CAPITULO II
Colmenar, en la entrevista con su yerno, al cabo de pocos momentos, dominó a éste por completo en la conversación, la cual versaba, según se desprendía de la carta remitida por Colmenar al de Gualba, sobre la conveniencia de llevar con el mayor secreto posible un asunto que para ambos era igualmente' perjudicial.
Sobre esto mismo, pues, y dominando ya completamente el ánimo del marido de Isabel, decía el padre de ésta al primero:
—Lo que antes conviene en este caso, como en todos los da este género, es prevenirse contra el enemigo común; y este enemigo vuestro y mío a la vez, no lo dudéis, barón, es la opinión pública, pronta a lanzarse sobre ambos y destrozar sin compasión nuestros nombres, así que los exponga a su dominio un acto de esta especie.
El acto a que se refería Colmenar era el desafío que quedó aplazado y convenido con su yerno la noche anterior.
—Efectivamente-contestaba el barón, plenamente convencido por ésta y otras razones, cuya fuerza era doble presentada por la habilidad de su suegro.
—Después-continuaba éste, alejando de] ánimo del otro la menor sospecha de que sus *palabras pudieran ser dictadas por el miedo—, después, barón, las satisfacciones que yo os deba, estoy pronto a dároslas en el terreno que queráis.
—Nunca, don Juan-se apresuró a responder el de Gualba—, y os pido mil perdones por un agravio cuya causa comprenderéis que no estaba en mí en aquel instante.
—Sin embargo-continuó Colmenar, queriendo recuperar por completo todo el terreno perdido la noche aquella—, confesad que estuvisteis altamente injusto conmigo.
—Confesado.
—No se hable, pues, más de esto, y concertemos los medios de averiguar primero con toda discreción el paradero de Isabel.
—¡Ah, sí; sea eso lo primero, antes que todo!-dijo rápidamente el barón.
—Vos me ayudaréis a castigarla y castigar de una manera ejemplar su incalificable conducta.
—¡ Incalificable!-repitió el de Gualba con acento reconcentrado.
—Y ahora, empezando ya nuestras pesquisas-dijo Colmenar—, ¿no presumís adonde puede haber ido mi hija?" ¿No tenéis ningún indicio que pueda indicamos algo?
—Ninguno.
Mientras el suegro y el yerno estaban en estas preguntas y respuestas, un criado llamó desde la puerta:
—Señor...
—Adelante-dijo el barón.
El criado se presentó.
—Este billete urgente que trae un hombre para vos.
—¿A ver?
—¡De Isabel!-gritó Colmenar, que reconoció la letra del sobre al ver la carta en manos del barón—. ¿Dónde está ese hombre?-preguntó Colmenar al criado.
—Se fue ya.
—¿Por qué no le hicisteis aguardar?-preguntó el de Gualba con el acento rabioso que empleaba tantas veces.
—Se marchó apenas entregó el billete, señor-respondió el criado, balbuciente.
—¿Dijo de dónde venía?
—No dijo más que se os entregara inmediatamente ese billete, pues urgía en extremo.
—¡Vete, animal-gritó el barón—, antes que te eche de un puntapié fuera de mi presencia!
El criado bajó la cabeza y salió de la habitación sin pronunciar palabra, empezando a bufar y a gruñir así que estuvo bastante lejos de su amo.
El barón rasgó malamente el sobre y, desdoblando el billete, púsose a leer: Convento de Pedralbes...
—¡Convento de Pedralbes!-exclamó Colmenar.
—Sí-dijo el barón.
—¿Conque Isabel está, según eso, en el convento?-preguntó con acento de marcada satisfacción—. Ya decía yo que mi hija era incapaz de deshonrar el nombre, el limpio nombre que lleva.
—En efecto, hallarse en el convento la disculpa en parte; pero de todas maneras, abandonar así ¡a casa de su marido...
—¡Quién sabe!-interrumpió Colmenar—. Leed.
El barón continuó:
Barón: El lugar donde fecho esta carta, refugio santo de las alma» que huyen del mundo, es el sitio donde he venido a buscar un amparo contra el duro cuanto inmerecido trato que habéis usado conmigo...
—¡ Mentira! —gritó el barón, interrumpiéndose a sí mismo en la lectura.
—Sin embargo, a vos os lo dice-observó Colmenar con cierta afectada sencillez.
—Os repito que eso no es cierto-repuso el de Gualba.
El barón siguió la lectura.
Al quejaros de mi desamor, sin que por eso pudierais señalarme el menor motivo que condenara mi conducta como buena esposa y mujer honrada, debisteis tener en Cuenta que muy niña me unieron a vos, no' por propia voluntad, que no podía yo manifestar, sino por la fuerza de la de mi padre, que yo debía obedecer...
—¡Mentira!-gritó a su vez Colmenar.
—Sin embargo, así lo manifiesta-dijo el barón, que por primera vez en su vida tuvo talento bastante para responder a su suegro casi con las mismas palabras y el acento que antes empleara Colmenar.
—¡Ingrata! Yo la castigaré.
—diciendo esto, se dispuso a salir.
—Aguardad-dijo el barón, deteniéndole—, aguardad a que concluya la carta.
—¿Para qué?-repuso entones Colmenar— ¿Para oír invenciones y calumnias de una hija?
—Pero sepamos al fin lo que dice, pues creo conviene a nuestro objeto.
El barón prosiguió:
Vos, lejos de considerar esto, habéis pretendido hacerme la única responsable de vuestras cavilaciones, y m habéis tratado, lo repito, de una manera tan dura que no hubiese tolerado, no digo una dama de mi calidad y una esposa inocente, sino ni una mujer culpable y de la clase más vulgar...
—¡Oh! ¡Esto es insufrible!-exclamó sofocado el barón, haciendo una pausa en la lectura.
—Así dice Isabel, que es insufrible-dijo entonces Colmenar, que volvía a recobrar su posición.
—Seguid, seguid.
El de Gualba, haciendo esfuerzos para disimular su coraje, continuó leyendo?
Abandonada a vos y rechazada por mi padre cuantas veces le he suplicado que interviniese en nuestras disensiones domésticas, y sin otro amparo que Dios en el mundo, no extrañaréis, barón, que al huir de la casa de mi marido, teniendo cerrada la de mi padre, haya venido a refugiarme en la casa de Dios.
Isabel de Colmenar.
—¡Eso sí que es insufrible!-exclamó Colmenar, enfurecido.
Cada cargo que hacía la carta a Colmenar producía una satisfacción en el barón, así como los que resultaban contra éste hacían el mismo efecto en Colmenar.
Ambos querían sincerarse ál paso que recíprocamente se condenaban. Y este efecto de la carta, tan igual en el padre y el marido, era una prueba bastante, cuando otros antecedentes no hubiera, de que Isabel tenía razón contra ambos.
Ninguno de los dos, sin embargo, quería confesarla en presencia del otro, por más que interiormente la reconociera.
Así, la carta de Isabel fue para ellos un nuevo y poderoso motivo de discordia que los hubiera hecho retroceder al principio, o, mejor dicho, al final que tuvo el primer altercado, si la suma previsión de Colmenar para evitar desenlaces de esta naturaleza no hubiese sabido conjurarlo.
—Nada, barón-dijo Colmenar, recobrando por completo su irla calma' y mirando el asunto por el lado exclusivo de la conveniencia—: dejemos a un lado lo que la carta dice de vos y de mí y vamos a lo que principalmente nos interesa. Isabel está en el convento de Pedralbes y lo que conviene primeramente es sacarla de allí.
—¡Ah, sí, eso es lo primero!-añadió el barón, que no veía ya el momento de recobrar a Isabel.
—Pero lo que hemos de determinar antes es el modo mejor ¿le hacerla salir, y es yendo a buscarla al momento. Una persona que no sea ni vos ni yo, vea y hable a Isabel en el convento.-¿Y a quién os parece que podemos confiar mejor esta misión?
Colmenar, sin responder de pronto al barón, se puso a reflexionar sobre la persona que mejor pudiera encargarse de este cometido.
En esto estaban el suegro y el yerno mientras el hombre que llevó la carta llegaba a casa de Colmenar, que estaba más lejos, con la dirigida a este último. El hombre bajaba, después de haberla entregado a los criados, cuando Clara subía la escalera.
Así que llamó Ana, todos salieron a recibir con la alegría en el rostro a su querida señorita. Esta, apenas entró, preguntó en seguida:
—¿Hay alguna novedad?
—Ninguna-contestó uno de los criados.
—¿Mi padre está en casa?
—No, señora.
—¿No ha vuelto desde esta mañana?
—-No ha vuelto, señorita
—Es preciso que salgáis a buscarle.
—Como mande la señorita.-
—¡Ah! Se me olvidaba-dijo entonces el ayuda de cámara de Colmenar— y tiene aquí una carta urgente, según dice el sobre, que acaban de traer ahora mismo.
—¿Una carta urgente?. Traedla al momento a mi gabinete. Clara entró, seguida de Ana, en la pieza que conocemos y se dejó caer en una silla, rendida de cansancio y de fatiga.
—Aquí está la carta-dijo el criado, presentándola a Clara. Esta la examinó diciendo para sí: «No reconozco de quién pueda ser.
La última idea de que pudiera haber ocurrido alguna desgracia a Colmenar ofuscaba a tal punto la mente de Ciara, que no pensó siquiera en que una carta urgente debió de salir poco antes de Pedralbes, para su padre.
—¿Cuándo han traído esta carta?-preguntó Clara al criado, que permanecía en pie en el gabinete.
—Momentos antes que vos llegarais.
—¿No han dicho de parte de quién?
—No, señora.
—¿Quién la trajo?
—Un hombre del campo.
«¡El sobre dice: Urgente!-observaba Clara para si-y es preciso que llegue cuanto antes a manos de mi padre.» Luego, dirigiéndose al criado, dijo:
—Tomad esta carta y buscad al señor en los sitios donde vais a encontrarle otras veces y entregádsela. Pasad por casa del señor barón, donde es fácil le encontréis.
El criado partió inmediatamente.