Bram Stoker y Drácula, una relación tumultuosa
Este título conviene explicarlo bien, no vaya alguien a pensar que el autor irlandés y el personaje de su excelente novela, basado en a figura histórica de Vlad Tepes, alias el empalador tuvieron ciertamente algún tipo de conocimiento mutuo en el tiempo o espacio, aunque sólo fuera de carácter epistolar. Mucho se ha escrito sobre las supuestas fuentes de inspiración de Stoker. También se ha dicho mucho sobre la figura histórica de Vlad Tepes, Draculea («hijo del diablo», en rumano). Más arriba me he referido a las obras literarias inmediatas a él. No quiero profundizar en aspectos propios de la historia de la narrativa y remito al lector a las excelentes monografías que existen sobre tales cuestiones. En cuanto a las especulaciones sobre los motivos que tuvo Stoker para basarse en la figura de Drácula, van desde considerar al salvaje personaje histórico, caracterizado por su negra crueldad y roja pasión por la sangre -enmarquémoslo en su momento histórico, el siglo xv, hecho que resulta sumamente revelador- como simplemente un pretexto en el cual inspirarse para crear un monstruo morboso, esta vez de novela; al otro extremo de atribuirle las más rocambolescas escuelas ocultistas y desviaciones personales del autor.
Pero para comprender estas consideraciones esotéricas es preciso presentar en estas páginas un esbozo de lo que fue el ambiente victoriano de la época que le tocó vivir a Stoker, y de la prolífica generación de sociedades «secretas» y personajes de todo tipo, caracterizados por sus afanes místico-trascendentes-mágicos, que con él trabaron conocimiento.
El ubérrimo y largo reinado de la Reina Victoria, convierte a Gran Bretaña en la metrópoli de un inmenso imperio que abarca los cinco continentes. El esplendor puede imaginarse; la revolución industrial, con el inicio de la era del maquinismo, siembra el país de hierro, vapor y movimiento. La rica y emprendedora burguesía vive una época de lujo y refinamiento como no se habían visto desde los tiempos clásicos en otros pagos; aparece un nuevo culto, esta vez dedicado a la laica ciencia, y su fe no deja de ser tan ciega como la de otras advocaciones: todo el mundo, al menos el mínimamente ilustrado, cree en la mejora y solución de cualquier problema por el avance y progreso de la técnica, que nos llevará al mejor de los orbes posibles.
En este ambiente de confianza y claridad que se tienen del futuro hay sin embargo algunos claroscuros que enrarecen el clima ya de por sí brumoso de Londres y de Albión en general. El progreso no beneficia a todos en las mismas proporciones como cabe esperar de una religión, que supuestamente ha de llevar el paraíso a la tierra. Hay partes numerosísimas, por no decir la mayoría de la población que viven en una postración total, en unas condiciones de trabajo y vida en general horripilantes.
La inseguridad vital, genera otra de existencial, y las calles racionalmente adoquinadas y dispuestas, cubiertas de esa capa de rocío provocada por la niebla sucia reflejan el miedo de las gentes; los elegante faroles dieciochescos son testigos de ello en las noches de las urbes inglesas y sobre todo en Londres.
¿Miedo a qué?, os preguntaréis. A la incerteza, a lo desconocido. Deja de ser ignoto cuando aparece otra figura que es perfectamente novelesca sino fuese porque es tristemente real: Jack «the ripper» («el destripador»). El temor atenaza las gargantas de las buenas gentes y también de las que no lo son tanto; se propagan oscuras historias sobre innominables rituales y cultos, el miedo en definitiva adopta la peor de sus formas, la de lo inaprensible.
Las calles son inseguras. Infectadas de prostitutas que satisfacen los bajos instintos de los paupérrimos y explotados obreros. La doble moral de la sociedad victoriana que niega el deseo sexual, encierra a las mujeres decentes entre corsés que solamente pueden quitarse en el oscuro dormitorio con el fin de procrear. La virilidad contenida de los caballeros se desfoga con locura en burdeles y lupanares, en donde la perversión de desflorar a las vírgenes, provocara centenares de extraños inventos para presentar a las jóvenes «inmaculadas».
Inmerso en tal contexto de cochambre social aparece en 1887 una sociedad que marca el destino de buena parte del ocultismo y la magia posterior, y a decir de algunos también de la historia contemporánea. Se trata de The Golden Dawn in the Outer
Abrabam Stoker nacido el 8 de noviembre de 1847 en Clontarf, muy cerca de Dublín es uno de ellos, pese a la discusión que sostienen biógrafos y ocultistas acerca del grado de implicación en la sociedad
«Ambrosio dijo:
– Brujería y santidad, he aquí las únicas realidades. Y prosiguió: la magia se justifica a través de sus hijos; comen cortezas de pan y beben agua con un gozo mucho más intenso que el del epicúreo.
– ¿Os referís a los santos?
– Sí. Y también a los pecadores. Creo que caéis en el error frecuente de aquellos que limitan el mundo espiritual a las regiones del bien supremo. Los seres supremamente perversos también forman parte del mundo espiritual. El hombre vulgar, carnal y sensual, nunca será un gran santo. Ni un gran pecador. La inmensa mayoría somos, simplemente criaturas contingentes y, en resumidas cuentas, despreciables. Seguiremos nuestro camino de barro cotidiano, sin comprender la significación profunda de las cosas, y por eso, el bien y el mal, en nosotros, son idénticos: de ocasión, sin importancia.
– ¿Pensáis, pues, que el gran pecador es un asceta, igual que un gran santo? Aquellos que son grandes, tanto en el bien como en el mal, son los que abandonan las copias imperfectas, y se encaminan hacia los originales perfectos. Para mí, no tengo ninguna duda: los santos más elevados no han realizado nunca una “buena acción”, en el sentido corriente de la palabra. Por el contrario existen hombres que han descendido al fondo de los abismos del mal, y que, en toda su vida, no han cometido nunca lo que llamáis una “mala acción”.
– Me asombra usted -dijo Cotgrave-. Jamás había pensado en todo esto. Si es así realmente, habría que volverlo todo del revés. Entonces según usted la esencia del pecado sería…
– Quered tomar el cielo por asalto. El pecado reside, en mi opinión, en la voluntad de penetrar de manera prohibida en una esfera distinta y más alta. Debe usted comprender, pues, por qué es tan raro. Pocos hombres, en verdad, desean penetrar en otras esferas, bien sean altas o bajas, de forma permitida o prohibida. Hay pocos santos. Y los pecadores, tal como yo los entiendo, son aún más raros. Y los hombres de genio (que participan a veces de ambos) son también muy raros… Pero es tal vez mucho más difícil convertirse en un gran pecador que en un gran santo.
– ¿Porque el pecado es esencialmente antinatural?
– Exactamente. La santidad exige también un gran esfuerzo, o casi, pero es un esfuerzo que se ejerce por vías que antaño eran naturales. Se trata de hallar nuevamente el éxtasis que el hombre conoció antes de la caída. Pero el pecado es una tentativa de obtener un éxtasis y un saber que no son ni han sido jamás dados al hombre y el que lo intenta se convierte en demonio.
Si se cita ahora este fragmento de la obra de Machen, no es con otro propósito que mostrar que tipo de influencias recibió Drácula y sobre todo, para entender que no fue casual la elección del personaje histórico que lo inspiró, el Vlad Tepes valaco del siglo xv. El Drácula real o mejor aún Draculea -hijo del diablo-, es vástago de otro Dracul, que debe su sobrenombre a la instauración de la orden del dragón en 1418 por el Emperador Segismundo de Luxemburgo, cuya finalidad es la lucha contra el turco, en un momento en que este ocupa buena parte del sur-este de Europa. Su lema era: ¡oh, cuán compasivo, justo y piadoso es Dios!, su emblema es un Dragón con la cola enrollada al cuello, formando todo él un círculo
Vlad Tepes como es bien conocido, se caracterizó en sus combates contra el imperio otomano y contra caudillos cristianos opuestos a su política o designios por desplegar una extrema crueldad, rayana en algo más que lo simplemente humano, sus bosques de empalados, que se cuentan por decenas de miles y demás atrocidades nos significan una voluntad mística por descender al abismo del mal y del pecado, como cantaba Machen para convertirse en un «demonio», al que por otra parte ya era por su nombre hijo del diablo.
«El empalador» se regocijaba en la muerte y en lo oscuro y siniestro; su vida la dedicó a algo que nada tiene que ver con la ascensión a claros cielos, y si a tenebrosos, húmedos y terrenales mundos de horror y vitalidad.
Con tales notas biográficas, se comprende la elección de Stoker para su príncipe de las tinieblas; además se sumaban sus conocimientos sobre la existencia de una gran tradición en el este de Europa en cuestión de vampirismo y magia póstuma. En 1890 nuestro autor conoció además, en una cena, a Hermann (Arminius) Vambery, famoso orientalista húngaro, destacado en sus investigaciones sobre las culturas de Asia central, Turquía y también de su propio país
En el ambiente victoriano de fin de siglo que hemos reflejado, no es de extrañar que una obra sangrante y oscura como la de Drácula tuviera un gran éxito; se representó en teatro, teniendo gran aceptación de público, al cual se obsequiaba en la entrada con un volumen de la obra y una cajita, de la cual una vez abierta, salía volando un pequeño murciélago…
Bram Stoker muere en 1912, malas lenguas afirman que ya moribundo repetía sin cesar: «Strigoiu… strigoiu…»