CAPITULO VI
Juana escuchó la historia que le contó Orso de Monteferro a la pálida luz de la luna y bajo los pliegues de la bandera de la muerte.
Cuando el joven extranjero hubo terminado, se calló vencido por la emoción. Hubo un instante de silencio que Juana interrumpió.
—¿Qué pensáis ahora?-le preguntó.
—La pérdida de ese puñal-dijo Orso con desaliento-destruye todas mis esperanzas.
—Nada me habló jamás de ello mi esposo. Sin embargo, si ese puñal existía en su poder, yo le encontraré; más ¿podéis darme alguna seña particular por la que sea conocido el puñal?
—Sí por cierto. He oído varias veces decir al anciano servidor que cuidó de mi educación, con referencia a lo que le dijera mi padre, que este puñal tiene grabado en su hoja por un lado un esqueleto y por el otro la divisa de mi casa: La sangre lava la injuria.
Doña. Juana se levantó entonces y añadió:
—Nuestra entrevista ha terminado, caballero de Monteferro. Podéis ir, si os place, a descansar algunas horas. A las cuatro de la madrugada un guía irá a despertaros y os acompañará hasta el pie del monte.
Orso abrió los labios para decir algo; pero doña Juana no le dio tiempo.
—No achaquéis esto a despedida. En cualquier otra ocasión os hubiera brindado con la hospitalidad %n mi campamento, par pobre que en él sea; pero será muy probable que los primeros rayos del sol de mañana me encuentren lejos de aquí. Las tropas enviadas en nuestra persecución han llegado a Gualba, y es preciso burlarlas.
Juana decía en aquel momento lo que estaba más lejos de su mente, y no hacía sino repetir a Orso una idea que ya en el castillo de Gualba le anunció Fadrí: la de que muy bien podía ser que los bandoleros abandonasen la montaña. Esto, sin embargo, no era más que una táctica peculiar de la banda negra, pues tanto Fadrí como Juana sabían que en ningún punto estaban tan seguros como en el Montseny.
—¿Cómo sabré si habéis encontrado el puñal?-preguntó entonces el joven.
—De hoy en ocho días un hombre de mi confianza irá a llevároslo. Procurad estar a las cuatro de la tarde de dicho día en la catedral de Barcelona en Ja primera grada de la capilla de Santa Eulalia. Allí irá a buscaros mi mensajero.
Orso se dispuso a bajar de la plataforma. Juana le tendió su mano.
—Caballero-le dijo—, habéis dicho bien. La venganza nos hace hermanos. ¡Adiós, hermano mío!
Monteferro estrechó con emoción la mano de aquella mujer, que aparecía sublime ante sus ojos, y bajó de la colina buscando la choza que le servía de albergue y arrojándose sobre el lecho hizo por dormir.
A las cuatro de Ja madrugada poco más o menos le despertaron. Un bandolero envuelto en su manta, bajo la cual llevaba el pedreñal, se le presentó para servirle de guía, y ambos comenzaron a bajar la montaña.
En tanto que esto acontecía en este lugar, en el castillo de Gualba se reunían las tropas que habían sido requeridas para la expedición contra la banda negra.
El barón, don Diego Rodríguez Calderón, que ya sabemos era un decidido Cadell, al tener noticia de que su padre político, don Juan de Colmenar, antiguo gobernador de Víc, enemigo mortal de Serrallonga, iba a operar-a Montseny en persecución de la banda negra por orden del virrey de Cataluña, se apresuró a poner a su disposición el castillo de Gualba, habiéndolo aceptado. Colmenar por creerlo sitio a propósito para establecer en el centro de sus operaciones militares.
Este era, pues, el motivo de haber acompañado don Diego a los jefes en aquella expedición.
Los tercios iban a las órdenes de don Juan de Colmenar; pero se había dispuesto que le acompañase como adjunto el alguacil Monredón por ser hombre muy travieso, muy activo, de muchas relaciones y conocimientos en el país, y el cual por razón de su cargo, podía en aquella expedición prestar señalados servicios.
Aunque aparentemente Colmenar era el jefe de la expedición, estaba secretamente sujeto al alguacil real, que era quien había respondido del buen éxito de la empresa, siendo, por consiguiente, quien tenía amplios poderes para proceder.
Colmenar, sin embargo, ya fuese por ser amigo antiguo de Monredón, o por otra causa que no debemos averiguar, parecía estar contento con el mando ficticio y dejaba el efectivo, a Monredón.
Colmenar aproximose al alguacil real y le preguntó:
—¿Cuándo salimos? ¿Ha llegado el caso?
—Llegó, y que esta noche dormiremos en el campamento de los bandoleros. Dad, por consiguiente, vuestras órdenes para que al caer la tarde nos podamos poner en marcha; pero dadlas con mucha reserva, a fin de que los soldados no se enteren de ello hasta la hora misma de partir. Que nadie más se entere tampoco. Yo me entiendo, pues que no sé si se puede fiar en todos los servidores de este castillo. Por lo demás, yo respondo de todo. Mañana seremos dueños de la doña Juana.
Colmenar no contestó nada. En cuanto al barón, no pudo menos de mostrar en su rostro su profundo desagrado por la manera como hablaba a su suegro el alguacil real, pareciendo ser el verdadero jefe. Sin embargo, al ver que Colmenar callaba, disponiéndose a obedecer, se encogió de hombros de una manera altamente desdeñosa para su suegro, y se calló a su vez.
Nadie volvió a hablar una palabra. Diéronse las órdenes, se tomaron las precauciones que quería Monredón, y a la hora del crepúsculo la tropa se puso en marcha, llevando a su frente a Colmenar al alguacil real y a dos o tres hombres muy prácticos en la montaña y de entera confianza de Monredón. Por lo que toca a don Diego, se quedó en Gualba.
Tanto Fadrí como doña Juana sabían perfectamente la existencia de una fuerza considerable en Gualba; pero por esto se mantenían tranquilos en su campamento. En caso Ce que se los atacase, cosa que les parecía muy difícil por estar situado el campamento en un punto i del monte casi inaccesible, tenían dos medios de retirada; una cueva que partía de un bosque vecino y que atravesaba el monte, yendo a salir al otro lado, y un camino, sólo conocido de los montañeses más.prácticos, que llevaba a Muscarolas.
De estos dos medios de retirada, el de la cueva era más seguro e infalible, por ser sólo conocida su existencia de los bandoleros.
El aviso que Monredón había recibido aquella misma mañana en Gualba era el de que los jefes por él designados se habían ya puesto en marcha desde Hostalrich, punto de partida, para hallarse cada uno al anochecer con su respectiva fuerza en los puntos indicados. El hacer salir los hombres de armas de Hostalrich y no de Gualba era otra hábil maniobra del alguacil real, el cual consideró muy acertadamente que la vista de los bandoleros y, por consiguiente, de sus espías estaría fija en el cuerpo principal. Las divisiones que salieran de Hostalrich para puntos distintos, podían pasar inadvertidas a los ojos de la banda negra, y así sucedió en efecto.
Había ya caído del todo la noche, cuando en el bosque de hayas inmediato al campamento de los bandoleros sonó de pronto el nocturno y monótono canto de la lechuza. Uno de los centinelas apostados en el bosque lo oyó, y en seguida, por medio de un silbido, hizo seña al centinela más inmediato a él, el cual trasladó el silbido al otro, llegando así al instante esta señal de alarma al campamento y a oídos de Fadrí. Este se armó de su pedreñal y se internó en el bosque.
No tardó en encontrarse con Pedro, el guardabosque de Gualba, al cual habían dejado pasar los centinelas, siendo el mismo que había dado aviso de su llegada remedando el canto de la lechuza.
—¡Pedro!... ¿Qué es lo que sucede?-le preguntó Fadrí.
—Dentro de dos horas, a más tardar, pues que es todo lo que les llevo de delantera, estarán las tropas reales a la entrada de este bosque.
—¿Quién las manda?-preguntó Fadrí sin sorprenderse
—Don Juan de Colmenar y el alguacil real Monredón.
—¿Quién las guía?
—Tres hombres de Granollers prácticos en este monte.
—¿Crees tú que vienen aquí directamente?
—En línea recta. Saben perfectamente la posición de vuestro campamento.
Y sin decir más palabras, Fadrí y Pedro se separaron, volviéndose aquél al campamento y el otro a Gualba por una vereda de él conocida. Fadrí comunicó a doña Juana lo que pasaba.
No dejó de admirar mucho a la arrogante capitana, como, admiraba también mucho a Fadrí, la noticia de haberse puesto en marcha las tropas reales a la caída de la noche.
Doña Juana, Fadrí y Tallaferro celebraron en el acto y en pie una especie de Consejo de guerra, resolviéndose por fin de hacer lo que otras veces habían hecho en circunstancias parecidas. Decidieron levantar el campo y marchar por el camino de la cueva.
Efectivamente, gracias a este medio, ya alguna otra vez sucediera que los tercios enviados contra los bandoleros habían llegado al campamento, no encontrando a nadie y teniéndose al cabo que volver por donde habían venido, mientras que a las dos o tres horas de su partida los Narros volvían a ocupar su puesto.
Se trataba, pues, de jugar a los tercios una burla como otras veces; pronto vieron, que lo que pensaban era impracticable, pues un hombre vino a comunicar que habían cegado la cueva, por lo que doña Juana dijo:
—Fadrí, tres son las fuerzas que se han enviado contra nosotros; pero de las tres sólo tendremos que combatir a una si nos quedamos aquí. Intentar marchamos por la cueva desde el momento en que la han cegado es cosa imposible. Aun cuando pudiésemos remover los obstáculos, no conduciría a nada, pues hallaríamos la tropa que nos espera a la salida. Forzar el paso de Muscarolas, donde habrán tenido buena cuenta de parapetarse, sería una temeridad. Considero lo mejor quedamos aquí y esperarlos, agrupados todos junto a nuestra bandera.
Doña Juana continuó extendiendo la mano y señalando el bosque.
—La fuerza que manda Colmenar debe desembocar por este bosque, y cada hombre que ponga el pie allí será víctima de nuestros tiros. No se atreverán a subir al asalto, porque nosotros seríamos los más fuertes. Las fuerzas que hay en Muscarolas y a la entrada de la cueva no abandonarán sus puntos. Así, pues, sólo tenemos que combatir a los que vienen con Colmenar. En último resultado, abandonaremos el fuerte, nos dirigiremos hacia Muscarolas y nos dispersaremos.
Fadrí movió la cabeza e hizo varias objeciones al plan de doña Juana. La opinión de Fadri era que desde el momento se adoptase la última idea indicada por ella misma.
Esta idea consistía en una cosa muy sencilla, puesta en práctica varias veces por el difunto Serrallonga cuando se veía —perseguido muy de cerca. Dado un punto de reunión para seis ti ocho días más tarde, la banda se dispersaba, ocultándose cada uno en el sitio que mejor le parecía. Ya en la primera parte de esta obra hemos visto el buen efecto que produjo esta combinación cuando se mandó levantar un somatén general contra Serrallonga. Sin embargo, esto tenía también sus inconvenientes, y doña Juana no quería apelar, a este recurso más que en un caso extremo.
Negose, pues, a ceder a las instancias de su teniente.
—Preveo entonces, señora-le dijo—, que hoy vamos a morir aquí todos.
—Si no hay otro recurso, Fadrí, moriremos.
—Hágase entonces como vos deseáis.
—Tengo empeño en hacer ver a nuestros enemigos que valemos más de lo que ellos suponen.— Quién sabe si al ver que les esperamos a pie firme, retrocederán.
Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de Fadrí.
—Han ido ya demasiado adelante para retroceder. Además, los manda Monredón, que es, mejor que Colmenar, su verdadero jefe.
—Precisamente es ésta una de las circunstancias que me obligan a esperarlos. Monredón y Colmenar son dos de los asesinos de mi esposo. Si consiguiera, especialmente, matar a Colmenar, no me importaría morir.
—Peor que Colmenar es Monredón. El alguacil real, señora, es una hiena sedienta— de sangre de Narros, y, cobarde como es, cuando se ha aventurado a ponerse al frente de esa expedición, es porque confía en el triunfo, porque tiene seguridad en éste.
—Somos cuarenta hombres resueltos, Fadrí.
—Pero ellos son trescientos o más, señora. Quedarnos es una temeridad. Todavía estamos a tiempo para dispersamos, y bien sabe Dios que no digo esto por miedo.
Fadrí no debía hacer esta observación. Demasiado sabía doña Juana que no era el miedo el que le obligaba a expresarse de aquel modo.
—No, Fadrí, no-dijo doña Juana, que en ciertas ocasiones era obstinada y terca—. De ningún modo. Puesto que saben el paso de la cueva y nos lo han cegado, quiero batirme con ellos. Siempre queda tiempo para dispersarnos.
Juana, pues, se volvió a los suyos y les dijo que era preciso esperar a los enemigos y aceptar el combate.
Una vez dispuesto ya para el combate, la tardanza impacientaba a Fadrí de Sau, que estaba ya preparándose para ir al bosque a reunirse con los bandoleros en él colocados, cuando de pronto se oyeron algunos tiros, a los que siguieron gritos repetidos y en seguida una descarga de mosquetería.
Era que la avanzada enemiga se había tropezado en el interior del bosque con los bandoleros.