CAPITULO III

Una vez acabada la cena, algunos personajes se ausentaron de aquel lugar, menos Mateo, Pedro, Orso de Monteferro y Cayetano; este último asomose a la ventana y dijo:

—La tempestad pasó, y, según está el cielo, diríase que no ha llovido nunca; buen día vamos a tener mañana.

—¿Os quedáis vos aquí, buen hombre?-le preguntó Orso.

—Yo, no. ¿Y su señoría?

—Tampoco. Me interesa proseguir mi viaje.

Hubo entonces un momento de silencio entre ambos. Orso le interrumpió el primero para decir al montañés;

—Oíd, Cayetano. Vos, según parece, conocéis este país.

—Como mi propia casa.

—Pues bien: ¿queréis servirme mañana de guía?

—Según y conforme-contestó Cayetano—. Todo depende del camino que piense seguir su señoría, y como no me alejara mucho del mío, con gusto le prestaría el servicio que me pide.

—¿Mi camino?-dijo el caballero—. Yo mismo no sé cuál es.

—Pero ¿adónde se dirige su señoría?-preguntó Cayetano.

El caballero bajó la voz para no ser oído de Mateo, que estaba recostado en su sillón, y de Pedro, que se hallaba en el otro ángulo de la estancia.

—Al Montseny-dijo.

El montañés fijó en Orso una mirada profunda e interrogadora.

—¡A Montseny!-exclamó—. ¿Y qué es lo que va a buscar su señoría en un monte en donde no hay más que nieves, Jobos y nieblas?

—No tengo reparo alguno en decíroslo a vos, que me parecéis hombre honrado y que me habéis salvado la vida. Voy —y al llegar aquí el joven bajó todavía más su voz—, voy al Montseny en busca de esa partida de Narros que se llama la banda negra y en busca de la mujer que parece ser el jefe de la misma. Decidme, pues, buen hombre: ¿queréis servirme de guía?

El montañés se hizo un paso atrás y miró de hito en hito al caballero. En vano estuvo el Joven aguardando por largo rato una contestación.

—Decid-repitió Orso con alguna impaciencia—. ¿Queréis servirme de guía?

Cayetano contestó con una pregunta.

—¿A qué hora quiere ponerse en camino su señoría?

—¿Os parece que sea a las nueve de la mañana?

—Como su señoría guste. Puesto que quiere ir en busca de la banda negra, le enseñaré el camino y yo le dejaré entonces, para seguir el mío, que es distinto al del de su señoría.

En aquel momento entró el ama de llaves con una luz en la mano, dispuesta a acompañar al huésped a la habitación que se le había preparado. El caballero la siguió, pidiéndole perdón por la nueva molestia que le causaba.

* * *

Orso quedó solo en el recinto que le dejaron para pasar la noche. Su primer movimiento fue el de pasear una mirada en torno de la habitación, cuyo mueblaje era sencillo y adaptado, al gusto de la época. Tenía un aire sombrío y misterioso que le comunicaban el color verde de las colgaduras de la cama, el morado de los tapices que cubrían las paredes y el mismo color oscuro de los taburetes y demás muebles. A otro personaje menos melancólico que nuestro huésped le hubiera entristecido un solo minuto de estancia en aquel aposento; pero Orso no sólo parecía estar familiarizado con las ideas tristes y lúgubres, sino que hasta parecía buscarlas con afán.

Un buen rato permaneció el joven caballero contemplando aquella alcoba, hasta que se dirigió a una de las ventana» y la abrió de par en par.

El día, que había comenzado tempestuoso, tenía un final excelente. Era aquélla una bella noche que hasta hubiera podido envidiar la primavera.

Oreo se cruzó de brazos sobre el antepecho de la ventana, apoyó su cabeza en el marco y dejó vagar errante su mirada por la extensión del parque que la luna iluminaba, armonizándolo con tintas sombrías y claras del más poético efecto. Largo tiempo permaneció nuestro joven apoyado en la ventana. Después de haber contemplado silenciosamente y cotí fría mirada aquella noche llena de estrellas, de perfumes y de fantásticas visiones, se apartó de la ventana y se arrojó vestido sobre la cama, para gozar un momento de reposo, dejando encendida la bujía y abierta la ventana, por la cual hacía entrar la lima sus oleadas de luz.

Una hora hada sobre poco más o menos cuando despertó sobresaltado. Entreabrió el joven las colgaduras de su cama y abarcó el aposento de una mirada. La bujía, que tocaba a su término, arrojaba antes de consumirse del todo alguna» luces vacilantes, pero débiles. En cambio, la luna, entrando por la ventana, iluminaba completamente una parte de la habitación.

Orso permaneció un rato escuchando y oyó que abrían la puerta de su cuarto, la cual había dejado entornada. Esta puerta se hallaba al otro extremo de la habitación, frente por frente de su cama. No le quedó duda de que alguien la iba abriendo con cuidado, y su mano buscó el puño de su espada, a fin de estar prevenido para cualquier incidente.

En aquel momento la moribunda bujía arrojó su última viva llamarada y se apagó del todo. Quedaba la luz de la luna.

Orso vió avanzar de entre las sombras que se agrupaban en el fondo de la habitación una especie de sombra blanca, que se adelantaba sigilosamente y que al andar no movía más ruido que el que pudiera hacer una bola de algodón impelida por el viento.

El corazón de Orso latía violentamente, pero no se atrevía a hacer el menor movimiento. El resplandor de la luna comunicaba bastante luz al gabinete para poder seguir a la sombra blanca en todos sus ademanes. A Orso, que en medio de todo se creía aún juguete de un sueño, le pareció que el fantasma o lo que fuera buscaba con solicitud, por sobre las mesas y mármol de la chimenea, algo que no encontraba, pues se le veía tender sus manos paseándolas por encima de los muebles, sobre los cuales se inclinaba, buscando al mismo tiempo con los ojos, a través del tupido velo que ocultaba su rostro, el objeto con el cual no podía dar sin duda.

El joven conoció por fin que el fantasma había encontrado lo que buscaba, le vió apartarse de la chimenea, cruzando ligero la habitación y lanzándose hacia la puerta del parque, que no tardó en abrirse, desapareciendo por ella.

Entonces fue cuando Orso volvió del todo en sí y se puso a reflexionar. Pensó que lo que el fantasma buscaba sin duda era la llave de la puerta del parque, y a este respecto recordó haberle dicho Lena que estaba sobre el mármol de la chimenea, y calculó prudentemente que debía de ser un pobre fantasma el que necesitaba encontrar una llave para abrir una puerta.

Saltó Orso de la cama, decidido a averiguar el fin de aquella aventura, ciñose la espada, y se asomó a la ventana que se abría sobre el parque. Este se hallaba silencioso y desierto, iluminado a trechos por la luna. El joven parecía querer interrogar con sus miradas al espacio, la luz, las sombras, los árboles, cuando de repente llegó a sus oídos un grito de angustia y de socorro.

Orso no vaciló. Abrió de par en par la puerta que el fantasma había dejado entornada y bajó la escalera, precipitándose en el parque y dirigiéndose hacia el punto de donde partiera el grito.

Detúvose el joven al llegar allí y paseó una mirada en torno. Junto al león de piedra le pareció ver un grupo. Acercose, y allí estaba, en efecto, la mujer blanca, tendida en el suelo, sin movimiento, al lado de un hombre que yacía cadáver, pues Orso pudo verle bañado en su propia sangre. ¿Qué horrible misterio era aquél?

Inclinose sobre los cuerpos de entrambos. El hombre era realmente cadáver; la mujer sólo estaba desmayada.

Orso se preguntó qué debía hacer. Era un extraño misterio aquel y una extraña situación la suya. Miraba a todas partes con espanto, no sabiendo a qué decidirse y temiendo que alguien, sobreviniendo de pronto, le hallase junto al cadáver, pudiéndole creer quizá complicado en un horrible crimen. Orso tomó a la mujer en brazos y la condujo a su habitación, depositando su preciosa carga sobre unos taburetes junto a la ventana, por la cual continuaba entrando pálida y suave la luz de la luna.

Todo esto había pasado en menos tiempo que el que hemos empleado para contarlo.

Era casi una niña, y de una hermosura tan suave y peregrina’ que bien podía pasar por una aparición.

El caballero permaneció mudo, puesto que en todo lo que acababa de suceder había un gran misterio.

El aire fresco de la noche pareció reanimar a la dama blanca; al hacerlo, sus ojos se fijaron en las manchas de sangre de que estaba sembrada la falda de su vestido blanco. Esto pareció devolverle el recuerdo, dio un grito agudo y llevose ambas manos a su corazón, como si sintiera que se lo arrancaban, en tanto que sus labios se entreabrían para dar pasó a estas palabras:

—¡Muerto!... ¡Dios mío!... ¡Muerto! ¡Muerto!

Orso creyó entonces que debía acercarse a la dama.

—¡ Señora! —murmuró.

Pero su pálida y hermosa desconocida, presa de un febril delirio, no sólo no le hacía caso, sino que ni siquiera reparaba en él.

—¡Agua!... ¡Me abraso!... ¡Ay! ¡Agua, un poco de agua por piedad!... ¡Me ahogo!

Y nuevamente cayó inerte y pálida, desmayada otra vez, sobre los asientos que Orso había agrupado para recibir su cuerpo.

Difícil situación era en verdad la del joven caballero. Empezó por tomar una de las manos de la dama y la encontró helada; tocó su frente y la encontró abrasando. Aquella mujer no sólo había perdido el conocimiento, sino que se agitaba en medio de una crisis nerviosa, que al aterrado Orso le hada todo el efecto de una agonía.

Para colmo de desgracia, una oscura nube que cruzaba el cielo se interpuso entre la luna y la tierra, dejando la habitación sumida en la mayor oscuridad.

Orso creyó que debía dar prontos socorros a aquella mujer que estaría tal vez moribunda, y por lo mismo, impulsado por esta idea, se lanzó fuera de su habitación, decidido a procurarse luz y a llamar a alguno de la servidumbre del castillo para que le auxiliara.

Todo el mundo dormía en la casa, y reinaba en ella el más sepulcral silencio.

Los instantes que el caballero permaneció perdido en las tinieblas y divagando por las habitaciones de aquella casa que le era desconocida sirviéronle para calmar el ardor de su sangre que hervía y hacerle entrar en reflexión. Comprendió que no debía llamar a nadie ni pedir auxilio de servidor alguno. Puesto que aquella dama desconocida, por un misterio impenetrable a su concepción, se hallaba sola en su cuarto a semejante hora de la noche, enlazada a un crimen de que sin duda era inocente, creyó que llamar a alguno en su auxilio sería venderla, comprometerla quizá, y acaso complicar de una manera mucho más horrible su situación angustiosa.

Con el firme propósito de no llamar a nadie, se proveyó en la cocina del castillo de una luz y de una vasija llena de agua, y volvió a su habitación, cuyo camino entonces, gracias a Ja luz que llevaba, no le fue difícil encontrar.

Apresurose, pues, entró en su aposento y... lo halló desierto. Una nube pasó por delante de los ojos del caballero, que hubo de apoyarse en la pared para caer. ¿Era aquello un sueño?

Los taburetes que él había arrimado a la ventana para que recibieran el cuerpo de la hermosa dama volvían a estar cada uno en su lugar respectivo, como si nadie los hubiese nunca tocado; la puerta del parque estaba cerrada como cuando Orso entró por primera vez en el gabinete, acompañada de Lena. Todo estaba en su puesto. Nada parecía haberse movido, ni nadie parecía haber entrado.

El joven extranjero creyó que soñaba o estaba loco. Recorrió la habitación, separó las cortinas de Ja cama, buscó, y... nadie, absolutamente nadie.

Orso estaba seguro de que ni estaba loco ni había soñado. Recordaba todo perfectamente: el cadáver de un hombre, la dama desmayada.

Para asegurarse más de que aquello no había sido un sueño, Orso decidió bajar al parque, correr otra vez al estanque y asegurarse de que estaba allí aún el cadáver del desconocido.

Se dirigió a la puerta. Estaba cerrada, y no halló la llave ni en la cerradura ni sobre el mármol de la chimenea.

Ya no le quedó duda entonces de que la misteriosa dama se la había llevado para imposibilitarle su salida al parque, puesto que las ventanas estaban demasiado altas para poder saltar por ellas. Fue una observación que le hizo el Joven caballero, pues abrigó por un momento la idea de saltar al parque. Con sólo asomarse se convenció de que era imposible.

Retirose el joven de la ventana, y su fantasía, como caballo desbocado, comenzó a correr por él campo de las ilusiones y de las conjeturas. Al poco rato de haberse entregado a ese mental razonamiento, comenzó a sentir sueño.

Orso se arrastró hacia la cama y se dejó caer en ella rendido y postrado. Poco después dormía profundamente.