CAPITULO VII
El barón de Gualba llegó a casa de su señor suegro casi con la lengua fuera, pues quería verlo para cuanto antes echarle en cara lo que había hecho su hija Isabel.
—¿El señor está?-preguntó brusca y apresuradamente al criado que le abrió la puerta;
—Ha salido, señor barón-contestó el criado.
—Aguardaré, pues.
Y como quien entra en su propia casa, pasó adelante, sin dar apenas tiempo al criado de tomar una luz y precederle hasta el sitio donde el señor barón tuviera a bien pararse. Llegado que hubo a la primera sala, volviose al criado que venia con un candelero y una vela de cera encendida y le preguntó:
—¿La señorita Clara está en casa? Si está, decidle que estoy yo aquí y si puede recibirme.
—Al momento, señor-contestó el criado, dejando la luz sobre una rinconera.
Y el criado salió inmediatamente a comunicar la orden a una doncella de la casa.
Clara de Colmenar, hija segunda de éste, vivía sola con su padre y aislada casi del mundo. Joven de dieciocho años, dotada de tiernísimos sentimientos, huérfana de madre y sin haber encontrado en el carácter descastado de Colmenar ese cariño tierno y constante que los hijos tienen necesidad de ver redoblado en el padre o en la madre cuando en edad temprana pierden a uno de los dos, Clara había concentrado toda la ternura de sus sentimientos, todo el cariño de que su alma de ángel era capaz en su hermana Isabel. No necesitamos decir con esto si sufriría la pobre Clara a la vista de la pésima suerte que había cabido a su hermana, de cuyas pena® era Ja mejor, la única confidenta y depositaría.
He aquí por qué, a pesar de sus dieciocho abriles y de los encantos de la juventud unida a una belleza tan angelical como aristocrática, y sin embargo de los rendidos homenajes que por tales prendas merecía a más de un almibarado caballero, la triste niña renunciaba casi por completo al distinguido puesto que para ella guardaba la sociedad, ante la cual no se presentaba sino por uno de esos compromisos que no pueden evitar las familias de cierta posición, y aun estas veces aparecía siempre triste y pensativa, como la flor del valle que arrancada de su tallo languidece entre la cálida atmósfera de una sala de baile.
Cuando el barón de Gualba llegó a casa de Colmenar, Clara se hallaba en un oratorio que tenía la casa, rogando arrodillada delante de una imagen de Santa María por la dicha y ja felicidad de su hermana Isabel, único objeto de su verdadero cariño. La doncella abrió la puerta dél oratorio.
—El señor barón de Gualba, que ha venido, quiere veros.
La doncella permaneció en pie en el mismo sitio y Clara continuó sus oraciones, que concluiría en brevísimo rato, des pues se levantó, luego, y dejando un devocionario en que leéis sobre una mesita que había junto al pequeño altar donde antes oraba, hizo seña a la doncella que cerrase el oratorio, preguntándole inmediatamente:
—¿Conque dices que ha venido el barón?
—Ahí en la primera sala está aguardando.
—¿Mi padre no ha vuelto?
—Todavía no.
—¿Sabe que mi padre no está en casa?
—Se lo hemos dicho así, pues primeramente preguntó por él; luego ha dicho que aguardaría, y en seguida preguntó por vos, mandando que se os avisase.
—Hazle pasar al salón.
Y Clara se dirigió a este fugar diciendo para sí y como quien presiente una desgracia: «¡Dios mío! ¡Si ocurrirá Migo a mi pobre Isabel!'
Presto los dos cuñados se encontraron en el sajón.
SI barón de Gualba tenía por lo general cara de pocos amigos, como vulgarmente se dice, y esta vez sobre el ceño suyo natural pesaba la impresión profunda del reciente suceso. Así es que Clara se puso a temblar como la hoja en el árbol apenas apareció en su presencia.
—Muy buenas noches— dijo con acento semibalbuciente y sin mirar apenas al rostro avinagrado del barón.
Este, sin contestar al saludo de Clara y con ese tono grosero que, a pesar de lo distinguido de su clase dan ciertos hombres de poco talento a sus palabras cuando los oprime el tedio o tienen algún pesar, le dijo:
—¿Habéis visto hoy a vuestra hermana?
—No..
—¿Ni habéis sabido de ella?
—Nada en todo el día-repuso Clara, más balbuciente todavía, pues presentía ya una grave noticia después de las extrañas y alarmantes preguntas de su cuñado.
Este, que al principio había creído notar cierta turbación en el rostro Clara, se afirmó más %n su idea, y creyendo ya por la suma amistad que había entre las dos hermanas, y más en aquel momento, por las señales que creía descubrir en el acento tembloroso de Clara, que ésta sabía algo acerca de su mujer, exclamó seca y bruscamente:
—Vuestro acento y la turbación de vuestro semblante Indican lo contrario de lo que decís-repuso el barón sin variar de tono.
En el rostro de Clara se pintó entonces toda la indignación de que era capaz al verse tan baja como injustamente juzgada por su cuñado. Sin embargo, procurando recobrar la serenidad y sofocando por un instante el efecto de tan insolentes palabras, dijo al barón:
—La turbación mía puede explicarse fácilmente por la expresión alterada de vuestro rostro y sobre todo por las alarmantes preguntas que me habéis hecho acerca de mi hermana, de quien vos debéis saber mejor que yo.
—Ha salido esta noche de casa y todavía no ha vuelto ni se sabe dónde para.
—Pero...-repuso Clara indicando con los ojos al barón que se explicase más.
—No puedo deciros nada más-concluyó el barón, adoptando otra vez el tono seco y brusco del principio.
—Pero-continuó Clara-¿habéis mandado en su busca?
—Si. Y no se la encuentra en ninguna parte. No tiene Oíos piedad para la mujer que así abandona la casa de su marido. ¡Ay de ella cuando la vuelva yo a tener en mi presencial
El barón pronunció estas palabras con un tono tan terrible y amenazador, que Clara se sintió de repente como herida de un rayo, al considerar en un momento todo el peso de la cólera del barón y las consiguientes y nuevas desgracias que iban a caer sobre su hermana. Así es que apenas el barón acabó de fulminar la terrible amenaza, Clara di6 un grito:
—¡ Isabel! ¡ Isabel!
Y cayó sin sentido a los pies mismos de¡ barón.
—¡Socorro! ¡Socorro!-gritó éste, levantando del suelo a su cuñada.
Todos los criados de la casa aparecieron súbitamente en el salón.
—Llevad a la señorita a su cuarto, que se ha desmayado —dijo a las doncellas, que cogieron en brazos a Clara y la llevaron a su lecho—. Esto no es más que un ligero desmayo-continuó.
Los criados, sin pronunciar una palabra, miraron con desconfianza y terror a la vez el rostro del de Gualba.
Luego, dirigiéndose a los hombres solamente, les dijo:
—Salid ahora todos vosotros a buscar a don Juan por todas partes. Que no volváis hasta haberle encontrado, y el primero que le vea que le diga que venga inmediatamente, que la señorita está enferma y que yo le aguardo aquí.
Los criados salieron, pero no a la calle, como había ordenado el barón. Replegáronse todos en un rincón del comedor, y allí en brevísima sesión secreta, después de haber pronunciado un voto unánime de desconfianza al barón, acordaron que saliesen unos en busca de don Juan y otros se quedasen en la casa, donde no era prudente dejar al barón con mujeres solas, después del extraño suceso que acababan de ver.
Así se hizo, en efecto: la mitad de los criados salió en busca de don Juan y la otra mitad se quedó de guardia en el comedor, atentos a lo que pudiese ocurrir en el cuarto de la señorita y contando los fuertes pasos que daba el de Gualba al pasear agitado por el salón.
Aunque los criados buscaron al padre de Ciara por todos sitios, no dieron con él, pues a ninguno de ellos se le ocurrió ir a buscarle a casa del virrey, donde éste se encontraba. Así que a la media hora, que se le hizo medio siglo al barón, llegó uno y sucesivamente los otros dos criados sin la menor noticia
La consternación entonces fue grande en la casa de Colmenar, pues los criados, que adivinaban algún suceso extraño en la familia con la visita del barón y lo que había pasado a la señorita, que aún no había vuelto completamente en sí, estaban en la mayor confusión con la coincidencia de no encontrarse don Juan en ninguna de las casas donde por lo común solía pasar la velada.
El barón, por su parte, no estaba menos confuso que los criados de su suegro, al saber por éstos que don Juan no se encontraba en ningún lado.
Colmenar, en tanto, concluida la entrevista con el virrey, salta del palacio a paso lento y sosegado, platicando con Monredón acerca del buen resultado de su misión y felicitándose con el alguacil de haber conseguido, por fin, que Santa Coloma entrase decidido en la senda del rigor con el pueblo que gobernaba.
Así llegaron a la puerta de la casa de Colmenar, donde se despidió Monredón, dejando a don Juan, que subió tranquilamente la escalera. Llamó, y al golpe los criados exclamaron:
—¡Don Juan!
El barón oyó la exclamación de los criados, y su corazón saltó de sorpresa, latiendo luego con violencia.
—¡Gracias a Dios, señor!-exclamó una vieja ama al ver entrar a don Juan.
—¿Qué hay?-preguntó éste, sorprendido.
—La señorita se ha puesto mala; tanto, que si tardáis un poco más no la encontráis con vida-continuó el ama con ese acento lastimero que las mujeres, particularmente las viejas, dan a sus palabras en estas ocasiones—. En su cama la hallaréis.
—Colmenar, sin pronunciar más palabras, se dirigió al cuarto de su hija.
—¡Clara!-exclamó al verla en el lecho con los ojos desencajados I casi sin sentido.
La pobre niña volvió la vista lánguidamente a su padre sin articular una palabra ni mover la cabeza.
—Pero ¿qué ha sido eso?
—Un desmayo, a lo que parece.
—Y ¿hace mucho rato que ha pasado eso?
—Como tres cuartos de hora. Le hemos hecho aspirar vinagre y este frasco de esencias-dijo la doncella, mostrando-a Colmenar uno que tenía en la mano—, y parece que va volviendo en sí.
—¿No habéis mandado por un médico?
—No sé si el señor barón habrá enviado por él.
—¿Cómo el señor barón?
—El señor barón de Gualba, que se hallaba aquí y estará todavía seguramente en el salón, ha mandado a los criados que os fueran a buscar inmediatamente, e ignoro si habrá hecho lo mismo respecto al médico, pues nosotras no hemos salido de aquí al cuidado de la señorita.
Don Juan de Colmenar, a quien sorprendió la visita de su yerno, empezó a sospechar que el accidente ocurrido a Clara podía tener alguna relación con la entrevista del barón, y preguntó otra vez a la doncella:
—¿El barón habló con la señorita?
—Hablando con él cayó de repente y como muerta a sus pies-contestó la doncella.
Don Juan de Colmenar se asomó entonces a la puerta del gabinete y gritó:
—¡Pablo! ¡Pablo! Corre al instante a buscar al médico de casa, y que venga presto.
Colmenar salió del gabinete y dirigiose a donde estaba su yerno.
—¿Qué diablos sucede? ¿Qué es esto?-preguntó Colmenar al de Gualba así que entró en el salón—. ¿A qué se debe vuestra presencia aquí, a estas horas tan fuera de vuestra costumbre?...
—Es muy sencillo; he venido a preguntarle por mi mujer.
—No os comprendo, barón-repuso Colmenar con la mayor ansiedad.
—Dije y repito que he venido a ver si sabe el paradero Isabel...; ha huido esta noche de mi casa.
La confusión de Colmenar aumentaba, lejos de desvanecerle, preguntó:
—¿Mi hija?
—Vuestra hija, señor de Colmenar, que ha mentido a su esposo la fe que le juró al pie de los altares... Ha salido esta noche y no ha vuelto aún ni se la encuentra en ninguna parte. Presumo que vuestra hija me ha engañado vilmente...
—Tened la lengua, barón-interrumpió vivamente Colmenar.
—No retiro la palabra-repuso enfurecido el de Gualba—. Me ha engañado y yo vengo a pedir cuentas al padre de la conducta de la hija, ya que me habéis dado una mujer indigna de ser mía.
—¡Por favor, barón! ¿Os parece que el nombre de Colmenar no sufre nada con esto? Pero yo sabré lavar la mancha que sobre él ha caído, como sabré desagraviaros a vos buscando a esa hija infame y vengando en ella la afrenta que pesa sobre mi casa.
—Hay afrentas que no se lavan jamás; pero yo diré siempre que el lustre de la casa de Gualba vino a empañarse rozándose con la de Colmenar.
—; Barón! Retirad esas palabras-gritó Colmenar — requiriendo la espada.
—¡Nunca!-repitió el barón, llevando la mano a la suya.
—Salgamos y liquidemos esta cuestión con los aceros.
—¡Padre! ¡Padre mío!-gritó una voz de mujer que se interpuso al paso de los dos caballeros, asiéndole fuertemente de las rodillas de Colmenar.
Era Clara, que vuelta ya en sí y oídas las fuertes voces de su padre y. el barón, saltó de la cama, corriendo al lugar de la escena sin que pudiesen detenerla las doncellas.
Los dos caballeros se detuvieron, bajando ambos la cabeza a la vista de los criados que acudieron en el mismo instante.
—Deteneos, padre mío-exclamó Clara, abrazando las rodillas de su padre.
Colmenar volvió la vista al barón y le dijo en voz baja:
—Nos veremos mañana.
—Mañana nos veremos-contestó el de Gualba, envainando su espada.
En esto se oyó un golpe a la puerta. Colmenar dijo a ¡os criados:
—¡Llaman! ¿Qué hacéis ahí? ¡Salid todos y abrid!
Los criados salieron, y en el momento volvió uno de ellos diciendo:
—H médico.
—Que pase-dijo Colmenar.
Luego., volviéndose a su yerno, concluyó:
—Vos podéis retiraros a vuestra casa, y hasta mañana... —Hasta mañana, pues-respondió el de Gualba con marcada intención y dirigiéndose a la puerta.
El médico entró en aquel momento.
Las doncellas volvieron, desmayada otra vez, a la pobre Clara, tendiéndola en su lecho, y el facultativo, enterado de la causa del accidente, esto es, del susto, a secas, que habla tenido Clara, empezó a propinarle los remedios de la ciencia.
Júzguese cómo volverla el barón de Gualba a su casa y cómo quedaría en la suya don Juan de Colmenar.
Cuando se hubo marchado el médico, Colmenar se entrevistó con su hija Clara, y prontamente le dijo:
—Ya ves el disgusto que tenemos con tu hermana.
Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos de Clara.
—No llores-continuó su padre—. En casos como el que desgraciadamente nos está sucediendo, las lágrimas no sirven sino para ofuscar más la mente, que necesita de toda la serenidad para adoptar una medida que salve la afrenta que pesará mañana sobre nosotros. Nuestra familia puede decirse que ha quedado reducida a nosotros dos, y ahora con doble motivo, ya que tu hermana ha querido arrojar de sí el limpio nombre que llevaba para cubrirse con la infamia de su incalificable conducta.
—¡Quién sabe, padre mío! No la condenéis antes de saber la causa que puede haber motivado este incidente.
—¿Qué causa? Nunca la hay bastante para apelar a tan reprobados como vergonzosos medios.
—Vos no podéis ignorar que mi hermana sufría mucho al lado del barón.
—¿Y a quién se quejó de ese sufrimiento?
—A vos, padre mío.
—¿A mí?
—Recordadlo bien fue una sola vez. Vos le contestasteis secamente que el deber de una buena esposa era obedecer ciegamente la voluntad de su marido y acomodarse al carácter de éste, prohibiéndole además que volviese a presentarse a vos con nuevas quejas.
—Es cierto; pero fue porque los que ella creía motivos de queja con el barón eran, cuando más, aprensiones de niña j bagatelas de mujer.
—Pues bien: desdé entonces Isabel ha devorado siempre en silencio, menos cuando ha tenido ocasión de verme para depositarlas en mí, todas las penas imaginables que puede sufrir una esposa a tal extremo tiranizada por su marido.
—Pero ¿por qué no venía a depositar esas penas en su padre?
—Vuestra primera observación la detuvo «siempre, y mi hermana creedlo, reemplazó con el miedo a su padre la confianza que éste le había retirado.
Esta observación de Clara, por más que fue manifestada con la sencillez propia de su edad y su candor, hirió como un dardo el corazón de Colmenar, que en aquel momento se acusaba a sí de la catástrofe a que tal vez había dado lugar con su conducta respecto a su hija mayor.
Así es que su ansiedad subió de punto aguijoneada por su propia conciencia, y con acento medio contrito dijo a Clara:
—Explícate ya, hija mía, y no me ocultes nada, nada absolutamente de cuanto sepas acerca de tu hermana.
—No quiero acongojaros con la relación de pormenores triste: Os diré solamente que anteayer, sin ir más lejos, el barón se excedió como nunca con mi hermana, hasta el punto de insultarla groseramente, y esto quizá la haya obligado a huir de la casa de su marido.
—¿Ella te contó eso anteayer?
—Por la noche.
—¿Y te diría la resolución que pensaba tomar?
—No.
—Clara, tú eres con tu padre tan reservada como tu hermana.
—Os juro, padre mío, que nada sé
—No jures, añadiendo esto a la falta que cometes con tu padre-repuso Colmenar, reconviniendo agriamente a su hija—. Averiguaré el paradero de esa infame, imponiéndole' el castigo que se merece.
Y salió precipitadamente de la alcoba, dejando a Clara anegada en un mar de lágrimas.
Colmenar pasó a su gabinete particular o despacho y pújese a escribir una carta al barón. La carta era ésta:
Barón: si desagradable suceso que os trajo anoche a esta tasa envuelve una afrenta tan grande para vos como para mí.
En casos de honra, la honra es lo primero, lo único que importa, y no es por cierto el mejor modo de volverla añadiendo un escándalo mayor al que presenciará hoy mismo Barcelona, si con toda la prudencia y reserva necesarias no conducimos a buen término el asunto de mi hija con vos. Al renunciar corno renuncio a la descabellada contienda entre vos y yo, creo me haréis la justicia de pensar que esto que respecto de vos me dicta mi deber sería precisamente lo contrario de lo que mi propia dignidad me impondría con otro.
No salgáis de casa, que yo pasaré a veros más tarde.
Colmenar.