CAPITULO V
Debimos manifestar al lector en el anterior capítulo que a la orden de reunión y a la hora y lugar de la cita dada por el presidente de la Hermandad de la Muerte iba unida una advertencia de la mayor importancia: la sustitución de las palabras Los dioses son de barro y Escalaremos el cielo, que tenía adoptadas la Sociedad desde su creación, con estas otras: San Jorge y Barcelona.
Sigamos ahora la narración.
A la hora de las once o las doce de la noche, las calles de la pobladísima cuanto ruidosa ciudad de Barcelona, fuera de un solo sitio, la Rambla, punto de eterna concurrencia, están aún en nuestros días completamente silenciosas y desiertas.
En las cercanías de la Catedral no se veía alrededor de las once sino a alguna gente atravesar en intervalos, y silenciosas como sombras, de una a otra calle.
Estaban al caer las once, y en la esquina de una calle contigua se hallaba en pie y oculto en el umbral de una puerta un hombre de más que mediana estatura y envuelto en una ancha y larga capa, por entre cuyos pliegues asomaba la vaina de una, al parecer, muy regular espada.
Sin el sombrero de anchas alas que le cubría la cabeza y el embozo que le recataba todo el rostro, se hubiera notado en su fisonomía toda la virilidad y fuerza que dan los treinta y tres años a un hombre de la robusta constitución que nuestro personaje presentaba. Cerca de este personaje pasó un hombre.
El embozado tosió tres veces. El otro se paró de repente, volviendo la cabeza. El embozado dio un paso para acercársele, y al reconocerle exclamó:
—¡ Fadrí!
—Señor-contestó éste—, como la noche era tan oscura y yo iba tan abstraído, no había reparado en vos.
—No son las once todavía.
—Ya lo sé; pero van a dar.
—No importa. En ciertos asuntos, el adelantarse puede perjudicar tanto como el retraso.
—Aguardaremos entonces.
—Sí; esperemos a que den las once.
—¿Recordáis el encargo que me hicisteis? Pues ya es imposible cumplirlo.
Nuestros lectores habrán reconocido al caballero con quien habla Fadrí, que no es otro que el ermitaño mismo o el presidente de la Hermandad de la Muerte. Este se sorprendió con la noticia de Fadrí, y continuó con el mismo asombro:
—¡Qué me dices!
—No hay más.
—¿Fuiste a verlo aquel día?
—Sin pérdida de momento. Salí, y al anochecer llegué al pueblo de Santa Coloma. Debajo de un picacho del monte vecino que conozco bien hay una especie de cueva que más bien parece agujero o madriguera. En su fondo estaban enterrados esos papeles que dijisteis y algún otro objeto que no recuerdo.
—Pero ¿estás cierto de que era allí?
—Yo mismo ayudé en la operación a don Juan de Serrallonga, y no de noche, sino en un día bien claro y sereno.
—Nadie sabía el sitio sino tú...
—Nadie.
—¿Estás bien cierto?-preguntó entonces con vivísima ansiedad el caballero.
—¡Ah! ¡Sí..., es verdad; otra persona lo sabía!... Pero esa persona, desgraciadamente, no pudo ir a buscar los papeles... Lo supo doña Juana el mismo día de nuestra última y más desdichada acción.
—¡Ciertamente que la pobre doña Juana no podía ir a buscar los papeles!-continuó el caballero, dominado por la misma emoción que Fadrí, quien apenas pudo pronunciar sus últimas palabras.
Ambos interlocutores permanecieron un rato en silencio, ‘como para dar salida a la pena que sentían al recordar la pérdida de doña Juana en la triste jornada de aquel día.
—Recuérdalo bien, Fadrí, pues es cosa que interesa vivamente a un bravo Joven y uno de nuestros mejores compañeros.
—Yo, francamente, señor: acerca de este suceso, tan sumamente extraño es, que no sé qué pensar, y parece cosa H encantamiento.
Fadrí de Sau pronunció estas palabras con tal expresión de verdad, acompañándolas con un tinte tan marcado de estupefacción en su fisonomía, que si con ser Fadrí no tuviera ya bastante para la completa confianza del caballero, la adquiriera desde luego sólo con este modo de expresarse.
—En fin, no hay más remedio, y las cavilaciones en tan reducido círculo no sirven de nada-dijo el caballero.
—Efectivamente-contestó Fadrí.
—Vamos a otra cosa. ¿No ha llegado a tus oídos nada que pudiese darte a conocer que alguien sabia la existencia de la Hermandad, desde la traición de Martín Andal?
—Nada absolutamente.
—Es particular.
—Y eso que de propósito he visitado los sitios donde más fácilmente puede saberse y se dice una nueva, y más de este género-repuso Fadrí.
—Lo mismo dicen los demás hermanos a quienes he visto y preguntado acerca de lo mismo.
No bien acababa de pronunciar estas palabras el caballero, cuando en la alta torre de la Catedral sonó el primero de los cuartos que preceden a las horas.
—Las once-dijeron ambos a la vez.
Dejemos por un instante la esquina de la calle y pasemos al interior de la Catedral de Barcelona.
Apenas dio el primer cuarto, un hombre envuelto en una larga capa de color muy oscuro salió de la sacristía, dirigiéndose a la puerta que da a la calle del Obispo.
Sus pisadas apenas se dejaban oír, y con su rápida y silenciosa marcha, más que persona humana, parecía un espectro evocado de alguno de aquellos sepulcros.
Al llegar a la especie de contrapuerta q biombo de madera que se encuentra antes de la de la calle, un ruido extraño en medio de aquella soledad se dejó oír; era el que producía el choque de unas llaves con otras en el manojo que llevaba el hombre en la mano.
A la primera campanada de las once, exactamente, el hombre puso la llave en la cerradura y dio vuelta, sacándola instantáneamente.
La puerta de la Catedral estaba, por consiguiente, abierta; aunque nadie desde fuera pudiese notarlo, dejándola como el hombre la dejó, perfectamente ajustada.
Al llegar al umbral, un hombre, que no era otro que el ermitaño, empujó la puerta que cedió al momento y entró dejándola ajustada, conforme estaba antes. No bien había entrado el presidente, cuando alguien levantó la daga y exclamó:
—San Jorge.
El presidente respondió:
—Barcelona.
El hombre de la puerta bajó el brazo y dijo al recién venido:
—Pasad y tomad asiento en el coro.
El presidente enseñó la medalla que le acreditaba como tal e inclinándose entonces el hombre de la puerta, dijo:
—Mandad, señor.
—Lo haré cuando sea el momento oportuno.
Momentos más tarde Fadrí se dirigía a la puerta que ya sabemos y dio la seña convenida, relevando en este mismo instante al otro individuo en sus funciones.
—¿San Jorge?-preguntaba Fadrí al que entraba.
—¡Barcelona!-respondía el otro.
—Pasad y tomad asiento en el coro-añadía el primero.
—el recién venido, sin articular más palabras, pasaba adelante y Fadrí se quedaba inmóvil en su sitio, recibiendo con la misma exacta fórmula y haciendo la propia y brevísima' indicación a los que iban llegando.
Al dar la última hora de las doce, el presidente de la Hermandad de la Muerte se sentaba: en el sitio de preferencia del coro de la Catedral, ocupado ya por los individuos de la Sociedad.
Un silencio verdaderamente sepulcral peinaba en aquel lugar.
La primera voz que se oyó fue la del presidente al pronunciar estas palabras, luego que se hubo sentado:
—Las manos.
—el presidente, acompañando la acción a su palabra, dio la mano derecha a Fadrí de Sau y la izquierda al monje Pedro, que eran los dos más inmediatos que tenía.
Estos, cada cual por su lado respectivo, hicieron lo propio con el individuo inmediato, y así, siguiendo la cadena, que— d ésta formada en breve entre todos los hermanos. El presidente se acercó a Fadrí y le dijo al oído:
—San jorge. «
Fadrí contestó:
—Barcelona.
Luego, el presidente se inclinó a su izquierda, haciendo lo mismo con el monje Pedro, que dio la misma respuesta que Fadrí, y así, corriendo a derecha e izquierda y siempre al oído las mismas pregunta y respuesta, se pasó el santo y seña, que, dado y recibido igualmente por todos, alejó el último temor de que hubiese entre ellos algún intruso que pudiera descubrirlos o venderlos. Entonces el presidente dijo: —Hermanos, pues que todos los presentes lo somos, según hace creerlo así el santo y seña dado y recibido por todos igualmente, vais a saber el motivo de esta reunión. Antes es preciso que los hermanos mayores digan si al comunicar Ja orden de reunión a su grupos respectivos han recibido asentimiento y palabra de todos sus subordinados. Hablen tan sólo, empezando por la derecha, los que tengan advertir algo en contrario. El silencio de los demás será prueba de que no ha ocurrido novedad en su grupo.
A los pocos momentos de haber hablado el presidente, salió una voz de uno de los últimos asientos, que dijo:
—A mí me falta uno en mi grupo.
—¿No hay ningún otro hermano mayor que participe novedad sobre este punto?
Un silencio general fue la respuesta que obtuvo el presidente.
—Responda el hermano que habló. ¿Sabe por qué falta ese individuo en su grupo?
—Porque ha muerto. ¡Ha sido asesinado!
—¿Cómo lo sabéis?
—Porque se le encontró con una puñalada en el corazón y tendido en un callejón cerca de la iglesia de Santa María.
—¿Sabéis por qué fue asesinado?
—No.
—¿Su nombre?
—Martín Nadal.
—¿Su calidad?
—Capitán.
—¿No sabéis nada más acerca de este suceso?
—Nada más.
El presidente calló y permaneció así algunos momentos. Luego, dirigiéndose a todos, exclamó:
—Hermanos: ¿alguno de vosotros sabe quién mató al capitán Martín.Vidal?
—¡Yo!-contestó Fadrí con voz segura—. Yo le maté.
—¿No os arrepentís de ello?
—Le volvería a matar cien veces-contestó Fadrí, sin perder un punto del tono de sus primeras respuestas—, por traidor; ha vendido el secreto de la Hermandad a la condesa de Fiorerosa.
—¿Y teníais pruebas de ello?
—Completas. El capitán Martín Andal había hecho la guerra en Italia. Era valiente y muy bien admitido por su condición y prendas personales en la alta sociedad de aquel país. Allí trabó relaciones con una señora de elevado rango; pero los caudales del capitán eran poco para aspirar a semejante enlace, y en sus empresas temerarias y sobrados actos de valor jamás pudo lograr el medio que apetecía para labrarse fortuna, que era lo único que le faltaba para llegar al término de sus aspiraciones. Volvió a España con la misma idea siempre fija, y al cabo halló medio de realizarla vendiendo, por una cantidad que ignoro, el secreto de la Hermandad de la Muerte a la condesa de Fiorerosa.
—Esas son las pruebas de traición que se os piden-observó el presidente.
—Iré a parar a ellas; pero antes he querido explicar estos antecedentes a la Hermandad. Un día noté que salía del palacio de la Fiorerosa el capitán Andal, y aunque por ser la condesa italiana y haber estados—, Martín en aquel país, no lo extrañé por lo pronto, reflexionando luego que esa señora es la mayor enemiga que tienen los Narros en Barcelona, traté de averiguar qué clase de relaciones existían entre ella y el capitán. Puerto al acecho y siguiéndole de cerca los pasos, un día vi que salía de su casa un criado de la condesa, y a poco salió él muy alegre, dirigiéndose hacia Santa María. Su andar era precipitado, y al llegar frente a la iglesia tropezó con el comandante de una galera genovesa, anclada en este puerto, a quien sin duda conocía, por la familiaridad con que observé se saludaron, y al cual pude oír que le preguntaba Martín;
—Y ¿cuándo partirá la galera?
Y el comandante le contestó:
—Disponeos para el amanecer, en que se dará a la vela si, como creo, tenemos viento.
Entonces Martín sacó una bolsa llena de dinero, a lo que pude presumir, que entregó al comandante. Al sacar la bolsa se le cayó un papel, que no advirtieron él ni el otro con quien hablaba. Ambos partieron en distintas direcciones y yo cogí el papel, lo leí y me fui luego corriendo a ver si alcanzaba a Martín, cosa que realmente conseguí en el callejón donde se le encontró muerto, que es el mismo punto donde yo le maté.
—Y ¿qué era el papel que recogisteis del suelo, y que tan repentina y terrible determinación os hizo tomar?
—Una carta de la condesa. Esta era Ja prueba de la traición de Martín, que se disponía ya a partir de España, conseguido el medio de llegar al objeto constante de sus aspiraciones.
—¿Conserváis Ja carta?
—Aquí está-dijo Fadrí, presentándola al presidente.
El presidente tomó la carta y dijo:
—El hermano que ocupa el asiento trece, empezando a contar por la derecha y desde este sitio, tomará esta carta y pasará a leerla a la luz y en voz alta.
El individuo a quien aludía el presidente obedeció la orden de éste y se puso a leer la carta. Decía así:
Os envío el dinero que me pedís; pero necesito saber algo más acerca de la Hermandad de la Muerte y espero que vendréis a verme esta noche en mi casa. Sobre todo, averiguad quién es el presidente.
La CONDESA DE FlOREROSA.
—¿Pero esta carta a quién va dirigida?-preguntó el presidente, dirigiéndose a Fadrí.
—Léase el sobre, que no se ha leído-repuso éste.
El sobre se leyó por el mismo hermano que acababa de hacerlo con la carta, y decía así: «Al señor capitán Martín Nadal.»
—¿Hay alguno de los hermanos que conozca la letra y firma de la condesa?-preguntó el presidente.
—Yo-dijo uno.
—Reconoced la de la carta.
Suficientemente examinada, el hermano dijo:
—La creo la misma letra y firma de la condesa de Fiorerosa.
Todos, después de esto, volvieron a sus puestos, y el presidente hizo la siguiente pregunta a la reunión:
—¿Son suficientes las pruebas de la traición del capitán Martín Andal que presenta el hermano que le mató para absolver a éste de la muerte del primero?
Un silencio completo siguió a la voz del presidente, lo cual significaba, como han notado nuestros lectores, la completa aprobación a la «conducta de Fadrí. El presidente continuó:
—Queda aprobada por la Hermandad la muerte del traidor Martín Nadal.
Después de un breve rato, el presidente volvió a tomar la palabra y dijo:
—Hermanos: por lo que acabáis de oír acerca de la traición y muerte de Martín Andal comprenderéis el motivo por que he creído de mí deber reuniros. La existencia de la Hermandad ha sido revelada a una mujer conocida por el mayor enemigo que tiene hoy nuestro partido en Barcelona. Sabemos, pues, que la existencia de la Hermandad ha sido revelada a la condesa de Fiorerosa; pero no sabemos bastante con esto, y para nuestro gobierno necesitamos averiguar algo más.
Y el presidente, dirigiéndose de nuevo a Fadrí, le interrogó en estos términos:
—Cuando disteis muerte al capitán Martín Andal, ¿no descubristeis hada más acerca de sus revelaciones a la condesa?
Fadrí contestó:
—Nada más que la confesión de su crimen.
—Debisteis haberlo procurado-repuso el presidente.
—Así lo hice, pero fue en vano, por más amenazas que empleé. Sólo cuando se sintió herido de mi primero y último golpe, me confesó que realmente nos había vendido; pero no tuvo tiempo de extenderse más; en el momento expiró.
—¿Hay algún hermano que tenga acerca de esto alguna noticia más?-preguntó en general el presidente.
El silencio de todos respondió a su pregunta, por lo que el presidente continuó:
—De suerte, que lo único que sabemos es que Martín Andal reveló la existencia de la Hermandad a la condesa de Fiorerosa, ignorando si le dijo asimismo nuestro objeto, y hasta qué punto se extendió tocante a palabras, signos y nombres de los hermanos, que él conocía. Pero hay en todo esto una circunstancia que me ha llamado la atención, y es el no haber oído en ninguna parte que se haya descubierto una Sociedad secreta con tal o cual objeto, cuando esta noticia, en el estado en que se encuentra hoy Barcelona, debía naturalmente haberse divulgado con suma rapidez-y dirigiéndose de nuevo a la reunión en general, el presidente volvió a preguntar—: ¿Ha llegado esto a noticia de algún hermano?
Todos los hermanos callaron igualmente, lo cual quería decir que lo que preguntaba el presidente no había llegado a noticia de ninguno.
—Ya comprenderéis que esto es singular, y da margen a dos conjeturas: o la condesa por falta de datos, pues de su carta a Martín Andal se desprende que no tenía todos loa que deseaba, no ha descubierto la existencia de nuestra Sociedad al virrey, lo cual cuesta mucho creerlo, sin embargo; o bien la ha descubierto y el sigilo extraordinario que el Gobierno lleva en este asunto es sólo para hallar más fácilmente el hilo de la trama. En uno y otro caso, creo que la Hermandad debe adoptar como primera providencia palabras y signos nuevos. Las primeras pueden ser Son Jorge, Barcelona, que son las mismas que di la orden de sustituir preventivamente»las que teníamos. ¿Adopta la Hermandad estas palabras
El mismo silencio de la reunión respondió afirmativamente al presidente.
—Acerca de los signos, la variación en mi concepto puede ser muy sencilla. No es necesario adoptar otros. Con sólo hacer con la mano izquierda los signos que hacíamos con la derecha, queda salvado este punto. Y en cuanto a los golpes, pueden ser cinco en vez de tres. ¿Se adopta esta variación?
Ninguno de los circunstantes opuso la menor observación. El presidente, como había hecho antes con las palabras, dijo respecto de los signos:
—Queda, pues, resuelto y convenido que los mismos signos se harán en adelante con la mano izquierda, y que los golpes serán cinco en vez de tres, como han sido hasta ahora. ¿Alguno de los hermanos sabe acerca de la condesa de Fiorerosa algo que pueda tener relación con el objeto de la Hermandad?
—¡Yo!-dijo uno.
—¡Y yo!-añadió otro.
—¡Yo también!-dijo un tercero.
—Empezando por la derecha, diga lo que sepa el hermano a quien le toque.
—Hace cuatro noches, pasando yo por la calle en donde está el palacio de la condesa, y al llegar a la puerta principal, vi salir a dos hombres cuya presencia en aquella casa me pareció de mal agüero.
—¿Conocisteis a esos hombres?-preguntó el presidente al que había empezado a hablar.
—Sí-contestó; son dos de los asesinos de don Juan Serrallonga: Colmenar y Miguel Monredón, el alguacil
Pude reconocerlos a la luz de la gran lámpara que alumbra el patio de la condesa, y como la noche era bastante oscura, así que estuvieron en la calle, pude seguirlos sin que notaran mis pasos. Colmenar empezó por decirle a Monredón: «Por lo viste, esa mujer tiene toda la confianza del conde— duque.» A lo cual contestó Monredón:
—«Para recibir carta de puño y letra del ministro, mucho valer es necesario y hasta muchísima confianza.»-«Y tiene razón cuando acusa de débil al virrey; pero pronto esa debilidad desaparecerá con nuestras excitaciones, y más que todo ante el miedo de que la condesa, si Santa Coloma sigue esta marcha dudosa, influye con el conde-duque para que éste le despoje del virreinato.». He aquí lo que oí tan sólo, pues a estas palabras sucedió un completo silencio hasta llegar al palacio del virrey, donde entraron ambos.
—Conque tenemos, según eso-dijo el presidente—, que la condesa está en correspondencia con el conde-duque de Olivares; que la marcha de Santa Coloma en el Gobierno es demasiado débil; es decir, poco cruel, y que se confía en que sea más fuerte con las excitaciones de Colmenar y Monredón y por el miedo de que Santa Coloma pierda el virreinato de Cataluña si no sigue las inspiraciones de la condesa. ¿Es eso todo lo que podéis manifestar?-dijo el presidente al que acababa de hablar.
—Eso es todo lo que sé.
—Puede hablar el otro hermano.
—el segundo empezó:
—El hermano que me ha precedido en la palabra está perfectamente enterado, pues sus noticias corresponden a las mías, que son la consecuencia legítima de lo que ha oído de su boca la Hermandad. El virrey se ha decidido, según parece, por el terror, obedeciendo en un todo las indicaciones que recibe de la condesa, conformes con las órdenes que tiene de Madrid, y presto, pues está acordado ya y decidido, las casas de los catalanes tendrán que dar, si no de grado, por fuerza, el alojamiento a las tropas de Castilla.
—¿Sabéis eso positivamente?-dijo, medio alarmado, el presidente.
—Cierto-contestó con la mayor seguridad el preguntado—. Y en prueba de ello, y como en celebración de haber podido inclinar a este lado el ánimo del virrey, la condesa da en su palacio un gran baile, que tendrá lugar la noche del lunes próximo, y al que concurrir ¿un todos los Cadells seguramente.
—¿Habéis concluido?-preguntó el presidente.
—No puedo dar otras noticias..
—Puede manifestar lo que sepa el hermano a quien toca hablar ahora.
El tercero habló de esta manera:
—La condesa es rica, muy rica, y, por consiguiente, su gran fortuna le permite disponer de gruesas sumas de dinero que no escasea, siendo, por otra parte, espléndida a la prodigalidad cuando así conviene a sus fines. Yo sé que la condesa tiene agentes en varios pueblos del Principado, los cuales alistan diariamente a los hombres que pueden. No se les dice el objeto. Se pasa a cada individuo desde el momento en que queda alistado una libra catalana cada tres días, y se le promete además el saqueo cuando sea llamado a batirse. El objeto, repito, no se les dice, ni lo sé yo; pero puede presumirse, es más, puede asegurarse cuál será, y contra quién, el fin que la condesa lleve al lanzar a sus mercenarios en un día dado.
—¿No sabéis nada más?-preguntó el presidente.
—Ahí está todo.
—Declaró-dijo entonces Fadrí-que lo que acaba de decir el último hermano que habló es exactamente lo mismo que yo sabía y comuniqué no ha mucho al presidente.
Este dijo entonces, corroborando lo de Fadrí:
—Es cierto.
Luego, pasando a considerar lo manifestado a la Hermandad, el presidente dijo:
—Ya veis, hermanos, que los enemigos de la patria, ayudados por esos hijos ingratos que en mal hora nacieran en este leal y honrado suelo, no descansan, y siguen con mayor empeño cada día forjando las cadenas con que pretenden ahogar los fueros y libertades que el mismo conquistador prometió respetar al unir la rica perla de Barcelona a la corona de Castilla. Sus trabajos, por lo que habéis oído, están ya muy adelantados, y en breve, si antes no les oponemos la valla de nuestro derecho apoyado por nuestra fuerza, invadirá nuestro principado la plaga de todos los males qué puede traer sobre nosotros la dominación del que nunca puede, sin menoscabo de nuestra honra, sin mengua de nuestro decoro, ser nuestro árbitro y absoluto dueño. Yo creo, hermanos, que siendo el objeto de nuestra Sociedad la emancipación de Cataluña, nuestros trabajos han de marchar, cuando menos, al nivel de los que emplean para esclavizarla nuestros tiranos..., por ello no tenemos otro medio que levantamos en rebelión proclamando la independencia, la emancipación de Cataluña.
Concluida esta especie de proclama-que tal puede llamarse el discurso improvisado y lacónico que pronunció-el presidente se dirigió a la reunión en general preguntando:
—¿Está de acuerdo la Hermandad con mis apreciaciones y con adelantar el día que teníamos prefijado? Decid claramente sí o no, y la opinión de cada cual manifiéstese clara y terminante. En asuntos que a todos atañen igualmente y en que todos arriesgan la cabeza, el voto del primero vale tanto como el del último.
—el presidente repitió la pregunta:
—¿Está de acuerdo la Hermandad con el parecer que he manifestado?
Un sí compacto y repetido dos veces fue la contestación que obtuvo el presidente.
—Está bien-continuó—. Los hermanos mayores digan si están dispuestos sus grupos respectivos para el momento, o bien los días que necesitan para ello.
—Tres días-dijo una voz.
—Tres días-añadió otra.
Y así sucesivamente, todos los hermanos mayores fueron repitiendo la voz: Tres días.
—Dentro de tres días, pues, estará la Hermandad dispuesta para la primera orden-exclamó el presidente.
De acuerdo ya todos los individuos de la Hermandad de la Muerte acerca del punto que motivó su reunión y en el importantísimo del tiempo para preparase, faltaba tratar del modo como mejor se llevaría a efecto la conjuración tramada, para su mejor y más probable resultado. Pero ésta era ya cuestión en la que había de exponerse dictámenes y que tendría que discutirse probablemente.
—Hermanos: Ya habéis visto el estado de los asuntos que hemos tratado en esta reunión, y yo me lisonjeo prometiéndome felices resultados de la unidad que reina en todos vosotros. El tiempo, como sabéis, es precioso y no podemos demorar un instante el tratar del modo como mejor pueda combinarse la tentativa que vamos a hacer en breve para romper las cadenas que oprimen a la patria, y en este momento debe empezarse a tratar de este asunto por los hermanos mayores. Los demás hermanos, como lo que aquí suceda y se diga no ha de ser un secreto para ellos, puesto que lo han de saber más tarde, y sobre todo porque no existen secretos para ningún individuo de la Hermandad en asuntos que a ella conciernen, pueden quedarse o retirarse. Los que quieran lo primero, que permanezcan en sus asientos; los que se decidan por lo último, levántense y la puerta se abrirá para que vayan saliendo con el mismo sigilo con que entraron.
Concluidas estas palabras del presidente, gran número de los individuos que ocupaban el coro de la Catedral se levantó, quedando otro mucho menor inmóvil en sus asientos.
Todos los que se habían levantado eran, sin excepción, los hermanos menores. Los mayores, como es fácil comprender, permanecieron inmóviles en sus asientos. El presidente entonces dijo al monje Pedro:
—Abrid la puerta.
El monje obedeció. El presidente continuó:
—Conviene que no salgan más de dos a la vez.
Las más leves indicaciones del presidente eran, como habrá observado el lector, órdenes que se obedecían tan puntual como estrictamente.
Los hermanos menores fueron pues, saliendo con suma cautela y de dos en dos por la ya indicada puerta de la Catedral, que guardaba, lo mismo que a la entrada, el monje Pedro.
Al salir del coro los dos últimos, el presidente dijo a Fadrí:
—Id a decir que puede ya cerrarse la puerta.
Momentos después volvían Fadrí y el monje Pedro, que ocuparon otra vez sus asientos a derecha e izquierda del presidente. Los demás hermanos mayores se fueron aproximando a la presidencia, llenando los asientos más cercanos a ella, que habían desocupado los que acababan de salir.
Nos parece que asaltará una curiosidad a nuestros lectores: decir que entre los individuos de la Hermandad de la Muerte se hallaba el nuevo afiliado Orso de Monteferro.
Al principio de la sesión, admiró, como sucedería a cualquiera que en su caso y de improviso se encontrase, del exquisito cuidado con que aquella gente procedía, y después, del aplomo, brevedad y precisión con que se hablaba; apenas le permitía su asombro calcular su posición en aquel sitio.
Así es que no hacía más que volver la vista a uno y otro lado, encontrando en todas partes el mismo misterio, el motivo mismo de admiración. El fantástico al par que grave sitio de la reunión, la hora de ésta, las inmóviles fisonomías de los asistentes, las preguntas secas del presidente y respuestas nada extensas de los preguntados; todo tenía al principio a Orso de Monteferro como pasmado y presa de una extraña pesadilla. Poco a poco, sin embargo, fue volviendo de su asombro; pero fue para entrar en un tormento terrible.
Orso oía que las preguntas del presidente eran satisfechas por los individuos de la Hermandad ni más ni menos que si las hiciera el confesor; oía más todavía, esto es, que sin preguntar directamente a un individuo, éste se espontaneaba hasta el punto de confesar un homicidio ante la Hermandad, como lo había hecho Fadrí. Orso pensaba desde aquel momento que no sólo era deber entre los hermanos el responder la verdad de aquello sobre que fuesen preguntados, sino que también lo era el decir lo que supiesen acerca de las personas y cosas que pudieran interesar a la Hermandad.
Calcúlese ahora si sería tormento el de Orso cuando oyó que se hablaba de la condesa de Fiorerosa, acerca de la cuál1’ no sabía si era poco lo que él podía decir, y, en este caso, si haría un pobre papel ante la Hermandad con una fútil manifestación, o bien si perjudicaría a su proyecto de venganza y obstaría para hallar a los asesinos de su padre el decir el misterioso aviso que junto a la columna de la Catedral, frente a la capilla de Santa Eulalia, recibiera días antes.
Entonces la mente de Monteferro le dictó:
Orso de Monteferro, existe una persona que sabe quiénes fueron los asesinos de vuestro padre y de vuestro tío. Es la condesa de Fiorerosa. Haceos presentar en su casa y procurad arrancarle su secreto. No despreciéis mi consejo. Los ensangrentados manes de vuestro padre y de vuestro tío piden venganza.
Esta idea, la idea, constante que ocupaba la imagen de Orso a todas horas, con la doble circunstancia de oír en aquel momento el nombre de la condesa y hallarse en el mismo lugar donde recibiera el aviso, se dejó sentir como nunca en su cerebro, en el cual a menudo se levantaban mil visiones de venganza contra el hasta entonces tan inútilmente buscado asesino de su padre.
Esto, como se comprende, acababa de dejar absorto a Orso de Monteferro.
El presidente, a través de las sombras que envolvían el coro, distinguió desde el principio de la sesión a Monteferro, que ocupaba un asiento poco apartado.