CAPITULO IV
Después de los cumplidos de costumbre, la condesa indicó el sofá y Colmenar y Monredón tomaron asiento, quedándose ella en el sillón.
—Os recibo de confianza, señores-dijo la condesa así que se hubieron sentado.
—Tanto mayor honra para nosotros-contestó Colmenar, inclinando un poco la cabeza.
La condesa, tomando la primera la palabra, preguntó:
—¿Y qué novedades corren?
—¿Habéis visto hoy al virrey?
—¿A Santa Coloma?-dijo la condesa.
—Sí.
—A caballo le vi pasar, a eso de media tarde.
—No hubiera podido indicaros nada aún.
—¿Pues?-volvió a preguntar la condesa con marcada impaciencia.
—No había recibido aún los pliegos de Madrid que llegaron al anochecer.
—¿Y traen alguna novedad?
—Un triunfo para vos y un disgusto para el conde.
—No os comprendo.
—Es bien fácil, sin embargo. ¿Cuál ha sido siempre vuestra opinión acerca del gobierno del virrey?
—¿Mí opinión acerca del gobierno del virrey?
—Francamente, condesa-repuso Colmenar con un tono más afectuoso que familiar, a pesar de que éste era el carácter dé la conversación—. ¿No habéis reprochado alguna vez la debilidad de carácter del virrey?
—Cómo han reprochado esa debilidad cuantos verdaderamente se interesan por la seguridad y orden del Principado; pero de esto a exponer mi opinión acerca de su gobierno...
—Ciertamente, vuestro talento...
—Mil gracias.
—No se ha extendido a tal punto conmigo... por más que la tenga formada: ni merezco ni he tenido en verdad este honor...
—La debilidad del conde-duque le perderá-exclamó la condesa, afectando un sentimiento más vivo en favor del virrey.
—Soy enteramente de vuestra opinión.
—Pero permitidme-continuó la condesa, que vió llegado ya el momento de emplear toda la fuerza de su ingenio al objeto que ocultaba—, permitidme que os diga que no tiene toda la culpa el virrey del reproche que ha sufrido...
—¿De quién es, pues, la culpa?-dijo entonces Colmenar, que creyó adivinar que algo le tocaba a él por el tono y la mirada con que acompañó la condesa sus palabras.
—En hombres colocados en el puesto que ocupa Santa Coloma influyen mucho las personas que los rodean...
Entonces Colmenar y hasta Monredón miraron fijamente a la condesa, como para pedirle una explicación por sus palabras.
—Sí, Colmenar; la influencia de las personas allegadas a los que mandan es la que prevalece siempre en la esfera del gobierno, y esto es seguro cuando el que ejerce el poder es de un carácter tan dúctil como el virrey de Barcelona.
—Creo, condesa, que no podéis dudar ni un solo momento de nuestras intenciones y completa adhesión al gobierno, como de nuestros servicios contra esa semilla de bandidos que nosotros hemos perseguido tan mortalmente...-la condesa, a estas palabras, hizo un movimiento que apenas se notó, contenido por su excesiva fuerza de voluntad—. Y cuyas ideas son hoy todavía la causa de} malestar que siente el país-concluyó Colmenar.
—Es que no basta eso-dijo la condesa, repuesta ya de la sensación primera—, no basta ser completamente adicto a una causa y batirse en el campo de batalla. Los servicios los exigen las circunstancias, y según sean éstas, han de prestarse aquéllos. Ya sé que sois Cadells de corazón; pero esto mismo os impone el deber de emplear en todas ocasiones vuestros esfuerzos en favor del partido.
—Pero...
Aquí la condesa entró ya de lleno en su objeto, y dijo:
—Francamente, mucha parte de la debilidad del virrey está en la falta de excitaciones por vuestra parte. Las ideas sembradas e infundidas por los Narros al pueblo tienden a la rebelión del Principado contra su legítimo rey. ¿El pueblo no quiere alojamiento, apoyándose en las constituciones y fueros del país? Pues alojamiento sin consideración. ¿Rechaza los impuestos? Apremios, pues, sin demora, y donde falte la voluntad del pueblo, súplalo la fuerza de quien lo gobierna.
—¡Bien! ¡Muy bien!-exclamaron a un tiempo Colmenar y Monredón—. Tenéis razón, sobradísima razón, y eso falta que conozca el virrey.
La condesa, queriendo aprovechar todo el efecto de sus palabras, fuese ya al punto principal y dijo:
—Y sobre todo, ¿de dónde viene, dónde está la causa del mal? ¿No está en ese abominable partido de los Narros, abiertamente hostil, y siempre contrario al Gobierno? Paguen, pues, sus hijos y sus haciendas el daño que sus perniciosas ideas están causando. No es tan difícil señalar quiénes son Narros y quiénes Cadells en el Principado de Cataluña.
—Ciertamente, condesa, os sobra la razón, y desde ahora os prometemos emplear todos nuestros esfuerzos cerca del conde, a este fin.
—Podéis y debéis; estáis en la obligación de hacerlo-repuso la de Fiorerosa, disimulando apenas la alegría por el buen resultado que auguraba de sus palabras.
—Hasta ahora, francamente-repuso Colmenar—, vos comprenderéis que por naturalísimas consideraciones no hayamos excitado abiertamente al virrey a seguir otra senda; pero hoy tenemos un motivo justo que nos impone este deber, por un lado, y por otro nos da un derecho, ya que nos ha sido comunicado por el mismo virrey.
Llegó para la condesa el instante de aprovechar el último y más poderoso recurso. Así, levantándose del sillón dijo:
—Yo haré todavía más valedero ese derecho a los ojos del virrey.
—abriendo la arquilla, sacó la carta de Olivares, enseñando el párrafo que vieron nuestros lectores a Colmenar y Monredón.
—Podéis-continuó la dama con toda la serenidad y aplomo que adquiere uno cuando llega a dominar una conversación-hacer todo el uso que creáis conveniente de esta carta ante el virrey, para lograr nuestro objeto.
—No desaprovecharemos tan buen recurso.
—¡Una carta de puño y letra del conde-duque!-dijo Monredón, admirado y mirando a la condesa, que para él era ya desde entonces un elevadísimo personaje.
La de Fiorerosa comprendió que debía aprovechar toda la importancia que le daba la ocasión, y dijo:
—No es esto un milagro en el conde-duque. Mi buen tío el ilustre conde de Fiorerosa tenía íntimas relaciones con Olivares, y el ministro de Felipe IV no olvida en su elevada esfera a la sobrina de su antiguo amigo.
—Vamos, pues, con vuestro permiso y directamente al palacio del virrey.
—Como queráis, y ojalá alcancen vuestros esfuerzos el resultado y la recompensa que merecen.
La condesa pronunció estas últimas palabras con el coraste en los labios.
Colmenar las escuchó con cierta indefinible emoción, y con una especie de ternura semiintencionada se atrevió a decir: —Harta recompensa es ya merecer vuestra aprobación. A vuestros pies, condesa.
—Adiós, señores.
—Colmenar y Monredón, saludando a la vez, salieron acompañados de la doncella que los recibió en a primera sala, acompañándolos a su vez por ésta hasta la escalera.
Las revelaciones de Martín Andal a la condesa de Fiorerosa acerca de la secreta sociedad a que pertenecía el desdichado muerto bajo el puñal de Fadrí, traían inquieta y revuelta a toda la Hermandad de la Muerte.
Todo el poder de las Sociedades secretas descansa, como su nombre lo indica, en el secreto que envuelve sus actos, bases y reglas de su organización.
La Hermandad de la Muerte tenía un miedo terrible y tanto más fundado cuanto mayor era el empeño del Gobierno en aniquilar a cuantos intentasen la emancipación de Cataluña, principal objeto de la Hermandad.
Así que llegó la desagradable nueva de la falta de Martín Andal a oídos del presidente, éste pensó en pasar aviso a todos los hermanos para reunirse y evitar o prevenir las consecuencias de las revelaciones de Martín que iban a sufrir todos los afiliados. El presidente tomó, por el pronto, la primera providencia indicada por estos casos.
Esta fue la de pasar al hermano mayor de cada grupo, para que éste la comunicase a los del suyo respectivo, la palabra prudencia, que era la señal de que se había violado el secreto de la Hermandad, al paso que la voz de alerta para cualquier evento, como asimismo el encargo de la mayor prevención con cualquier persona, aunque se presentase con la fórmula y signos adoptados por la Hermandad.
Cumplido este primer deber, el presidente púsose a pensar en el sitio más a propósito y, menos arriesgado para la reunión, y éste no podía ser mejor que en la Catedral.
Eran ya las cinco de la tarde, y aunque con pocas horas bastaba para dar la orden de reunión y hacer saber el sitio a los hermanos, que en tal caso no podrían reunirse hasta muy entrada la noche; sin embargo, posible y aun más que probable sería que el monje Pedro-destinado a tal fin por el presidente de la asociación-necesitase algunas horas para prepararse al objeto.
Al cabo de poco rato, tres toses seguidas del ermitaño y un signo particular hecho con la mano derecha delante del rostro, como quien se persigna, hubieran indicado a quien hubiese estado atento observándole y enterado de su objeto, que el anacoreta acababa de hacer la primera prueba en el terreno de sus averiguaciones.
En el mismo instante un hombre de unos cuarenta años, en traje negro seglar, pero que a la legua trascendía a iglesia, saliendo de la sacristía con paso mesurado y grave, pasaba por delante del anacoreta.
Al oír las tres toses, volvió la cabeza y rió el signo; pero aunque no pudo reprimir el primer movimiento, que fue el de pararse y levantar la mano para responder, dio otros dos pasos, continuando su camino y fingiendo no haber notado, ni menos entendido, la seña que se le hacía.
El monje Pedro, que no era otro nuestro hombre, había recibido ya la voz de Prudencia.
El presidente, que notó su primer impulso, lo comprendió así al momento, y volviendo a toser lo mismo que antes y acompañando la tos de ciertos golpecitos dados en el suelo con el extremo del cayado que llevaba, consiguió detener al receloso hermano.
Este volvió la cabeza otra vez, y al mirar al anacoreta, se encontró con una medalla que pendía de sus manos a manera de una reliquia de rosario.
El monje se acercó entonces y dijo:
—Estoy a vuestras órdenes.
La medalla que había visto era la superior de la Hermandad, que sólo tenía el presidente.
—Decid-preguntó éste en voz muy bajo—: ¿podremos esta noche reunimos en la Catedral?
—Dificilísimo es.
—Conviene y ha de ser.
—Contad con ello.
Dos horas después, a las siete de la noche, tenían ya todos los individuos de la Hermandad de la Muerte comunicada la siguiente orden:
«Esta noche, de once, a doce, en la Catedral. La entrada, por la calle del Obispo.»