6
El inspector Rudge lo piensa mejor
Una o dos preguntas formuladas con tacto sacaron a la luz varios hechos. Primero, que la llamada «había sido telefónica», y luego que no figuraba entre los hábitos de sir Wilfrid el de viajar a Londres con frecuencia ni regularmente, ni, sobre todo, a hora tan temprana. Al parecer no era un magnate de la City, sino «uno de esos funcionarios civiles retirados», según explicó la mujer. El inspector empezó a comprender el abandono del jardín. Porque mientras nuestros hombres de negocios suelen ganar su título de caballeros cuando llegan a la cumbre de la prosperidad y se retiran a la vida privada a disfrutar de su opulencia, nuestros funcionarios civiles, en cambio, descubren que un título es una compensación demasiado pobre para la diferencia que existe entre una pensión y un sueldo.
La noticia de la ausencia de sir Wilfrid era desconcertante, pero no del todo inconveniente, como no dejó de ver el inspector al cabo de una reflexión de un par de segundos, porque en la subconsciencia tenía la sospecha de que sus investigaciones se estaban haciendo por demás dispersas, y de que ninguna merecía en sí misma la calificación de «eficiente». Mientras daba las gracias a la mujer y le dejaba un cortés mensaje para su amo, rogándole que a su regreso se pusiera en contacto con la policía, aquella vaga aprensión fue concretándose poco a poco en su conciencia, y acabó por definirse en un malestar tan insoportable que, ya en marcha hacia Lingham y antes de llegar a la encrucijada, detuvo su coche a un lado de la carretera, extrajo su libreta de notas y se puso a meditar.
Había andado dando vueltas de un lado a otro: de la Vicaría a Rundel Croft, de Rundel Croft a Whynmouth, del hotel Lord Marshall a la casita de Ware, de ésta nuevamente al West End, y ahora..., ¿adónde iba ahora?
Claro que había perdido muy poco tiempo, gracias a lo limitado de las distancias. E, incidentalmente, se preguntó si habría estado en lo cierto pocos minutos antes al suponer difícil que el almirante hubiese llegado al Lord Marshall a pie hacia las once, porque ahora que paraba mientes en ello la distancia desde Rundel Croft no podía ser superior a unos cuatro kilómetros como máximo. De todas maneras éstas eran reflexiones accidentales, y lo que el inspector necesitaba por el momento era trazarse un plan de campaña.
En primer lugar, ¿qué había averiguado en Rundel Croft? ¡Por Júpiter! ¡Pues no se había olvidado del periódico! Si Emery había encontrado el ejemplar «normal» en el vestíbulo, ¿no indicaría el que se halló en el bolsillo del muerto que éste había ido en realidad a Whynmouth? Pero era ocioso conjeturar. Evidentemente había allí un cabo suelto que era indispensable tener en cuenta. Por lo demás, sus investigaciones habían estado orientadas por dos propósitos distintos: primero, averiguar algo sobre la gente complicada en el caso: su historia, sus características y otros datos semejantes; y, segundo, descubrir lo que había sucedido la noche anterior, a partir de la cena en la Vicaría. Cuanto más pensaba en ello, más lo mortificaba la fuga de miss Fitzgerald, y con toda el alma esperaba que esta palabra «fuga» resultase demasiado fuerte para la ocasión. Se preguntaba también, lleno de dudas, si no se había mostrado en exceso generoso al conceder amplia libertad a míster Holland. Y no obstante ninguno de ellos, si sus impresiones no lo engañaban, constituía la mejor fuente de información con respecto al almirante. Pero ¿con qué otra cosa contaba? Con nada, prácticamente, fuera de las charlas de la Vicaría, de los sirvientes, del viejo Ware y de mistress Davis, ninguno de los cuales podía acreditar una vinculación de más de un mes con el difunto. El vicario había insinuado que el almirante solía ser algo vivo de genio; sus hijos habían sugerido lo contrario, y el viejo Ware... ¿Pero qué fe podía concederse a su opinión? Un oficialillo insignificante no debió de tener mucha intimidad con el capitán de un crucero, y por otra parte veinte años eran un lapso más que suficiente para enturbiar la nitidez de sus recuerdos. Sin duda sir Wilfrid Denny hubiera podido prestar alguna ayuda, pero esto era casi un salto en la oscuridad. Bien podía ocurrir que su conocimiento del almirante no fuese más antiguo que el del vicario, y que el hecho de haberlo visto unas cuantas veces más en el mes anterior, se debiera, simplemente, a la escasa simpatía del almirante por el clero, rasgo que no hubiera carecido de precedentes en un marino retirado...
Rudge se dijo que ya era tiempo de fundar su trabajo sobre bases menos inciertas. Quedaban los datos que pudieran obtenerse en el Almirantazgo; quedaban los abogados y las «referencias» que debió ofrecer en la agencia de propiedades cuando se firmó el contrato de Rundel Croft. Y la idea de los abogados le recordó el testamento. No había terminado de estudiarlo, y acaso sus disposiciones fuesen de la mayor importancia para orientarlo sobre el motivo del crimen. No sabía siquiera si se trataría de una copia del testamento original, lo que indudablemente constituiría una diferencia básica.
Por lo visto, había una cantidad de diligencias por realizar, cuyos primeros requisitos parecían ser un teléfono y unos cuantos subordinados. De nada servía que el sargento y el agente siguieran perdiendo tiempo en el cobertizo de los botes, mientras él intentaba vanamente estar en todas partes a la vez. Con todo, no se apresuraría demasiado. Estaba disfrutando de su pipa y quería considerar el problema en conjunto. ¿Qué pensar de los acontecimientos de la noche anterior? ¡Por Júpiter, casi había omitido un detalle! ¿Dónde estaba la llave de la ventana? ¿Sería el almirante la única persona que tenía en su poder una llave propia, o tendría otra su sobrina?
Rudge dio una nueva chupada a su pipa y repasó las hojas de su libreta. La doncella... Sí, Jennie Merton. Una mujercita muy agradable, y bastante inteligente. Le había dado una imagen perfectamente clara de Elma Fitzgerald, de su tío y de la casa en general. Aunque... ¿No se habría precipitado él un poco al confiar tanto en sus juicios? Sólo había estado tres semanas con la familia, y sin embargo cuando le dijo que Elma y el almirante se trataban «con aspereza», y que Elma y Holland «no se tomaban mucho de la mano», así como que ella no podía comprender los cuándos y los porqués de la variabilidad de su ama en materia de arreglo y atavío, ¿no se había precipitado un poco el inspector a sospechar algo misterioso y casi siniestro en todo aquello? Mucho más verosímil era que fuese la otra doncella, aquella tan aburrida de Rundel Croft que se había marchado al cabo de una semana, quien hubiera podido contarle la historia interna de la familia... Acaso estuvieran habituados a una vida más animada. En todo caso, el aburrimiento debió ser bastante grande si ella había olvidado su salario con tal de irse.
El inspector se llamó al orden vivamente; ya estaba a punto de calificar a la doncella desaparecida como una aventurera extranjera, y todo sin más fundamento que unas pocas palabras de Jennie.
Y ahora que reparaba en ello, había algo un poco confuso en el relato de esta joven sobre los sucesos de la mañana y la desaparición del vestido blanco. Aparentemente, Emery había ido a buscar a Jennie, y ésta había subido a despertar a su ama y a comunicarle que preguntaban por ella (proceso que en total no pudo llevar más de diez minutos). La criada recibió luego la orden de salir de la habitación en seguida porque su señora quería levantarse. Pero en algún otro momento le mandaron que pusiese en una maleta unas cuantas ropas para pasar la noche fuera. Y cuando empezó a hacerlo —y ello debió ocurrir, presumiblemente, mientras su ama era interrogada en el piso bajo— el vestido blanco habría desaparecido, y ya no se lo pudo encontrar en ninguna parte. Sin embargo, Jennie había supuesto, sin mayor esfuerzo, que el vestido había sido guardado posteriormente por miss Elma en la valija, como si eso lo explicara todo, cosa que indudablemente parecía sugerir una inteligencia menos despierta de lo que aparentaba. Tendría que conversar con ella una o dos palabras más sobre el particular.
Era evidente que quedaba mucho por hacer en Rundel Croft, lo cual no significaba que hubiese terminado con la Vicaría. Si los dos muchachos no habían encontrado rastros del arma, habría que organizar una búsqueda más competente. Y luego, ¡aquel sombrero del vicario! Por una parte, había recordado demasiado pronto el lugar donde lo dejara distraídamente, lo que resultaba un tanto sospechoso... Por otra, no había revelado turbación alguna cuando se mencionó este detalle... O, por lo menos, su turbación había sido entonces infinitamente menor que en otros puntos de la entrevista.
Rudge vació su pipa y puso en marcha su coche. Se había decidido por Rundel Croft, y cuando por fin tomó este camino descubrió un motivo más para justificar su elección; los rastros que podían haber quedado en el bote y en el cobertizo. Dejó el automóvil frente a la casa y se precipitó en busca de sus dos subordinados. Estos lo saludaron de una forma que daba a entender que estaban llenos de noticias.
—Y bien, sargento —preguntó el inspector—, ¿hay algo importante? ¿Ha sido hallada el arma?
—No, señor, pero...
—¿De qué se trata, pues? ¿Rastros de pisadas?
—No, señor.
—Hum... Bueno, ya nos enteraremos de lo que sea dentro de un minuto.
Pero acto seguido comprendió que se estaba mostrando innecesariamente brusco y que el sargento Appleton en particular tenía una expresión claramente sombría.
—Perdonen —se excusó con una sonrisa amable—, lo cierto es que tenemos una infinidad de cosas por hacer, y querría empezar de inmediato las que van a llevar más tiempo. Por así decirlo, hay que poner la máquina en marcha. De modo que si no han atrapado realmente al asesino, o algo semejante...
—No, señor, no se trata exactamente de eso —contestó el sargento, ya recuperado su buen humor.
—Entonces usted, sargento, acompáñeme a la casa. Usted, Hempstead, se quedará aquí. Volveremos en cuanto nos sea posible. Vigile también la otra orilla.
Los dos hombres se encaminaron de prisa hacia la casa, y el inspector abrió la marcha directamente hacia la puerta ventana, objeto principal de sus actuales preocupaciones. Una cosa era segura; la llave no estaba del lado de afuera. Volvieron, pues, a la puerta principal y tocaron el timbre. Al cabo de un intervalo de tres minutos por lo menos, durante los cuales el inspector fue montando en cólera, Emery, con el mismo aspecto de incompetencia y desconfianza que el inspector había observado en él la primera vez, acudió a abrir y los hizo entrar.
—Necesito hablar dos palabras más con usted, Emery —empezó Rudge severamente.
—Está aquí —se limitó a responder el interpelado.
—¿Qué es lo que está aquí?
El hombre parecía en realidad medio estúpido, así como penosamente tardo.
—El periódico —dijo, volviéndose para señalar una mesa a un lado del vestíbulo.
—¿El ejemplar de todos los días de La Evening Gazette? ¿El que entregan a eso de las nueve? ¿Dónde estaba?
—Allí mismo.
—Pero usted me dijo que no tenía seguridad. Si estuvo allí todo el tiempo...
—Fui yo quien no estuvo todo el tiempo allí —aseveró el mayordomo algo amoscado—. Y en el momento en que fui a ver, no bien volví la espalda usted se escabulló.
El inspector lanzó un bufido. No podía negar que el hombre tenía su parte de razón, pero la gente tan lenta como el mayordomo debe esperar siempre toda clase de censuras.
—¿Lo habían leído? —fue su pregunta inmediata, pero en seguida comprendió lo inapropiado de ella, y se apresuró a enmendarla, con lo que extrajo de Emery la opinión de que nadie había tocado el periódico desde que él lo dejó por primera vez sobre la mesa.
El policía asintió. Tomó el diario, y ordenó al mayordomo que los condujese al estudio. El sargento estaba visiblemente desconcertado, sobre todo ante la apropiación de La Evening Gazette, a pesar de lo cual permaneció en silencio y cerró la puerta de la habitación tras la reducida comitiva.
—Y ahora, Emery —prosiguió el inspector, conteniendo a duras penas su impulso de hablar a gritos—, quiero saber algo más acerca de las llaves de la puerta ventana, ésa que usted cerró, pero sin echar el pestillo. Antes que nada: ¿estaban cerradas todas las otras puertas y corrido los cerrojos cuando se fue a acostar anoche? Lo estaban, ¿eh? De modo que ése era el único camino por donde podían pasar el almirante y miss Fitzgerald. Ya veo. Y, en lo que respecta a esa ventana, ¿cuántas llaves tiene?
—Tengo la mía aquí, en mi llavero —contestó Emery y rápidamente extrajo un voluminoso manojo de llaves, escogió una y la desprendió para que fuese examinada.
El inspector la tomó, se aseguró de que era la que correspondía abriendo con ella la ventana, y devolvió el llavero a su dueño. Se había estado preguntando por qué el mayordomo no había olvidado sacar la llave de la cerradura, pero aquel llavero lo explicaba todo.
—Perfectamente —dijo—. ¿Cuántas otras llaves tiene esa puerta?
—Que yo sepa, una sola. La del mismo almirante.
—¿Está seguro?
—Es la única de que oí hablar.
—¿No tenía una miss Fitzgerald?
—No.
—¿Cómo lo sabe?
—Pues porque una o dos noches le pidió prestada la suya al almirante.
—¡Ah! ¿Solía salir de noche?
Rudge no pudo evitar esta desviación de la línea principal de su interrogatorio.
—Alguna que otra vez, en compañía de míster Holland —contestó el mayordomo con algo parecido a una sonrisa.
—A caminar, sin duda... —insinuó el inspector malévolamente, y la sonrisa se definió. Rudge comparó para su coleto esta incidencia con la opinión de Jennie Merton, y de inmediato, como para poner a Emery en su lugar, preguntó secamente—: ¿Qué ha sido de la segunda llave, la que el almirante tenía en su poder?
—Pues... la verdad es que no sabría decirlo.
—¿Dónde acostumbraba guardarla el almirante? ¿En un llavero, como lo hace usted, o separada?
—Suelta —informó Emery—; por lo general sobre su escritorio, en la bandejita de las plumas. Tenía una placa.
El inspector atravesó en dos zancadas la habitación.
—Bueno, pues no está aquí ahora —anunció, y varias ideas brillantes saltaron en su mente.
El almirante debió entregar la llave a su sobrina cuando ésta se encaminó a la casa precediéndolo. Ella debió entrar entonces y cerrar luego la puerta, dejando fuera a su tío. Pero en tal caso, ¿cómo pudo él procurarse el sobretodo? O quizá la joven dejara abierta la ventana, y probablemente con la llave en la cerradura, y el almirante entró después, cerró la puerta y se echó la llave en el bolsillo. Sin embargo, no había en sus bolsillos ninguna llave, fuera de las ordinarias, y por cierto que ninguna con placa.
El sargento Appleton tosió.
—Tal vez sea ésta, señor —dijo, tendiendo a su jefe una llave con un pequeño disco de metal en el que se leía la inscripción: «Ventana». Y añadió, como respuesta a la mirada inquisitiva y casi furiosa del inspector—: Íbamos a decírselo en el cobertizo...
—Eso es todo, por el momento —indicó el inspector a Emery—. Puedo necesitarlo más adelante, de modo que no se aleje mucho, ¿entendido? ¿Hay aquí otro teléfono? ¿Supongo que éste será entonces una extensión? —señaló a un aparato que se veía sobre una mesa, en el otro extremo del estudio—. Sí. Conéctelo en seguida. Y otra cosa: quiero ver de nuevo a la doncella, a esa Merton, dentro de pocos minutos.
—Pues el caso es que se ha marchado —contestó el mayordomo, con un matiz de maliciosa satisfacción.
—Pero yo le había dicho a usted... —empezó el otro, enojado.
—Se trata de su madre. No está bien.
El inspector volvió a resoplar y Emery puso pies en polvorosa. Era inútil cubrirlo de reproches. No hubiera podido impedir la salida de Jennie Merton más de lo que pudo impedir la entrada de Holland, como observó Rudge a su sargento.
—No importa —añadió luego, pero esta vez refiriéndose a la llave, y Appleton, con toda propiedad, interpretó estas palabras como una velada excusa—. ¿Dónde la encontraron?
—En el bote. En el bote del almirante.
—No habrán andado enredando las huellas, ¿verdad?
—¡Oh no, señor, pierda usted cuidado! Fuera de los remos y de las horquetas, está tan limpio como un alfiler nuevo.
—Hum... ¿No habrá en la llave alguna impresión digital?
Pero era fácil advertir que la rugosa superficie del disco no podía haber conservado ninguna.
—Alguien anduvo trajinando con ese bote —comentó Rudge pensativo—. Me pregunto cómo dejó allí la llave...
—No creo que el estado del bote signifique «necesariamente» gran cosa —insinuó el sargento—. He estado conversando con los chicos del vicario, y ellos me comentaron que el almirante Penistone le pasaba siempre un estropajo como cuidado final cuando no pensaba usarlo en el día.
El inspector consideró este nuevo aspecto. Parecía perfectamente de acuerdo con la descripción del almirante como un sujeto ordenado y estricto, y podía explicar por qué, después de salir con cierto apresuramiento de la Vicaría (exactamente después de las diez ¡porque quería encontrarse en su casa a medianoche!), se había demorado en el cobertizo. No obstante, el dato estaba muy lejos de ser concluyente.
—Bueno, despáchese —apremió al sargento.
—Pues ocurre que descubrí el borde del disco sobresaliendo apenas bajo una de las tablas de atrás del bote. Como si lo hubieran dejado caer y se hubiera deslizado hasta allí abajo.
—Mejor será que probemos, para asegurarnos.
Introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar.
—No hay duda de que es ésta —admitió, y se quedó unos instantes en silencio, golpeando la llave contra la palma de su mano izquierda, mientras contemplaba distraídamente la habitación.
De pronto salió de sus cavilaciones y se encaminó a la chimenea, de cuya repisa bajó una fotografía grande, con marco, que representaba a un oficial de la Armada en uniforme de gala.
—Es el almirante Penistone, ¿verdad?
—Sí —contestó el sargento Appleton un poco sorprendido, y entonces se le puso en antecedentes de la conversación con el viejo Ware.
—A mí no me parece probable que no sea el verdadero almirante Penistone —dijo, a modo de comentario—. En caso de no serlo habría birlado el equipo completo —y señaló una copa grabada que se hallaba igualmente sobre la repisa.
Por lo demás, un examen ulterior reveló un «grupo» de oficiales de la marina uno de los cuales, aunque más joven, era indudablemente parecido al difunto. Los nombres de los fotografiados aparecían claramente impresos debajo de la fotografía, y entre ellos figuraba el del capitán Penistone.
—No creo que exista una sombra de duda —admitió el inspector—, pero no podemos arriesgarnos. Este es el primer trabajo que tengo para usted: telefonear al Almirantazgo.
Mientras hablaba, había sacado un ejemplar del Quién es quién de un estante lleno de libros de referencia.
—Aquí está —dijo—. Hum... No se da dirección ninguna. Sólo la reseña de su carrera en la Armada. Artillería, sí. En la base de China. Parece haber sido bastante meteórica. Curioso que se haya retirado tan joven. Yo creía que éste era un procedimiento moderno. De todos modos, llame al Almirantazgo. Si es la misma persona, probablemente podrán proporcionarnos algunos datos más, o sugerirnos adónde acudir. Adelante, sargento. Hable con el Almirantazgo.
El sargento Appleton levantó el receptor. La línea estaba muerta. Evidentemente, el lamentable Emery no había conectado el aparato. El sargento salió para remediar la situación, y aprovechó para adelantar al mayordomo una muestra de lo que pensaba de él.
A su regreso encontró al inspector sentado ante el escritorio y profundamente absorto en un nuevo intento de traducir la jerga jurídica al lenguaje del sentido común. No era, en realidad, tan difícil como se imaginara en su anterior y apresurado examen del documento. La fortuna del cuñado del almirante se repartía, al parecer, por partes iguales, con excepción de uno o dos pequeños legados entre Elma Fitzgerald y su hermano. Hasta que la muerte de éste se comprobase, ella y su tío administrarían la parte correspondiente, cuyos intereses, fuera de una participación para ambos, deberían sumarse al capital. A la muerte del hermano, todo el dinero pasaría a manos de la muchacha. En cuanto a la herencia de ésta, no recibiría el grueso de la suma hasta que contrajese matrimonio, y hasta ese momento su tío y míster Edwin Dakers, de la firma Dakers & Dakers, serían los apoderados. La única cláusula notable era una disposición por la cual, si la boda no contaba con la aprobación escrita del tío, la joven conservaría solamente una renta vitalicia de su herencia y el dinero se invertiría a su muerte en diversas obras de caridad. Al inspector le complació bastante comprobar que, de acuerdo con sus sospechas, no era el almirante el único apoderado; hasta donde alcanzaba a recordar, tal situación hubiera sido legalmente imposible. El documento era, por supuesto, una copia; Dakers & Dakers sabrían, probablemente, si se trataba de un testamento auténtico, y acaso fuera necesario, por razones de fórmula, revisar el original en Somerset House. El sargento, por su parte, podría conversar con míster Edwin Dakers...
Pero el sargento no parecía progresar mucho en su llamada telefónica, y ello por una razón esencial: que estaba muy lejos de saber con exactitud cómo se «hablaba con el Almirantazgo», y por quién se preguntaba una vez establecida la comunicación con este augusto departamento. La oficina telefónica local no se había mostrado tampoco particularmente brillante al respecto. Se suponía que estaba realizando averiguaciones. El inspector frunció el ceño y recorrió impacientemente la Evening Gazette que había arrojado sobre el escritorio. Tendría que repasar con mucho detenimiento el ejemplar encontrado en el bolsillo de la víctima. El modo como estuviera doblado podía resultar sugestivo, o quizá tuviera señalado algún párrafo. Sin duda, el almirante no habría comprado un número más, sabiendo que el suyo le aguardaba en el vestíbulo, a menos que hubiera habido en él algo de particular importancia. Las «noticias» no parecían de ningún modo fuera de lo habitual: una «Tragedia en un apartamento de Londres» ocupaba la mayor parte de la primera página, junto con la información de recientes disturbios en Manchuria (Moscú, como de costumbre, parecía estar prestando generosa ayuda al último «señor de la guerra» de nombre impronunciable), y la fotografía de las damas de honor en una boda celebrada en Santa Margarita.
Sonó el timbre del teléfono. El sargento, levantó el receptor y su expresión no tardó en revelar el más profundo asombro.
—¿Quién? Sí. No corte y lo comunicaré. ¡Oh! Muy bien. ¿Quién? ¡Oh, sí, sí, espere un instante!
Y llamó al inspector con señas frenéticas. Rudge atravesó la pieza rápidamente.
—¿Quién es?
—Miss... Sí, escucho, miss Fitzgerald.
—Deme —ordenó el inspector—. Vamos, hombre, pronto.
El sargento estaba garabateando unas notas ilegibles en una libreta que tenía delante. Por último, y no sin cierta vacilación, pasó el aparato a su superior.
—¿Miss Fitzgerald? Habla el inspector Rudge. Me alegro de que haya llamado. Quiero preguntarle...
—Lo siento mucho —oyó decir a miss Fitzgerald, en su tono más grave— pero no puedo esperar ahora. Ya le he transmitido un mensaje. Y, de paso sea dicho, no soy ahora miss Fitzgerald.
Hubo un sonido metálico y la comunicación se cortó. El inspector lanzó un juramento y sacudió furiosamente la horquilla.
—Localice esa llamada, por favor —pidió a la central, y explicó quién era.
—No es necesario, señor —lo interrumpió el sargento—. Estaba hablando desde el Carlton de Londres. Así lo dijo, y así lo oí declarar a la telefonista del hotel cuando se estableció la comunicación.
—¿Cuál era el mensaje? ¿No podía esperar a hablar conmigo?
—Dijo que tenía entendido que usted quería ponerse en contacto con ella y con míster Holland, y que, por lo tanto, podía interesarle saber que ambos paraban en el Carlton y que permanecerían allí un par de días más y luego regresarían. Iban a salir a bailar esta noche, pero siempre les sería grato verlo a usted si los citaba. En todo caso, que no olvidase preguntar por mistress Holland, puesto que se había casado hoy con una licencia especial.
El inspector digirió (o empezó a digerir) estas novedades en silencio. Si Elma y Holland eran ahora marido y mujer iba a hacerse difícil... Y además, estaba el testamento. Muerto el almirante, presumiblemente la cláusula relativa a la boda de su sobrina quedaría anulada...
Por cierto que el mensaje de Elma le daba materia de preocupación...
—Bueno, sargento —decidió por último—. Lo mejor será que continuemos nuestra tarea. Apresure esa llamada al Almirantazgo y en seguida quiero que se ponga en comunicación con míster Edwin Dakers —y rápidamente le espetó una serie de instrucciones que incluía la de avisarle en cuanto Jennie Merton regresara.
—Voy al cobertizo de los botes —concluyó, saliendo por la puerta ventana.
Encontró a Hempstead montando pacientemente su guardia.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
—No, señor. Nadie ha andado por aquí.
—¿No hay nuevos descubrimientos?
—No, señor. ¿Ya le informó a usted el sargento acerca de la llave?
—Sí. Buen trabajo. ¿Ha ocurrido algo del otro lado del río?
—No, señor. Los caballeritos han estado buscando el arma por todas partes, pero no creo que hayan encontrado nada. Dijeron que ahora iban a darse un chapuzón.
El sol empezaba a picar, y había una nota de envidia en la voz del agente.
—¿Ha visto al vicario?
—Sí, señor. Ha estado regando el jardín.
—¿Cómo? ¿Con esta mañana, y en pleno sol?
—Sí, señor. Con una manguera. Valía la pena verlo. Regaba prolijamente todo cuanto estaba a la vista, hasta las flores de vez en cuando. Pero no me parece que las haya perjudicado mucho. Apostaría a que no sabe gran cosa de jardinería, y eso es, precisamente, lo que dice Bob Hawkins, que va dos veces por semana.
El inspector echó un vistazo a la casilla y a su contenido.
—Bueno, tomaremos moldes de estas huellas si podemos —dijo—. Aunque no parecen muy nítidas. Y creo que nos llevaremos los remos y las horquetas. No nos es posible tener vigilado este lugar permanentemente, y si hay alguna impresión digital reveladora, no queremos que se borre.
Entró en el bote y con infinitas precauciones empezó a tender a Hempstead los objetos mencionados. Mientras lo hacía, un rumor de voces en la orilla opuesta lo hizo volverse, ladeando peligrosamente el bote. Los dos muchachos, embutidos en sendos bañadores y con toallas al brazo, bajaban por el camino de ladrillo rojo que partía de la glorieta. Una idea repentina atravesó la mente del inspector.
—¡Hola! —llamó cuando los dos chicos llegaban a la escalerilla del embarcadero—. Me estaba preguntando si me permitiríais hacer uso de vuestra vieja batea por un tiempo. Me ahorraría numerosos viajes por la carretera.
—Con mucho gusto —contestó el mayor.
—Si pudierais traerla y regresar a nado... —sugirió Rudge.
—No es mala idea —respondió el chico con una mueca.
El equipo del bote había sido ya depositado en tierra y estaba a buen recaudo, cuando llegó la batea pedida, que el inspector amarró a una argolla en el embarcadero de Rundel Croft.
—¿Cuántos baños tomáis por día? —preguntó amablemente—. ¿O ha sido la búsqueda lo que os ha acalorado tanto?
—Esto forma también parte de la búsqueda —respondió el mayor de los muchachos, tal vez notando en la pregunta un asomo de reproche.
—Vamos a tratar de buscar el arma debajo del agua —añadió el otro.
—Magnífico —los alentó Rudge—. Aunque temo que con el limo y las mareas, y no conociendo bien su tamaño exacto, no será cosa fácil. Más me hubiera gustado que la encontraseis en algún punto de la orilla, pero al parecer no habéis tenido éxito.
—Todo lo que encontramos fue la pipa favorita del almirante —explicó Peter.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde?
—En el estudio de papá. Debió olvidarla anoche. La había estado fumando después de la cena.
—¿Estáis seguros de que es la misma?
—¡Oh, sí! Ya comprenderá por qué cuando la vea. Es una porquería vieja, de espuma de mar, tallada en forma de una cabeza de negro.
—¿No la tenéis aquí? —y antes de terminar de decirlo, ya había comprendido la estupidez de la pregunta.
—Está en la casa.
Alec contuvo noblemente el comentario sarcástico que asomaba a sus labios, y se dirigió al extremo de la batea disponiéndose a zambullirse.
—Oye, Alec, ¿no crees que deberíamos contarle al inspector...? —lo detuvo su hermano.
—¿Contarle qué? ¡Ah, eso! Eres tonto, Peter. No. No tiene nada que ver con el caso.
—¿De qué se trata? —interrogó Rudge.
—¡Oh, de nada! —fue la vaga respuesta—. De algo que perdimos, no de algo que encontramos.
—Pues entonces será mejor que me lo digáis —sugirió el inspector—. Encontrar objetos extraviados es una de las funciones de la policía, como sabréis.
—Si es así, podría usted zambullirse en lugar de nosotros —replicó Alec vivamente—. Sin embargo, ya que Peter ha empezado, será mejor que se lo diga. Pero no tiene nada que ver con su asunto. Por lo menos, no veo qué relación podría tener. El hecho es que nosotros... o, para ser más preciso, Peter, dejó un cuchillo en la glorieta ayer por la tarde... En todo caso, él dice que lo dejó allí. Y ahora no está.
—¿De veras? —Hempstead había parado también la oreja—. ¿Qué clase de cuchillo? ¿Un cortaplumas tal vez?
—Pues no. Era un cuchillo noruego, de tamaño grande. Lo utilizamos para sacarle punta a una estaca. Y para eso hace falta un cuchillo muy afilado. Lo cierto es que se ha perdido, y es muy posible que Peter no lo dejara en la glorieta, después de todo. Es tan distraído como papá, y nunca sabe dónde pone las cosas.
Y se zambulló en el río, adonde no tardó Peter en seguirle, lo que dio por resultado que el inspector recibiera unas cuantas salpicaduras. Pero no le disgustó enterarse de tales novedades al precio de unas gotas de agua, y con una sonrisa miró a los dos chicos atravesar el río a nado, trepar luego por la orilla opuesta y zambullirse por fin, valientemente, en busca del arma desconocida.
La sonrisa se fue apagando poco a poco. Las pruebas —o los fragmentos de información, si se prefería— parecían acumularse. Pensó en el proverbio aquel de los árboles que impiden ver el bosque...
—Muy interesante, ¿no le parece, señor? —La voz de Hempstead interrumpió sus pensamientos—. Las cosas empiezan a tomar forma, como podría decirse.
Esta última frase no parecía más afirmativa que la anterior.
—Quizá —admitió el inspector lentamente—. Pero todavía hay muchas incógnitas, y una de ellas, Hempstead, es ese sobretodo. Supongamos que el almirante saliera de su bote. Bueno. Le concedo que pudo llevar consigo un sobretodo. Pero tendría que haber sido una noche muy fría para que usted o yo fuésemos a remar con un sobretodo grueso. Entre otras razones, porque para ello hace falta tener los brazos libres. ¿No es así?
El policía emitió un gruñido gutural destinado a expresar asentimiento sin comprometerse a nada.
—Y otro problema —prosiguió Rudge— es ese periódico de la tarde. ¡Oh, sí! Hay una buena cantidad de rompecabezas, así como de palabras cruzadas, en todo este asunto. Pero el más difícil es el siguiente: «¿De dónde pudo sacarlo?» Debió llegar anoche en el tren de las ocho y media. No podemos apartarnos de esto. —Hubo una pausa, y luego continuó, casi sin aliento—: A menos que llegase por la carretera...
En este punto se volvió hacia Hempstead con tanta rapidez que lo sorprendió ahogando un bostezo, y recordó que el desgraciado policía había pasado la noche de guardia, lo que, a su vez, le sugirió dos cosas: la primera que debía enviar los remos y las horquetas al destacamento, trabajo que podía encargar a Hempstead, para que se le relevase no bien cumplido. Y la segunda...
—¿No advirtió usted nada particular anoche en materia de vehículos, poco después de las diez y media, Hempstead?
El aludido lo pensó un instante.
—Ahora que me lo recuerda, señor —dijo por fin—, había un coche parado en Lingham, más o menos a las once menos cuarto. Lo vi detenerse junto al faro de la plaza. Era un automóvil cerrado, y había una mujer en su interior.
—¿Sola?
—No podría decirlo. Sólo sé que había una mujer, porque la vi asomarse por la ventanilla y hablar con el chófer, o con quienquiera que estuviese ante el volante.
—¿La reconocería?
—No lo creo, señor. Y tampoco me fijé en el número de la matrícula. No tuve ocasión de hacerlo en aquel momento. Sólo advertí el coche. No se detuvo sino un par de minutos, y en seguida prosiguió la marcha por la carretera de Whynmouth.
—Con lo que, forzosamente, tuvo que pasar por la Vicaría... —concluyó el inspector Rudge.