CAPITULO III
La zozobra de Orso no disminuía con la tardanza del golpe. Extrañaba, sin embargo, que transcurriese tanto tiempo sin que la menor señal lo indicase.
«¡Cómo diablos es esto-decía en su interior—, siendo el Acuerdo general y estando preparado para esta noche!... ¡Si se habrá tomado otra resolución!... ¡Parece imposible!»
Aquí recordaba todavía la ultima expresión de Margarit aquella noche: prevenido, y esto, en labios del mismo presidente de la Hermandad, era suficiente para alejar en Orso toda esperanza en este sentido; pero lo cierto era, en medio de todo, que el tiempo transcurría y el golpe no se daba. ¿Habría habido algún entorpecimiento, por causa de un obstáculo material al tiempo de la ejecución?
«Si eso fuese-volvía a decirme Monteferro—, si por este feliz motivo no se efectuase esta noche, mañana tendría tiempo de todo!»
Y su vista, como antes, no dejaba de vagar por todas partes, esperando la primera señal.
De repente apareció en la puerta del salón la grave figura de Margarit.
En la expresión de su fisonomía, Orso creyó descubrir algo... No se explicaba la causa; pero la presencia de Margarit en aquel momento, que bien podía anunciar la proximidad de una, terrible catástrofe en aquellos salones, lejos de decirle eso, como debiera con los antecedentes que tenía, le alegró, sin saber, reptimos, la causa.
Es que en ciertas situaciones de la vida, el corazón es el nuncio más fiel del bien o del mal que nos aguarda. Monte— ferro estaba entonces más intranquilo que nunca. Empezaba a dudar que se llevase a efecto ya el plan preparado. La duda es la madre de la intranquilidad. No pudo con ella permanecer quieto en su asiento, y se levantó para salir al encuentro de Margarit.
Este, que vió en la fisonomía de Monteferro la huella de los horribles sufrimientos de su corazón durante aquella noche, y en antecedentes, por otra parte, como estaba, no necesitó que el joven le dijese el objeto de su ansiedad. Antes, pues, que Orso preguntara, le respondió Margarit. El primero se acercó con esa mirada insinuante que dice más que todas las palabras el deseo que tenemos de alguna noticia, y el último se apresuró a decirle a media voz;
—¡Paz!
Es imposible manifestar la emoción que sintió en aquel momento.
— ¡Paz! ¿Qué sucede? ¿Cómo paz?
—Así lo quiere la Hermanad, y así ha de ser..
—Con vuestro permiso, pues-dijo Monteferro en actitud de separarse.
—Adiós, Orso. Id a verme cuando queráis a mi casa.
—Monteferro.alegre, volvió al lado de su amada, quien no pudo menos de sorprenderse al observar aquel nuevo y repentino cambio. Margarit tendió la vista, y al ver a la condesa sentada a la izquierda del salón, frente a su primitivo sitio, se dijo a sí mismo: «Veremos si consigo hablarle otra vez.»
El baile terminó sin otro accidente que merezca particular mención.
La condesa se retiró satisfecha, por una parte, y disgustada, por otra, de la suntuosa fiesta dada en su casa. Había arrancado a un hombre como Margarit una confesión dificilísima, y esto no podía menos de satisfacerle.
Colmenar y Monredón, meditando en el medio mejor de librarse de Monteferro, se marcharon con la natural zozobra en que semejante encuentro los tenía y con el ánimo, por otro lado, de continuar bajo la inspiración de la condesa sus buenos oficios cerca del virrey. Sólo do$ personas salieron del baile con la dulce memoria que deja una fiesta de este género en los corazones a cierta edad y en determinadas circunstancias de la vida. Estas eran la enamorada Clara y el más enamorado todavía Orso de Monteferro; pero la alegría de Clara no podía durar mucho, pues don Juan supo que Orso hablaba de amor a su hija. Esto por sí solo; tratándose del hijo de aquel Monteferro, era suficiente para disgustarle.
Sin aguardar al día siguiente, sino en el mismo instante que padre e hija llegaron a su casa, aquél llamó a ésta a su— gabinete. Clara acudió a la voz de su padre, bien ajena por cierto al terrible conflicto que la amenazaba.
—¿Llamabais, padre?-preguntó con la mayor candidez.
—Sí. Decid-comenzó agriamente Colmenar—: ¿conocéis al galante caballero que teníais, a vuestro lado?
Al pronunciar la palabra galante, Colmenar dejó notar toda la cólera que sentía. Ciara se asustó.
—Sí, señor-contestó.
—¿Y de qué le conocéis?
Aquí la situación de Clara fue en extremo difícil. Salió de ella, no obstante, como salen todas las niñas en su caso, con una mentira.
—Desde esta noche-respondió—. La condesa me lo presentó, y lo hizo sentar a mi lado.
—Y ¿qué os decía?
—Nada...
—¿Cómo nada? ¿Mentís a vuestro padre?...
—No, padre mío, sino...
—Yo sé el remedio que tengo que poner a todo esto. Yo sabré castigar vuestro indigno proceder y el atrevimiento de ese infame.
—Colmenar empezó a dar largos pasos por el gabinete. Clara, en pie, inmóvil y muda como una estatua junto a la mesa, ni a mirar a su padre se atrevía.
Después de algunos momentos, don Juan exclamó;
—preparaos para volver al convento mañana mismo.
—Como mandéis, padre mío-respondió la pobre niña humildemente.
—¡Para no salir jamás!...
Clara bajó las manos y la cabeza en señal de la más profunda resignación.
—¡Podéis salir!
Margarit y Fadrí llegaron a casa del primero, sin haber pronunciado ni uno ni otro una sola palabra durante el camino.
Don Pedro hizo entrar a Fadrí en su gabinete. Ambos personajes hacían hipótesis sobre si la condesa y doña Juana eran en sí la misma persona. Fadrí creía que sí; pero no lo afirmaba de un modo categórico.
Dejemos estos personajes para dar paso a otros, y con ellos a otra escena totalmente opuesta, pero no por ello exenta de interés para nosotros. Ana fue al domicilio de Orso de Monteferro y le puso al corriente de cuanto sucedía y que ya sabemos.
—aquí la doncella relató fielmente a Orso lo sucedido entre Clara y su padre al salir del baile.
—¿Conque al convento?
—¿Esta noche estaréis a la reja?
—¡Ah! No faltaré, Ana, no faltaré.
—Ahora me voy, porque no puedo detenerme mucho.
—Pero aguarda un momento más.
—No puedo. Don Juan se ha levantado ya. Está con un humor de perros. Pienso que poco o nada habrá dormido esta noche.
—¿Tan furioso se halla por eso?...
—Como no podéis imaginar. Así que se levantó, como habíamos convenido con doña Clara, fui yo a decirle que estaba bastante mala y a preguntarle si quería que fuese por el médico. «Ve y vuelve volando», me ha respondido. Conque ya veis que no puedo detenerme.
—Ve, pues, Ana, y dile de mi parte que no desmaye, que la quiero más que nunca..., que..., en fin, Ana, hasta la noche.
—Hasta la noche.
La doncella siguió su camino y Orso volvió al lado de Fontanellas.
—Qué hay-le preguntó éste.
—Don Juan me vió esta noche hablando en el baile con su hija y la encierra en un convento.
—Y ahora, ¿qué piensas tú hacer?
—¿Qué pienso hacer? Pues llevármela antes que lo haga,
—¡Monteferro, cuidado! Mira bien lo que haces.
—Lo dicho, Carlos.
—¿Y si Clara te falla?
—No puede fallarme. Clara está en caso distinto que Isabel. Yo he recibido de sus labios una seguridad que tú no tenias de su hermana... Os juro-me dijo-que mi mano no será de nadie más que del que elija mi corazón. Esta noche me la llevo.
—Entonces, nada tengo ya que decir. Cuenta conmigo.
—Gracias, Carlos. Ahora vamos a disponernos para ver a la condesa; hoy quedó en decirme lo que tanto me intriga.
—Orso, aquí me tendrás a la hora a que vuelvas, porque según lo que resulte de la entrevista con la condesa, puedes m necesitar de mí.
Orso se arregló un traje y se dirigió al palacio donde con tanta zozobra al principio, tanto miedo luego y tanta felicidad después había pasado la noche anterior.
Llamó y preguntó al criado que abría la puerta.
—No está la señora en casa-respondió éste—; pero ¿cómo os llamáis, caballero? Y dispensad ja pregunta.
—Monteferro.
—Tened la bondad de, pasar-entró Orso, precedido del mayordomo, a la primera sala, y allí le dijo—: La señora, ti salir, encargó que si vos veníais, os dijéramos que esta noche estaría de vuelta, y que os tomaseis la molestia de volver a pasar.
—¿A qué hora? Porque muy tarde no podrá ser...
—Anochecido.
—Adiós.
—El os guarde.
Orso llegaba ya a su casa, es decir, a la de Fontanelas.
—Presto vuelves-dijo éste al verle—. ¿Qué hay? ¿No estaba la condesa?...
—No. Su mayordomo me ha dicho que me recibiría esta noche.
Margarit, a pesar de que Fadrí se había, prudentemente, tomado todo el día de tiempo para practicar la diligencia convenida, esperaba a cada momento que llegase éste con el resultado, fuere el que fuere, para investigar a ciencia fija si doña Juana de Torrellas y |a condesa era una misma persona.
En tanto que el presidente de la Hermandad de la Muerte esperaba a Fadrí para ver el resultado de su investigación, veremos cómo Colmenar y Monredón maquinan un plan para deshacerse del joven corso.
—¿Qué habéis pensado acerca de Monteferro?-dijo Colmenar.
—Tengo una idea que puede surtir gran efecto del modo como se encuentra hoy el virrey, y ésta es el aprovecharnos de eso mismo de la Sociedad secreta...
—Explicaos, porque no comprendo aún vuestra idea-dijo Colmenar.
—Si Orso perteneciese a esa Sociedad... Figuraos que Orso pertenece a ella... Entonces se le delata al virrey, y está perdido.
—Pero se necesita una prueba.
—Esto es lo más fácil. Se le manda una carta a su nombre, por un agente nuestro, y en el momento de recibirla me presento yo, le ocupo la carta, y me lo llevo.
—Perfectamente, sois hombre de provecho-exclamó Colmenar, dando un golpecito en el hombro al infame alguacil, que sonrió malignamente.
Luego continuó éste:
—Por supuesto, que la carta, firmada por tres estrellitas o, por un anagrama, injuriosa para el Gobierno...
—Contra el mismo virrey-interrumpió Colmenar.
—¿Cómo redactamos la carta?
—De una manera que nos asegure el éxito de nuestro propósito.
Monredón salió a ejecutar el infame proyecto que había concebido. A los cinco minutos la carta ya estaba escrita y enviada por un hombre de absoluta confianza.
El texto de la carta era el que sigue:
Hermano:
Esta noche se os espera en el lugar que sabéis para tratar del plan que en breve vamos a ejecutar.
Es preciso acabar de una vez con toda esa gente, desde el virrey abajo; ahorcarlos a todos, saquear las casas e incendiarlas luego para borrar hasta él último rastro de su existencia. Conque no faltéis porque os espera vuestro...
Monredón, a fin de hacer bien la cosa, mandó escribir su carta, que decía así:
Señor alguacil real, don Miguel Monredón:
Si Queréis descubrir el hilo de una terrible Sociedad secreta que trabaja contra el poder del rey nuestro señor, vigilad de cerca la persona de un caballero italiano que se llama. Orso de Monteferro.
UN AMANTE DEL ORDEN Y DE LA PAZ DEL PRINCIPADO.
La cosa, como se ve, estaba hecha con la cabeza.
Fadrí era un lince, y como tal había de salir airoso de cuantas misiones se le confiaran. Descubrió que la condesa y doña Juana eran una misma persona. Diose a conocer a ella, y ella le reconoció; pero le advirtió que callara, ya que las cabezas de los dos estaban en peligro. A fin de hablar a solas, la condesa-o Juana de Torrellas-le citó en su palacio.
El escribiente que sirvió a Monredón para la escritura de las cartas fue a. contar el caso punto por punto a Tamarit.
La Hermandad de la Muerte, que tenía un individuo en la Catedral, los tenía asimismo en todas partes, hasta dentro del mismo palacio del virrey.
El tal agente, pues, no era otra cosa que un hermano menor que así que vió aquello fue a dar cuenta al presidente de su grupo.
Tamarit se quedó altamente sorprendido, no por lo de la Sociedad secreta, que demasiado sabía lo fácil que era y hasta seguro que llegase a oídos del virrey sabiéndolo la condesa, como se dijo en la sesión de la Catedral, sino por el tiro directo a Monteferro que encerraban las cartas.
Seguidamente el agente comunicó, de palabra por supuesto, el asunto a Margarit. Este llamó al momento a Monteferro.
—Esto hay-le dijo, refiriéndole el caso.
Oreo se quedó sorprendido, como era natural.
—Conque mucha previsión y, sobre todo, cuidado con recibir carta alguna...
—Estaré prevenido.
—¿Habéis visto ya a la condesa?
—Esta noche la veré.
—Hasta mañana, pues...
Monteferro salió y volvió a su casa, asombrado de que tamaña alevosía cupiera en hombre alguno. Tan pronto como entró a su cuarto, dijo a su leal amigo Fontanellas:
—Si viene alguna carta a mi nombre, no se recibe.
—¿Que no se recibe ninguna carta que venga para ti? ¿Y eso?
—Colmenar trata de perderme acusándome de gran delito, y que es de tal empaque que el virrey me puede procesar al punto y hasta mandar ejecutarme.
—Varaos, vamos;.tú bromeas, Orso.
—entonces, dicho esto Fontanellas prorrumpió en una carcajada.
—Nada, Carlos; lo arreglaremos de otro modo, porque tomado esto así riendo, podríamos más tarde llorarlo los dos.
—largando la mano al cordón de una campanilla Orso tiró de él. Un criado se presentó inmediatamente.
—Cuando venga alguna carta para mí, no se recibe.
—Está muy bien-dijo el criado.
Monteferro le indicó con la mano que despejase. El criado salió.
—Ahora lo creo-dijo Fontanellas—; que hasta aquí, francamente, tan extraño es eso, que no creía fuese de veras.
—Pues va, Carlos, de veras, y muy de veras.
—¡Es triste! Ese hombre hará la desgracia de su» dos hijas.
—Perdonaría a don Juan el daño que a mí pudiera hacerme; pero el que ocasione a Clara no se lo perdonaría jamás.
Dejemos otra vez a los dos amigos, puesto que ya podemos figuramos los puntos sobre los cuales versaría su conversación, y volvamos a la casa del ya impacienté don Pedro Margarita Había anochecido ya, y conforme se hacía tarde aumentaba la curiosidad del presidente de la Hermandad de la Muerte.
—Las siete y cuarto-exclamó, mirando el reloj—. Faltan tres cuartos de hora todavía para la que él ha fijado.
Así, cada cuarto le parecía un año a Margarit. Dieron las ocho, y Fadrí no estaba todavía en casa de Margarit.
—¡Las ocho!-exclamó éste, aterrorizado—. Bien me lo daba el corazón.
Pero, por desgracia de la humanidad, eso que dicen de los presentimientos y corazonadas no sale cierto sino cuando la desgracia ha de venir. Cuando es lo contrario, nos engañamos muchas veces.
En el momento en que Margarit iba a salir para tomar una determinación pronta y decisiva que resarciese a la Hermandad del tiempo y la ocasión pedidos, entró Fadrí.
—Di, presto-dijo Margarit vehementemente.
—Era ella, doña Juana; me conoció al instante, y me llamó por mi propio nombre.
—Y tú...
—La he conocido también. Fui torpe anoche.
—¿No habéis hablado?
—Sí. Me ha citado en su palacio.
—Dile que yo pasaré luego a verla.
—Se lo diré.
—Adiós, pues, Fadrí.
—Hasta más tarde, señor.
Fadrí partió, y Margarit quedó lleno de gozo, aguardando otra vez la vuelta del antiguo teniente de Serrallonga.