IX

—Debió usted telefonearme anoche mismo, Rudge —lo amonestó el mayor Twyfitt severamente—. O por lo menos debió ponerse en comunicación con Hawkesworth. El su jeto hubiera podido fugarse.

—Tenía apostado a un hombre en la parte posterior del Lord Marshall, así como otro al frente —se excusó Rudge.

El superintendente no decía nada, pero sus ojos vagaban inquietos de un lado a otro.

—¿Desde cuándo sabe usted que ese tal Graham es en realidad Fitzgerald?

—No lo supe concretamente hasta identificar la muestra de escritura que obtuve en su habitación como proveniente de la misma máquina en que fue escrito el consentimiento del almirante para la boda de su sobrina. Aunque claro está que ya lo sospechaba de antes —explicó Rudge con una mirada de reojo al superintendente—. Desde que supe que Hepstead había encontrado aquellos recortes de barba en la cañería de un lavabo de Rundel Croft. Inmediatamente recordé que la cara de ese periodista tenía un color mucho más claro alrededor de la barbilla que en la frente. Ese detalle me había llamado la atención desde el principio, tanto que se me ocurrió que se había aplicado un aceite bronceador.

—¿Y dice usted que telefoneó anoche a la Gazette?

—Sí, señor, y comprobé que el hombre está trabajando en realidad para ellos, y que usaba barba la última vez que lo vieron. El jefe de redacción me dijo que no es él quien se ocupa habitualmente de la sección policial, pero como el otro estaba enfermo, cuando Fitzgerald los llamó a la mañana siguiente del crimen para decirles que estaba en el lugar del hecho y preguntarles si podía encargarse del asunto, le contestaron afirmativamente. Con todo, sospecho que no debió ser uno de los redactores regulares del periódico, sino una especie de colaborador ocasional, con cuyo trabajo estaban satisfechos, y que firmaba con el nombre de Graham.

—Sí. Y eso le proporcionaba un pretexto para estar cerca y mantenerse al tanto de los acontecimientos. Desde su punto de vista, debió resultarle muy útil. ¿No sabe que sospecha usted de él? ¿Está seguro?

—No tengo ningún motivo para creer que lo sepa, señor.

—Bien, esperemos que así sea —terció el superintendente con mucho énfasis—. Porque si lo ha advertido y se nos escapa... la culpa será suya, Rudge.

—Yo no creí que existieran pruebas suficientes para un arresto, señor. Por lo menos entonces.

—¿Y ahora lo cree?

—Eso, a usted y al mayor les corresponde decidirlo —replicó Rudge intencionadamente—. Pero puedo asegurarles que no he perdido el tiempo.

Y era la pura verdad, el pobre inspector no se había acostado en toda la noche.

—¡En tal caso díganos lo que ha hecho, hombre! —ordenó el superintendente con impaciencia.

Rudge se aclaró la garganta.

—Quizá sea mejor que repase todo el asunto, y empiece por decirles cómo lo veía yo antes de la noche de ayer. No voy a referirme a los hechos, que todos conocemos, sino a las ideas que ellos me sugerían. —El silencio de los otros dos lo animó a proseguir—. En primer lugar estaba el problema de por qué el cadáver del almirante fue encontrado en un bote. Mucho más fácil, disponiendo del bote, hubiera sido llevarlo al mar y arrojarlo al agua, con algún peso suplementario. El único motivo que se me ocurrió fue que se hubiera querido crear una impresión falsa, sugiriendo que el cadáver había flotado corriente abajo, en vez de hacerlo en la dirección opuesta. O, para decirlo en otros términos, que el crimen había sido perpetrado un poco más arriba de Lingham. Esto me hizo suponer que en realidad debió cometerse en Whynmouth, o por lo menos entre este punto y Lingham, por lo que concentré mis investigaciones en esta zona.

—Aun así —observó el mayor Twyfitt—, parece muy pobre razón para no haber arrojado el cadáver al mar, ocultando completamente el cuerpo del delito.

—También a mí me lo pareció, señor —contestó Rudge con un ligero aire de condescendencia—. Estaba seguro de que debía haber existido alguna otra razón y ahora creo saber cuál es. El viejo Ware me puso sobre la pista. Tengo la plena convicción de que sabe más de lo que ha dejado traslucir, y la semiconvicción de que sabe quién mató al almirante. Pero lo cierto es que me hizo una insinuación: me preguntó cómo podía yo saber que se trataba de un asesinato.

—¿Qué? —gritó el superintendente.

—¡Que no ha habido tal asesinato! —exclamó el mayor.

—Yo no digo eso —protestó Rudge vivamente—. Lo que digo es que el viejo Ware no cree que lo hubiera... Que sea verdad o no, todavía no podemos saberlo. Pero juraría que eso es lo que piensa Ware.

—¿Cuáles son sus pruebas? —bramó Hawkesworth.

—No las tengo, señor. Es una impresión y nada más. Pero conozco bastante a Neddy Ware, y aunque tal vez no sea muy escrupuloso en lo de pescar en vedado y cosas por el estilo, apostaría todo lo que tengo a que no es hombre capaz de encubrir un asesinato. De lo cual deduzco que, fuese lo que fuese lo que los otros quisieran hacer, él no hubiera consentido que arrojasen el cadáver al agua, ni cualquier otra maniobra dudosa. Me imagino que lo del bote fue idea suya.

—Usted se imagina esto y aquello —rezongó el superintendente—, pero vamos un poco a las pruebas.

—No las hay —respondió Rudge sin dejarse apabullar—. Y por otra parte, lo único que estoy haciendo es aventurar una idea mía. Pero sugiero, señor, que acaso tenga algo de verdad. Y si lo tiene... el caso queda considerablemente modificado.

—Es una posibilidad —admitió el mayor Twyfitt.

El superintendente, viendo que su crimen se le escapaba de las manos, no dijo nada, pero su malhumor era visible.

—A pesar de todo, debemos proceder como si no pudiera tratarse más que de un asesinato —comentó el jefe de policía.

—Sí, señor, naturalmente. Prosigo, pues, con mi reconstrucción de los hechos. Habíamos dejado al almirante camino de Whynmouth, en su bote impulsado por Neddy Ware; y a ese periodista, el sobrino, remando tras él, aproximadamente una hora más tarde, en el bote de la Vicaría, con mistress Mount de pasajera.

—¿Cómo? —exclamó estupefacto el jefe de policía, que no recordaba haber oído nada semejante—. ¿Qué está diciendo?

—Lo que me parece a todas luces evidente, señor. Quiero decir —explicó Rudge, con una mirada maligna al superintendente— que hay pruebas de ello. Sabemos que mistress Mount llegó a la Vicaría hacia las once; sabemos que el bote de la Vicaría fue sacado aquella noche; estamos casi seguros de que Fitzgerald tuvo algo que ver en el asunto, y nos consta, también, que era el amante de mistress Mount. ¿Cuál es la consecuencia? Pues que Walter, sabiendo que ella iba a ver esa noche al vicario para hablar del divorcio, le sale al encuentro en el jardín, la conduce a la glorieta para decirle dos palabras, resuelve que lo más conveniente será seguir al almirante hasta Whynmouth (es más que posible que ambos hombres hubieran concertado una cita previamente), se lleva consigo el sombrero del clérigo para encasquetárselo en caso de que alguien lo vea en el bote (nada mejor que un sombrero para establecer la identidad de una persona); se lleva también, para cortar la amarra, el cuchillo noruego que los muchachos han dejado olvidado por ahí... No —rectificó Rudge, pensativo—, fue ella quien debió correr a buscarlo, cuando ambos comprobaron que no podían desatar el nudo.

—¿Cómo diablos sabe usted todo eso?

—No es que lo sepa, señor. Pero si así hubiera ocurrido, se explicarían muchas cosas. Siempre me intrigó que el vicario regara con tanto afán su jardín, bajo un sol de fuego, al día siguiente del crimen. Después de todo, míster Mount no puede ser tan mal jardinero. Pero supongamos que su esposa hubiera dejado algunas huellas en los arriates al correr en busca del cuchillo. Un potente chorro de agua podría borrarlas mucho más discretamente que una pala o que un rastrillo, mientras el jardín permanecía bajo la observación de nuestros hombres, apostados en el cobertizo del almirante. Lo cierto es que hasta administró una pequeña ducha al interior de la glorieta. ¿No habrían quedado allí polvos, como suele haberlos en los lugares donde ha habido señoras?

—Es una posibilidad —convino, interesado el jefe de policía—. Más que una posibilidad.

El superintendente guardó silencio.

—Bueno, como iba diciendo, dejamos a Fitzgerald en pos del almirante. Supongo que debió tardar entre media hora y cuarenta minutos en llegar a Whynmouth. Aquí hay una laguna de otros quince o veinte, durante la cual es asesinado el almirante y se toman las medidas relativas a los dos botes. El cadáver es arrojado en el de la Vicaría, atan juntas las dos amarras, y alguien conduce los botes río arriba. ¿Quién? No Fitzgerald, pues no hubiera tenido tiempo. Nos consta su presencia en Rundel Croft, poco después de las doce. No mistress Mount, que está en la Vicaría hacia la misma hora...

—Ware —admitió el mayor—. Sí. Eso parece claro.

El superintendente siguió sin decir nada.

—Sí, Neddy Ware, señor —aprobó Rudge, que ahora se estaba divirtiendo mucho—. Y vuelve a cortar las dos amarras, cuando llega a Rundel Croft un par de horas más tarde, con su propio cuchillo, que no es tan afilado como el noruego.

—No parece muy propio de un marino cortar una amarra en vez de desatarla.

—¿Y si suponemos que no fue un marino el que las ató por primera vez, señor? ¿Y si suponemos que lo hizo un hombre de tierra adentro, y con un nudo absurdo, que por haber estado sumergido en el agua se había apretado más? Por otra parte, mi opinión personal es que el viejo Ware se hallaba en esa disposición de ánimo en la que hasta un lobo de mar habría cortado un nudo, en vez de desatarlo.

—Perfectamente —dijo Twyfitt—. Prosiga.

El superintendente continuó mudo.

—Fitzgerald debió regresar en automóvil, por la orilla del río, del lado de Whynmouth, para dejar a mistress Mount en la Vicaría a fin de que celebrara su entrevista. Y allí debió quedar estacionado su coche, mientras él estaba en Rundel Croft. Confieso que en este punto me embrollé bastante. Supuse que el mozo debió disponer de un automóvil, pero, pensando en su visita a Rundel Croft, sólo hice averiguaciones sobre esa margen del río. Anoche, en cuanto regresó el sargento Appleton, lo mandé a investigar el otro lado, y encontró dos testigos que habían visto un automóvil, con las luces apagadas, estacionado junto a la cerca, en el interior de la Vicaría, detrás de los laureles y oculto desde la carretera. Uno de ellos declaró haberlo visto a las doce y veinte y el otro a las doce cuarenta.

—¿Cómo pudieron verlo si estaba oculto desde la carretera?

—¿Cómo puede ver tantas cosas la gente de pueblo, señor? Seguramente tendrán dispuesta alguna explicación plausible. Pero usted sabe tan bien como yo que, si hubiera estado estacionado en la bodega de la Vicaría, con una lona encima, alguien lo hubiera visto allí de todas maneras. ¡Y bien cómodo que es eso para nosotros!

El mayor Twyfitt se echó a reír.

—De acuerdo. Y después, ¿cómo atravesó Fitzgerald el río?

—Debió nadar. No le quedaba otro recurso. Sugiero que se desvistió rápidamente, lió el resto de sus ropas en su chaqueta, arrojó el fardo al otro lado del río (que no tiene en este punto más de doce metros de anchura) y nadó hasta Rundel Croft. Y allí debió estar, buscando el legajo X con la ayuda de su hermana, y tan a sus anchas como es posible estarlo, cuando llegó Holland y llamó a la puerta ventana del salón. Debió de ser para ambos una impresión terrible, pero Walter se sobrepuso. Recomendó a su hermana, en un susurro, que se desembarazara cuanto antes de Holland, y, manteniéndose en la penumbra, les extendió el consentimiento para la boda escrito a máquina. Esto era suficiente para poner al otro casi fuera de sí de alegría, y demasiado para permitirle advertir qué aspecto tan juvenil tenía el almirante aquella noche. Poco después, Fitzgerald se apodera de los papeles, los destruye, sube al primer piso y se afeita la barba; vuelve a cruzar el río, recoge a mistress Mount y se aleja con ella en su automóvil. No me ha sido posible seguirles los pasos, pero supongo que se dirigieron a Londres, para poner distancia de por medio.

—¿De modo que, a su juicio, Holland fue sincero cuando declaró haber visto al almirante aquella noche?

—En efecto. Tengo la impresión de que ahora conoce la verdad. Pero en aquel momento la ignoraba.

—De todos modos esto lo convierte en un encubridor.

—Sí, aunque parece verosímil que le contaran la misma historia que a Neddy Ware, y lo convencieran de que no fue un asesinato, cosa que debieron hacerle creer también a mistress Holland. Ello explicaría por qué no pareció ésta sorprenderse la primera vez que la vi, al oír que su tío estaba muerto, y en cambio se sobresaltó visiblemente cuando le dije que había sido asesinado.

—Es una deducción perfectamente lógica, Rudge —corroboró el mayor Twyfitt.

El superintendente habló por fin:

—¿Ha encontrado usted el arma?

—No, señor.

—¡Ah!

—Pero he encontrado esto —y Rudge extrajo del bolsillo superior de su chaqueta un envoltorio de papel y de él sacó un cuchillo noruego largo y fino, bastante herrumbrado.

El superintendente se apresuró a tomarlo.

—Entonces ha encontrado el arma...

—No, señor.

—¿Dónde encontró esto, Rudge? —intervino el jefe de policía.

—En un macizo de antirrhinum, en el jardín del vicario, señor.

—¿Lo buscó usted allí?

—Sí, señor. La luna estaba muy clara anoche.

—¿Y cómo fue, Rudge —preguntó el mayor con paciencia—, que se le ocurrió buscar este cuchillo en un macizo de antirrhinums, anoche, en el jardín del vicario?

—Pues verá usted, señor, me hice el siguiente razonamiento. ¿Era el crimen premeditado, o no lo era? El caso es que, dadas las observaciones de Ware y todo lo demás, a mí no me parecía que lo fuese. De cualquier modo, no tardé en comprobarlo. Si Fitzgerald hubiera tenido aquella noche la intención de asesinar al almirante, se habría llevado el cuchillo, porque no bien le hubiera echado un vistazo habría comprendido que nada podía serle más útil. Pero se me ocurrió que, de no tener esa intención lo más probable era que lo hubiese vuelto a arrojar en el jardín, apenas cortada la amarra. Por eso fui anoche a inspeccionar las posesiones de míster Mount hasta cierta distancia del poste de amarre.

A esta altura de su discurso, el inspector estaba tan complacido consigo mismo que no pudo resistir la tentación de dirigir a su superior jerárquico una sonrisa muy poco oficial.

El mayor Twyfitt devolvió la sonrisa.

—¡Magnífico trabajo, Rudge!

—Lo que yo necesito es el arma —observó el superintendente, sin dar su brazo a torcer.

—También encontré esto, señor.

Y Rudge extrajo de otro bolsillo un nuevo envoltorio de papel, y de él un nuevo cuchillo, éste común, de los que suelen usar los marineros.

—No tiene impresiones digitales —anunció depositándolo sobre la mesa.

—¿Dónde encontró eso?

—En una mata de valeriana, señor, en el fondo del jardín de sir Wilfrid Denny, junto al río.

—¡En el jardín de sir Wilfrid Denny!

—Sí, señor. Así es —y Rudge refirió su hallazgo de la ramita de valeriana enredada en el bote del almirante, explicando que no estaba allí cuando lo había examinado el sargento Appleton—. Me ocurrió lo que en esos juegos del tesoro escondido —añadió—, en los que una pista lleva a la otra. Esa valeriana significaba una pista, por eso la seguí y encontré el cuchillo. Claro está que se trata de una maniobra. Ni siquiera tiene sangre, sino tan sólo herrumbre. Indudablemente, el arma verdadera se encuentra a estas horas en el fondo del mar.

—¿Lo cree usted así?

—Los ríos —sentenció Rudge— pueden dragarse.

—¿Y usted cree que Fitzgerald falsificó ambas pistas?

—Estoy absolutamente convencido, señor.

—Va siendo hora —observó el superintendente— de que echemos el anzuelo a ese mocito Fitzgerald.

Rudge miró su reloj.

—Lo espero a las once y media. Faltan quince minutos. Le prometí que tendría una información exclusiva, si pasaba a buscarla.

—¿Y vendrá? —interrogó dudoso el jefe de policía—. ¿No le parece que se arriesga usted mucho?

—Como quiera que sea, el sargento Appleton lo está vigilando, señor.

—Si Fitzgerald se escapa, Rudge... —volvió a gruñir el superintendente Hawkesworth.

—No escapará. ¿No hay alguna otra cosa que deseen ustedes preguntarme antes de que llegue?

—¿Ha fijado la procedencia del periódico de la tarde que se encontró en el bolsillo de la víctima?

—No, señor. Debió adquirirlo en Whynmouth, o acaso lo tomara en el Lord Marshall. No creo que deba atribuírsele mucha importancia.

—Así pues, ¿ha llegado usted a la conclusión de que fue el mismo almirante quien se presentó en el Lord Marshall? —inquirió el mayor Twyfitt.

—Sí, señor. Sé que el superintendente tenía otra opinión, pero hemos probado que estuvo en Whynmouth, y siendo así, ¿por qué no hubiera podido ser él? Tal vez receló algún peligro en la entrevista que tenía por delante, y se propuso llevar a Holland para que lo acompañara. Pero cuando el portero le informó de que ya se había acostado, no lo quiso molestar y se limitó a presentar la primera excusa que le cruzó por la cabeza. Claro está que nunca tuvo el propósito de tomar un tren, pero tenía que decir algo.

—Hum... —rezongó el superintendente no muy halagado al ver que un simple inspector desbarataba sus brillantes razonamientos.

—¿Y la llave de la puerta que se encontró en el bote del almirante? —preguntó Twyfitt.

—¿Por qué no hubiera podido dejarla caer allí el mismo almirante, señor? Es lamentable perder el tiempo buscando explicaciones complicadas, cuando hay una perfectamente simple al alcance de la mano. Ésa fue también mi impresión —añadió Rudge con una mirada de suprema inocencia— respecto a la visita de Penistone al Lord Marshall. Aunque me consta igualmente que míster Hawkesworth no está de acuerdo conmigo.

El ancho rostro de míster Hawkesworth expresó por un instante una compunción tan sincera, que el jefe de policía se apresuró a desviar la conversación hacia otro terreno.

—Y en lo que se refiere a la muerte de mistress Mount, Rudge, ¿ha adelantado usted algo en su teoría de asesinato?

—No mucho en lo relativo a las pruebas, señor —contestó Rudge lentamente—. Si le interesa a usted escucharla, podría desarrollarle mi argumentación a favor de esa teoría. Pero no ignoro que, en el actual estado de cosas, no podríamos sostenerla ante un jurado.

—Escuchémosla, pues.

—Si ha habido en realidad crimen, tuvo que cometerse en la siguiente forma. Mistress Mount dispone la entrevista. Ha perdido su sangre fría y va a revelar muchas cosas. Los Holland saben ya bastante; va a decirles todavía más. Ignoro cuánto sabe el reverendo, pero su conocimiento va a ser mucho mayor cuando ella haya terminado. Como es natural, esto no conviene a los intereses de una determinada persona. Descubre lo que ella se propone hacer y va en su busca para detenerla. Debió llegar a la casa muy poco antes que yo. La mujer lo hace entrar y empiezan a discutir. De pronto, me ven llegar por el camino. El criminal toma el cortapapeles de encima del escritorio, y la amenaza con él para que no emita el menor sonido. Ella guarda silencio. Me ven esconder entre los laureles. Más tarde, aproximadamente una hora después, llegan los Holland, y el hecho se repite. Los recién llegados se sientan en el césped y queda salvada la situación por pocos minutos. Pero el hombre está ahora ofuscado, y ella, probablemente al borde de la histeria, ya no le inspira confianza. Todo el tiempo, mientras nosotros tres estamos allí afuera, se ve obligado a mantener el puñal contra el pecho de la señora para asegurarse su silencio. ¿Qué hace entonces? Hace que sea ella misma quien lo mantenga allí, con ambas manos sobre el mango, apuntando directamente al corazón. De este modo, con una sola de sus manos sobre ella, puede dominarla más fácilmente y emplear sus ojos en otras cosas. Mistress Mount está medio muerta de espanto; lo ve dispuesto al crimen y hace cuanto le ordena. Después vuelven los Holland a la casa. Por su conversación se entera el asesino de que la puerta principal, que acaso no haya dejado bien cerrada, se ha abierto. Ya entran. Los oye pasar al salón y luego al comedor. Sabe que entrarán en el estudio. Se trata ahora de su propia vida, o de la de ella, ¿y qué hacer? Está detrás de la mujer, con ambas manos sobre las de su víctima, en la empuñadura de la daga. Con un impulso convulsivo hunde la hoja en el corazón de mistress Mount, que lanza un grito. La deja caer, y se precipita detrás de la puerta, secándose las manos en su pañuelo. Entran los Holland. A la vista del espectáculo, ella echa a correr despavorida; el marido se queda unos instantes y después sale de la casa en su seguimiento. Yo estoy atravesando el parque. El asesino dispone así de un par de segundos para esconderse en el retrete situado junto a la puerta principal, y lo hace, pero no puede abandonar la casa por temor a ser visto. Y por lo tanto —concluyó Rudge casi sin aliento—, todo lo que puede hacer es aguardar a que no haya moros en la costa, salir cuando así lo crea, ocultarse detrás de una esquina del edificio, y en la primera oportunidad propicia caminar por la grava cuidadosamente y volver a entrar. Y esto, señor, es precisamente lo que sugiero que hizo.

Cuando Rudge hubo terminado su exposición, se produjo un silencio que rompió el superintendente Hawkesworth para observar con la mayor amabilidad:

—¿Puede usted probar que no llegara a la carretera? ¿Y esos dos que estaban en el césped?

—No podían verlo desde el lugar donde se hallaban. El ángulo del edificio lo impedía. Por lo demás, no lo hubieran declarado.

Se produjo un nuevo silencio.

—Míster Hawkesworth —preguntó el inspector con cierta desconfianza—, ¿quién hará el arresto, usted o yo?

—Será mejor que lo haga usted. Ha realizado un trabajo excelente —contestó Hawkesworth que, después de todo, era un hombre leal— y creo que le corresponden todos los laureles. El que hace el arresto se lleva siempre los laureles. Es decir —añadió como excusándose—, siempre que el mayor Twyfitt lo permita.

—Por cierto, por cierto —asintió este caballero—. Coincido en todo, Rudge ha actuado muy bien y nos ha ahorrado una cantidad de molestias, sin hablar de Scotland Yard.

—Gracias, señor —dijo Rudge con aire modesto, y consultó su reloj; marcaba casi las 11.30.

—Bien, supongo que lo único que podemos hacer es esperar —comentó el jefe de policía.

Los tres empezaron a sentirse incómodos.

Pero no tuvieron que esperar mucho. Antes de que las manecillas del reloj llegasen al punto señalado, un policía introdujo la cabeza por el hueco de la puerta para anunciar, en un cuchicheo, que míster Graham estaba allí para ver a míster Rudge, que lo había citado.

—Hágalo pasar —ordenó el mayor.

El periodista del pelo cortado al rape entró con su habitual aplomo, saludando a los tres hombres cordialmente y recibiendo en compensación tres breves inclinaciones de cabeza.

—¿Qué significa esto, inspector? —preguntó—. ¿Algo confidencial para mí? Es muy amable de su parte.

—Algo muy especial —respondió Rudge secamente—. Me dispongo a hacer un arresto.

—¡Un arresto! —Fitzgerald se lo quedó mirando de hito en hito—. ¡Oh! ¿Por la muerte del almirante Penistone?

—Por el asesinato del almirante Penistone —lo corrigió Rudge, sombrío—. Y por algo más.

—Ya veo. Ha sido usted muy bondadoso en hacérmelo saber...

El aplomo del periodista no era ya tan acentuado. Sin que lo invitaran, se sentó en una silla, como si sus piernas se negaran de pronto a sostenerlo. Los otros tres lo contemplaban en silencio.

El agente volvió a introducir su cabeza por la abertura de la puerta.

—Sir Wilfrid Denny, para ver a míster Rudge, que lo ha citado —volvió a anunciar.

—Hágalo pasar, Gravestock —ordenó el inspector. Y mientras se levantaba de su asiento, explicó lacónicamente a sus superiores—: He rogado a sir Wilfrid que tuviera la gentileza de venir, para que pudiéramos interrogarlo acerca de... ciertas cosas.

Los otros hicieron sendos ademanes de asentimiento.

Rudge se encaminó a la puerta para recibir a sir Wilfrid, pero éste se hallaba ya en el umbral cuando llegó. Rudge era un hombre voluminoso y sir Wilfrid menudo. Fue sir Wilfrid quien cayó al suelo. Con claras señales de confusión, y disculpándose amablemente, Rudge lo ayudó a incorporarse y a sacudirse el polvo.

—Lo lamento, señor. Lo lamento muchísimo. ¡Qué torpeza la mía! ¿Conoce usted al mayor Twyfitt? ¿Y al superintendente Hawkesworth? Siento haberlo hecho venir, pero necesitábamos formularle una o dos preguntas para aclarar un punto dudoso. Se trata de una ramita de valeriana que encontramos incrustada entre dos tablas del bote del almirante. Ahora bien: he inspeccionado río abajo y río arriba, y la única mata de valeriana que crece junto al agua está en su jardín. Nos preguntábamos si usted podría explicarnos cómo fue a parar allí esa ramita.

Sir Wilfrid hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta y se quedó mirando al inspector con expresión de perplejidad.

—No. No puedo.

—¿Y tampoco sabe cómo fue a parar a la misma mata este cuchillo con huellas de sangre?

Denny miró al mayor Twyfitt, miró al superintendente Hawkesworth, miró a Walter Fitzgerald y tosió.

—Nunca lo he visto antes —dijo.

—Gracias, señor. Es todo lo que tenía que preguntarle. Debo ahora cumplir una obligación muy penosa.

Rudge hizo una pausa, y miró fijamente a sir Wilfrid, que volvió a toser, esta vez con más violencia.

—Sir Wilfrid Denny, lo arresto a usted por los asesinatos de Hugh Lawrence Penistone y de Célie Mount. Y le prevengo que cualquier cosa que diga puede ser utilizada como testimonio en contra de usted.