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¡Cadáver a la vista!
Todo el mundo conocía en Lingham al viejo Neddy Ware, aunque no fuese oriundo de la aldea y sólo hubiese residido allí durante los diez últimos años, cosa que a los ojos de los habitantes más antiguos, que habían pasado en aquel apacible rincón toda su vida, lo convertía casi en un «forastero».
No es que supieran mucho acerca de él, porque el viejo era de índole retraída y tenía pocos amigos. Todo cuanto sabían era que se trataba de un oficial subalterno de la Royal Navy, retirado, que vivía de su pensión, que era un entusiasta de la pesca con caña, por lo que pasaba la mayor parte de su tiempo pescando en el río Whyn, y que, aunque habitualmente de carácter pacífico, sacaba a relucir un vocabulario completo de atroces dicterios capaces de helar la sangre en las venas, en caso de que alguien se atreviese a molestarle en el ejercicio de su deporte favorito.
Si un colega pescador se situaba por casualidad a orillas del río Whyn, en algún punto que a Neddy Ware se le antojaba demasiado próximo al suyo, se arrojaba sobre el intruso con ímpetu alarmante; si los chicos —su aversión máxima— lo incomodaban en alguna forma, conversando a su alrededor por ejemplo, su lenguaje se hacía totalmente impropio para oídos juveniles. En cierta oportunidad, el joven Harry Ayres, campeón de la aldea en alarde de puños, cometió la temeridad de arrojar una piedra al flotador del viejo, y regresó poco después a su casa, con el rostro pálido y terriblemente intimidado por el torrente de espeluznantes interjecciones de Neddy Ware.
Residía en los alrededores del pueblo, en una casita casi completamente aislada, y vivía en ella solo. Mistress Lambert, una viuda, acudía un par de horas cada mañana para hacer la limpieza y cocinarle la comida del mediodía. Para todo lo demás, Neddy Ware se las arreglaba muy bien por su cuenta.
Una mañana de agosto, salió de su casa cuando el reloj de la iglesia, distante casi un kilómetro, estaba dando las cuatro de la mañana.
Los que conocían sus costumbres no hubieran encontrado nada insólito en el hecho de que se levantase tan temprano. El pescador aprecia el valor de esas primeras horas matinales y por otra parte el pequeño río Whyn, escenario de su ocupación predilecta, estaba sometido al influjo de las mareas hasta ocho o diez kilómetros del mar. En este trecho describía varios meandros primero a través de un valle bajo, flanqueado por colinas peladas en un margen y por elevaciones boscosas en el otro, y luego proseguía su curso en los últimos seis kilómetros, a través de un terreno bajo y llano, hasta penetrar finalmente en el canal de Whynmouth. Nadie ignora que Whynmouth, con su pequeño puerto en la boca de su río, constituye uno de los puntos de veraneo favoritos de la costa Sur.
Dos veces al día, el flujo de la marea hacía crecer el río, con más o menos velocidad según se tratase de «aguas vivas» o de «marea muerta», y esta circunstancia tenía gran significación en cuanto a determinar los momentos favorables para la pesca. En aquella mañana particular, Neddy Ware había proyectado encontrarse a la orilla del río algo después de que el flujo hubiera empezado a engrosar la corriente.
Contemplémosle pues al salir de su casita y a mitad del trayecto hasta las arboladas cuestas de Lingham Hangar. Veámosle atravesar el camino real y proseguir su marcha hasta el nivel del río. Tiene bastantes años, pero los lleva bien, tanto que apenas si un toque de gris matiza su pelo negro como el carbón. Es hombre de aspecto vigoroso, completamente afeitado, pero con dos incongruentes y anticuados cordoncillos de pelo a ambos lados de la cabeza, exactamente frente a las orejas. Su rostro moreno, curtido por la intemperie y surcado de arrugas, ostenta una boca humorística y voluntariosa y un par de ojos grises. Viste en esta oportunidad un viejo traje de sarga azul marino y, según su invariable costumbre, se cubre con un sombrero hongo negro. Lleva cañas, red y un espacioso cesto con todos los instrumentos propios del oficio.
Llegó a la ribera cubierta de pasto, dejó sus cosas en el suelo, y con gran parsimonia llenó de tabaco previamente aplastado en su mano una ennegrecida pipa de arcilla, y procedió a encenderla mirando a uno y otro extremo del río.
En este paraje la corriente describía una curva, en cuya parte exterior se hallaba él junto a la orilla derecha. A lo lejos, y hacia la izquierda, el río se curvaba entre las elevaciones de una orilla y las praderas abiertas de la otra. Hacia la derecha, y huyendo en sesgo del río, se extendía el terreno llano y la ribera bordeada de altos cañaverales. Por ese lado subía la marea en dirección al hombre, remolineando alrededor del codo.
Su primer cuidado fue tirar de dos o tres sedales para anguilas que había dejado dispuestos la noche anterior, con los extremos atados a las nudosas raíces de un árbol de la ribera. Dos de los hilos depositaron en tierra un par de anguilas de buen tamaño, y con gran destreza el pescador desprendió de los anzuelos los resbaladizos peces que se retorcían, y lavó después el limo. Lentamente, comenzó luego a armar una de sus cañas, preparó su aparejo, colocó las lombrices como carnada y lo arrojó a la corriente. Durante un tiempo se quedó observando el flotador que se agitaba en el remolino del remanso, extrayéndolo una y otra vez cuando de pronto lo veía hundirse bajo la superficie, y en una de esas oportunidades logró sacar un pez.
Entonces miró en torno, y súbitamente el flotador perdió interés a sus ojos y se quedó escrutando río abajo, más allá del codo, hasta donde alcanzaba su vista. Muy despacio, un pequeño bote de remos remontaba la corriente. Pero había algo peculiar en su aspecto, pues no se veía sobresalir ningún remo. Al parecer, iba a la deriva.
El viejo marino no tardó en reconocer la minúscula embarcación.
—¡Ah! —murmuró—. Es el bote del vicario.
La Vicaría de Lingham, con su iglesia adyacente, quedaba bastante apartada de la aldea propiamente dicha, más o menos a un kilómetro río abajo. Sus tierras se extendían hasta el borde del agua, donde se había construido un tosco embarcadero. Nuestro hombre sabía que el vicario guardaba allí su bote, atado a un poste. También existía en el terreno una diminuta caleta con una casilla de madera para las embarcaciones, pero en los meses del verano, y en particular cuando los dos hijos del vicario se hallaban en la casa pasando sus vacaciones, el bote se atracaba generalmente en el mismo río.
Cuando lo vio más cerca, Ware dejó su caña en el suelo. Ahora podía distinguir en su interior la presencia de alguien, no sentado, sino aparentemente tendido en el fondo, a popa.
El bote estaba ya sólo a unos cincuenta metros. El remolino de la marea lo empujaba por el río, contorneando el recodo, pero Neddy Ware, que conocía bien las corrientes, comprendió que pasaría fuera de su alcance. Con la rápida determinación de los marinos, no perdió ni un segundo. Tras hurgar en su canasta, extrajo uno de los hilos para pescar anguilas con su fuerte plomada, y esperó allí de pie, listo para actuar, desenrollándola y dejando que el cabo cayera sobre la hierba.
Ya estaba el bote próximo, a unos doce metros de la orilla. Certeramente, arrojó la plomada entre las bandas y echó a andar ribera arriba, tirando del hilo suave pero firmemente, hasta atraer la embarcación a tierra. Tomó entonces la amarra de proa, cuyo extremo flotaba sobre el agua, y la examinó: había sido cortada. Rápidamente la enganchó en la raíz de un árbol. El bote giró y quedó paralelo a la orilla, con la popa mirando río arriba. Ware saltó a su interior, e instantes después se inclinaba sobre el hombre tendido. Estaba de espaldas, con las rodillas ligeramente dobladas, y los brazos a lo largo del cuerpo rígido. Era un hombre de unos sesenta años, con cabellos de un gris acerado, bigote y barbita recortada en punta, y ojos oscuros fijos en una mirada inmóvil. Llevaba traje de etiqueta y sobretodo castaño abierto por delante, que dejaba ver la pechera de una camisa manchada de sangre.
Sentado en uno de los bancos, Ware hizo una rápida inspección del bote en cuyo interior encontró un par de remos con los toletes metálicos desarmados. Aparentemente, el muerto no llevaba sombrero. No... Aunque también había un sombrero tirado en el fondo del bote: un sombrero redondo, negro y clerical, semejante al que míster Mount, el vicario, usaba habitualmente.
Después de inspeccionar todo esto, Neddy Ware salió del bote y miró su reloj: eran las 4.50. Entonces, dejando la pequeña embarcación amarrada a la orilla, se puso en marcha con toda la velocidad que le permitían sus piernas, ganó el camino alto, que quedaba a unos cien metros del río, y se dirigió al pueblo.
El agente de policía Hempstead, a punto de meterse en la cama tras una noche de guardia, miró por la ventana en respuesta a la llamada de Ware.
—¿Qué sucede, míster Ware? —preguntó.
—Temo que algo bastante malo...
Hempstead, ya completamente despejado, volvió a echarse encima sus ropas y bajó a enterarse de lo ocurrido.
—Tendré que llamar al inspector de Whynmouth y a un médico —dijo, cuando Ware se lo hubo contado—. Hablaré por teléfono.
Reapareció al cabo de dos o tres minutos.
—Todo está arreglado —anunció—. En seguida vendrán en automóvil. Por el momento, acompáñeme y muéstreme ese bote y su contenido. Espero no habrá tocado nada ni movido el cadáver.
—No soy tan tonto —respondió Ware.
—Está bien. ¿Y no ha visto a nadie más?
—A nadie.
El policía siguió interrogándolo intermitentemente mientras marchaban a toda prisa. Era un joven muy listo, impaciente por ascender y ansioso por sacar de la ocasión todo el partido posible. En cuanto llegaron al río, echó un vistazo al bote y a su contenido, y exclamó:
—¡Hola! ¿No sabe usted quién es este hombre, míster Ware?
—Que yo recuerde, no lo he visto nunca. ¿Quién es?
—¡Pues nada menos que el almirante Penistone! Vive en Rundel Croft, esa casa tan grande al otro lado del río, exactamente frente a la Vicaría. Por lo menos ha residido allí desde hace un mes. La compró en junio pasado. Un recién venido.
—¡Conque el almirante Penistone...! —comentó Neddy Ware.
—Sin duda alguna. Pero oiga, ¿está seguro de que éste es el bote de la Vicaría?
—Seguro.
—¿Curioso, no? Eso parece significar que ocurrió algo a este lado del río, porque, como usted sabe, no hay puente hasta llegar a Fernton, cinco kilómetros más abajo. ¡Ah! Y el sombrero del párroco, ¿no? ¿A qué hora vio usted el bote por primera vez?
—Poco después de las cuatro y media, me parece.
Hempstead había sacado su libreta y estaba tomando notas con lápiz. Por fin dijo:
—Escuche, míster Ware, me gustaría, si no tiene usted inconveniente, que volviera al camino para recibir al inspector Rudge cuando llegue en su automóvil.
—Muy bien —admitió Ware—. ¿Puedo hacer algo más?
—En este momento por lo menos, no.
Hempstead era hombre astuto. Esperó a que Neddy Ware se alejara para iniciar un somero examen por su cuenta. No ignoraba que su jefe inmediato asumiría toda la responsabilidad del caso, pero en el ínterin quería investigar lo más posible sin tocar nada.
Al pasar al bote, advirtió un periódico doblado que sobresalía de un bolsillo del sobretodo del muerto. Lo sacó cuidadosamente, lo miró y lo volvió a su sitio.
—¡Ah! —murmuró—. La Evening Gazette en la última edición londinense de anoche. El lugar más próximo donde lo venden es Whynmouth...
Le hubiera gustado mucho revisar todos los bolsillos del difunto pero pensó que sería mejor no hacerlo; de modo que salió del bote y se sentó para aguardar en la orilla.
Al cabo de un rato se oyó el motor de un automóvil que se acercaba, por la carretera principal, y dos minutos después llegaron cuatro personas por la pradera: Neddy Ware, un inspector de policía uniformado, y dos hombres de paisano, uno de ellos el médico y el otro un sargento.
El inspector Rudge, un hombre alto y flaco, de rostro afeitado y enjuto, se aproximó a Hempstead.
—¿No ha movido usted nada? —inquirió brevemente.
—No, señor.
Rudge se volvió hacia el médico.
—No haré nada, doctor Grice, hasta que usted haya terminado su examen.
El doctor Grice entró en el bote y procedió a examinar el cadáver. Sólo pasaron unos pocos minutos antes de que dijera:
—Herido en el corazón, inspector, con algún instrumento de hoja estrecha, un cuchillo fino o una daga. La muerte debió ser instantánea. Habrá que hacer la autopsia, naturalmente.
—¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Unas horas. Probablemente antes de medianoche.
—¿Nada más?
—Nada más por el momento, inspector.
—Muy bien. Ahora echaré un vistazo.
Dio vuelta al cadáver desplazándolo ligeramente.
—No hay señales de sangre debajo de él —dijo— ni en ninguna otra parte del bote, si no me equivoco. Veamos ahora sus bolsillos. ¡Oh!, no se trata de un robo. Reloj y cadena de oro, cartera llena de billetes... No era esto lo que buscaban. Aquí hay un periódico de la noche pasada. Habrá que tenerlo en cuenta. Bueno. Debemos actuar lo más rápidamente posible. Dígame, Hempstead, ¿qué sabe usted acerca de él?
—Es el almirante Penistone, señor. Retirado. Un recién llegado a estos contornos. Compró Rundel Croft, esa casa grande al otro lado del río, hace pocos meses. Últimamente se trasladó a vivir allí. Creo que vivía con una sobrina, pero la casa no queda en mi distrito, señor.
—Ya lo sé —el inspector se volvió hacia Ware—. ¿Dice usted que el bote es propiedad del vicario de aquí?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo tardaría la marea en traerlo desde sus tierras?
—De cuarenta a cuarenta y cinco minutos —contestó Ware—, dada la marea de hoy.
—Entiendo. Ahora el problema es cómo transportarlo. Podríamos impulsar el bote hacia atrás, contra la marea. Pero no lo haremos. Habrá que buscar huellas digitales en estos remos antes de tocarlos. Veamos..., ¿hay teléfono en la Vicaría, Hempstead?
—Sí, señor.
—Perfectamente. Iré allí en seguida. Quiero ver al vicario. Telefonearemos a Whynmouth pidiendo una ambulancia. Hay que llevarlo a Rundel Croft por el puente de Fernton. Usted, Hempstead, se quedará aquí, y si llega alguien no le dejará tocar nada. A usted lo necesitaré, sargento. Tendrá que cruzar el río desde la Vicaría, si podemos conseguir otro bote. Quiero que monte guardia en el bote y el embarcadero del almirante. Quizá usted acepte venir también, míster Ware. Puede resultarnos útil. ¡Vamos, despachemos! Venga, doctor.
Y en pocos instantes el inspector ponía en marcha su coche y lo hacía recorrer el corto trayecto de la carretera principal que conducía desde el camino real hasta la Vicaría. La fachada del edificio miraba al río, sobre el césped que se extendía hasta la orilla.
Al otro lado, y a unos cien metros del margen, se alzaba una enorme mansión estilo Tudor, de ladrillo rojo, con parque y casilla para los botes.
El inspector, con el sombrero del vicario en la mano, se apeó del coche y tocó la campanilla. Los otros le siguieron. Pasaron pocos minutos antes de que la criada, que evidentemente acababa de bajar, abriese la puerta y les dijese que su amo no se había levantado todavía.
—Tendrá usted la bondad de comunicarle que el inspector Rudge quiere verlo de inmediato. Le dirá usted que lamento molestarlo, pero que es de la mayor importancia.
—Se lo diré, señor. ¿Quiere usted pasar?
—No, gracias. Esperaré aquí.
—¡Hola! ¿Es usted un policía?
El inspector se volvió. Dos muchachos de catorce y dieciséis años, respectivamente, que se habían acercado atravesando el césped, vestidos con pantalones de franela y camisa de cuello abierto, y llevando sendos albornoces de baño al brazo, lo contemplaban con ávido interés.
—Sí —contestó el interpelado—, lo soy.
—¡Canastos! —exclamó el de más edad—. ¡Justamente lo que nos hacía falta! ¿No es cierto, Alec? Mire, señor, un bromista se ha llevado nuestro bote, cortando la amarra. ¿Acaso ha tenido noticias de él? ¿Es ésa la razón de su visita?
El inspector sonrió tristemente.
—Sí, ésa es la razón, caballeritos —contestó con sequedad—. Pero no debe preocuparos vuestro bote. Ha sido hallado.
—¡Hurra! —gritó el otro muchacho—. ¿Y encontraron también el mendigo que se lo llevó?
—Aún no —volvió a decir Rudge con otra sonrisa sombría—. Eso tal vez no sea tan fácil. ¿Tenéis otra embarcación disponible?
—Únicamente nuestra batea vieja. Está en el cobertizo.
—Bueno. ¿Creéis, jovencitos, que podríais llevar en ella a mi sargento hasta el otro lado del río? Tiene que hacer una visita a Rundel Croft.
—Con mucho gusto. —Y Peter Mount miró al sargento con admiración infantil—. ¿Habrá cacería? ¡Magnífico! Lo ayudaremos. Pero usted no sospechará que el viejo almirante Penistone fue quien se llevó nuestro bote, ¿no es cierto? Atravesó el río en el suyo propio anoche. Sabrá usted que estuvo comiendo aquí.
—¡Oh!, ¿de veras? —dijo el inspector—. No, no sospechamos de él. Y ahora, ¿queréis hacer lo que os he pedido?
—Venga —invitó Alec al sargento Appleton—. La marea es bastante fuerte, pero a pesar de todo podremos cruzarlo.
Y se marcharon con el sargento en dirección al cobertizo.
—Buenos días, inspector. Buenos días, doctor Grice. ¡Ah!, ¿es usted, Ware? ¿A qué debo el honor de esta visita matinal?
El vicario había salido de la casa. Era un hombre que frisaba en la cincuentena, de mediana estatura, sólidamente construido, de rasgos firmes y cabello más bien gris. Había dirigido su pregunta al inspector, que le contestó:
—Se lo explicaré llanamente, míster Mount. ¿Es suyo este sombrero?
El vicario lo tomó y lo miró.
—Sí, desde luego.
—En tal caso, ¿tendría usted inconveniente en decirme cuándo lo vio por última vez?
—Es muy sencillo. Para ser absolutamente exacto, a las diez y veinte de anoche.
—¿Y dónde?
—Está usted muy misterioso, inspector, pero se lo diré. Un vecino, que vive enfrente, estuvo comiendo aquí anoche con su sobrina.
»Partieron alrededor de las diez. Bajé hasta el río para despedirlos y me puse el sombrero. Después de que el almirante llegara al otro lado en el bote, con su sobrina, me senté en aquella pequeña glorieta y fumé una pipa. Entonces me quité el sombrero y lo deposité sobre el asiento, a mi lado, y, distraído, olvidé ponérmelo de nuevo para volver a casa. Fue entonces cuando comparé mi reloj de bolsillo con el reloj grande del vestíbulo: eran las diez y veinte. Pero ¿quiere decirme por qué me pregunta eso y para qué han venido ustedes? ¿Acaso ha ocurrido algo?
—Sin duda, señor. Este sombrero fue encontrado en su bote en las primeras horas de esta mañana. Y en su bote, arrastrado por el flujo de la marea, iba el cadáver de su vecino de enfrente, al almirante Penistone..., asesinado, míster Mount.