Quizá el lector ya sepa que el origen de los vampiros tal y como los entendemos está en los Balcanes. Entonces podría interrogarse sobre la aparición de los vampiros en la literatura occidental. Es posible que desee comprender de que forma y en que momento la figura del no-muerto, chupador de sangre aparece en nuestra cultura. Por que una cosa es bien cierta. Mientras que las historias de apariciones fantasmales se dan por doquier en nuestra geografía y en la de nuestros países vecinos, las narraciones sobre vampiros son muy escasas, y a buen seguro ninguno de ustedes conoce ninguna. No es esto fruto de la casualidad, sino del hecho de que nuestro conocimiento sobre estos oscuros personajes se remonta al siglo xviii, y en especial debido a un maltratado benedictino.
Dom Agustín Calmet pertenecía a la congregación de Saint-Vannes y de Saint-Hidulphe, siendo abad del monasterio de la Orden de San Benito de Sénones, en Lorena. Nacido en Mesnil-la-Horgne, cerca de Commercy, en 1672, murió en París en 1757. Gran erudito, autor de un pesado y monumental comentario bíblico, se interesó pronto por una nueva -en aquella época y lugar- modalidad de apariciones que, según él, habían comenzado a divulgarse apenas sesenta años atrás. Gracias a sus relaciones personales con diversos clérigos y misioneros de aquellas remotas zonas y de otros hombres de Estado -especialmente vinculados al duque de Lorena pudo reunir suficientes datos al respecto como para escribir un tratado sobre los vampiros. Por igual no había podido evitar acumular otras reseñas que hacían referencia a apariciones del tipo más clásico, y ello le encomió a publicarlas por separado.
El primer volumen lo tituló: Tratado de las apariciones de los ángeles, de los demonios y de las almas de los difuntos, y el segundo: Disertación sobre los revinientes en cuerpo, los excomulgados, los upiros o vampiros, brucolacos, etc. Y a pesar de su apelación en la propia introducción del tratado («los que los creen verdaderos me acusarán de temeridad y de presunción, por haberlos puesto en duda, o incluso haber negado su existencia y su realidad, los otros me echarán en cara haber empleado el tiempo en tratar esta materia, que pasa por frívola e inútil en el espíritu de muchas gentes de buen sentido» [Calmet, 1991, p. 9] no pudo evitar convertirse en el blanco preferido de las burlas de los iluminados, «los cuales le despreciaron en todo momento como el más firme campeón de la superstición»
«Los revinientes de Hungría, o vampiros, […] son unos hombres muertos desde hace un tiempo considerable, más o menos largo, que salen de sus tumbas y vienen a inquietar a los vivos, les chupan la sangre, se les aparecen, provocan estrépito en sus puertas y en sus casas, y, en fin, a menudo les causan la muerte. Se les da el nombre de vampiros o de upiros, que significa en eslavo, según dicen, sanguijuela.»
La plaga de vampirismo que vivió la Europa balcánica y eslava entre los siglos xvi y xix tal vez puede ser equiparada a la de las brujas de occidente, y quien sabe si las razones (psicológicas, religioso-culturales y médicas) que motivaron unas, justifiquen las otras. El giro se produjo en el siglo de las luces -xviii- cuando fueron los funcionarios públicos quienes emprendieron diversas investigaciones para averiguar y atajar lo que venía aterrorizando a aquellas poblaciones. El cúmulo de circunstancias lo había hecho más creíble: informes oficiales, quejas de numerosos lugareños, etc. Por el contrario el Papa Benedicto XIV atribuyó el fenómeno a la avidez de los eclesiásticos locales que alimentaban las creencias en dichos seres entre la población autóctona para ser más requeridos, y pagados, por oficiar los numerosos exorcismos que el fenómeno requería. Sea como fuere las epidemias asolaron especialmente Oulos en 1708, Meduegya y Belgrado en 1725 y 1732, toda Servia en 1825, Hungría en 1832 y Danzig en 1855. También fue devastador en otras épocas dando lugar a acalorados debates en las universidades centroeuropeas, especialmente en la de Leipzig. Los médicos simplemente intentaron atajar el mal sin comprobar jamás su naturaleza. El resultado final bien pudo parecerse a un holocausto sino fuera porque las víctimas de los atroces ritos de estacamiento, degollación e incineración, ya estaban muertas cuando los padecieron.