CAPITULO PRIMERO

Así que se separaron del sitio que ocupaba la condesa, ésta y Margarit se encontraron en una de esas situaciones embarazosas, tan frecuentes entre dos personas cuando por medio de rodeos y no directamente han de ir a parar a un punto de marcado interés.

Junto a la ancha puerta de la escalera, que bajaba al jardín, habla una sala menos frecuentada que las primeras y allí la condesa desplegó, digámoslo así, las primeras guerrillas para el ataque que proyectaba.

—Señor de Margarit, no contaba, a pesar de mi invitación, tener el gusto de veros por acá, pues francamente no esperé que nos invitara.

—Ya veis, pues, que me tenéis aquí.

—Tenía motivo para sospechar que vendríais a este baile. ¿Sabéis el motivo de esta fiesta? Pues ha sido un objeto la celebración de haber entrado el virrey en el camino que tanto tiempo le señalaba su deber, como fiel vasallo y servidor de Felipe Cuarto, y la voluntad del conde-duque de Olivares, su ministro.

—Vivo bastante retirado y ajeno a la política para ocuparme «le la marcha del Gobierno y sus agentes-dijo Margarit.

—Ya sabéis el porqué del baile... Ahora necesitaré deciros también por qué creía' que no asistiríais vos.

—No comprendo...

—Os lo diré. Creí que no asistiríais precisamente porque se daba con este objeto; mas veo que en la apariencia confieso que me engañé, no así en el fondo.

—Pero...

Yo debí haber pensado que vos, cuyo talento ha sabido en el Principado, vendríais a «este baile por no señalaros, siquiera aborrecieseis el motivo con toda vuestra alma.

—Pero, señora, quisiera que expósitamente me dijerais en qué fundáis todo eso que me ofendería quizá de boca de otra persona que no fuese vos.

—Os lo diré; pero antes permitidme que os felicite por una cosa, y es por el extremado tacto con que sabéis conduciros.

—Decid, decid, señora; que yo, repito, os escucho hasta que llegue el momento en que, siendo completamente explícita, pueda responderos sin rodeos.

—Bien, sigo. He dicho que tenéis un finísimo tacto y os felicito por ello, porque sólo así pudisteis poneros al abrigo^ de toda sospecha y trabajar, por consecuencia, libremente en la obra que habéis emprendido.

Una ligera sonrisa se deslizó en este momento por los labios de Margarit.

—Podéis sonreíros, no le hace; yo sé que en vuestro interior aceptáis, pues que es justa, mi felicitación, así como sé que, partiendo de mis labios, os da más bien miedo que otra cosa.

Margarit prometió hábilmente no responder a la condesa hasta que la conversación llegase a cierto punto, y esto Le evitó el compromiso de tener que contestar sin saber qué decir a ciertas palabras, como hubiera sucedido en este mismo momento.

—Aunque esto último-prosiguió tenazmente la condesa—, el miedo, podéis alejarlo por completo. ¡ Ya vos sabéis que yo no delato!... Pues creo que me hayáis tenido por todo lo del mundo, menos por delatora. ¿Os acordáis de la muerte del capitán Martín Andal?

—¿Martín Andal?...

—Sí, que murió asesinado... por haberme revelado la existencia de una Sociedad secreta tan hábilmente organizada, que me dio mucho que pensar para descubrir el origen de ella; quiero decir la cabeza que la habla promovido y la regla después.

—¿Y disteis con ella?...

—Sí-dijo resueltamente la condesa.

—Eso hace todo el elogio de vuestra sagacidad v de vuestro talento.

—Pues sabiendo yo eso de la Sociedad, el Gobierno lo ha ignorado hasta el otro día.

—Que se lo habéis revelado-añadió Margarit, que, sin perder su aplomo, iba, no obstante, tomando parte en la conversación.

—Sí; el Gobierno, con saber a secas la existencia de una Sociedad secreta en Barcelona, no sabe nada; pero tiene motivo suficiente para reprender fuertemente al virrey que la ignoraba, y hacer que éste se decida a entrar en la senda del rigor que el pueblo necesita...

—Del rigor que el pueblo necesita..., ¡es verdad¡

—Sí, señor de Margarit-repuso la condesa con acento reconcentrado—; para levantarse de una vez y hacer pedazos el látigo con la mano que lo castiga...

Margarit estaba asombrado oyendo las palabras de la condesa.

Con la seducción que ésta tenía en los ojos y en los labios, con la simpatía que sabía inspirar, y sobre todo con el acento de verdad que supo imprimir a sus últimas palabras, cualquiera que hubiese tenido menos aplomo, menos sangre fría que Margarit, se hubiese visto insensiblemente arrastrado por tan poderosas fuerzas. Pero el presidente de la Hermandad de la Muerte ni olvidaba esta condición, ni menos dejaba de ver un momento en la condesa de Fiorerosa a la enemiga declarada de su partido, a la que excitaba al rigor al virrey, y lo que pagaba a los paisanos para que a su voz se levantasen en un momento dado en los pueblos del Principado, y, por último, a la que tenía el atrevimiento de dar un baile aquella misma noche, en celebración de un acontecimiento que lloraba el pueblo con lágrimas de dolor. Pero queriendo que llegase al último punto de su objeto, dijo:

—Según eso..., vuestros afanes y el objeto que generalmente se les atribuye...

—Son diametralmente opuestos, a lo que parece.

—Entonces, grave injusticia os hace el pueblo al Juzgaros como os juzga-dijo irónicamente Margarit, que no tenía inconveniente en usar ciertas palabras, atendido lo cercano que se hallaba el momento en que todos los hermanos de la Muerte debían aparecer a la luz del día luchando en defensa de la patria.

—Ya sé que el pueblo, que no juzga más que por apariencia, me juzga así. Día llegará en que me Juzgue de otro modo Eso no corre prisa. Lo que yo necesito ahora es que empecéis vos por rectificar vuestra opinión acerca de mí.

—Y ¿qué os importa mi opinión en este punto?

—Mucho.

—No comprendo.

—Es que sin vuestra opinión me veo privada de seguir con 1» ayuda que yo necesito en mis proyectos. Y voy a pediros urja cosa que está al alcance de vuestras manos: admitidme como hermano de vuestra Sociedad.

—¡ Señora!-dijo asombrado Margarit—. ¿Por quién me tomáis, condesa?

—Por el hombre de talento que ha sabido organizaría y que es su presidente.

—Perdonad, condesa. En este punto nuestra conversación no puede continuar. No sé a qué género pertenece la broma que habéis tenido la bondad de darme; pero sí diré que versa sobre asunto harto delicado para no poder ocasionarme graves disgustos mañana. Dispensadme que así os hable; pero vos comprenderéis perfectamente que yo trate de evitar un compromiso de esta especie, cuyo motivo, siendo en sí una tontería, lo harían de suma gravedad las circunstancias en que se encuentra hoy el Principado.

La condesa miró un momento a Margarit y dijo, con el acento del más vivo pesar:

—No esperaba, señor de Margarit, que hicierais semejante injusticia a mi conducta con vos, ni menos que vuestro buen talento no saliese del círculo del vulgo para juzgarme.

Estas expresiones, dichas como las dijo la condesa, hicieron esta vez un efecto indecible en Margarit.

—Pero, señora, tened la bondad de juzgar las cosas desde mi lugar, y veréis que no merezco esa reconvención por parte vuestra. %o creo cuanto me habéis dicho de vos; creo, por mis que— no lo parezca, que trabajáis en favor del pueblo cuando excitáis a sus enemigos a que le castiguen con mayor rigor... Todo eso creo, porque vos lo decís, y añadiré francamente que de tal modo lo habéis dicho y de tal manera habéis explicado vuestra conducta, que no es imposible cuanto habéis manifestado; pero se me figura que de eso a hacerme creer de mí tina cosa que yo mismo ignoro..., comprended, señora, que hay un poco de distancia.

—Sé que sois el presidente de esa Hermandad porque nadie puede ser sino vos. Estoy de ello íntimamente convencida y desde hace mucho tiempo, pues así que mis sospechas fueron adquiriendo visos de verdad, empecé a practicar diligencias para adquirir pruebas, que vais a conocer. Tengo en mi casa un criado que traje conmigo de Italia y de cuya perspicacia excuso deciros nada, pues vos mismo conoceréis, por lo que voy a referiros, hasta dónde llega. Le mandé que se informara de vuestra casa, que yo ignoraba, y que procurase tomaros bien de vista. Yo le di para ello nada más que vuestro nombre. Ahora vos sabréis si son o no ciertas las noticias de mi criado ocupado durante mucho tiempo en este delicado servicio. Todos los días me las traía. No os molestaré refiriéndolas todas minuciosamente. Os diré solamente si la noche del veintiuno del mes pasado salisteis de vuestra casa a las once. Decidme si es verdad...

—Sí.

—Fuisteis a la Catedral. Mi criado observó que por Ja misma puerta del templo por dónde habíais entrado penetraron antes y después que vos varios hombres que con mucha cautela venían por la calle del Obispo. He aquí por qué yo colegí que tendríais sesión aquella noche y en aquel sitio. Vos ahora sabréis si la tuvisteis o no.

A pesar de que la condesa no podía decir casi más a Margarit, éste permanecía afectando la mayor sangre fría, encogiéndose de hombros a las últimas palabras de aquélla.

—Ahora bien, señor don Pedro: yo supe eso ja las doce y minutos de la noche, cuando todos vosotros estabais dentro. ¿Y no os choca que un enemigo al parecer tan encarnizado como yo del partido de los Narros no diese inmediatamente parte al virrey, que tenía tiempo de sobra para haberos cercado y cogido luego infaliblemente dentro de la Catedral?

Verdaderamente, la condesa no podía presentar a Margarit otra prueba mejor que ésta para sincerarse en ‘ su opinión de la fama que el vulgo le daba.

—Después de esto-añadió la condesa, haciendo un ligero guiño—, mi criado, siguiéndoos la pista, ha adivinado que pasabais largas horas en una ermita de Montserrat, y que desde allí dictabais órdenes para' los hermanos mayores.

Margarit palideció. Este efecto no pasó inadvertido a la condesa, que continuó tenaz e impasible:

—Ya conocéis que, después de lo que acabo de manifestaros, sería ridículo por vuestra parte el obstinaros en negarme por más tiempo lo que veis sé tan perfectamente.

En verdad que hubiera sido ya ridículo para Margarit continuar negando lo que la condesa le había presentado tan claro como la luz del día. Así, exclamó de una vez:

—Pues bien, señora: yo soy ese ermitaño y el presidente de esa Sociedad secreta que se llama Hermandad de la Muerte. Me conocéis. Sé que sois nuestra mortal enemiga, y a esta hora no me importa que estéis iniciada en secretos que dentro de breve no lo serán ya para nadie... Oíd: sabed que aquí, en vuestra misma casa, donde habéis tenido la desgraciada ocurrencia de reuniros para insultar con vuestro lujo al pueblo que desangráis, aquí os tengo presos a todos, y que a una sola señal mía veríais esas ricas alfombras convertidas en un lago de sangre, y en montón de cenizas y escombros esos dorados techos y magníficos tapices...

—Pero deteneos un momento y decid: ¿por qué cuando yo hubiera podido perderos en la Catedral no lo hice? Porque comprendí que trabajabais por la misma causa que yo. ¿Por qué después, cuando supe que erais vos el ermitaño, y éste el presidente de la Hermandad, no sólo no os descubrí, sino que hice matar al criado que había descubierto vuestro secreto, temerosa de que pudiese revelarlo?

Estas razones empezaban a hacer cierto efecto en el ánimo de Margarit. No obstante, contestó también, como la otra vez, con la misma sequedad:

—Vos lo sabréis.

—¿Por qué, lejos de querer ocasionaros el menor daño, hubiese dado todos mis tesoros para ayudaros?

Entonces Margarit recordó, al oír la palabra tesoros, la carta que aquella misma noche había recibido, y.,dijo a la condesa:

—¡Si los hubieseis derramado, como los derramáis ahora, en reclutar gente en Santa Coloma y demás pueblos inmediatos!...

—¿Quién os ha dicho eso?

—¿Hacéis esta pregunta al presidente de la Hermandad de la Muerte?

—Es que os han informado bien. Es cierto.

—Y esa gente a la cual se ha prometido el saqueo... —También es verdad-dijo firmemente la condesa.

—Estará alistada para favorecemos en un día dado-observó irónicamente Margarit.

—Vos lo habéis dicho. Eso es.

—Voy a hablaros con franqueza, y uso de esta palabra en su verdadero sentido, porque así conviene en este momento. Vos me dispensaréis asimismo que, al punto en que hemos llegado, prescinda con vos de las consideraciones que en otro caso vuestra calidad y vuestro sexo me impondrían como caballero. Aquí, el uno frente al otro, desaparecen en este momento la condesa de Fiorerosa y Margarit para dejar por completo el lugar a la agente del conde-duque en Cataluña y al presidente de la Hermandad de Ja Muerte. Bajo este concepto oíd mis últimas palabras, condesa.

—Decid.

—Vos comprendéis que yo no he de ser tan cándido para fiarme de lo que vos digáis, por la sola consideración de que sois vos quien lo dice... Yo que necesito una garantía que me asegure de la verdad de las intenciones que me habéis manifestado.

—Estáis muy en vuestro lugar al exigir esto de mí; paro por lo pronto no’ puedo daros otra seguridad que la de mi palabra a secas.

—Dispensadme, pero comprenderéis que no basta. ¿Podéis darme otra garantía?

—Sí, y de tal naturaleza que enmudeceríais de seguro ante ella entregándoos a mí por completo.

—Dádmela, pues.

—Os he dicho que no puedo por ahora.

—Ved, condesa, que si es cierto lo que me decís, os pesará dentro de una hora.

—Ved, don Pedro, a vuestra vez lo que hacéis, par» que luego no os arrepintáis de no haberme atendido. Asaltad con los vuestros mi palacio para vengar las ofensas del puebla en los tiranos que encierra; reducidlo si queréis a cenizas. ¡ No importa! ¡En medio de la catástrofe veréis cómo se levanta sobre todos vosotros y quién es la condesa de Fiorerosa! Pero si por la precipitación con que obráis se malogra la empresa, cosa que puede muy bien suceder; si precipitando el golpe no me dais tiempo de retiñir mis elementos, entonces, don Pedro, preparaos a sinceraros de los terribles cargos que más tarde voy a dirigiros.

—¿Me dais la garantía?-preguntó por última vez Margarit.

—Hoy, no.

—Adiós, condesa, y que caiga sobre vos toda la responsabilidad.

—Adiós, don Pedro, y preparaos a responder de ella.

En esto dieron las once en el magnífico péndulo que había en el salón principal. Al oír Ja hora, Orso, que estaba hablando con Clara, dirigió la vista a la labrada esfera y exclamó:

—¡Las once!

—¿Qué tenéis?-preguntó Clara, sobresaltada.

—No os mováis de este mismo sitio, Clara, os lo suplico;

, ya sabréis luego por qué.

—levantándose de repente, se dirigió en busca de ja condesa por los salones.