CAPITULO II
Lena calló y un silencio sepulcral, reinó en torno suyo. La sangrienta historia que acababa de contar había impresionado profundamente a todos los oyentes.
Pedro trató de reírse, pero se abstuvo. Cristóbal mismo, para disimular su miedo y la impresión que le causara la narración, se levantó y se acercó a la una ventana que daba al patio con el pretexto de ver si menguaba la tempestad.
Acababa de abrir los cristales y había asomado su cabeza para observar el cielo, cuando, temblando y descompuesto el semblante, lanzó un grito escalofriante.
—¡La luz! Hay luz en la sala roja.
Y en el mismo instante en que acababan de salir de sus labios estas palabras, un ruido metálico y prolongado entró por la abierta ventana con una bocanada de viento que agitó las llamas del hogar y que se escapó por la chimenea lanzando agudos y lúgubres silbidos.
El ruido se repitió en seguida, haciendo retumbar las bóvedas del castillo. Era causado por la gruesa aldaba de la puerta exterior que una mano vigorosa parecía agitar repetidamente y con fuerza.
Todos los habitantes de la cocina saltaron en sus asientos, mientras que Cristóbal se había quedado delante de la ventana, con la boca abierta, los cabellos erizados y dominado completamente por el terror. Hasta al mismo Pedro, en aquel Instante, hubo de darle un vuelco el corazón.
Al ruido de los golpes aplicados con fuerza a la puerta exterior del castillo, Turco y Mochuelo, tendidos en un rincón, se despertaron sobresaltados, levantándose ambos sobre sus cuatro pies. Turco se puso a ladrar.
Pedro, el guardabosque, dominado ese primer momento de
ansiedad que hasta el hombre más valiente se ve obligada a sentir en tales circunstancias, Pedro, repetimos, se acercó a Cristóbal, a quien cogió del brazo, sacudiéndole fuertemente.
—¡Estúpido!-le dijo—. ¿No estás oyendo que llaman a la puerta? ¿Qué diablos de pavor os ha sobrecogido a todos?
Y mientras hablaba así, su mirada tomaba por la abierta ventana la dirección de la torre. Esta permanecía oscura, envuelta en las sombras. La luz que había aparecido en una de sus ventanas era una ilusión de Cristóbal, o en caso de.ser real, desapareciera al estremecerse la puerta bajo los golpes que le eran aplicados.
—¡Cobarde!-prosiguió diciendo Pedro a Cristóbal—. El miedo te hace ver visiones. ¿En dónde está la luz que decías haber visto?
Al oír que no se veía ninguna luz en la torre, los oprimidos pechos de todos los comensales reunidos en la cocina parecieron dilatarse y respiran.
La gruesa anilla de hierro que servía de aldaba a la puerta exterior volvió a caer redobladas veces sobre el martillo. Los habitantes de la cocina, algo más tranquilos, recibieron ya esos nuevos golpes con menos sobresalto.
—¿En qué quedamos?-preguntó Pedro, que parecía interesado en calmar a todos, haciéndoles ver que sólo provenía aquel incidente de un acontecimiento natural—. ¿En qué quedamos? —repitió, dirigiéndose a Cristóbal—. ¿Vas a abrir o voy yo?
Cristóbal se dirigió entonces hacia la puerta, refunfuñando y jurando haber visto la luz. Como su miedo no se había extinguido aún totalmente, sus rodillas temblaban y sus dientes castañeteaban. Por lo que toca a Turco, había cesado en sus ladridos, como si su olfato o su instinto le hubiese dicho que el que llamaba no era enemigo. Así es que se tendió otra vez en el rincón de la cocina, y lo mismo hizo Mochuelo a su lado.
A los pocos instantes, dos nuevos personajes entraban en la cocina, precedidos de Cristóbal, que les abriera la puerta, y de Pedro, que se había adelantado por precaución hasta mitad del patio, donde pudo acabar de convencerse de que la torre estaba sumergida en la mayor oscuridad. Echemos una mirada sobre nuestros dos nuevos personajes.
A uno lo conocemos ya. Era el joven de gallardo continente, que, jinete en bravo alazán, hemos dado a conocer como primer personaje.
El otro era un montañés catalán, pues vestía el truje de tal, con la correspondiente barretina, manta al hombro, catones cortos y alpargatas. No obstante su traje,.la fisonomía de este hombre revelaba inteligencia y su mirada era altiva y profunda.
La llegada de esos dos personajes dio una nueva dirección a las ideas de los habitantes del castillo, y acabó de ahuyentar las sombras de miedo que todavía parecían llenar la atmósfera.
En todas épocas ha sido la hospitalidad una de las virtudes del pueblo catalán, inmediatamente que los dos viajeros hubieron puesto el pie en la cocina, todos, comprendiendo que reclamaban un hospitalario abrigo, se apresuraron a— rodearlos, ofreciéndoles sus servicios. Hasta la misma Lena abandonó por un' instante su gravedad y se puso en pie, a cuyo acto contribuyó también la mirada que arrojó sobre uno de los dos viajeros, al que juzgó de clase distinguida por su traje.
En cuanto al montañés, parecía ya ser conocido de los habitantes del castillo, puesto que, a más de estrecharle cordial— menté la mano Pedro, el guardabosque, fue saludado por Lena con las siguientes palabras:
—Buenas noches, Cayetano. ¿De dónde venís con ese horrible tiempo?
Aquel a quien se acababa de designar con el nombre de Cayetano se adelantó entonces hasta el centro de la estancia, donde le daban de lleno los rayos, que despedían las llamas del hogar, y dijo:
—Buenas noches, señora Lena; buenas noches, señor Mateo... Me alegro de veros tan dispuesto y buen mozo como siempre...buenas noches hermosa Gertrudis; buenas noches a todos. Decís que es un tiempo horrible, señora Lena? Tenéis mucha razón. Los demonios del gorg negre han escogido la noche de hoy para salir a hacer de las suyas.
Las miradas de todos se fijaron en el caballero. Su traje se hallaba en un estado deplorable. Su capa estaba empapada en agua, lo mismo que su vestido interior, y sus botas llenas de barro.
—Bien venido sea ese caballero al castillo de Gualba-dijo entonces Lena—, y le suplico que se acerque al hogar y secar las ropas. Hallándose ausente— nuestro señor y dueño el barón, al señor Mateo y a mí cumple llenar los deberes de la hospitalidad.
El caballero dio cortésmente las gracias al ama de llaves, y se acercó al hogar suplicándole que diese disposiciones para cuidar de su pobre caballo, el cual, dijo, necesitaba por cierto más solicitud que su mismo amo.
El montañés Cayetano se arrimó también a la lumbre, y, sin miramientos de ninguna clase, se tendió en el suelo para calentarse mejor, poniendo a secar su manta en el interior mismo de la chimenea.
Lena, a quien los modales y traje del caballero habían revelado que era una persona de calidad, se apresuró a dar órdenes a sus inferiores para que el huésped fuese tratado como parecía corresponder a su clase.
—¿Noble soy y caballero, es verdad?-preguntó.
El joven avivó la lumbre con ayuda de unas descomunales tenazas que halló a mano, sin contestar la pregunta, como si no la hubiese oído. Lena le dijo entonces:
—Vuesa merced tendrá esta noche, y para todas las que le plazca pasar en el castillo, la mejor habitación de este departamento.
—De ninguna manera-se apresuró a decir el joven—. En cualquier sitio que se me coloque estaré bien. ¡Oh! Por ningún estilo quisiera yo ocupar una estancia del castillo hallándose ausentes sus señores.
—Tanto más-continuó la charlatana vieja-cuanto yo haré dar al señor caballero una hermosa habitación, destinada ya siempre para albergar a las personas de calidad que a veces visitan este castillo en ausencia del señor barón.
El ama de llaves se interrumpió en aquel momento al ver entrar a Gertrudis en la cocina.
—A propósito, Gertrudis-le dijo, dejando de hablar con el joven para dirigirle a ella la palabra—. ¿Te he dicho que preparases habitación para ese caballero?
—Sí, señora, y está corriente. Tiene ya dispuesto el cuarto verde.
—¡El cuarto verde! No, Gertrudis, no. Es preciso colocarle en la habitación de los forasteros.
—¿La que da al parque?
—Toma, pues es claro. La que da al parque.
—Mejor estará en el cuarto verde que en la habitación del parque. Tiene mejores vistas y...
—¿Estás en ti, muchacha?... ¿Qué te ha dado?... ¿Cómo quieres alojar a un caballero como el señor en una habitación que ni siquiera tiene vidrios en las ventanas?
El caballero notó que a la joven parecía interesarle que él»o se alojara en la habitación que le destinaba al ama de llaves, y, respetando los motivos que Gertrudis pudiera tener, creyó del caso intervenir.
—Señora-dijo dirigiéndose a Lena—, estaré perfectamente en el cuarto que me destina esa muchacha. A más, parece que lo tiene ya dispuesto, y no puedo permitir que...
Lena le interrumpió.
—No, señor, no; de ninguna manera. Soy yo la que no debe permitir semejante infracción en las costumbres de la «asa. La habitación del parque es la destinada por el señor barón para los forasteros que vienen al castillo, estando él ausente, y los deseos del señor barón son aquí leyes. Anda, pues, Gertrudis. Ve a disponer la habitación del parque, y retira todos los trebejos que hayas llevado al cuarto verde.
—Pero...-dijo el joven, queriendo intervenir de nuevo.
—Es inútil, caballero, completamente inútil que os empeñéis. Por nada en el mundo falto ya a las órdenes que me han sido dadas por el señor barón.
Gertrudis bajó la cabeza haciendo un gesto de desagrado, que aun cuando no fue visto por el ama de llaves, no se ocultó al huésped. En seguida salió de la cocina, dejando a La buena vieja que refunfuñara y gruñera junto al caballero.
Al amor de la excelente lumbre que ardía en la chimenea, el joven, lo mismo que el montañés, había conseguido secar completamente sus vestidos, recobrando entrambos las fuerzas perdidas durante su camino. El caballero, en particular, se sentía tan ágil y fuerte, que de buena gana, a ser de día, hubiera emprendido de nuevo su viaje. Después de unos momentos apareció en la cocina una de las muchachas de servicio y anunció a la señora Lena que la mesa estaba dispuesta.
Esta palabra pareció servir de despertador para el obeso Mateo, que hasta entonces había estado dormitando en su asiento. Apresurémonos a decir que el señor Mateo era un comilón, o, por mejor decir, un glotón de primera clase.
Un momento después estaban sentados alrededor de una mesa sobre la cual se veían apetitosos manjares, el caballero, el montañés Cayetano, Lena, Mateo, Pedro, él guardabosque, y Gertrudis. Los demás de la servidumbre hacían mesa aparte. El puesto de preferencia habíase cedido al joven huésped, y ocupaban sus costados el mayordomo y el ama de llave? Esta había por fin podido satisfacer en parte su curiosidad, pues que al pasar al comedor, donde se había puesto la mesa, señaló el sitio de preferencia, diciendo:
—Este es el puesto del señor... ¿Cómo he de llamar a su señoría?
—Llamadme sencillamente señor Orso-contestó el joven.
—Raro nombre es el de su señoría-dijo entonces Cayetano, que, por haber salvado la vida al joven, tenía una especie de derecho a la familiaridad con él.
—Os parece raro, buen Cayetano-contestó el mancebo—, porque es un nombre extranjero.
Y hemos dicho salvado, pues así fue, ya que de no ser así hubiese muerto en manos de unos salteadores de camino.
Orso, pues que bajo el nombre que él se daba continuaremos llamando al joven, Orso, repetimos, ocupó su asiento, tomaron los demás el suyo, Mateo pronunció entre dientes el Benedicite de costumbre, y comenzó la cena.
Los primeros momentos fueron consagrados a satisfacer el apetito; pero no tardó Lena, cuya propensión a la locuacidad la obligaba a no permanecer callada ni aun cuando comía, no tardó en tomar la palabra bajo un pretexto cualquiera. La conversación al principio giró sobre los viajes de Cayetano, que, por lo que pudo deducir el caballero, parecía ser un labrador de la montaña regularmente acomodado, el cual acostumbraba pasar muy a menudo por Gualba, yendo y viniendo de las ferias y mercados de Gerona, Hostalrich, Granollers y demás pueblos comarcanos, adonde le llevaban sus intereses y negocios.
Sin embargo, el extranjero Orso, que, en medio de su juventud, parecía tener un alma de temple nada vulgar, poseyendo sobre todo una mirada singularmente escrutadora, creyó comprender que el llamado Cayetano no era lo que parecían creer las buenas gentes del castillo, en medio de que todos le trataban familiarmente mientras que él sólo le conocía de aquella tarde. Creyó ver un hombre más dado a cosas de guerra que a transacciones de comercio, y más dispuesto a manejar el mosquete o el pedreñal que a pasarse las horas muertas en las plazas de los pueblos mercando géneros o reses. Esta observación, no obstante, se la hizo el extranjero para sí solo,, mientras que, por otra parte, prestaba poco oído a la conversación, la cual en nada le interesaba. Sin embargo, oyó de pronto una palabra que fijó su atención.
—Yo no comprendo, Cayetano-decía Lena—, cómo en vuestras carreras por valles y montañas, y sobre todo en vuestras excursiones por el Montseny, no habéis topado alguna vez con la banda negra.
El montañés a quien iban dirigidas estas palabras se encogió de hombros y se contentó con alargar los labios pronunciando un «¡ Pchs!» con la mayor indiferencia.
—Pues no debéis haceros el desdeñoso-continuó diciendo Lena—. El mejor día os saldrán al paso esos infames bandidos, y como llevéis algunos escudos en la bolsa, os van a dejar desnudo y pobre como una rata. ¿No sabéis que esa canalla es sólo un hato de pillos y ladrones?
A estas palabras de Lena, Orso creyó ver que se encendía una chispa en los ojos del montañés, pareciéndole notar al mismo tiempo que Pedro, el guardabosque, que estaba sentado a su lado, le daba suavemente con el codo, como si hubiese advertido lo mismo que el extranjero y quisiese encargarle la prudencia.
—¡La banda negra!-murmuró en esto Orso, terciando en la conversación y sin perder de vista el rostro de Cayetano—, ¿Qué es eso de la banda negra?
—¡Ah! Es verdad-dijo Lena—. Vos no sabréis esto, señor Orso, pues que sois extranjero. Y, sin embargo, es muy extraño qué hayáis dado un solo paso en el país sin que haya llegado a vuestros oídos el nombre de la banda negra o de la mujer que la capitanea.
—Una banda capitaneada por una mujer, ¿decís?
—Nada más cierto. ¿Habéis oído hablar alguna vez de don Juan de Serrallonga?
El extranjero, que miraba de reojo a Cayetano, pudo observar que al oír el nombre pronunciado por Lena, hizo un ligero movimiento mientras que una nube de indefinible tristeza parecía extenderse por su moreno rostro. Los demás comensales, excepto Pedro, que miraba al montañés como si quisiera hablarle con los ojos, se fijaban poco en la con versación. Gertrudis comía silenciosamente con la vista baja, y en cuanto a Mateo, tenía realmente ocupados todos sus sentidos en un tasajo de carne asada que al par que destrozaba con los dientes devoraba con los ojos.
Por lo que toca al extranjero, después de haber paseado rápidamente su mirada en torno suyo, trató de contestar a la pregunta que le hiciera Lena, y ya supiese o ya ignorare realmente quién era don Juan de Serrallonga, contestó que nunca había oído citar semejante nombre.
Entonces tomó Lena Ja palabra-verdad es que apenas había dejado de estar un instante en uso de ella—, y en medio del silencio interrumpido sólo por el rumor de las mandíbulas de Mateo puestas a dura y laboriosa prueba, contó cómo Cataluña, desde mucho tiempo atrás, estaba dividida en dos poderosas bandos llamados de Narros y Cadells, perteneciendo a este último, según Lena, los hombres más nobles, más poderosos y de más buenos sentimientos religiosos, mientras que sólo pertenecían al primero los aventureros, los hombres perdidos y desalmados y todos los picaros en general. Tal fue la síntesis que hizo de ambos partidos el ama de llaves.
—Por fin-continuó diciendo la vieja—, la misericordia de Dios permitió que ese bribón y mal noble llamado Serrallonga cayese un día en poder del señor virrey, el cual le mandó cortar la cabeza en una plaza pública de Barcelona. Pues bien: en lugar de servir esto de saludable escarmiento, los Narros, más ensoberbecidos que nunca, trataron de vengar la muerte del bandolero infame que les había servido de jefe, y al mes de su muerte, cuando todo el mundo daba gracias a Dios por haberse extinguido aquellos crueles bandos, hete aquí que volvieron a resucitar más sanguinarios que nunca en el campo de Tarragona. ¡Oh! ¡Señor caballero, es una cosa horrible y que hace erizar los cabellos. Doña Juana, la compañera de Serrallonga, olvidando su nobleza y su raza, convirtiose en una especie de fiera sedienta de sangre, y acompañada de un tunante que se llama Fadrí de Sau, y que dicen —que es un hombre de un aspecto feroz, que sólo tiene un ojo, que es jorobado y con unas barbas negras que le llegan hasta «t pecho, la doña Juana, digo, se presentó en el campo de Tarragona en compañía del susodicho Fadrí y de unos cuantos perdidos de su calaña e hizo algunas barbaridades. Pero no para aquí la cosa. La doña Juana de Dios, con su compañero Fadrí de Sau, vino a este país, a este mismo país en donde estamos, señor caballero, refugiándose con su partida y su maldita bandera de la muerte en los riscos inaccesibles del Montseny. Dicen que allí se ha construido una especie de fortaleza, y de cuando en cuando ella y los suyos bajan al llano a hacer pagar contribuciones a los pueblos, a los cuales obligan a mantenerlos, sin que por esto dejen de robar la hacienda que encuentran al paso o despojar inhumanamente al pobre viajero con quien tropiezan. Tal es lo que en el país se llama la banda negra, señor Orso.
Y la vieja, haciendo por vía de corolario la señal de la cruz, añadió:
—Dios tenga a bien librarnos, como del mal espíritu, de la banda negra y de su horrible capitana.
Una estrepitosa carcajada acogió estas últimas palabras de Lena. Esta carcajada, que no había sido lanzada por otro que no fuese. Cayetano, escandalizó a Lena y sobresaltó a Mateo, haciendo’ que cayera de su mano el hueso que llevaba a la boca para acabar con un resto de carne pegado a su superficie.
Durante la larga relación de la vieja, el extranjero había estado observando de reojo al montañés. Al principio este había parecido encenderse de ira y se agitaba sobre su asiento como sobre un lecho de espinas, habiendo tenido que jugar varias veces el codo de Pedro. Sin embargo, a medida que Lena había ido adelantando en su relato, la fisonomía de Cayetano fue tomando distintas expresiones, de profundo desdén unas veces, de desprecio otras, de cólera reconcentrada algunas. Cuando el ama de llaves hizo la extraña pintura de Fadrí de Sau, una sonrisa contrajo los labios del montañés, y ya entonces pareció como que la risa retozase en su cuerpo, descargando por fin con una ruidosa carcajada, cuando Lena al terminar su narración dijo de. Juana y de Fadrí que la una bebía sangre y que el otro comía carne humana.
—Pues qué-dijo Lena picada en lo vivo—, ¿no creéis vos eso?
—¿Cómo queréis que lo crea? Estos son cuentos de personas que no han visto nunca a la doña Juana ni a Fadrí de Sau-dijo Cayetano.
—¿Sería por ventura que vos conocieseis a ambos?
El montañés temió sin duda haber dado un paso en falso. Pareció vacilar un momento, y en seguida dijo con la mayor tranquilidad:
—¡ Yo! ¡ Dios me libre! ¡ Malto lo que de ellos me importa!
La vieja pareció calmarse.
—Es que-dijo-ya sabéis, Cayetano, que el señor barón de Gualba, nuestro amo y señor, pertenece al bando de los Cadells, que es al que pertenecen todos los buenos cristianos y nadie que no sea Cadell de corazón comerá jamás un solo pedazo de pan en su casa. Las puertas de este castillo siempre cerradas, mientras en él habitemos el señor Mateo y yo, a cualquiera que sea Narro o se trate con ellos.
—Yo no soy ni Narro ni Cadell; por eso me río de lo que dicen.
—Pues no se debe reír de lo que afirman personas graves y juiciosas-exclamó Lena.
—Procuraré hacerlo así, y os pido perdón, señora Lena— contestó Cayetano—. De hoy más creeré lo que me habéis dicho respecto a Juana y Fadrí.
Su ama de llaves pareció darse por satisfecha con esta contestación, y la cena terminó sin otro Incidente notable.