupado por los servidores de menor categoría: dos mujeres que servían para las faenas de la cocina, y cuatro criados destinados al servicio de la casa, sin contar cuatro o cinco más, entre mozos de muía y de labranza, que en aquel momento no se hallaban allí presentes.
Finalmente, en medio, en el sitio que dejaban al descubierto los sillones y los bancos, estaba sentado a la oriental y sobre el blando suelo un muchacho de imbécil fisonomía, de ojos grandes y redondos, que cuando no tenía caballos a los que llevar a beber, ni asador a que dar vueltas, ni cabras que llevar al pasto, se sentaba en el suelo, se cruzaba de piernas, y entreteníase en contar, una por una, las vigas del techo, volviendo a comenzar su operación una vez concluida la cuenta.
No hay duda de que la ocupación era amena y variada, y como las vigas no eran más que trece, resultaba que la pobre criatura no sabía contar más que hasta el número trece. El mayordomo Mateo había creído encontrar cierta semejanza entre la estúpida fisonomía del muchacho y el mochuelo, habiendo comenzado a llamarle con este nombre. De aquí se originó que todos en el castillo le llamaban Mochuelo, y que su verdadero nombre no era sabido de nadie, ni de él mismo.
Apenas era conocido el metal de su voz. Cuando tenía hambre, pedía pan; cuando tenía sed, pedía vino. Éstas y otra docena de palabras eran lo único que claramente pronunciaba. En cambio, labraba que era un gusto. Dormía con Turco, el gran cancerbero del castillo.
Mochuelo, según su costumbre, contaba las vigas del techo y tiraba de las orejas a Turco, que, tendido junto a él, |as patas extendidas y el hocico sobre las patas, le dejaba hacer tranquilamente.
En aquel momento la tempestad pareció arreciar con más furia, y una verdadera manga de viento fue a romperse contra las paredes del castillo, haciéndolo estremecer, abriendo con furia algunas puertas y ventanas, y dejando escapar lúgubres silbidos al penetrar por los corredores y habitaciones.
—¡La Purísima Virgen de Montserrat!-murmuró Lena, incorporándose a medias en su sillón—. No parece sino que esta noche es el fin del mundo. Gertrudis. Se me figura que una de las puertas que he oído batir por el viento es la de comunicación con el castillo. Quizá la hayas dejado abierta esta mañana, cuando arreglaste las habitaciones.
—No, señora-contestó Gertrudis—; estoy segura de haberla cerrado.
—Pero no me has devuelto la llave, creo.
Una mirada experta hubiera creído notar cierta turbación en la joven. No obstante, si fue así, pasó con la rapidez del rayo, porque Gertrudis contestó en el acto, con voz perfectamente segura y con una especie de candidez:
—Es verdad. La he dejado olvidada encima de la mesa de mi cuarto. Ya os la devolveré mañana, señora Lena.
La contestación de Gertrudis pareció haber satisfecho a la señora Lena, y no volvió a promover el incidente de la llave.
—¡Al diablo la tempestad!-exclamó Mateo, oyendo cómo Ja lluvia arreciaba y menudeaban los rugidos del viento—. Parece que va a durar hasta mañana, y en noches como ésta no se puede dormir en este viejo castillo.
—¡Medroso!-murmuró Cristóbal entre dientes.
—¿Le tenéis miedo a que el diablo os tire de las piernas, señor Mateo?-le preguntó Pedro, el guardabosque, que era el único que se atrevía a tomarse con él y con Lena cierta familiaridad y franqueza.
—Yo no le tengo miedo al diablo, Pedro. Los buenos cristianos...
—¿Qué diríais si durmieseis en la sala roja?-exclamó Lena sin volver la cabeza.
—¿La sala roja? ¿La de la torre?-preguntó Gertrudis—. ¿Pues qué hay en ella?-volvió a preguntar la muchacha.
—¡Cómo! ¿Eres de la casa y no lo sabes? Es la sala en que aparece el espectro blanco de Gualba.
Y la señora Lena dijo esto haciendo la señal de la cruz. Todos los que allí estaban reunidos, excepto Pedro, que hacia poco caso de espectros y fantasmas, sintieron como una especie de estremecimiento y de sudor frío al oír las palabras pronunciadas con misterioso acento por la vieja ama de llaves.
—¡El espectro blanco de Gualba!-murmuró Gertrudis—.
¿Y qué es eso, señora Lena?
—Es una tradición de familia.
—Contádnosla, y así mataremos entretenidamente el tiempo-dijo el guardabosque.
Lena, que ardía más que nadie en deseos de narrar la conseja, se excusó, sin embargo, para hacerse de rogar.
—No sé si debo-dijo.
—¿Por qué?
—Primeramente porque, como tradición de la casa, puede decirse que es un secreto de familia, y luego porque hoy es noche de tempestad y, lo que es peor aún, es la noche del Día de Difuntos.
—¿Y eso qué tiene que ver?-preguntó Pedro.
—Mucho que sí. La última vez que se presentó el espectro blanco de Gualba, siendo yo niña y rapazuela, fue precisamente durante la noche del Día de Difuntos y en ocasión en que una deshecha tempestad como la de hoy hacía estremecer los viejos cimientos del castillo; pero si queréis, la contaré.
La tempestad iba arreciando, y Lena comenzó así su historia.
Hace ya mucho, mucho tiempo, cuando este castillo y pueblo no pertenecían aún a la familia de Calderón, era señor de Gualba el anciano barón Guillén, cuya esposa había muerto sin dejarle más que una hija.
Viéndose sin un sucesor varón a quien poder legar su nombre y título, el buen señor, a pesar de su ancianidad, resolvió contraer nuevas nupcias, esperando que Dios bendeciría el lazo que iba a formar.
Eligió por lo mismo una joven modesta y bella, hija de una de las principales familias de la comarca. Fijose la boda para el día 3 de noviembre, y la víspera, no obstante ser Di* de Difuntos, quiso el barón obsequiar a varios de sus amigos con una caza al jabalí en la vecina montaña de Montseny.
Sin duda Dios, ofendido de que el barón consagrara tal día como hoy a mundanos placeres, decidió castigarle, para ejemplo y escarmiento de todos. Es lo cierto que el barón, que había partido alegre y. contento para la caza, sólo volvió cadáver a este castillo.
Sus pajes y sus compañeros de placer trajeron por la noche su ensangrentado y mutilado cuerpo. En el instante en que iba a herir a un jabalí, su caballo, asustado, se alzó sobre sus pies traseros y le despidió de la silla, cayendo el pobre barón al lado mismo de la fiera, que se arrojó sobre él, dejándole cadáver antes que pudieran acudir en su auxilio.
Con la muerte del barón Guillén, acaecida el Día de Difuntos, el castillo y baronía de Gualba debía pasar a su hija Clotilde, casada un año antes con uno de los nobles antecesores de nuestro actual señor. Dicen que Clotilde era una hermosa joven de veinte años, pálida como un lirio acuático y con unos ojos que brillaban como estrellas.
En cuanto supo la muerte desgraciada de su padre, acudió presurosa, pero ni aun tuvo el triste placer de verle cadáver. El barón Guillén dormía ya entre sus antepasados, bajo la marmórea losa de su sepulcro. Cuentan que el difunto caballero tenía un primo, de corazón malvado y de ruines instintos, que ambicionaba la baronía.
Este hombre infame, al ver que los ricos dominios de Gualba iban a pasar a manos de una mujer, pudiendo ser suyos a no mediar este obstáculo, resolvió deshacerse de la infeliz Clotilde, asesinándola si no había otro recurso.
En efecto fue así; a favor de una horrible noche de tempestad, muy parecida a esta, Arnaldo, que éste era el nombre que llevaba, saltó las tapias del parque, y por una escalera secreta pudo introducirse hasta la sala roja de la torre, en donde, entregada a los goces del sueño, descansaba tranquilamente la baronesa Clotilde, cuyo esposo y «señor se hallaba entonces en la guerra.
Una doncella de Clotilde, que dormía cerca de la estancia de ésta, y a quien aquella noche tenían desvelada los rugidos de la tempestad, creyó oír ruido y un grito de agonía en el gabinete de su señora. Llamó en el acto con desaforados gritos a la demás servidumbre del castillo, y todos se precipitaron en la sala roja.
Un horrible espectáculo se ofreció entonces a sus ojos. La joven baronesa, con la negra cabellera flotando sobre sus desnudos hombros, envuelta en su vestido blanco, yacía al píe de la cama, bañada en la sangre que brotaba de una herida profunda, abierta en su seno por un afilado puñal.
Los remedios que prontamente se le aplicaron fueron inútiles. Estaba muerta, y su misterioso e ignorado asesino había desaparecido. Un velo impenetrable cubrió por el momento aquel crimen. Como Clotilde había muerto sin sucesión, su pariente Arnaldo se presentó a reclamar la herencia y los dominios de Gualba, entrando en posesión de ellos a pesar de las gestiones que hizo el. esposo de la difunta.
Cosa de un año poco más o menos disfrutó de sus dominios el nuevo barón, de quien se observó que jamás entraba en la sala roja, ni permitía que nadie entrara tampoco.
Arnaldo no sólo era de mal corazón, sino que tenía un detestable vicio. La mayor parte de las noches las pasaba con algunos compañeros tan perversos como él, apurando sin tasa el contenido de cuantas botellas y jarros de vino se le presentaban delante, hasta que caía embriagado debajo de la mesa, en donde tenían que ir a buscarle siempre sus criados para trasladarle a su lecho.
Una noche, era también la del Día de Difuntos y una espantosa borrasca se había desatado sobre la comarca; una noche, el barón Arnaldo se entregaba a su acostumbrada orgía con sus compañeros de siempre. El vino se había subido ya a Ja cabeza de todos ellos, cuando uno que, al parecer, no estaba aún tan ebrio como los demás, alargó el —brazo y por la ventana del comedor, que estaba abierta, les hizo observar una luz que brillaba en la sala roja de la torre, donde nadie había puesto los pies desde el asesinato de Clotilde. El barón Arnaldo, lo mismo que sus compañeros, vió la luz que brillaba en la ventana de la sala roja, y cuentan que a pesar de su embriaguez, se puso pálido como un cadáver.
Notáronlo sus compañeros, y comenzaron entonces a dirigirle zumbas y a burlarse de él diciendo que tenía miedo. Arnaldo se esforzó por aparentar un valor que realmente no tenía, y haciéndole decir el vino lo que nunca se hubiera atrevido a decir en sano juicio, apostó a que iría en persona a la sala roja para averiguar de qué provenía la luz que se veía brillar a través de su ventana.
La apuesta fue admitida, y Arnaldo se vió en la precisión, de cumplir su oferta o pasar a los ojos de todos por un medroso y un cobarde. Hizo, pues, un esfuerzo para levantarse de
la silla, y con paso vacilante atravesó las habitaciones y corredores del castillo, dirigiéndose a la sala roja.
La puerta estaba cerrada, y, sin embargo, en el interior de la estancia ardía una misteriosa luz. Temblábale el corazón a Arnaldo cuando dio orden para que descorriesen los cerrojos de la puerta y la abriesen.
En el momento en que ésta se abría y en que el barón, cuyo cuerpo temblaba como hoja en el árbol, daba un paso para penetrar en la sala, resonaron en la puerta exterior del castillo furiosos y repetidos golpes, que retumbaron de un modo lúgubre bajo las bóvedas. Arnaldo palideció; pero como sus amigos le observaban, avanzó un paso y puso el pie en el interior de la sala.
En aquel instante volvieron a repetirse, pero de un modo más furioso y descompasado, los golpes que habían sonado en la puerta del castillo, y a estos golpes sucedió un grito horrible del barón. Penetraron en la estancia, pero sólo fue para verle caer desfallecido. Los primeros que entraron en la sala roja dijeron luego que, en pie en mitad de la estancia, habían visto a una mujer muy pálida, vestida de blanco, desmelenado el cabello, con una luz en la mano izquierda, mientras que con la derecha señalaba una profunda herida abierta en su seno y de la cual brotaba un arroyo de sangre que manchaba la blancura de su traje.
El fantasma desapareció en cuanto hubo caído Arnaldo y así que sus amigos penetraron en la sala. Por lo que toca al barón, ya no volvió a levantarse. Su desmayo se convirtió en muerte.
A los pocos instantes penetraba en la sala el esposo de Ja difunta Clotilde, que era el que con repetidos golpes llamaba a la puerta del castillo. Había sabido de un modo positivo que Arnaldo era el asesino de Clotilde y acudía para vengar en él su muerte. Afortunadamente, la venganza de Dios se había anticipado a la suya.
Desde entonces el espectro blanco de Gualba ha aparecido algunas otras veces, cuando ha tenido que sobrevenir alguna terrible desgracia a los propietarios del castillo, habiéndose observado que siempre aparece en la sala roja, con una luz en la mano, en la noche de Difuntos, mientras que atruena el espacio la tempestad, y cuando suenan golpes misteriosos en la puerta exterior del castillo.
Yo recuerdo que, cuando niña, oí una noche sonar esos golpes y vi luz en la ventana de la sala roja. Al día siguiente se dijo que había aparecido el espectro, y antes de terminar el año había muerto el barón, padre de nuestro actual señor.