CAPITULO II
La pobre Clara, con el nuevo exabrupto de Monteferro, quedó estupefacta y clavada, en su asiento.
Orso atravesó los salones por ver si daba con la condesa.
En breve llegó Monteferro a la última sala, donde estaban la condesa y Margarit, que acababan de separarse. Este último se encontró al salir con Orso, que entraba en la sala. Al verte le tendió la mano, diciéndole en voz baja:
—¡preparado!
Orso palideció mortalmente, poniéndose a temblar como un ahogado.
«¡ Ya decía yo-exclamó para sí-que no tendría tiempo de nada!»
—recorrió con mayor ansiedad la sala en que estaba.
Vió a la condesa. Dirigiose derechamente a ella, procurando, aunque en vano, contener la emoción que sentía. La condesa al verle; se le adelantó, diciéndole:
—¡Cómo! ¿Habéis dejado el sitio que os cedí?
—Para venir a encontraros, señora-dijo Orso, no queriendo desaprovechar un tiempo precioso.
—Dadme, pues, el brazo, y sustituiréis al caballero Margarit
Monteferro fue presentado por la condesa a varios personajes que se hallaban en el local; entre ellos, a Colmenar y Monredón, quienes quedaron mudos al oír Orso Monteferro; luego, con una excusa vacía de sentido, se retiraron a una sala lejana del palacio y estudiaron el modo que fuese más conveniente de hacer desaparecer al joven corso, ya qué si éste supiese algún día que ellos fueron quienes causaron la muerte a su padre, Orso Monteferro, y a su tío Faolo, así como la deshonra de Teresa, su madrastra, había de querer —como es lógico-vengar tales agravios en sus personas, cosa que había de evitarse a toda costa, tomando la delantera en tal sentido.
El presidente de la Hermandad de la Muerte se alejó profundamente afectado después de su conversación con la condesa.
A eso de las doce pensaba Margarit dar la señal para el golpe, esto es, para el incendio; pero al separarse de la condesa, pensó adelantar la hora, creyendo que, pues ella sabía ya cuanto podía saber, no debía demorarse más.
Así lo indicó claramente cuando, al pasar por delante de Monteferro, le tendió la mano, dándole la voz de prevenido, que heló la sangre en las venas al hijo, que no podía vengar a su padre, y al amante, que tal vez no podría salvar la vida a su amada.
Margarit bajó rápidamente a la calle. Eran las once y cuarto. Pocas personas vió, por consiguiente, a su Alrededor. El público curioso se había ya retirado de ante el palacio, que lucía espléndidamente alumbrado. Margarit se acercó a donde se hallaba Fadrí y le dijo:
—Poca gente se ve todavía...
—No es la hora designada, ya que hasta— las doce...
—Pensaba, no obstante, adelantar el golpe, pues ese diablo de mujer lo sabe todo.
—¡Cómo!-dijo.sobresaltado, Fadrí—. Pero ¿lo de esta noche también?
—Eso se lo he dicho yo...
—Ahora os comprendo menos, señor.
—No hay miedo por eso; del modo como lo tenemos, lo más que podría suceder es que se delatase ahora que tenemos un gran plan para esta noche; ya ves que al primer síntoma de delación que notásemos daríamos el golpe #n que pudiesen prevenirlo. Todo consistirá en que habría más o menos gente en los primeros momentos, pues luego acudirían instantáneamente todos los nuestros. Lo sabe todo.
—¿Además de lo que le reveló Martín Andal?
—Sí; sabe que yo soy el autor de la Sociedad y su presidente, y la reunión de la Catedral, y que voy a la cabaña de Montserrat, donde sustituyo al ermitaño cuando me conviene: en fin, todo.
—Es preciso concluir con ella.
—Poco a poco. Porque entre las mil cosas que pienso en este momento, me ocurre una que, por extraña que sea..., quién sabe..., a veces...
—Decid, si es que puedo yo saberlo...
—Sí puedes saberlo, y eres tal vez la única persona que pudiera dar una luz sobre esto. Entre otras «osas que me ha dicho la condesa y que me han admirado verdaderamente, Ja que mayor impresión me ha hecho es la de que ella no es amiga del Gobierno y sí del pueblo.
—Se necesita toda la poca vergüenza y toda la desfachatez de la persona que se atreve a dar un baile con el objeto y el motivo que tiene el de esta noche.
—Pero no es todo, pues me ha dado razones tan poderosas, que casi me han probado lo que me decía.
—¿De que ella no era amiga del Gobierno?
—Y de que trabajaba para que el pueblo, llegando al colmo de su irritación, se levantase un día; pero la condesa sabe todavía otra cosa, y es quién tiene el puñal que tú no encontraste ya en el sitio donde lo escondió don Juan.
Fadri, al oír esto, se quedó con la boca y los ojos abiertos espasmódicamente. Tras una pausa, Margarit añadió;
—Cuando le he dicho que si no me daba en el momento una garantía que me asegurase de la verdad de su palabras, dentro de pocos momentos iba a convertir en un lago de sangre aquellos Salones y a reducir tal vez el palacio a cenizas, pues que el edificio estaba ya tomado por mí, me ha respondido que en ese caso se levantaría ella también, poniéndose a nuestro lado, y que todos, incluso yo, la respetaríamos y hasta la acataríamos con sola una palabra que pronunciase.
—¿Quién es entonces esa mujer?
—Lo mismo me pregunto yo, Fadri. ¿Quién es esa mujer? ¿Tú conocerías a doña Juana?
—¿Qué decís?-preguntó Fadri, sobresaltado ante semejante pregunta.
—Si conocerías a doña Juana...
—¡Ya lo creo que la conocería ¡... ¡Aunque se disfrazara, de qué os diré, de obispo, la conocería yo!... Ella me conocerla a mí también... ahora, lo mismo si fuese condesa, como ahora, que si fuese reina.
—Convendría que vieses a la condesa, que subieses a loe salones.
—¿Con mi traje?
—Ve a mi casa, vístete con un traje que te venga bien, y vuelve.
—¿Vos me aguardáis?
—Aquí mismo; si no me encuentras en este sitio, espérame.
Fadrí partió volando. Margarit se quedó en la calle, paseando embozado por el sitio más apartado y reflexionando sobre el presentimiento que tenía.
Mientras éste aguarda a Fadrí, volvamos un momento a ver a la condesa y a Monteferro.
Orso tenía ya, con la conversación que la de Fiorerosa habla entablado con el alguacil y Colmenar, el camino trillado para ir derecho a su asunto. Apenas se vió con la condesa, exclamó:
—Dispensad mi franqueza, señora; pero me molestaba sobre manera la presencia de esos hombres.
—Ved, pues, que al uno principalmente estáis en la obligación de quererle, pues es padre de la mujer que amáis.
—Y ¿quién os ha dicho...?
—¿No es cierto que la amáis?-Orio se limitó a mirar al suelo; la condesa^ añadió—: Me place que hayáis tenido tan buena elección; vos la merecéis, así como ella os merece a vos.
—Condesa, ¿sabéis por qué estuve a veros el otro día que no os encontré y por qué he venido esta noche a este baile?
—Sí.
—Vos, al parecer, sabéis quiénes son los asesinos de mi padre.
—No.
—Entonces...-exclamó Monteferro, sobresaltado y mirando con desconfianza a la condesa.
—.Pero puedo encontrar medio de descubrirlos, si bien no es éste el momento preciso ni el lugar a propósito. Volved a verme mañana, y hablaremos.
—¡Será tarde, señora...!
—¿En qué concepto? Decid.
—¿En qué concepto?-preguntó, vacilante, Monteferro—. ¡ En concepto de que mañana yo no existiré!...
—Entonces, os lo juro, vengaré yo a vuestro padre-repuso secamente la condesa.
—Es que a vos, ¿qué os importan los asesinos de mi padre?
La condesa volvió a sonreírse con igual amargura que antes, y sus ojos brillaron de nuevo con aquel mismo siniestro fulgor.
—En fin, condesa, ¿podéis o queréis darme ese medio?
—Ya os he dicho que hoy no puede ser; aguardad a mañana y hablaremos sobre ello.
Bien hubiese querido la de Fiorerosa revelar con una sola palabra todo el secreto que Orso deseaba tan ardientemente descubrir, entregándole a la vez el puñal en que consistía todo el legado de su padre; pero la detenía una grave consideración.
Había observado y conocido el amor que Orso profesaba a Clara; aquél le había dicho poco antes, cuando con toda intención se lo preguntó, que amaba a ésta tanto, que daría por su amor hasta su misma existencia; y ¡cuán triste había de ser la situación del joven amante, cuál su desesperación al abrir el fatal secreto del arma que le legó su padre para leer la terrible sentencia que él mismo tenía que ejecutar en el de su amada!
La condesa comprendía esto, y se tomaba tiempo, si no para salvar semejante alternativa, para minorar su efecto en el ánimo de Monteferro.
En este momento dieron las doce. Orso lanzó un grito, y varios caballeros acudieron a ver lo que sucedía. Orso se serenó de repente.
—No es nada, señores; tengo una herida en una pierna, senté malamente el pie y me ha hecho dar este grito... Mil gracias; dispensadme, que no es nada... Ya lo sé de otras veces... —y diciendo esto, corrió al lado de Clara, exclamando en su interior—: ¡Al menos, vamos a salvar a Clara!
A su lado volvió a sentarse, y aguardaba la primera señal de la catástrofe para arrebatarla fuera de aquel sitio.
En tanto, Margarit, que veía cómo se concentraba alrededor del palacio la gente por su orden allí citada, esperaba en la referida esquina la vuelta de Fadrí. Este no se hizo esperar.
Un ruido descompasado de botas y espuelas, como si la persona que las llevaba tratara de sacudirlas al lanzar el pie, hirió los oídos de Margarit, y al volver la cabeza se encontró ya a su lado con Fadrí hecho todo un caballero.
—¡Perfectamente!-exclamó—. Ahora, arriba, porque han dado ya las doce y no hay tiempo que perder.
—Me van a conocer...
—¿A ti?
—No hay nadie en él que me conozca, aunque fuera con mi propio traje; y además, que por un raro caso he tenido la precaución de ponerme esta barba, que me desfigura el rostro por completo.
—Si alguien te pregunta, eres un caballero aragonés que vives retirado en tus posesiones.
A continuación ambos se cogieron del brazo y entraron con la mayor serenidad en el palacio.
Cuando Margarit y Fadrí entraron en el baile, la condesa estaba ya otra vez en el salón principal.
Monteferro, al verla, se levantó, ofreciéndole a su vez el asiento que poco-antes le había dejado. La de Fiorerosa, como si nada hubiese sucedido, le dijo:
—Podéis aprovecharlo todavía; yo me encuentro mejor paseando, y vos juzgo que estaréis también mejor sentado ahí.
Monteferro inclinó la cabeza, dejando deslizar por sus labios una ligera sonrisa de verdadero agradecimiento, a pesar de todo; porque, prescindiendo de lo sucedido poco antes, a la amabilidad de la condesa debía entonces la aproximidad en que se hallaba de Clara y, por consiguiente, la mayor probabilidad de poder así salvarla cuando llegase la catástrofe que esperaba por instantes.
«¡ Par diez!», decía Orso para sí, mirando y volviendo a mirar el péndulo y viendo cada vez que la aguja pasaba más allá de las doce. «¡Cómo todavía no!»...
Ya era, en efecto, extraño no ver, después de diez minutos de las doce, arder el palacio en abrasadoras llamas, o, cuando menos, envuelto en una nube de humo, atendida la prontitud y precisión con que se llevaban a ejecución todos los acuerdos, de cualquier género que fuesen, que tomaba la Hermandad de la Muerte.
Lo mismo extrañaban los demás hermanos que en las salas contiguas estaban esparcidos, temiendo, y con fundad» razón, que algún agente del Gobierno observase aquellas sombras que se movían alrededor del palacio y diese luego parte a las autoridades; lo cual, si no hubiese evitado, porque del modo como la cosa estaba dispuesta era de todo punto imposible, que estallase el golpe preparado, hubiese cuando menos traído más de un estorbo que hubiera embarazado bastante en los primeros momentos.
Margarit tenía también sus cuidados sobre este punto; así es que, tratando de ganar todo el tiempo posible y llevando del brazo a Fadrí, cuyo aspecto y cuya cara, no vista ni conocida de nadie en los salones, llamaban bastante la atención de iodos, fijando no poco esta circunstancia la del antiguo bandolero; Margarit, decimos, a fin de dar cuanto antes con la condesa, atravesaba los salones abriéndose paso entre la concurrencia, con más impaciencia tal vez de la que conviene en semejantes sitios.
Poco le importaba por otra parte que su compañero llamase o no la atención. La circunstancia de llevarle él del brazo debía ser, y era, en efecto, garantía suficiente para todos. Pronto se hallaron en el salón principal. Margarit llevó a Fadrí a un ángulo del salón.
—¿Veis en aquel extremo, junto a aquel espejo grande, de marco dorado, una señora con otras dos y tres caballero«?
—Sí.
—¿Lleva vestido azul?
—Sí.
Fadrí le tenía fija la vista sin pestañear.
—¿Eh?...-preguntó Margarit con la mayor impaciencia.
—Aguardad...-respondió Fadrí, medio confuso—. ¡Es ella!
Margarit y Fadrí llegaron a la calle. Este último estaba como atontado, como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza con un buen mazo.
—¿Conque ya has visto, Fadrí?
—¡No puedo volver a de mi asombro!
—Ahora, como comprendes, debe quedar sin efecto lo de esta noche. Hay que pasar la contraorden. Mientras yo mismo llego a la puerta de los almacenes, recorre tú esa plazuela y los alrededores de la casa.
Margarit y Fadrí se separaron. El primero acercó los labios al agujero de la cerradura y tosió tres veces. De la parte de adentro contestaron inmediatamente.
— ¡Paz!-exclamó Margarit—, ¡paz!-y se alejó.
Esta voz, como deja traslucir por sí misma, significaba la suspensión del golpe proyectado y preparado para aquella noche.
Al doblar la primera esquina, el presidente de la Hermandad de la Muerte tropezó con una de las sombras que por aquellos alrededores se veían. El embozado hizo como que estornudaba tres veces, y, contestado que le hubo Margarit, dio a éste la voz de paz. Era que, comunicada ya por Fadrí, corría de boca en boca entre todos los hermanos. En pocos momentos, la plazuela, como los alrededores del palacio de Fiorerosa, quedaron completamente desiertos. Sin inquirir el origen de semejante contraorden, todos los hermanos se retirarán a sus casas.
—¡No hay nadie ya!-dijo Fadrí.
—¿No? Aguarda aquí, que yo subo otra vez al baile, a ver si hablo con ella.
—Aquí espero.
Margarit subió, y Fadrí se quedó aguardando.