CAPITULO IV
Mientras doña Juana estaba fuera de casa, llegó a esta otro personaje, no en el sentido literal de esta palabra, sino en la acepción que se le da cuando se aplica sin distinción a los actores y personas que figuran en un drama o una novela.
Este personaje era un criado o agente de la condesa a quien como tal no conocemos sino de nombre.
En uno de los anteriores capítulos, no recordamos cuál, pero en aquel en que se refiere la primera visita de Colmenar y Monredón a Ja condesa, el lector recordará que ésta recibió dos cartas que leyó antes que aquéllos entrasen en el gabinete. Una carta era del virrey; la otra, de un tal Ramón, m la cual le daba cuenta de sus trabajos alistando gente en Sarita Coloma y pueblos convecinos.
Pues bien: el personaje que llegó y que se quedó en casa a pesar de que la condesa estaba fuera era Ramón., La concisa le había mandado que bajase a Barcelona para hablar con él más largamente de lo que una carta permitía.
El mayordomo conocía a Ramón, y las atenciones de que fue objeto por parte de aquél cuando llegó traducían bien el aprecio que éste merecía a su ama. Ramón preguntó naturalmente por ella, y el mayordomo le explicó punto por punto adónde y cómo había salido.
Llegó la noche, y a las primeras luces se oyeron ya las pisadas de los caballos en la calle. Ramón voló al patio como una exhalación. Tras de Ramón bajó un perrazo enorme, dando ladridos de alegría.
Al entrar la condesa en el patio, Ramón tomó la falsa rienda del caballo junto al bocado, y la condesa, apoyando una mano en su hombro, echó pie a tierra.
El perro se levantó de manos delante de la condesa.
—¡Hola!, ¿tú también?-dijo ésta, acariciándole con la mano.
—¿Es mi constante camarada, y quisierais que se hubiese quedado?
Un criado llevó los caballos, y la condesa subió la escalera, seguida inmediatamente de la corta comitiva, a la cual se unieron Ramón y el enorme perro.
—Entra, Ramón-dijo a éste la condesa, metiéndose en el gabinete que ya conocemos. Sentose en el sillón, indicándole a Ramón el sofá—. ¿Aquélla está bien?
—Perfectamente, señora.
—¿En todos los pueblos?
—Principalmente en Santa Coloma.
—Bueno.
—¿Han resistido muchos al alistamiento?
—Como no iba yo a buscar sino gente a propósito para ello, nadie ha resistido.
—¿Y están realmente dispuestos?
—Para el día que se quiera.
—¿Se sabe ya allí lo de los alojamientos? ¿Cómo se ha recibido la nueva?
—Todo lo mal que podéis imaginaros. De suerte que cuando vayan los soldados..., mal recibimiento los aguarda.
—¿Y esto es general en el pueblo?
—Con excepciones contadas. Los tercios irán de un momento a otro.
La condesa no quiso por Jo pronto saber más, y dijo:
—Bien, Ramón. Ve a la cocina, que si te preciso ya te llamaré.
Ramón salió, y la condesa se quedó en el gabinete aguardando a Monteferro y a Fadrí, que eran las personas a quienes esperaba; la primera, para descubrir el secreto que tanto anhelaba, y la segunda, para rememorar toda una vida que por entero pertenecía al pasado.
Deseaba tener a Fadrí ante sí, y lo deseaba ya que si sus recuerdos serían tristes, el de sus aventuras con sus hombres le haría un tanto feliz.
Su memoria tenía latente la terrible escena en el castillo de Gualba, donde sus leales fueron ahorcados, así como aquellas criaturas, por orden del alguacil real.
Apenas anocheció, Monteferro que aguardaba con impaciencia la caída de la tarde para volver a casa de la condesa, como le había dicho el mayordomo cuando estuvo por la mañana, se dirigió al palacio de Fiorerosa, quien prontamente ordenó que le pasaran al lugar donde ella se encontraba.
Cuando estuvo el joven corso ante la condesa, ésta le preguntó a boca de jarro:
—¿Amabais mucho a Clara de Colmenar?
—Sí.
—¿Y sabéis ya quién es su padre?
—¡Sé que es un infame!-respondió Monteferro, sin poder disimular la cólera que le produjo el solo nombre de Colmenar.
—¿Y vos queréis a su hija?...
—Nada de este mundo podría anular este cariño.
—¿Y si el amor de Clara os impidiese tomar la vengan» de vuestro padre?...
Monteferro miró asombrado a la condesa.
—Decid.
La condesa se levantó. Orso se puso también en pie.
—No os mováis, no salgo.
Orso, sin embargo, no se sentó.
Fue la condesa al secrétaire, abrió, sacó el puñal que ya conocemos, y volvió a sentarse en el sillón. Monteferro, en pie delante de la condesa, dirigió una mirada al arma fatal, y respiró, como desahogándose de un peso terrible. La condesa exclamó con voz solemne y presentando el puñal:
—¡Hijo de Monteferro! Este es el puñal de la venganza de vuestro padre.
Orso alargó la mano.
—Tomadlo, y sabed ser digno del nombre que lleváis y del país en que nacisteis; su puño guarda el nombre de los asesinos de vuestro padre y tío.
Monteferro guardó el puñal.
—Condesa, dispensad que marche, porque siento la impaciencia que podéis presumir por descubrir el secreto.
—Adiós, Orso.
—Adiós, condesa.
Los preámbulos de la condesa habían hecho honda impresión en el ánimo de Monteferro; pero ¿a qué mezclar en ello a Clara? ¿Qué tenía que ver el amor de Clara con el asesinato del padre de Orso?
Así que Monteferro recibió el deseado puñal de manos de la condesa, no pensó en otra cosa, ni en ninguna tampoco podía su atención Ajarse sino en aquel objeto que había pertenecida a su padre y que él recibía entonces como de propias manos del difunto, agonizando asesinado en el lecho del dolor.
Pocos minutos después de haber salido del palacio de Fiorerosa, entró en casa de Fontanellas, quien le aguardaba.
—¿Qué tal?-preguntó con verdadera ansiedad Fontanellas al verle llegar.
—Monteferro, por toda contestación, metió la mano en el pecho, y sacándola luego, levantó el puñal.
—Un puñal-exclamó don Carlos.
—¡El de la venganza!
—¿Al fin lo has descubierto?...
—Sí. Carlos. Al fin el legado de mi padre; su muerte infame y alevosa va a ser vengada por su hijo. En el puño se guarda el nombre de su asesino.
Acercándose a la luz que ardía en una palmatoria sobre la mesa, se pusieron a examinar el puñal, pero por más que miraban y volvían a mirar el mango atentamente, el tal secreto no daba el menor indicio.
—¡Diablo! En la hoja no estará-exclamó Fontanellas—. ¿Estás cierto de que el secreto está en el puñal?
—Así me lo ha dicho la condesa; destruyamos el pomo, aunque es una verdadera pena, pues es una preciosidad.
—Se me ocurre una idea-exclamó, de repente, Fontanellas—. ¿A ver? Deja-Fontanellas cogió el puñal y dio un golpe con el extremo del pomo sobre la mesa. Ya recuerda el lector que el secreto se abría mediante esta operación.Esta vez, pues, como la en que por casualidad hizo lo mismo la condesa de Fiorerosa, el secreto quedó abierto—. Acerté.
Orso se abalanzó al puñal. El secreto contenía aquel papel escrito de mano del padre de Monteferro. El hijo lo abrió y lo devoró con la vista, quien quedó lívido, y pasando el escrito a manos de su amigo, le dijo;
—Lee este papel.
Fontanellas lo tomó y se acercó a la luz. Ya recordará él lector lo que decía el papel:
Hijo mío. El asesino de tu padre es un oficial español que se llama don Juan de Colmenar, y su cómplice otro oficial español, llamado Miguel Monredón.
Orso se Monteferro.
Pocos momentos hacía que Monteferro había salido de casa de la condesa, cuando entró otra vez el criado para decir a so ama que un hombre deseaba verla.
—Condúcele al momento-e dijo aquélla.
La condesa, es decir, doña Juana de Torrellas, se levantó, alargando la mano a Fadrí. En el momento que entró, éste se resistió respetuosamente.
—Tómala, Fadrí; si no de doña Juana, de tu capitán de ayer.
—¡De mi capitán de hoy!-exclamó Fadrí, estrechando la mano que se Je ofrecía.
—Siéntate.
Fadrí tomó asiento en el sofá.
—¿De qué hemos de empezar a hablar, Fadrí?
—Ni yo mismo lo sé, señora.
—¡Tantas cosas han pasado!...
—Yo te creí muerto.
—Dijeron que os habíais escapado; pero esta voz tuvo poca consistencia, y al fin, todos creyeron que os habían muerto en secreto.
—Me escapé a favor de una mujer misteriosa que penetró en mi prisión.
Aquí doña Juana explicó a Fadrí lo que ya sabemos acerca del modo como se libró de las garras de sus enemigos.
—No fue, pues, menor fortuna la mía.
Fadrí, a su vez, explicó a doña Juana lo que también ya sabemos.
—¿Ahora te llamarán la atención mi título y mi posición en Barcelona?
—Naturalmente.
—Cuando me libré, procuré al momento salir de.España, donde, perdidos como estábamos todos, era inútil que yo pensase en seguir la idea que me había propuesto continuar en la montaña, donde a duras penas conservaría una existencia harto comprometida y amenazada a cada momento. Razón por ja que pasé a Italia. Allí vivía el conde de Fiorerosa primo de mi madre. Se halla soltero a la edad de ochenta años, y al verme, pues me presenté inmediatamente, me recibió como pudiera hacerlo un padre con una hija. No permitió, por descontado, que saliese de su casa a alojarme en otra parte. Acepté la cordial hospitalidad de mi buen tío, que me vino de perlas en aquella ocasión, en que para llegar a Italia tuve que dar a vender en una.posada las joyas que llevaba conmigo ya desde mi casa.
Fadrí escuchaba la relación de doña Juana con la más profunda y religiosa atención.
—El buen conde tenía altas relaciones con los principales personajes de Italia y de las demás naciones, especialmente con el conde-duque de Olivares. No tardé yo en poseer toda la confianza de mi tío. Era la única persona de su sangre que estaba a su lado, y además mi cariño, que se lo tenía verdadero en gratitud a las finas atenciones de que me colmaba, hacía que el suyo fuese en aumento cada día. Los achaques y la edad le impedían muchas veces contestar a cartas que él no confiaba a nadie y que escribía, por lo mismo, de su puño. Yo suplí su falta, llegando, al fin, a ser su secretario. Desgraciadamente, le asaltó la última y más terrible enfermedad. Excuso decirte mis cuidados a la cabecera de mi segundo padre. Murió al fin el conde, y al abrir su testamento, vi con sorpresa que me nombraba heredera universal de todos sus bienes y de su título, y desde entonces me llamé la condesa de Fiorerosa. Acer— da de las rentas que van unidas al título, te diré tan sólo que son de las mayores que hay en Italia.
—Gran providencia, señora, fue la vuestra en medio de todo.
—Realmente fue grande, Fadrí, y yo, que noté en esa súbita fortuna mía la mano de esa providencia que dices, creí que era mi deber, así como mi voluntad, suplir con el dinero los medios de venganza que perdí en aquel terrible día mi valiente Banda Negra.
—¡De la que no quedan ya más que la capitana y el indigno teniente!-exclamó Fadrí con dolor.
—doña Juana llevó la mano a los ojos para enjugar una ‘lágrima.
—Escribí, pues, a varias personas, a todas o casi todas las que tenían relaciones con el conde, haciéndoles saber su muerte. Llegué a la carta del conde-duque de Olivares.
—¿La escribisteis también?
—Pensando mucho la carta; y como era de los más íntimos amigos de mi tío, tuve motivo para extenderme ofreciéndole nuevamente y con igual amistad la casa de Fiorerosa que yo heredaba por completo.
—¿Os contestó el conde-duque?
—Inmediatamente y del modo más satisfactorio que puedas presumir. Guardo la carta todavía. Estas relaciones eran las que más convenían a mi objeto, y fueron las que principalmente traté de sostener, cultivándolas más y más cada día. Arreglé en breve todos los asuntos pertenecientes a la herencia, reduje una buena parte a metálico, me trasladé a Madrid en seguida y visité al conde-duque. Mi presencia acabó de estrechar nuestras relaciones. El conde-duque sabía que mi tío era inmensamente rico, y yo, que conocía ya de antemano el carácter de Olivares, no desperdicié ocasión de ponderarle más y más las riquezas que había heredado. Cuando creí que había llegado al punto de la confianza que necesitaba con el favorito, díjele que había visto ya bastante en Madrid y quería ir a ver el resto de España. Me preguntó en seguida adónde pensaba dirigirme. Le contesté que a Barcelona. El virrey tuvo al momento una carta particular del conde— duque recomendándome eficazmente, y con el virrey todo lo más notable de la capital. He ahí el secreto de mi importancia en Barcelona. Ahora paso a decirte cómo he aprovechado de esos medios.
—Decid, decid.
—Así que llegué, conocí el poderoso influjo de las cartas del conde-duque no sólo respecto del virrey, sino también de parte de las familias principales, pues Olivares, cuando me preguntó si tenía conocimientos en Barcelona y yo le contesté que ninguno, me dijo que en breve tendría todos los de sus amigos. Las bienvenidas, pues, llovieron al día siguiente de mi arribo a esta casa que de antemano había mandado comprar y arreglar a mi mayordomo. Contesté todas las bienvenidas y devolví religiosamente todas las visitas; y heme aquí con más relaciones de las que podía ambicionar en la— capital del Principado.
—Ya lo creo.
—Nadie ignoraba, y todos lo tienen todavía, ‘muy presente, que el favorito del rey de España, el rey de hecho, había dicho que recibiría como obsequio a él mismo las consideraciones que a mí se me tuviesen. Y ¿quién de todos estos señores dejaría de atender ni de complacer, complaciéndome a mí, al poderoso ministro?...
—Alguno habría, no obstante...
—Algunos, afortunadamente, Fadrí; pero a ésos no les escribió el conde-duque.
—Naturalmente.
—Yo me dejaba querer, como se dice vulgarmente, y para dar mayor motivo a esas atenciones y abrir paso a la confianza que me era necesaria en esta sociedad, resolví corresponder a las primeras con una fiesta a la cuál invité a toda la aristocracia de la ciudad. Poquísimas familias nobles o de alguna figura dejaron de aceptar la invitación. Pero ¡cuál sería mi sorpresa cuando, entre los asistentes, se me presentan Colmenar y Monredón!
—¡Qué situación!
—Figúratela, Fadrí.
—Procuré hacérmelos míos al instante, pues son los satélites más inmediatos que tiene el virrey. Y pensé que por su mediación conseguiría endurecer al punto que yo creía necesario el corazón de Santa Coloma.
—Pues lo habéis conseguido.
—Ya lo sé.
—He aquí por qué, teniendo mil ocasiones cada día para vengarme, haciéndoles dar horrible muerte, de los asesinos de don Juan, a quienes he tenido solos en mi casa hasta altas horas de la noche, viven todavía.
—Admiro vuestra calma, que no comprendo cómo hayáis podido soportar tanto tiempo.
—Es que no es tan sólo preciso vengar a don Juan, Fadrí. Yo soy la heredera suya en la venganza de su muerte y en el objeto que él llevó a la montaña, y que aquella misma muerte desgraciada le privó de cumplir, por lo que comprendí que me quedaría tiempo para hacer desaparecer de la faz de la tierra a los infames asesinos, y que mi venganza no debía impedirme el servirme de ellos al objeto por que nuestro partido trabaja.
—Esa es doble abnegación que nadie más que yo comprende, señora.
—Y así, pues, yo soy la confidenta, la consejera de Colmenar, Monredón y hasta el resorte que mueve estas dos repugnantes figuras del triste cuadro que presenta Barcelona.
—Se necesita toda la fuerza de voluntad que vos tenéis.
—Figúrate ahora lo que habré sufrido conferenciando tantas veces, amigablemente, con esos dos hombres... Los efectos de este ímprobo trabajo mío los habrás podido tú mismo conocer en Barcelona, desde la nueva actitud que ha tomado el virrey, cuyo fenómeno puedo decir que se debe a mí sola.
—Sabía todo eso que sabe todo el mundo de la condesa de Fiorerosa.
—Pero no lo sabes todo; en los pueblos de...
—Santa Coloma...-interrumpió Fadrí—, Ríu de Arenas y demás tenéis un agente que alista los hombres que han quedado sin trabajo...
—Pero ¿cómo sabes tú eso?
—Soy hermano mayor de la Sociedad que Martín os revesó, a quien maté.
—¿Tú, Fadrí?
—¿Qué hubierais hecho en mi lugar? ¿Quién había de decirme entonces que la odiada condesa de Fiorerosa erais vos?...
—Verdaderamente. Pero ¿cómo pudisteis descubrirlo?...
—Yo que seguí los pasos a Martín Andal, y un día, saliendo él de esta misma casa, le cogí una carta que se le cayó.
—Yo se la escribí días antes.
—Como consecuencia de esto habíamos decidido incendiar anoche este palacio.
—¡Anoche!
—Sin remisión.
—Ahora comprendo las palabras de Margarit.
—Del presidente anoche. ¡ Si bajáis a los almacenes, veréis si era flojo el preparativo!...
—Y ¿cómo os detuvisteis?
—El presidente sospechó si seríais doña Juana.
—¿Y se detuvo?
—Me hizo subir a mí, y yo bajé convencido de que lo erais. Por consiguiente, se dio contraorden al momento.
—De buena me salvé.
—¡Ya lo creo!
—Desearía ver a Margarit. Sí esta noche misma pudiese venir contigo.
—Lo que desea.
—Ve, pues, por él, que conviene tengamos cuanto antes una entrevista los tres.
Fadrí se levantó, y cuadrándose delante de la condesa, dijo:
—A la orden, pues, mi capitán.
Doña Juana se sonrió:
—A la orden.
Cinco minutos más tarde, doña Juana se hallaba sola en su aposento, y Fadrí en busca del presidenta de la Hermandad.