El vampiro del castillo de Estela
Allá por el primer tercio del siglo X, los Pirineos dejaron paso, en diversas ocasiones, a feroces guerreros venidos de las riberas del mar Caspio. Conocidos como «ungulos» o «ungrios» y, acostumbrados desde niños a la guerra más sangrienta, se hicieron tristemente famosos allá donde pacieron sus caballos. Pero estos bárbaros no sólo nos dejaron un valle de destrucción y dolor, mas también sus cadáveres abatidos en la batalla. Paganos y sacrílegos como llegaron a ser (atacaron diversos monasterios e iglesias de Girona, Bañoles y Empuries), no es de extrañar que alguno de aquellos cuerpos inertes, abandonados en los parajes aun vírgenes del norte de Cataluña, yaciera insepulto al alcance de fuerzas diabólicas tan tenebrosas como los vampiros de sus tierras de origen. Alguno de estos seres malignos debió de cebarse sobre alguno de ellos y mediante repulsivos ritos ancestrales devolvió a la vida, o mejor, a la no-muerte, a aquel hombre que en su existencia debió destacar por su sanguinaria y pagana ferocidad. Criado en una oscura casa fortificada próxima a la comunidad de Amer, que se levantaba en lo alto de un cerro, cuando el no-muerto estuvo adiestrado en los poderes de la magia póstuma fue enviado al otro lado del valle, a una montaña donde, desde tiempos inmemoriales se levantaba un menhir, lugar de oscuras y supersticiosas adoraciones.
No tardó demasiados siglos en que en el lugar del antiguo menhir se levantara un imponente y tenebroso castillo llamado de Estella. Los habitantes empezaron a vivir sojuzgados y abatidos por una maldición que se cernía sobre ellos: en el castillo de Estella vivía un ser repulsivo y espeluznante, conocido como el «Ugarés», por los rumores que corrían sobre su lejana procedencia
Queda en pie hoy una edificación, otrora pertenencia del castillo de Estela, conocida por la Torre de Sant Climent o Rocasalva y que se halla equidistante al castillo, en otro cerro separado por un angosto valle. Decir que la leyenda del castillo de Estela (o Estella), respecto de los ogros comechicos, la relata Lluís Almerich