Pseudo-vampiros: alienados y demás orates

De sádicos, locos, existen y muchos en la historia de España. Como no es provechoso hacerse pesado, me limito a narrar un suceso con ánimo de que resulte paradigmático.

El cuatro de enero de 1987

[121], víspera de la festividad de reyes tiene lugar en la ciudad de los califas más conocida por Córdoba un macabro, morboso y de nuevo nefasto crimen que habrá de conmover a la sociedad española y muy especialmente al círculo de élites de las bellas letras cordobesas.

Manuel Bustos Fernández es catedrático de violín en el conservatorio superior de música, llegando a ser su director a la par que miembro de la Real Academia Cordobesa. Su vida como jubilado que ya es, transcurre en la venerabilidad y tranquilidad que da la cultura y sobre todo la falta de mácula en la conciencia. Las visitas al casino para comentar la situación política, temas más trascendentes de orden cultural y como no la partida de dominó, ocupan su tiempo y el de sus amigos, congéneres en edad y afanes.

Pero como no siempre los hados son propicios en todo en la vida y avatares de los perdurables humanos, un acontecimiento es el responsable de perturbar la senectud del catedrático: es su propio hijo Álvaro Rafael.

La prensa del momento realizó diversas elucubraciones al respecto de la personalidad del vástago de don Manuel; libros de magia negra, exorcismos, brujería y demás innombrables materias poblaban los abigarrados anaqueles de la librería de Alvarito, contribuyendo a desequilibrar su cerebro y cometer el terrible parricidio.

El caso es que la relación entre padre e hijo dejaba mucho que desear en cuanto a lo que amor filial se refiere. Álvaro achaca la muerte de su madre y de unos vecinos a las malas artes nigrománticas de su padre que según declaraciones a la policía le había confesado ser en realidad una encarnación de Satanás; sea como fuere su situación económica no es nada boyante y no contribuye por supuesto a la estabilidad familiar, pues el padre ha de contribuir de su propio pecunio, con mil pesetas diarias al mantenimiento de su hijo que ya peina canas a la edad de la muerte de Jesucristo.

El luctuoso suceso tiene lugar sobre las once horas de la noche del día cuatro de enero. Álvaro, que ocupa la planta superior de la casa, baja con sigilo las escaleras que le separaban de la habitación de su padre; previamente había descolgado la barra de hierro de una cortina a la que sacó punta mediante unos alicates y una lima, equipado con tal artilugio al que embadurna con sal y ajos, y un martillo penetra en los aposentos de su progenitor, le despierta e inician una discusión que por sus declaraciones debió durar unos veinte minutos. Le echa en cara sus supuestas acciones maléficas, lo cual provoca una pelea que acaba con el catedrático por los suelos y su hijo abalanzándose sobre él presto a clavarle la estaca en su corazón como si de aniquilar a un funesto vampiro se tratase.

El cadáver yace tendido y la preocupación del asesino es vigilarlo durante 24 horas para impedir su reencarnación que según el ido sujeto podía suceder dada su condición maléfica. A tal fin dedica todo el día siguiente, transportando el malogrado cuerpo en el maletero del coche familiar a la sierra, allí cambia de su inicial parecer de quemar al fallecido y decide regresar a la ciudad, donde se pasa horas vigilándolo y luego vagando por la ciudad, para finalmente ser detenido cuando iba a entregarse a la policía.

El cadáver de Manuel Bustos recibió sepultura en el cementerio de San Rafael, en presencia de un hermano mayor y de una hermana de Álvaro y de algunos familiares más; descanse en paz aquel que tuvo una muerte horripilante sólo reservada a los terribles «upíros».