CAPITULO VII

Colmenar hacia adelantar la tropa pausadamente y con mucho tiento, dispuesto a sorprender el campo de los bandoleros si éstos no estaban sobre aviso, y dispuesto en este último caso a no atacar hasta que se hiciera de día. Sin embargo, el tropiezo de su avanzada con los cinco bandoleros le obligó a variar su plan en alguna parte.

Los cinco bandoleros, que cansados de esperar se habían ido poco a poco adelantando, al tropezar de pronto con loa soldados dispararon sus pedreñales hiriendo malamente a dos de aquéllos, y en seguida echaron a correr a través del bosque en dirección a la colina. Los enemigos, creyendo que los bandoleros eran en mayor número, dispararon a su vez sus armas, y a la voz de adelante dada por sus jefes, se lanzaron en persecución de los fugitivos.

Los disparos pusieron sobre sí a los bandidos, y a la primera señal de alarma doña Juana se puso en pie, y Fadrí, de un salto, se colocó a su lado.

—Ahora, Fadrí-le dijo ésta tendiéndole la mano—, ya la suerte está echada. No debemos pensar más que en una sola cosa, y es en morir con honor-dijo la intrépida heroína.

Una descarga general por parte de los bandoleros hizo caer muertos a cinco soldados, hiriendo a cuatro. Los otros se hicieron atrás y volvieron a internarse en el bosque.

Colmenar y Monredón, que llegaron entonces con la demás fuerza, dispusieron sus tropas como mejor les pareció, haciendo que los soldados se pusieran a cubierto tras de los árboles, y comenzaron el fuego, pero sin resultado alguno. La oscuridad que comenzó a reinar, por haber desaparecido la luna, les impidió poder sacar partido alguno de su posición, aun cuando no era ciertamente la mejor.

Tampoco por su parte podían hacer nada los bandoleros. Así es que, como de común acuerdo, fue menguando el fuego por una y otra parte, acabando por extinguirse del todo.

Colmenar, furioso por las pérdidas que había experimentado, quería dar el asalto a la colina, sin embargo de que no conocía el terreno y no podía juzgar de la posición en que se hallaba la banda; pero Monredón le disuadió y le aconsejó esperar a que fuera de día.

—Pueden entre tanto escaparse-decía Colmenar.

—Yo respondo de que no lo harán, y ¡ay de ellos si lo intentan!-se limitó a contestar Monredón, que había dispuesto cortarles la retirada.

Casi al mismo tiempo, Fadrí se acercaba a doña Juana, y le decía:

—Aprovechemos la ocasión. Se conoce que esperan que sea de día para atacarnos. Contentémonos con el resultado obtenido, y burlémoslos escapándonos.

—No, Fadrí; ahora menos que nunca-contestó doña Juana, a quien el olor de la pólvora y el ruido del combate embriagaban—. Ahora menos que nunca. Esperemos también nosotros a que sea de día, y que una vez al menos vean esos malvados brillar al sol la bandera de la muerte.

El verdadero combate no comenzó basta rayar el alba.

Y entonces comenzó terrible y despiadado, como lo era siempre en aquellos tiempos todo combate entré Narros y Cadells, como debía serle entre bandoleros y tropas reales.

Entre los tercios había una escuadra de soldados perfectamente adiestrada en el manejo de las granadas de mano, que entonces estaban ya muy en uso. Monredón, pues, mandó cesar el fuego de mosquete y dio orden a la citada escuadra para avanzar. Estos, gracias a sus horribles granadas, hacían casi a mansalva un cruel destrozo en las filas de los bandoleros. A los tres cuartos de hora ya no le quedaban en pie a doña Juana más que veinte hombres.

Para colmo de desgracia, un casco de granada hirió mortalmente a Fadrí de Sau, que cayó casi moribundo a los pies mismos de la intrépida bandolera, arrancando a esta su caída un verdadero rugido de cólera y venganza.

El ánimo de los bandoleros comenzó entonces a decaer. Aquella forma de combate era nueva para ellos. Continuar allí por más tiempo era imposible. Así, pues, hizo que Tallaferro empuñase la bandera; encargó a otro bandolero que tomase en brazos a los dos niños adoptados por la compañía, a dos más que cargasen con el cuerpo de Fadrí, al cual, muerto o vivo, no quería abandonar, y encargando a todos los que se hallaban en disposición de seguirla que se lanzaran tras ella, comenzó a bajar precipitadamente la cuesta de la colina.

La idea de doña Juana era tornar el camino de Muscarolas y perderse con los suyos en aquellos bosques y soledades, antes que los enemigos pudieran volver en sí de la sorpresa que debía de causarles el instantáneo abandono por los bandoleros. Doña Juana creía fundadamente que, al verlos huir, las tropas reales se lanzarían sobre el sitio ocupado antes por ella para tomar posesión de éste, renunciando a la idea de perseguir a los fugitivos por la práctica que estos tenían en el terreno.

Así hubiera sucedido en efecto, y hubiéranse perfectamente colmado las esperanzas de la viuda de Serrallonga, si a1 frente de los enemigos hubiese estado otro hombre menos astuto y diabólico que el alguacil Monredón. Este parecía haberlo previsto todo.

Gracias a los guías que llevaba, Monredón pudo hacerse bien cargo del terreno, y desde su llegada había emboscado una partida de cuarenta hombres a la otra parte, con orden de lanzarse sobre los bandoleros si trataban de abandonar su posición huyendo por aquel lado, único que podían tomar en este es so.

Doña Juana y los suyos bajaron la cuesta en precipitada carrera, atravesando por delante de los enemigos, pero sin que sus disparos alcanzasen a uno solo, y habiendo doblado la colina, se creían ya salvos y se arrojaban por el camino de Musca rolas, a fin de internarse entre los grandes bosques que existían a la derecha del mismo, donde les hubiera sido fácil esconderse, cuando repentinamente cayó sobre ellos la emboscada de los cuarenta soldados que allí colocara la astucia de Monredón.

Como no estaban prevenidos para aquel repentino ataque, pues creían buenamente dejar atrás a sus enemigos, el éxito de las tropas reales fue de tan feliz imprevisto.

Sólo una descarga hicieron los enemigos emboscados. A esta descarga cayeron muertos los dos hombres que llevaban en brazos a Fadri, arrastrando en su caída el cuerpo de éste, muriendo también en el acto cuatro bandoleros más, y sucumbiendo asimismo Tallaferro, que recibió una bala en el costado y cayó sobre el cuerpo de Fadrí abrazado a la bandera*

Tras de la descarga, los soldados castellanos se arrojaron a la voz de su jefe sobre lo demás bandoleros, envolviéndolos de un modo tal y tan repentino, que cuando pensaron en defenderse estaban ya cautivos.

Esto mismo le sucedió a doña Juana. Sólo tuvo tiempo para poner mano a su daga, hiriendo al primero que se le acercó. Encontrose en seguida cercada y aprisionada.

Catorce bandoleros quedaron en poder de las tropas, sin contar a Juana y a los dos infelices niños de que hemos hablado.

Colmenar y Monredón estaban realmente ebrios de contento. Así es que, después de un corto descanso concedido a las fuerzas, decidieron regresar cuanto antes a Gualba, llevándose los prisioneros y dejando sin enterrar a los muertos para que fueran pasto de las aves de rapiña y de las fieras de la montaña.

La tropa, por consiguiente, se puso en marcha, y al llegar a Gualba, los pobres prisioneros pudieron ver alzarse a la puerta del castillo dos sombrías y terribles horcas que parecías presagiarles su próximo destino.

Esto había sido producto de otro refinamiento de crueldad muy propio del carácter del alguacil Monredón. Cuando hubieron las tropas vencido, el alguacil envió un mensajero a Gualba a fin de mandar que se levantaran inmediatamente las citadas horcas. Quería que los bandoleros pudiesen ya verlas levantadas al llegar al castillo. Era un alma condenada e infame la de Monredón.

Aquella noche los prisioneros durmieron en el suelo, maniatados fuertemente, en un cuarto bajo del castillo de Gualba. Sólo a doña Juana se le dio un jergón en el cual pudo tenderse, pero sin que desataran sus manos.

—Los jefes de la expedición tuvieron una breve conferencia, y dos de los bandoleros fueron interrogados. Entonces por primera vez supo Monredón que Fadrí de Sau no estaba entre los prisioneros.

Nublose su frente al saber que el teniente de la banda negra no estaba en su poder, según hasta entonces había creído, aun cuando se tranquilizó al decirle que había quedado tendido en la montaña y que ya a aquella hora su cadáver habría de fijo sido pasto de las fieras.

De los catorce prisioneros, decidiose enviar cuatro a Barcelona para que el virrey los hiciese matar allí, ahorcando a los otros diez a la puerta del castillo.

En cuanto a doña Juana, había orden especial del virrey para que, en caso de apoderarse de ella, fuese llevada a Barcelona, guardándole las atenciones posibles.

Sin embargo, Monredón, por una de esas crueldades propias de su horrible carácter, quiso que Juana antes de partir presenciase la muerte de sus compañeros.

Efectivamente, a la mañana del siguiente día todo se preparó en consecuencia. Los cuatro bandoleros destinados a la ciudad habían ya partido; sólo quedaban los diez condenados a morir aquella mañana, los dos niños y Juana.

A la puerta del castillo se alzaban las horcas; al pie d# ellas estaban el verdugo y su ayudante; más allá, el verdal» real y verdadero, Monredón. La tropa estaba tendida en cuadro; la muchedumbre venida de los pueblos inmediatos se apiñaban tras de la tropa, y ocupaba el centro del cuadro.

Un fraile de rostro macilento y larga barba con un rosario en una mano y un crucifijo en la otra, dispuesto a recibir la postrer confesión de los prisioneros.

Ni Colmenar ni el barón de Gualba estaban allí: el único que estaba era Monredón paseándose tranquilo y sereno, como si se tratase de asistir a una fiesta. Para él, en efecto, aquello no era otra cosa.

La ejecución fue llevada a cabo. El verdugo, que sabía que doña Juana no debía morir, paseó una asombrosa mirada al* rededor, como buscando quién podía ser la nueva víctima. Monredón levantó el brazo y le señaló los niños. El hombre se estremeció, y hubiera podido notarse cómo a él, el verdugo, se le erizaban de terror los cabellos.

—¿Han de ser ahorcados esos niños?-balbució.

—Sí-contestó lacónicamente el alguacil real—. Son dos viborillas que los Narros han criado en su seno. Matándolos ahora impediremos que sean dos monstruos más adelante. Muerta la víbora, muerto el veneno.

El verdugo parecía titubear. Su situación era horrible.

—¡Pronto!-exclamó el alguacil—. Despacha pronto, si no quieres que te haga bailar en la horca a ti mismo.

Cuando la gente agrupada en la plaza vió que el verdugo se dirigía a los dos niños, comprendiendo entonces la orden que le había sido dada por Monredón, hubo un estremecimiento general, y un sordo murmullo se levantó de entre aquella muchedumbre, como el rumor, presagio de la tempestad, que se levanta repentinamente de entre las olas del mar.

El verdugo se detuvo como interrogando el semblante del alguacil real, ínterin los dos pobres niños miraban a todos con ojos llenos del asombro de la inocencia.

—¡Adelante!-gritó Monredón al verdugo.

Doña Juana entonces se estremeció y dio un salto como una pantera herida.

—¡Monredón!-exclamó, adelantándose hacia el alguacil real, a pesar de que trataban de impedírselo los guardias que lo retenían—, eres un miserable, un tigre a quien, el infierno ha dado sed de sangre.

—¡Apartad de aquí a esa mujer!-murmuró el alguacil, dirigiéndose a los guardias—, y ponedle una mordaza.

—¡Asesino!-gritó doña Juana, en un postrer esfuerzo—. ¡La muerte pide muerte, la sangre pide sangre! Dios permitirá que un día se levante un vengador para herirte permaneciendo sordo su corazón a tus angustias, como sordo estás hoy a los gritos de la inocencia. ¡Asesino, maldito seas!

Se había levantado un tumulto espantoso en la plaza. Los soldados arrastraban a doña Juana hacia el castillo, no pudiendo conseguir, por más que lo procuraban, taparle la boca, de la que a cada instante, en medio de un jadeante esfuerzo, se escapaba la palabra ¡asesino, asesino! Los niños, que habían por fin comprendido que los llevaban a morir, daban terribles chillidos y con desconsaladores sollozos llamaban a doña Juana; la multitud se agitaba preñada de gritos y rumores sordos como las olas de una mar tempestuoso; los mismos soldados se miraban unos a otros con inquietud y zozobra, estrechando instintivamente sus filas, y el verdugo, estaba pálido como un cadáver entre las dos horcas de donde colgaban los cuerpos de los diez bandoleros.

Sólo Monredón permanecía indiferente, con toda la ferocidad de su alma pintada en su rostro. Viendo que el verdugo volvía a mirarle como para esperar una última orden, el rayo de la cólera chispeó en sus ojos.

—¡Ira de Dios! —gritó con voz de tigre—. ¿No te he dicho adelante?

El verdugo bajó la cabeza y obedeció. Los dos pobres infelices criaturas fueron ahorcadas. Monredón se había propuesto dar al pueblo una escena de terror. Le dio un espectáculo espantosamente horrible, un acto de inaudita crueldad.

* * *

Doña Juana, encerrada en una habitación del castillo de Gualba, sentía su corazón despedazado por las espantosas luchas que en él tenían lugar.

Monredón le había enviado por un ministril algún alimento; pero renunció a tomarlo y hasta se negó a que le desataran los brazos, como se le ofreció, concediéndole un breve instante de respiro para comer.

A fuerza de ser atormentado por febriles y nerviosos sacudimientos, aquel cuerpo dé mujer acabó por postrarse y rendirse; a fuerza de las violentas emociones que la habían destrozado, su alma llegó a sucumbir vencida. Cuando vino la noche, Juana se hallaba recostada en su jergón, inmóvil.

La noche estaba muy adelantada. Todos loe ruidos del castillo se habían ido extinguiendo; a luna entraba por una pequeña reja en el cuarto de nuestra prisionera, iluminándolo con una vaga luz.

Un ruido extraño se dejó oír junio a la puerta del cuarto en que ésta se hallaba. Juana abrió lentamente, sin rechinar sobre sus goznes, la puerta de su estancia, apareciendo dos mujeres a sus atónitos ojos, las cuales entraron de lleno en el radio proyectado en el cuarto por la pálida luz de la luna.

De estas dos mujeres, la una iba enteramente vestida de blanco como una estatua de mármol, cubierto además el rostro con un velo: la otra parecía por su traje modesto una sirvienta del castillo.

Efectivamente, esta última era Gertrudis.

Juana se incorporó con asombro y fijó en ellas su mirada.

Las dos mujeres se adelantaron sin hacer el menor ruido. Gertrudis dejó en el suelo una linterna sorda que llevaba, y acercándose a Juana, empezó a desatar sus manos sin pronunciar una sola palabra.

Juana, que la dejaba hacer, sintió libres sus brazos a los pocos instantes. Gertrudis llevaba los pies desnudos, lo mismo que la mujer blanca.

A una seña de ésta, concluida aquella operación, Juana echó a andar tras de aquel misterioso ser, que no podía ser otro que el mismo fantasma blanco visto por Orso de Monteferro. Gertrudis abría la marcha, alumbrándose con la linterna sorda que había vuelto a recoger.

Las tres mujeres salieron de la estancia sin hacer el menor ruido.

Juana se creyó salvada, y con todo el impulso y efusión de un alma agradecida, se dirigió a la tapada, a la cual demasiado se notaba que no hacía sino obedecer Gertrudis.

—Señora-le dijo—, me habéis salvado y me dais más que la vida. Decidme vuestro nombre para que pueda grabarlo eternamente en mi memoria y para...»

La dama blanca no la dejó acabar.

—¡Silencio!-le dijo—. ¡Silencio! Todavía no estáis libre.

A los pocos instantes era llevada a la puerta del parque. Una vez allí, díjole la tapada a doña Juana:

—Huid, huid aprisa si en algo estimáis vuestra libertad y vuestra vida.

—Yo no puedo separarme así de vos. Necesito saber quién sois, cómo os llamáis, si sois una mujer o un ángel.

—Mi nombre debe quedar oculto. Soy el espectro blanco Gualba.

Y dicho esto, la tapada tiró del manto, una de cuyas puntas tenía aún cogida doña Juana, y echó a correr por el parque, seguida de Gertrudis, no tardando en desaparecer ambas entre los árboles.

Juana se había quedado tan sorprendida con la inesperada respuesta de la tapada, que ni siquiera acertó a detenerla en su fuga.

Pocos momentos después, no había ya nadie en aquel sitio. La tapada y Gertrudis habían regresado al castillo; Juana se alejó apresuradamente de Gualba.

Hasta la mañana siguiente no tuvieron noticia Monredón y Colmenar de la fuga de su prisionera.

Encontrose abierta la puerta y vacía la estancia.

La cólera de Monredón, en particular, no tuvo entonces límites. Púsose frenético, delirante de ira y de coraje, y envió partidas sueltas por los alrededores con encargo de traerle muerta o viva a doña Juana. Todo fue inútil.

Doña Juana de Torrellas quedó olvidada; no volvió a hablarse de ella, habiendo prevalecido la opinión, universalmente generalizada, de su retirada a un convento de monjas de Valencia, en donde se aseguraba que había muerto al año de su entrada en él.

Apoyándonos en el privilegio concedido a los novelistas, hemos de dejar en blanco cinco años en nuestra historia. Hecho esto, anudando el hilo narrativo, pondremos a nuestros lectores en antecedentes. Supimos que doña Juana de Torrellas murió en un convento de Valencia, y que apresados los bandidos y ahorcados, así como los dos infelices niños que había prohijado la partida, la banda negra había quedado deshecha; perdiendo, por tanto, los Narros la más firme esperanza que tenían para salvar la causa catalana del caos en que se hallaba.