CAPITULO VI
La segunda parte de la sesión, pues segunda parte de la que hemos visto es la que vamos a presenciar, dio comienzo, así que todos los hermanos mayores ocuparon los puestos más cercanos al presidente. Este tomó en el momento la palabra y dijo:
—Al empezar a tratar del asunto que por primera vez va a ocupar a los hermanos mayores, debo hacer antes una advertencia de suma importancia. Ya conocéis lo delicado, delicadísimo de la empresa que vamos a acometer, y las tristes consecuencias que traería sobre el país si saliese frustrado el plan que tratamos de llevar a cabo. En toda clase de asuntos a la luz de la discusión se descubre más fácilmente el camino de la verdad. Importa, pues, que cada cual haga las observaciones, que juzgue convenientes al plan que se presente, sin miramiento de ningún género y sin traba de ninguna clase. Levántense los hermanos que quieran exponer algún plan o idea acerca del modo como mejor crean que puede efectuarse el alzamiento.
A estas palabras del presidente, dos individuos se levantaron, quedándose en pie junto a sus asientos. El presidente preguntó entonces:
—¿No hay ningún otro hermano que quiera exponer, a su vez, plan alguno?
Nadie más respondió. El presidente dijo a los que se habían levantado:
—Sentaos-y luego, señalando al más inmediato de los dos, añadió—: Podéis empezar.
Y una voz mesurada y grave se dejó oír de esta suerte:
—Seré muy breve, porque mi plan es muy sencillo. Al amanecer de un día que señalará el presidente, dos o tres hermanos mayores estarán apostados con el suficiente número de hombres armados en las cercanías del palacio del virrey: los demás hermanos mayores, a juicio también del presidente, distribuidos en los cuatro ángulos de la capital con el r)esto de la gente que contamos para aquel día. En el campanario de la Catedral se colocan cuatro hermanos menores, y dos en cada uno de los campanarios de las otras iglesias. A una hora dada, un toque de arrebato general será la señal del ataque, y mientras los del palacio atacan apoderándose del edificio y de la persona del virrey, los demás avanzan hacia el centro levantando al pueblo y batiendo a la tropa, desprevenida a aquella hora en los cuarteles.
—¿Habéis concluido?-preguntó el presidente.
—He concluido.
—¿Quiere alguno exponer su opinión en contra?
—Yo-dijo uno de los presentes—. Creo, en primer lugar, que la hora del amanecer no es la más propia. La noche es sabido que en momentos de sorpresa aumenta la confusión del atacado y favorece el plan del que ataca. Esto sin contar con que cien hombres lanzados a la calle de noche imponen más que cuatrocientos de día. Creo, pues, que debe adoptarse la hora de la noche. No creo asimismo fácil, si bien lo juzgo sumamente importante, apoderarse del palacio y la persona del virrey, sin distraer la atención de la guardia hacia otro punto cercano. Por consiguiente, pienso que debía buscarse un medio de hacer salir parte de la guardia y distraerla a otro punto, para más fácilmente atacar luego el palacio. El toque de arrebato general, desde el momento en que por las circunstancias especialísimas en que nos encontramos y el gran sigilo que es necesario en los preparativos de esto no podemos de antemano participarlo a gran parte del pueblo, es, en mi concepto, innecesario, por cuanto el toque de arrebato sirve para convocar 5l pueblo cuando ya sabe a lo que va, y como en nuestro caso, gran parte de la población, como ya he dicho, no puede estar enterada de ello, creo innecesario el toque de las campanas.
—¿Tenéis otras observaciones que hacer?-preguntó el presidente.
—Ninguna más.
El presidente entonces se dirigió a todos, volviendo a preguntar:
—¿Se le ocurre a algún otro hermano otra observación que oponer al plan presentado?
Todos callaron.
—¿Se toman en consideración los inconvenientes manifestados?-preguntó otra vez el presidente.
—Sí, sí-dijeron casi todos, saliendo el, primer sí de boca del mismo hermano que había expuesto el plan.
—Exponed ahora el vuestro-dijo el presidente al segundo que había indicado antes deseos de presentarlo.
El segundo presentó su pian de esta manera:
—Puesto que sabemos la marcha de crueldad que va a adoptar el virrey en virtud de las órdenes recibidas de Madrid y las instigaciones de la Fiorerosa y Colmenar y Monredón, según esta noche manifestó a la Hermandad uno de sus individuos; empléese primero un día, el de mañana, por ejemplo, en hacer saber al pueblo esta nueva. Para ello salgan a la vez de su casa todos los hermanos indistintamente, y sublevada por este medio la conciencia de los vecinos de la capital, se prepara así a secundar el movimiento el día que se haga. Esto, hecho de casa en casa y como confidencialmente, sin decir una palabra acerca del alzamiento, llegaría no más como un rumor del descontento del pueblo a oídos del virrey, quien de seguro se inmutaría poco por ello. Preparado esto así, no tendría inconveniente en aceptar el plan propuesto con las salvedades que la reunión ha tomado ya en consideración.
—¿Habéis concluido?-preguntó el presidente.
—Sí.
—¿La reunión acepta las observaciones que acaba de oír?
—Aceptadas-dijeron todos al unísono.
—Son muy acertadas en mi concepto, y creo que van a servir de mucho para el caso-añadió el presidente.
Luego, orillando Las dificultades que ofrecía el plan presentado y conciliando los extremos, continuó:
—Con lo que la reunión ha oído, aprovechando las ideas emitidas, que han merecido ya vuestra aprobación, creo que pudiera establecerse un plan que, llevado a cabo con la estricta precisión y buena inteligencia que requiere, nos llevaría al resultado que apetecemos. Será este: la condesa de Fiorerosa da, como habéis oído, un baile dentro de breves días. A este baile, por el objeto que lo motiva y además por la calidad y alta posición de la condesa de Barcelona, acudirán desde el virrey hasta la última persona notable que tenga el partido de los Cadells. Ahora bien: supongamos (que bien podemos suponerlo, puesto que veréis lo fácil que es) que entre los convidados hay un número no despreciable de Narros y algún individuo de la Hermandad. Esto he dicho que es fácil; porque la condesa, obedeciendo a la ley de la etiqueta, no dejará de invitar a alguno de los nuestros que en Barcelona gozan de buena posición social, y además su carácter, naturalmente cruel y altivo, no desperdiciará esta ocasión de gozarse ante sus contrarios, humillados con ese nuevo triunfo de la tiranía sobre la justicia y los derechos del pueblo. Algunos, pues, de nuestros hermanos estarán en el baile; porque si al fin no fueran invitados (lo que no es probable que suceda, puesto que algunos de ellos se relacionan con la condesa), se buscaría medio o pretexto de que asistiesen; y sin perder de vista un momento al virrey y demás personajes que en su defecto pudieran suplirle en un caso crítico, están atentos a la primera señal que se haga. Dada la señal, apodérense de las puertas de salida de la casa, impidiendo a todo trance el paso. Momentos antes se hacina, valiéndose de la para lo cual no faltará medio tampoco. Se prende fuego, dejando libre la puerta principal que es por donde saldrán los nuestros solamente, pues la tendremos guardada desde afuera; y posesionados de las bocacalles contiguas, mientras con oscuridad, toda clase de combustibles, preparados de antemano, alrededor de la casa y dentro de las habitaciones bajas, tenemos o derrotamos a la fuerza armada que acuda quizás a! advertir el incendio, nuestra gente desde los cuatro ángulos de Barcelona cae sobre los sitios donde están acuartelados los soldados, y éstos, en medio de la noche, con el natural sobresalto y el efecto de la sorpresa, sabiendo que el virrey con los principales jefes está preso, porque se hace cundir la nueva rápidamente, y ellos la creen al ver la falta de órdenes superiores, o capitulan para salvar una vida que saben van a perder en medio de un pueblo que se bate a muerte, o se encierran en sus cuarteles dejando el campo a la revolución. Ganada la primera tentativa, tenemos tiempo para determinar lo demás. ¿Se aprueba el plan por la reunión?
—Completamente-dijeron a la vez todos los hermanos.
El presidente, a pesar de esta satisfactoria acogida que tuvo su idea, continuó:
—No porque sea del presidente, hermanos, ha de estar libre el plan por mí presentado de las objeciones que os sugiera vuestra prudencia o vuestra pericia. Ya os he dicho que «n esta cuestión arriesgamos todas nuestras cabezas y nuestras fortunas igualmente, y por lo mismo es y debe ser igual en cada uno el derecho de discutir y mirar despacio cosa que tan cara puede costarle. ¿Se le ocurre, repito, a alguno de vosotros alguna observación?
—Ninguna, ninguna-contestaron todos a la vez.
—Adelante, pues, con el plan adoptado-repuso el presidente—. Llévese a cabo con la decisión y confianza que debe damos la santa causa que defendemos; y al brillar en el palacio de Fiorerosa la inmensa hoguera que abrase ese padrón de nuestra esclavitud, su luz alumbre el día de nuestra justicia y de la independencia de la patria.
Al concluir el presidente estas palabras pronunciadas con todo el ardor que inspira el sentimiento santo de libertad e independencia, el reloj de la Catedral dada las cinco de la madrugada.
El monje Pedro, que oyó la hora y era efectivamente la de abrir las puertas, dijo;
—En este momento, es posible que estén esperando ya a las puertas algunas gentes que tienen la costumbre de oír la misa primera que se dirá dentro de media hora, y no considero prudente que salga nadie en este instante.
—Entonces-dijo el presidente-¿cómo se arregla esto?
—Muy fácilmente-contestó el monje—, los pocos que aquí estamos podemos distribuirnos muy bien arrodillados en varios sitios. Los que entren por una puerta no sabrán si el que ven ya orando de rodillas entró antes por otra; y pasado un rato, cada uno sale cuando quiere.
—Perfectamente-dijo el presidente.
Luego, dirigiéndose a todos concluyó:
—Hermanos, a orar, pues, cada uno al santo a que tenga más devoción.
Dos minutos después los hermanos mayores se hallaban ya diseminados, en pie unos y de rodillas otros, orando en varios sitios de la Catedral.
Mientras la Hermandad de la Muerte prepara sus trabajos y llega el día de poner en ejecución el pensamiento adoptado por todos, veamos qué sucede en casa del barón de Gualba y lo que hace éste después que entra en ella y nota la falta dé Isabel.
Los maridos celosos son y han sido en todos tiempos los que más tiranizan a sus mujeres y los que más se desesperan cuando las pierden,
El barón de Gualba ya hemos dicho que era celoso en extremo, y, dicho sea con verdad, tenía sobrados motivos para serlo.
Su mujer era joven y hermosa, él, bastante feo y casi viejo, ella, con talento; él, de escasa comprensión, él estaba enamorado de su mujer, y ésta no lo estaba, ni mucho menos, de su marido.
El barón, aunque de escaso talento, como decimos, comprendía todo esto, y como la más terrible causa de los celos está en la conciencia de la escasez del mérito propio, este sentimiento del barón de Gualba aumentaba, haciéndose más horrible cada día, a medida que comparaba sus pobres merecimientos con las altas prendas de Isabel.
Lo primero que hizo al subir a su casa, después que dejó a la condesa de Fiorerosa, fue preguntar a los criados por la señora.
—Ha salido sola-le contestaron.
—¡Sola!-dijo el barón, asombrado—. ¿Hace mucho?
—Como una hora.
Luego, dirigiéndose a la doncella, le dijo:
—Entra, Juana.
Y el barón, seguido de la doncella, penetró en uno de los ¡salones de la casa. De repente se paró, y volviéndose a la doncella que le seguía, le dijo:
—Óyeme atentamente, Juana, y responde bien a las preguntas que te haga. ¿Hace cosa de una hora que tu señora salió?
—Sí, señor.
—¿Sola?
—Sola.
—¿Qué traje llevaba?
—Vestido y manto negros.
—¡Vestido y manto negros!-continuó el barón, hablando consigo mismo y paseándose a largos pasos por la estancia—. ¡Era ella! Sí, era ella. Pero la salida de la condesa... ¡Quién sabe!... ¡Tal vez.la esperaba allí!...-y volviéndose a la doncella, le preguntó otra vez—: Dime, ¿la señora salió de casa esta tarde?
—No, señor.
—¿Has visto qué ha hecho hasta la hora que salió?
—No, señor; ha pasado toda la tarde en ese gabinete-dijo la doncella, señalando una puerta del salón.
—¿A quién ha recibido?
—A nadie.
—¿Y recado?
—Tampoco.
El barón volvió a pasearse con la misma agitación, y al cabo de un rato, con tono áspero e imperioso, dijo a la doncella:
—Vete y dile a un criado cualquiera que entre.
La doncella salió y el barón penetró, dando un fuerte empujón a la puerta, en el gabinete que antes señalara la doncella. A los pocos momentos una voz temerosa y sumisa se Oía en el umbral de la misma puerta.
—Señor...
—Adelante-contestó el barón desde dentro.
El criado avanzó unos pasos para presentarse a su amo.
—Vas a salir de casa ahora mismo, y has de volver más presto que un relámpago. ¿Sabes la casa del padre de la señora?
—Sí, señor.
—¿La de don Juan de Colmenar?-repuso el barón para cerciorarse bien de que le entendía el criado.
—Sí, señor-repuso éste a su vez.
—Pues vas allí volando y preguntas si está la señora; le dices que vas de mi parte a buscarla y la acompañas aquí.
El criado hizo una profunda reverencia, como disponiéndose a salir del gabinete, y el barón le detuvo con estas otras palabras:
—Oye: si no está en casa de su padre, ve con el mismo recado a la de la marquesa del Pi. Si no está allí tampoco, vas a casa de Tamarit, a la de Mercader, de Pluviá, a cualquier parte, a todas partes; pero que vuelvas presto, presto como un relámpago.
Entonces el criado salió ya definitivamente y como un relámpago dejando al impaciente barón.
El gabinete donde se hallaba el barón era el de labor y estudio a un tiempo de la pobre Isabel. En un sillón de damasco carmesí que había junto a un preciso velador solía sentarse la joven baronesa de Gualba, y en ese mismo sillón se sentó su marido así que entró en el gabinete. Sobre el velador había un pañuelo bordado de finísima batista, que el barón reconoció en el momento de verlo... Era de Isabel.
El barón, al notarlo envuelto, como si contuviera algún objeto, lo cogió con avidez. El pañuelo no escondía otra cosa sino infinitas lágrimas que había secado y que podía conocerse guardaba todavía, según lo húmedo que estaba. El barón de Gualba dijo para sí, examinando el pañuelo y estrechándolo luego entre sus manos:
—¡Ha llorado, y ha llorado mucho! Pero ¿por qué? ¡Porque la quiero demasiado, porque me atrevo a decirle que su cariño no llega al mío! ¿Ya esto llama una mujer impertinencia insoportable? ¡Tiranía cruel! Tal vez tenga razón. Yo debiera mirarla con indiferencia, sin quejarme nunca de su falta de cariño. ¿Prometió acaso tenérmeles cuando yo me empeñé en que fuera mi esposa y su padre la obligó? Yo quise obtener su mano sin tener antes su corazón, y éste se gana pocas veces después de obtenida aquélla!...
Y el barón de Gualba, como si no pudiese sostener en su cabeza el peso de estas fuertes reflexiones, la dejó caer entre las manos.
El criado, que con tal prisa mandó el barón en busca de su mujer, no encontró ni a Isabel ni a su padre en la casa de éste. Menos aún podía encontrarla en las otras donde fue con este objeto.
Cada instante que pasaba era un siglo de agonía para el barón, a quien un secreto presentimiento le anunciaba que aquella salida de su mujer tenía aquella noche algo de extraordinario.
La tardanza del criado, por más que anduvo, como su amo le mandó, volando, era ya excesiva para el barón, que medía el tiempo y las distancias con el compás de su impaciencia, que le tenía, sobre todo, insufrible hasta para sí propio; y se levantaba del sillón, dando largos y acelerados pasos por el gabinete, y volvía a sentarse y sacaba el reloj, y volvía a levantarse para comparar la hora que él tenía con la que señalaba un péndulo del salón inmediato, hasta que, por fin, dio la deseada vuelta el criado.
El pobre subía, como es de suponer, temblando, la escalera, aguardando una lluvia de improperios al manifestar a su amo lo infructuoso de su comisión.
La condición del criado se presta a consideraciones tristísimas por parte de todo aquel que comprende el amor propio y la dignidad que debe tener todo ser racional; y una, quizá la más triste de estas consideraciones, es la del derecho que parece tiene el amo a descargar su mal humor y su cólera en insultos e improperios sobre el criado. Y esto que sucede hoy con toda la decantada civilización del siglo XX, sucedía mucho más trescientos años antes, cuando los señores conservaban aún tan grandes preeminencias sobre la clase baja del pueblo.
El criado, pues, se presentó temblando a la puerta del gabinete.
—Señor-dijo con una voz temerosa que indicaba a un tiempo lo infructuoso de la diligencia y el miedo de tener que decirlo así al barón—. He ido a casa del señor de Colmenar..., a Ja de la marquesa del Pi...-el embarazo con que el criado hablaba decía ya al barón que aquél no había encontrado a su mujer—, y a la de Fluvió..., y a...
El barón no pudo resistir más y estalló:
—¡Con doscientos mil diablos! ¿Has encontrado a la señora?
—No, señor.
—¿En ninguna de las casas donde te he dicho?
—No, señor, en ninguna.
Esto lo dijo el criado temeroso de llegar a sentir materialmente los efectos del furor de su amo.
—¡Quítate de mi presencia!-exclamó éste, y a renglón seguido añadió—: Mi capa y mi sombrero.
Tomás sin pronunciar una sola palabra y haciendo una profunda inclinación de cabeza, desapareció súbitamente, volviendo a los pocos instantes con los objetos que su amo había pedido. El barón cogió bruscamente el sombrero, que se caló hasta las cejas, volviendo la espalda a Tomás, que le puso la capa en los hombros.
Inmediatamente salió del gabinete, y atravesando el salón y dirigiéndose a la puerta que abrió Tomás, llegando a ella de un salto, se encontró en medio de la calle. Allí parose un brevísimo instante, y embozándose hasta los ojos partió como una flecha por la primera bocacalle. La dirección que tomó el barón de Gualba fue la de la casa de don Juan de Colmenar.
Cuando a un marido le sucede un lance de esta naturaleza con su mujer, lo primero que se le ocurre, y esto sin excepción de clases y personas, es dar cuenta inmediatamente a su suegro. Y esta idea, que envuelve en sí la de la responsabilidad del padre respecto de la conducta de la hija, se le ocurre con mayor razón al marido, cuanto mayor interés mostró el suegro en el casamiento.
En nuestro caso, este interés había sido sumamente visible en don Juan de Colmenar, que fue quien con todo el poder de su autoridad de padre inclinó la voluntad de su hija, presentándole a cada momento las riquezas y alta posición del de Gualba, a fin de que la repugnancia-que otro nombre no tiene-que sentía Isabel hacia la persona del barón desapareciese ante la vanidad que su padre intentaba despertar en su corazón.