CAPITULO VII
Concluido así lo de Santa Coloma, Monteferro mandó al instante un propio con el parte detallado al presidente de la Hermandad de la Muerte. Fadrí dio también parte a doña Juana, aunque no con tantos detalles, acerca de su particular objetivo en la expedición.
El parte de Fadrí estaba concebido en estos términos:
«Estamos vengados. Los dos asesinos han pagado su crimen muriendo Monredón achicharrado y aplastado. Colmenar y el barón de Gualba cayeron bajo el puñal de los Narros.»
Pero aunque estos partes, reservados ambos, y que de seguro no comunicaron a nadie que pudiese divulgarlos, por las personas a quienes iban dirigidos, fueron los únicos que llegaron a Barcelona, como acontecimientos de este género se extienden con una rapidez tal que nadie diría sino que van con el mismo viento, preñada de ellos la atmósfera donde tienen efecto, luego se extendió la noticia por toda la ciudad.
Decíase que fuerzas considerables se habían reunido en Santa Coloma, atacando y destruyendo por completo los tercios que la ocupaban; que Monredón, Moles, Colmenar y todos los jefes habían sido arcabuceados, y, por fin, que mandaba las fuerzas un bravo joven, llamado Orso de Monteferro.
El virrey, que no recibió ninguna noticia oficial de los suyos, tuvo que dar, mal de su grado, asentimiento a la voz general, y temiendo fundadísimamente las ramificaciones de semejante suceso en los demás puntos del Principado, expidió al instante orden a todos los tercios de concentrarse en la capital.
La noticia llegó también a oídos de Clara, convaleciente aún de los graves trastornos de los últimos días.
La pobre niña, a pesar del crudelísimo trato de su padre, al considerar el peligro en que éste podía hallarse si afortunadamente no era todavía cierta la noticia que se daba de su muerte, no tuvo otra idea que la salvación del autor de sus días.
—¡Ah! El cielo quiere-decía-que Monteferro sea el jefe que manda aquella fuerza; yo me presentaré a él y me atenderá; sí, me atenderá, como habrá atendido el nombre de mi padre al saber que era el mío, si ha caído en su poder.
Y haciendo estas reflexiones, dio inmediatamente orden de que preparasen el viaje para Santa Colonia En breve estuvo Clara en marcha.acompañada de un criado de confianza.
Clara, montando como pudiera hacerlo el mejor jinete, y mudando caballos que pagaba a gran precio donde los encontraba, para reventarlo» en seguida, llegaría en brevísimo tiempo a Santa Coloma. A la distancia de tres o cuatro leguas encontraron un hombre del campo, a quien le preguntaron la distancia de allí al pueblo.
El hombre les dijo la que habla, y añadió:
—Tomando ese atajo, llegaríais antes de una hora; pero ése es camino que no andarán los caballos.
Clara y su criado tomaron inmediatamente la vereda.
Concluido todo en Santa Coloma, y repuestos ya los vecinos en sus casas, Monteferro alojó y esto sí que fue sin la menor resistencia por parte de los habitantes, a la que llamaremos tropa que mandaba, aguardando allí la orden de la Hermandad. Bien pronto Clara halló a Monteferro, y tras un ligero saludo díjole la muchacha:
—¡Orso! ¡Monteferro, Monteferro! ¡Ya podéis figuraros a qué he venido!...
—Llegad, Clara; llegad conmigo al pueblo...-dijo Orso, que no sabía qué decir, comprendiendo el motivo de la presencia de su amada.
—Pero es que antes quiero saber...
—Venid al pueblo, Clara...
Y éste, conduciéndola de la mano, siguió por el mismo atajo. Al subir a una pequeña colina, Clara se paró de repente. Orso tendió la vista, cayéndosele el alma a los pies. Era Colmenar, colgado todavía de la rama del árbol. La gente del pueblo no se contentaron con que hubiese sido muerto alevosamente, sino que también le ahorcaron.
Clara cayó sin sentido, comprendiendo que aquel ahorcado era su padre.
Cuando Clara volvió en sí, se encontró en un mullido lecho, con una mujer a la cabecera. Aquella casa era la misma donde estaba alojado Monteferro.
Este, después de lo sucedido, muerto ya Colmenar providencialmente por otras manos distintas de las suyas, y teniendo en aquel estado y en su casa a la mujer que tanto amaba, no vio ya en la desgraciada Clara a la hija del asesino de su padre, sino a una pobre y desdichada huérfana como él, sin más amparo en el mundo que el que la Providencia pudiera depararle. Sin remordimientos y hasta sin rebozo podía presentarse a los ojos de Clara. Apenas ésta recobró el sentido, Oreo se presentó en el gabinete. Comprendía que en los males del alma el mejor remedio es el que al alma se dirige, y trató cuanto antes de calmar el ánimo de Clara en lo que fuese posible en aquel tremendo caso.
—¡Clara!
—¡Orso, Oreo!
—¡Valor! Las grandes situaciones son para las almas grandes. Oídme, pues seré breve. No intento calmar vuestro dolor ni secar vuestro llanto por la muerte de vuestro padre. Llorad, que en vuestras lágrimas mejor que en mis palabras está el consuelo que Dios envía en medio de tales desgracias. Por lo que a mí hace, sólo tengo que deciros, que juraros bajo mi sagrada palabra de caballero, que acaeció sin mí y hasta sin yo saberlo la muerte de don Juan. En este sentido, Monteferro, que os amaba ayer como os ama hoy, es tan digno hoy de.vuestro amor como pudiera serlo ayer. Ahora os dejo, pues comprendía que era necesaria esta explicación por mi parte.
—¡Oh! ¡No os vayáis, Orso!-exclamó Clara—. No sabéis, en medio de mi dolor, el consuelo que encuentro en esas palabras.
En este momento llamaron a Monteferro. Salió y le entregaron un pliego cerrado que había traído un hombre. El pliego abierto decía así:,
En nombre de la Hermandad de la Muerte:
El hermano jefe de la expedición a Santa Coloma regresará inmediatamente con la misma a Barcelona.
El presidente, Margarit..
—Tengo que salir al momento para Barcelona, Clara. —¿Os vais?
—Es preciso, y creed que se queda a vuestro lado mi corazón. No salgáis de aquí hasta haberos repuesto. Yo mismo volveré a buscaros. Adiós, Clara mía, y pensad que os amo más que nunca y que soy digno de vos, porque nadie como yo os amo pudiera amar en el mundo.
Clara quedó en su lecho sin responder palabra, afectada como se encontraba por tantas razonéis en aquel momento, y Orso salió.
Reunió la expedición y se puso, como le ordenaban, en marcha camino de Barcelona.
La causa de los Narros fue tomando incremento por instantes; tanto, que los pueblos se entregaban a sus fuerzas sólo sabiendo que eran ellos, ¡tos Narros.
El virrey, viendo que era impotente ante el opuesto partido, adoptó la huida como el mejor remedio a emplear; la huida no iba a añadir nada al juicio de que sería objeto por ©I rey, permitiéndole de momento salvar la cabeza que quería tener sobre los hombros todo el tiempo que le fuese posible conservar.