XI

El mayor Twyfitt volvió a dejarse caer en su silla. Todos parecían haber olvidado a Walter Fitzgerald, que continuaba junto a la chimenea en actitud de profundo abatimiento.

—¿Sabía usted anoche que Denny era el culpable?

—No es que lo supiera exactamente, señor. Lo venía sospechando desde hacía un tiempo; desde que lo entrevisté en su rosaleda. Me pareció entonces demasiado ansioso por adelantar que apenas conocía al almirante; además, para un caballero que vive directamente sobre el río, parecía saber muy poco de mareas. No pude tragarme ese cuento del todo. Había que tener en cuenta también, aquellos rumores sobre cierta enemistad entre él y el almirante y, dada su presencia en Hong Kong en la época del escándalo, me pareció probable que hubiera intervenido en aquel asunto del lado del diablo. Por otra parte, insistió demasiado en su opinión de que el almirante no debía ser inocente, y aunque recordaba que míster Fitzgerald era bien parecido, no pudo precisar si llevaba barba o no...

—¿Así pues, se burlaba usted de nosotros cuando nos dijo esta mañana que sus sospechas se concentraban en... otra persona?

—En ningún momento dije eso, señor. No mencioné ningún nombre. Allá en mi conciencia, yo estaba seguro de que Denny era el culpable. Pero ¿de qué hubiera valido decirlo? No tenía una sola prueba. Al principio pensé en arrestar... a otra persona, en presencia de sir Wilfrid, con la esperanza de que si él era el culpable, lo declarase en tales circunstancias. Pero el ardid podía fracasar. Después, anoche, cuando lo vi preparando aquel paquetito, supe con certeza que era nuestro hombre, y me decidí a correr el albur arrestándolo. Si resultaba, santo y bueno... De lo contrario...

—Hubiera sido su ruina —completó el superintendente, en tono severo.

—Pero resultó, señor, como yo esperaba que ocurriera, siempre que sir Wilfrid creyera tener a buen recaudo el contenido de su paquetito.

—Oficialmente, el procedimiento fue muy poco correcto, Rudge —dictaminó el jefe de policía—. Muy poco correcto... pero condenadamente eficaz.

—Gracias, señor.

—Y ahora, ¿por qué no nos ocupamos de míster Fitzgerald? Me parece que nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas. ¿Verdad, Rudge?

—Adelante —invitó Walter, volviéndose bruscamente—. Le diré lo que quieran saber. Gracias a Dios que todo ha terminado. Puedo asegurarles que ha sido una pesadilla. Yo no ignoraba que ustedes me seguían los pasos.

—Pues bien... —y el superintendente Hawkesworth dio comienzo a su interrogatorio.

El relato de Fitzgerald sobre los acontecimientos de la noche coincidió exactamente con la reconstrucción de Rudge, salvo el hecho de que él y mistress Mount no habían regresado en aquella oportunidad a Londres. Habían recorrido alrededor de setenta kilómetros y luego habían entrado con el coche en el bosquecillo, y habían dormido allí, en la medida en que ambos podían hacerlo. Al correr de los días, mistress Mount había insistido, cada vez con mayor vehemencia, en su opinión de que Denny debía entregarse a la policía, y hasta llegó a revelar algunos hechos a su esposo, bajo secreto de confesión. Éste le había prometido ayudarla, apremiando tanto a sir Wilfrid como a Ware para que se presentaran a la policía y confesaran toda la verdad.

Holland había sido inocente en todo momento. Elma conocía la verdad, pero su esposo ni siquiera sabía quién había dado muerte al almirante. Se había limitado a aceptar la palabra de Fitzgerald sobre su propia inocencia. La cuestión del consentimiento para la boda escrito a máquina, se explicaba del siguiente modo: Holland había conocido a Fitzgerald en Oriente, había visto que se estaba hundiendo, y como le había cobrado bastante simpatía había intentado salvarlo. Walter, sin revelarle el asunto de Hong Kong, le había confiado que existía una acusación pendiente contra él...

—¿Esa orden de arresto por falsificación? —lo interrumpió el superintendente.

—¿La conocía usted? Pues, sí... —respondió Walter.

Aquello le impedía darse a conocer en Inglaterra y, por lo tanto, reclamar su legado. Holland prometió hacer algo en su favor, y con este propósito se puso en contacto con la firma de Hong Kong que, en vista del tiempo transcurrido, prometió retirar la acusación si Walter reponía el dinero. Esto no podía él hacerlo, a menos de recibir su herencia, y tampoco quería aceptar en préstamo de Holland una suma tan considerable. Holland se propuso, pues, ponerse en comunicación con el almirante en Inglaterra, con el intento de concertar una reconciliación para que la familia adelantara el dinero, y al mismo tiempo había prometido ver a Elma y asegurarle que por fin iba a arreglarse todo de la forma más satisfactoria.

Durante su estada en el extranjero, Walter había mantenido siempre correspondencia con su hermana, y cuando el almirante trató de interrumpirla, llegó mistress Mount a la casa, donde quedó en calidad de doncella, para contar con un techo y actuar como intermediaria entre ambos jóvenes.

El almirante recibió a Holland con desconfianza en su carácter de representante de Walter, y al principio hasta se negó a tener ningún trato con él. Holland comprendió que tardaría mucho tiempo en hacerle deponer su actitud, y se propuso armarse de toda su paciencia.

Entretanto, y habiendo conocido a Elma, se enamoró de ella perdidamente.

Tocábale el turno a Walter de hacer algo por Holland. Había llegado a Inglaterra y se había instalado en Londres. Mistress Mount se había apresurado a reunírsele y él le había tomado habitaciones cerca de las suyas, bajo el nombre de Arkright. Walter se sintió encantado al conocer los sentimientos de Holland hacia Elma, porque siempre había tenido el temor de que también ella, si se le parecía, perdiese la brújula, a menos de apoyarse en alguien de voluntad más firme. Así pues, había instado a su hermana, que por su parte no estaba enamorada de Holland, para que lo aceptase y, viendo cuanto parecía esto importarle a Walter, Elma había acabado por acceder. Ahora bien, el almirante no aprobaba este proyecto, pues no quería consentir en la boda de su sobrina con un amigo de Walter.

Holland había ido ganando poco a poco su estima, pero el viejo no estaba del todo conquistado.

En el ínterin, también Elma había intentado hacer algo por Walter. Este y mistress Mount siempre habían querido casarse, pero el vicario se oponía a conceder el divorcio. Elma tenía la impresión de haber visto signos de interés en este caballero, y deliberadamente se había propuesto intensificar esta atracción para emplear la influencia que así obtuviese en convencerlo de que debía divorciarse. Esta era la causa de que siempre pusiera un cuidado especial en su atavío cuando se encontraba con él. Walter lo ignoraba todo, pero Holland observaba con pena esta inclinación que su prometida no se había molestado en explicarle. Por fin le declaró a Walter que había llegado al límite de su paciencia: estaba resuelto a dirigirse a Londres para solicitar un permiso especial, y desde luego pensaba usarlo, consintiese o no consintiese el almirante. Walter sabía que este paso no podía sino fortalecer la oposición del viejo, y que Elma perdería inevitablemente su herencia. Estaba enterado, por medio de su hermana, de la obsesión de su tío con respecto al incidente de Hong Kong, y se dispuso a valerse de él para obtener el consentimiento. Escribió, pues, a máquina una fórmula de autorización y, armándose de coraje, fue a ver a su tío poco después de la hora del té, en la tarde del día de su muerte, y lo aguardó escondido en el jardín para mantener secreta la entrevista.

Era la primera vez que veía al almirante después de largos años, y al principio su tío se negó a escucharlo, pero cuando le dijo que le podía revelar la verdad exacta sobre el episodio de Hong Kong, cambió de tono, y Walter pudo plantear su propuesta: la verdad, a cambio del consentimiento. El viejo no vaciló. Firmó inmediatamente y Fitzgerald lo enteró de todo. Para ello tuvo que sacrificar a Denny, pero en resumidas cuentas Denny era un criminal; había hecho a Walter víctima de un burdo engaño, y no era posible diferir por más tiempo el matrimonio de Elma, sin contar la felicidad de Holland, sólo para salvaguardar la integridad de sir Wilfrid.

El almirante estaba fuera de sí de rabia. Blasfemaba, pateaba, rugía, lanzaba espumarajos. Le costó al joven todo el trabajo del mundo tranquilizarlo y hacerle prometer que se conduciría, en casa de míster Mount, como si nada hubiera ocurrido. Por último había dado su palabra y se había ido a vestir, bramando espantosas amenazas para el día siguiente.

Walter proyectó cruzar hasta el West End en las primeras horas de la mañana para prevenir a Denny. Nunca se le ocurrió que el almirante hiciera algo aquella noche. Pero cuando, oculto en el jardín de la Vicaría donde se había dado cita con mistress Mount, vio a su tío en tratos con Ware, a quien indudablemente se proponía sonsacar en el camino, se sintió inquieto. Esperó, pues, la llegada de mistress Mount, después de conversar con ella sobre el asunto, ambos decidieron bajar por el río, aplazando hasta su regreso la entrevista con el vicario, que después de todo no era negocio urgente. Los pormenores de la partida habían sido exactamente los descritos por Rudge. El resto de la historia lo habían escuchado de labios del mismo Denny. Cuando Walter llegó a Rundel Croft aquella noche, comunicó las noticias a su hermana y le dijo que su tío había muerto accidentalmente. Ella se había sentido muy impresionada, pero no había tardado en recuperar su aplomo y lo había ayudado a buscar los papeles.

—Su vestido estaba manchado de sangre —dijo el superintendente.

—Así me lo dijo después. Debió provenir de mi mano. ¿Algo más?

—¿Y la valeriana? —interrogó rápidamente Rudge.

Walter sacudió afirmativamente la cabeza mientras pensaba:

—Fui yo quien la puso. Que la muerte de mi tío fuese o no un homicidio justificable (y yo creo que lo fue) cuando se trató de Célie... Pues bien, quise poner a la policía sobre la verdadera pista; quise que Denny fuese ahorcado —contestó sencillamente.

—En tal caso, ¿por qué no acudir a nosotros y revelarnos todo lo que sabía? —volvió a preguntar Rudge con bastante lógica.

—No podía denunciar a ese sujeto —respondió Walter.

—¡Oh! —exclamó el inspector, que no alcanzaba a explicarse la diferencia.

—Oiga —volvió a terciar el superintendente de pronto—: ¿Qué hubo detrás del incidente de Hong Kong? Supongo que usted personificó a su tío...

Walter enrojeció.

—Sí. Ésa es la verdad. Denny me invitó a comer una noche y me hizo beber en exceso. Sugirió entonces que sería divertidísimo que yo me pusiera un uniforme naval que tenía casualmente a mano, y saliera a cantar y a bailar un poco. Alguien podía confundirme con mi tío y sería una broma estupenda. Sabía que el viejo me detestaba y que yo retribuía sus sentimientos, o por lo menos que no nos profesábamos demasiado cariño. A mí la idea me pareció muy graciosa, como buen borrico que era, y consentí en seguida. Sir Wilfrid me prestó el uniforme y me condujo personalmente al tugurio. Allí no tuve mucho que representar, pues estaba borracho como una cuba. Al día siguiente debía emprender un viaje al interior, por cuenta de mi firma, a muchos kilómetros de todo periódico y de cualquier otro medio informativo. Denny lo sabía, y por eso había elegido aquella determinada noche. No regresé hasta pasados algunos meses, y por entonces todo era ya asunto concluido. Denny me enteró de los acontecimientos. Me dijo que había cometido una locura, que me había expuesto a un proceso criminal, y que él no pensaba respaldarme si la cosa se descubría. El daño estaba hecho; lo mejor sería que me quedara tranquilo y no dijera nada. Me pareció un proceder muy sucio, pero estaba asustado y convine en callar. No descubrí la verdad hasta muchos años después, y aun entonces por pura casualidad. He aquí lo que había detrás del incidente. En aquella época operaba en Hong Kong una importante banda de traficantes de opio. Denny estaba a cargo de la Aduana y en combinación con ellos, ignoro si comprado o extorsionado. Mi tío les seguía la pista, y tenían que sacárselo de en medio o abandonar la plaza, por lo que tramaron aquella maquinación. De un modo u otro, lo atrajeron hacia la calle. Con el cebo de una muchacha a quien un chino fingía maltratar, lo hicieron entrar en el tugurio. Allí lo aporrearon y lo narcotizaron, e impregnaron sus ropas con whisky y opio. Mientras tanto, yo había entrado también en el juego, como un crío de dos años. Usaba barba en aquel tiempo, y un poco de polvos en ella, más una o dos líneas pintadas en el rostro, habían acentuado tanto nuestra semejanza que nadie sospechó siquiera la sustitución, y hasta él mismo tenía sus dudas... En suma, que fue una bonita intriga. ¿Algo más? —preguntó, dirigiéndose a la puerta.

—No podemos dejarlo ir —cuchicheó el superintendente con ansiedad.

—Pero ¿de qué podríamos acusarlo? —cuchicheó a su vez el mayor Twyfitt.

—Por lo menos de encubrimiento.

—No de encubrimiento de un asesinato —sonrió Walter, cuyo oído parecía ser particularmente agudo—. No se puede ser encubridor de un homicidio en legítima defensa.

—¡Eso no está probado! —bramó el superintendente.

—¿No? Pues no pueden ustedes detenerme hasta no haber probado las cosas —y con un rápido movimiento traspuso la puerta y abandonó la estancia.

—¡Debemos retenerlo! —murmuró Hawkesworth levantándose de un salto—. No sé con qué pretexto, pero debemos hacerlo. ¡Alcáncelo, Rudge! De todos modos sigue en pie aquella orden de arresto por la falsificación.

Pero Walter había atravesado ya la sala de espera y había salido a la calle. Junto a la acera estaba estacionado un coche con el motor en marcha. Al ver al joven, el conductor atrajo hacia sí la palanca. El coche dio un envión hacia adelante, y Walter saltó al asiento de atrás.

—¡Walter Fitzgerald! —gritó el superintendente desde el umbral—. Yo...

—«No quisiera perderte, pero creo que debes partir» —canturreó Fitzgerald burlonamente mientras el coche tomaba velocidad—. ¡Adiós, superintendente! Puede hacerme llegar cualquier mensaje por intermedio de mi hermana.

Elma, sentada junto a Holland en el asiento delantero, se volvió e hizo con la mano un entusiasta ademán de confirmación.

El superintendente se abalanzó al teléfono.

—Haré que detengan a ese automóvil antes de que se haya alejado cuatro kilómetros —amenazó sombríamente.

—¿Para qué molestarse? Bien sabe usted que en realidad no lo necesitamos, pues tenemos ya a nuestro hombre. No. Lo dejaremos partir. A mi juicio, está en manos mejores que las nuestras.

Con aire de disgusto, el superintendente abandonó el teléfono.

—Naturalmente se hará como usted disponga, señor. Pero hubiéramos debido retenerlo. ¿Sí, Gravestock?

El corpulento agente parecía aterrorizado.

—¿Podría usted venir hasta las celdas, señor? Me parece que algo malo le pasa al nuevo preso.

Los tres oficiales lo siguieron en silencio.

—Seguro que algo malo le pasa —anunció el superintendente un minuto después—. Está muerto; eso es lo que le pasa. ¡Rudge!

Consternado, el inspector extrajo de su bolsillo el paquetito blanco y lo abrió apresuradamente.

—No —dijo con un suspiro de alivio—. Éstos son los suyos. El ingirió mi bicarbonato, y nada más.

—Pero entonces, ¿de qué murió?

—Murió, simplemente —contestó el mayor Twyfitt mirando la figura inmóvil que yacía a sus pies—. Era viejo. Creía que iba a morir... Y por eso murió.

Hubo unos instantes de silencio casi reverente.

—Y ni siquiera dejó firmada su confesión —concluyó el superintendente Hawkesworth con aire de fastidio.