CAPITULO PRIMERO

Orso-a quien ya conocimos en capítulos anteriores—, jinete otra vez en bravo alazán, se encaminaba hacia Montserrat, en cuyas más peligrosas crestas vivía el padre Agustín en su humilde morada, sita al borde de profundos abismos y envuelta casi siempre en las nieblas que coronan estas montañas.

Para ir a visitar al padre Agustín, Orso tomó el camino más corto, que empezaba a la derecha de la cerca exterior del monasterio, y que consistía en una vereda abierta en la peña viva por medio de unos escalones desiguales, formando una especie de espiral en una de las más elevadas gargantas del monte.

Penoso encontró el camino nuestro joven héroe, que había dejado su caballo en la hospedería más cerca al lugar; pero compensó su fatiga lo delicioso y agradable de los sitio* por que hubo de atravesar.

Orso llegó a la ermita, y como la puerta se hallaba entornada, se detuvo para contemplar un instante al anacoreta, que, sentado junto a una ventana abierta sobre el abismo, tenía sus ojos clavados en el espacio, como si estuviera absorto en una profunda meditación o en un éxtasis religioso.

El padre Agustín era un hombre que no revelaba tener más allá de cincuenta o cincuenta y cinco años. Su estatura era mediana; el cabello, entrecano; el color de su rostro, trigueño y quebrado; sus ojos vivos, algo grandes y saltones, revelaban ser un varón entero, firme, de prudente consejo, pero de ánimo osado.

Orso empujó la puerta, y al ruido el padre Agustín volvió lentamente la cabeza.

—¡Ah! ¿Eres tú, hijo mío?-dijo a Monteferro, sin manifestar sorpresa alguna—. Estaba esperándote.

Orso se adelantó con las mayores muestras de respeto y deferencia y estrechó cordialmente la mano que el ermitaño le tendió y que hizo ademán de llevar a sus labios, sin que el padre Agustín se lo permitiera.

—Vuestra carta expresándome una justa queja-dijo el joven-ha hecho que me pusiera inmediatamente en camino para visitaros.

—Gracias, hijo mío.

—No debéis dármelas, porque no soy acreedor a ellas. He cumplido con un deber. Padre, cuando vine a Cataluña guiado por el deseo de venganza que vos sabéis, puesto que os lo he revelado, visité esta portentosa montaña, deseoso de admirar a la Virgen cuya fama llena todo el orbe. Aquí os conocí, aquí trabé con os estrechas relaciones. Os abrí mi alma como al primer amigo que encontraba en un suelo extranjero, y vos me disteis prudentes consejos, que no olvidaré nunca. Varias veces volví a esta montaña sólo para visitaros, atraído hacia ves por una simpatía irresistible y de la que mil veces me he preguntado en vano la causa, y vos fuisteis quien alentasteis mi deseo de tomar las armas en favor de la tierra hospitalaria que me daba abrigo. Vos sois, padre, quien me ha hecho catalán, pues que a vos debo el haber recibido mi bautismo de sangre en los campos de batalla, peleando a la sombra de la gloriosa bandera dé Santa Eulalia. Sin vos, nunca hubiera conocido a Carlos Fontanéllas, ese generoso y buen amigo, que es mi hermano de armas y a quien tengo verdaderamente un cariño fraternal.

—¡Carlos Fontanéllas! La descripción que de él me has hecho en tus cartas me lo han dado a conocer como si le hubiese visto y hablado. ¿Es este Carlos hijo de un Salvio Fontané de tercios que fue durante el virreinato del duque de Cardona?

—Conocí a su padre. Era un hombre valiente y honrado. Sus primeras relaciones le hicieron comprometerse, adhiriéndose algún tanto al partido de los Cadells. El fue, según creo, quien con don Juan de Colmenar, se apoderó del famoso bandolero Serrallonga, jefe que era entonces de los Narros, y él quién ocupaba el cargo de gobernador interino de Barcelona cuando aquel bandolero fue ajusticiado. Disgustado con los manejas de los Cadells y víctima de sus intrigas, decidió abandonar Cataluña y pidió pasar a los Países Bajos.

Diciendo esto, el ermitaño Sé acercó a una alacena, Y abriéndola puso sobre la mesa un plato de frutas, otro dé dulces y un pedazo de pan, disponiéndose a llenar un cántaro con el agua de la cisterna que había junto a la ermita.

Orso le dio las gracias y quiso rehusar el convite; pero el padre Agustín se negó rotundamente a escucharle, desapareciendo para regresar luego con el cántaro lleno de agua.

Monteferro tuvo que ceder, y compartió con el anacoreta su frugal almuerzo.

El padre Agustín invitó al joven a que le hablara de sus proyectos, de sus esperanzas, de los sucesos prósperos o adversos de su vida, y el joven, que apenas tenía secretos para el primer amigo que había encontrado en Cataluña, le contó sin hacerse de rogar todo lo que le sucediera desde la última' vez que estuvo en Montserrat. Lo único que le ocultó, por no haberle hablado jamás de su nocturna aventura en el castillo de Gualba, fue sus encuentros con la dama desconocida.

—¿Y has ido ya a ver a esa condesa de Fiorerosa?-preguntó con ansiedad el ermitaño, así que el joven hubo concluido.

—Todavía no. Antes de hacerlo he querido consultaros sobre este punto. Sólo me he adelantado a pedirle a Fontanellas que me presente, a lo cual éste se me había ya ofrecido. Decidme ahora, padre: ¿qué debo hacer?

El ermitaño permaneció callado durante algunos instantes.

—También he oído hablar de esa condesa de Fiorerosa-dijo por fin—. No obstante vivir apartado del mundo, sé desde esta pobre morada cuanto me conviene saber y cuanto puede interesar a aquellos con quienes simpatizo. Esa mujer es extranjera, de tu mismo país, según creo.

—Es siciliana, a lo que dicen.

—Me han referido de ella cosas extraordinarias-prosiguió el padre Agustín—. Hay quien dice que esa mujer es sólo un agente de los castellanos.

—Bien pudiera ser. Todo a lo menos induce a creerlo.

—¡La condesa de Fiorerosa conoce a las personas que asesinaron a tu padre y a tu tío! ¿Cómo es eso posible? ¿No me dijiste tú, hijo mío, que nadie más que tu padre sabía esos nombres?

—Es cierto.

—¿Cómo, pues, los sabe esa mujer?

—No me lo explico. Los nombres de los criminales fueron escritos en un papel que se guardó en el pomo del puñal, arma de mi familia, enviado por mi padre a don Juan de Serrallonga. Ni éste sabía la existencia del papel. Serrallonga ha muerto el puñal se ha perdido, y yo me pregunto como vos mismo: ¿De qué manera puede saber esa mujer lo que nadie sabe en el mundo?

—¿Habrá podido llegar a sus manos el puñal?

—No. La misma doña ¿ruana de Torrellas, el día antes de la derrota de su banda, me confesó que ignoraba la existencia de semejante arma, y aun cuando me dio una ligera esperanza de encontrarla, ésta murió en mi corazón con la noticia que recibí más tarde de la muerte de aquella atrevida bandolera.

—¿Y no te dijo Juana de Torrellas de qué manera pensaba averiguar si existía aún el puñal?

—Sí. Me contó que en sus últimos momentos don Juan de Serrallonga había señalado a uno de su banda el sitio en que tenía enterrados varios papeles y objetos de importancia. Doña Juana creyó que en este sitio debía de existir si acaso el puñal de mi familia.

—Fija bien, tus recuerdos, Orso, hijo mío, y contéstame —dijo el anacoreta,' que parecía seguir con interés el hilo de u» secreto pensamiento—, ¿Recuerdas si Juana te dijo el nombre de la persona a quien Serrallonga señaló el sitio en que estaban enterrados los objetos?

—Me lo dijo, en efecto; era el del teniente de Serrallonga.

—¿Fadrí de Sau?

—Sí.

—¿Y conocerías tú el puñal en cuestión si llegaras a verlo?

—No lo he visto jamás, pero lo conocería. Sé que por un lado debe tener en su hoja un esqueleto y por el otro la divisa de mi casa: Lo sangre lava la injuria.

Satisfecho quizá el anacoreta en lo que deseaba saber, trató de dar otro giro a la conversación.

—No-dijo—; ese puñal no puede tenerlo la condesa de Fiorerosa. Voy a decirte lo que pienso. O esa mujer, como siciliana que es, conoce el secreto de tu familia por haberlo sabido de tu mismo país, o esa mujer te tiende un lazo.

Orso se puso a reflexionar. El ermitaño continuó.

—Todas las noticias que yo tengo están acordes en pintar a esa mujer como una intrigante, como una persona vendida en cuerpo y alma al partido de los Cadells, que es el partido castellano y, por consiguiente, el enemigo de Cataluña. Pretende atraeros con intrigas y emplearos como medio para sus maquiavélicos fines.

—No iré a casa de la condesa y procuraré apartar de ella a Carlos.

—Al contrario, hijo mío. Es preciso ir ahora más que nunca.

—¿Lo creéis así?

—Te lo aconsejo. Es preciso que vayas, repito, pero dispuesto y prevenido a no dejarte prender en el lazo; es preciso que vayas, sobre todo, para velar por tu amigo Carlos, a quien podrían arrastrar más fácilmente a un precipicio. Si esa mujer es fuerte en astucia, sé astuto tú también. Si trata de cautivarte, finge que te dejas cautivar, y si ella quiere arrancarte tu secreto, arráncale tú el suyo. Ve, pues, a casa de la condesa; ve, que yo desde esta ermita velo por ti.

—¡ Padre ¡

—No te sorprenda lo que te digo, joven. Pobre y solitario como me ves, desconocido e ignorado en el fondo de este desierto, quizá tengo, más poder y medios de los que imaginarte puedes. Yo soy catalán de raza, Monteferrereo; yo amo a mi patria. Ve a encontrar a la condesa de Fiorerosa, te digo, y comunícame cuanto te suceda con ella. Sé cauto y prudente sobre todo, vela por tu amigo, vela por ti mismo, y procurar descubrir el secreto de esa mujer, que es fatal a la causa catalana.

Tras una pausa añadió el anacoreta, fijando sus ojos en los de Orso:

—Hijo mío, le he escrito que necesitaba verte; has venido, y, por consiguiente, vamos a hablar de cosas muy graves.

—Estoy a vuestras órdenes, padre-dijo el joven, en quien a cada instante crecían el respeto y al veneración por el anacoreta.

Este se levantó y fue a cerrar la puerta de la ermita. En seguida, acercándose al joven, lo llevó a la ventana.

—La política infame del conde-duque de Olivares, mas rey en España que el propio rey, es funesta para España y en particular para Cataluña... nosotros nos ha llamado a liberarle de este odioso yugo. Ha llegado el caso de obrar, hijo mío. Cataluña, como un gigante aprisionado, muerde sus cadenas; va acercándose el día en que por medio de un supremo esfuerzo ha de romperlas.

Orso seguía con la mirada al ermitaño, que iba exaltándose poco a poco y cuyo rostro se iluminaba con sublimes luces de entusiasmo patrio.

—No eres catalán, ya lo sé; pero, tú mismo lo has dicho hace poco, has recibido el bautismo de hijo de este país peleando bajo su santa bandera en el campo de batalla. Como catalán te considero ya, como hombre de honor te tengo, como bueno y leal te miro, y voy, por tanto, a iniciarte en el secreto.

La solemnidad con que hablaba el anacoreta, el silencio profundo que reinaba en torno de aquella ermita edificada sobre las peñas del desierto, la majestad del sitio, todo se reunía para hacer que Orso sintiese una emoción particular como no había nunca conocido. El padre Agustín dio un paso y extendió la mano.

—De rodillas, Orso de Monteferro-le dijo. El joven, impresionado y conmovido, cayó de rodillas. El padre Agustín continuó—. Júrame, por la salvación de tu alma, no revelar jamás a nadie lo que voy a confiarte; júrame que no te dejarás arrancar el secreto ni por halagos, ni por promesas, ni por tormentos, ni por martirios.

—Lo juro.

—Si faltas a tu juramento, Orso, los hermanos de la santa asociación tendrán derecho, todos juntos y cada uno de por si, a clavarte su puñal en el pecho. Ahora, levántate y escucha.

Orso se levantó.

—Hay en Cataluña una hermandad compuesta de millares de personas de todas clases, de todos sexos y condiciones, que se llama la Hermandad de la Muerte. Tiene por objeto Ja libertad de Cataluña, y se intitula así porque todos los que a ella pertenecen deben estar dispuestos a morir por su patria. Yo soy en la actualidad el presidente de esta organización secreta. Orso, tú has peleado por Cataluña, y te he creído digno de pertenecer a nuestra Hermandad. Te necesito en ella porque tengo puestas mis miras sobre ti. ¿Puedo contar contigo?

—Sí, padre mío. Toda causa noble y santa me tendrá siempre a su lado, dispuesto con alma y vida a defenderla.

—No esperaba menos de ti, joven. Como presidente de la Hermandad, tengo poder para admitir a un número dado de personas relevándolas de las pruebas a que se obliga a todos. Quedas incluido en dicho número. Más haré aún por ti desde este momento te nombro uno de los hermanos mayores, es decir, uno de los jefes, y te voy a dar la insignia por medio de la cual se los reconoce-y el anacoreta, al decir esto, se acercó a un armario que había en un ángulo de la ermita y, abriendo un cajón secreto, sacó de él una plaquita de tres dedos de ancho sobre cuatro de largo, la cual estaba pintada de negro y tenía en el centro un cráneo sobre dos huesos en cruz. Esta placa tenía en su parte superior un agujero que daba paso a una cinta de color de fuego, la cual servía sin duda para poder llevarla colgada del cuello.

El padre Agustín la presentó a» Monteferro.

—La sola posesión de esta placa-le dijo-te instituye hermano mayor o jefe de la Hermandad de la Muerte. Todos los hermanos menores te están ciegamente subordinados a los mayores en virtud de un juramento prestado sobre los Santos Evangelios el día que son recibidos «n la Asociación. Por medio de este juramento se comprometen a obedecer ciega y pasivamente las órdenes de los jefes, sin poder hacer réplica ni observación alguna. La desobediencia por su parte puede representar la muerte. Debes llevar siempre oculta bajo tu ropa esta placa que te entrego, y si alguna vez necesitas auxilio, dondequiera que te halles, bastará que hagas una cruz sobre tu pecho. De fijo uno de nuestros hermanos te verá, porque están diseminados por todas partes. Los hay en las cabañas, en los palacios, en los campos, en los pueblos, en las ciudades. Allí donde haya sólo un grupo de tres hombres, dos de ellos, de fijo, pertenecen a la Hermandad de la Muerte. Al ver tu señal, uno u otro se te acercará, pero sin decirte nada. Tú eres entonces quien debe dirigirle la palabra diciéndole: Los dioses son de barro. Cuando aquel hombre te haya contestado Escalaremos el cielo, enséñale entonces tu insignia de jefe, y puedes desde aquel momento disponer de él, aunque sea para llevarle a la muerte. ¡Desgraciado el que se atreviera a desobedecerte!

—Es entonces la vuestra una Asociación admirablemente montada.

—Es una Hermandad compacta, unida y disciplinada, como no puede haber otra en el mundo. Desde esta ermita dispongo yo de un ejército. Cataluña toda está en mi mano, y me bastarla enarbolar una bandera en uno de los picos de Montserrat para que todos los pueblos se levantaran en masa contra sus opresores. Sin embargo, el día, aunque está cercano, no ha llegado todavía.

—Y cuando llegue ese día, padre...

—¡Oh! Cuando llegue ese día, brillará el sol de la libertad para los pueblos oprimidos, y entonces haremos conocer al mundo entero que no hemos nacido para esclavos.

Hubo un instante de silencio entre ambos personajes, que el padre Agustín fue el primero en romper.

—Ya estás enterado de lo más esencial de nuestra Hermandad, hijo mío-le dijo—. Ahora sólo falta tu juramento.

—Dictadme la fórmula, padre.

El ermitaño cogió un crucifijo y lo presentó al joven, que puso la mano sobre él.

—¿Juras sobre esta santa imagen obedecer ciegamente, sin Aplica ni observación, cuantas órdenes te sean dadas por tu jefe superior, el presidente de la Hermandad de la Muerte?

—Sí juro-dijo el joven con voz clara y sonora.

—¿Juras consagrarte sin descanso a la felicidad de Cataluña, trabajando en pro de ella como si fuera tu propia patria?

—Sí juro.

—¿Juras, en fin, no tener más objeto ni deseo que la libertad de Cataluña, contribuir con obra y pensamiento a su libertad, consagrarle tu corazón, tu brazos y tu vida si necesario fuere, odiar a los que la tiranizan y amar a los que la aman?

—Sí juro.

—Sí así lo cumples, que Dios te lo premie, y si no, te lo demande.

Dicho esto, el anacoreta dejó el crucifijo y tendió sus brazos al joven.

—Hermano de la Muerte-le dijo—, ven ahora a que te dé mis brazos y con ellos el ósculo de amor y paz.

Orso se arrojó en brazos del ermitaño.

Después de esto, Orso se despidió del anacoreta y selló nuevamente su juramento con un apretón de manos; despidiose y tomó el sendero estrecho y pendiente que guiaba al monasterio.