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Treinta y nueve artículos de duda

por R. A. Knox

Por su propia naturaleza, la vida de un policía está llena de sorpresas. Una parte considerable de la colectividad se siente por demás inclinada a jugarle malas pasadas, ya sea tendiendo a su paso alambres en los jardines, de un lado a otro de los senderos; ya sea acechando en la sombra de las callejas oscuras, con medio ladrillo oculto en una media. Rudge no había ascendido a su grado de inspector sin conocer unas cuantas experiencias de este género, y estaba a punto de adquirir esa impasibilidad perfecta que, como el poeta antiguo nos asegura, constituye buena parte de la felicidad. No obstante, esta repentina confesión lo pilló casi desprevenido. ¡La opinión de Grice de que el cuerpo debió de haber sido cadáver desde algo antes de la medianoche parecía un punto de partida tan firme, y los restantes elementos del caso se habían agrupado en torno de este hecho central con tanta docilidad...! La perspectiva de una excursión a Whynmouth y de un crimen cometido río abajo, la oscuridad, el aislamiento, la acción de las mareas... ¡Todo engranaba tan cumplidamente! (Y a propósito, ¿por qué había estado tan seguro de las mareas? ¡Ah, sí, Neddy Ware! Era curioso que Neddy Ware se hubiera mostrado tan positivo sobre aquel punto.) Demasiado tarde comprendía el inspector que ni una sola prueba, fuera de la engañosa infalibilidad del perito, excluía la posibilidad de que el crimen se hubiese perpetrado bastante después de medianoche. Y eso, según ahora parecía, fue lo que debió ocurrir. Claro que Holland podía estar mintiendo, pero era difícil concebir los motivos. ¿Por qué abandonar, en efecto, una coartada de primer orden en el Lord Marshall, a cambio del dudoso honor de haber sido el último hombre que vio con vida al difunto? Hubiera sido un juego de tontos, y Holland no tenía aspecto de serlo.

Al cabo de unos instantes, la fuerza del hábito se impuso: Rudge había extraído la inevitable libreta, y se dedicaba a volver sus páginas en busca de una en blanco, acordándose, mientras lo hacía, de no humedecer el dedo.

—Creo mi deber informarle, señor —explicó—, de que no está obligado a hacer declaración alguna. Como sabe, será citado a la audiencia, y si prefiere reservar para entonces...

—¿Mi defensa? —lo interrumpió Holland con grosero sarcasmo—. ¡Es usted muy amable! Pero aquí me tiene, perfectamente pertrechado ya con una historia inverosímil, cuidadosamente preparada para engañarlo, y sería una lástima que no me descargase de ella mientras conservo mi facilidad de palabra. Usted preferiría tenerme antes en remojo, ¿verdad? Y tomar mi declaración sin testigos, para poder cocinarla ulteriormente. Pues no... Yo me decido por la ocasión actual, si no tiene ninguna objeción que oponer.

A duras penas pudo Rudge contenerse de manifestar al inoportuno bromista que esa clase de cosas no lo ayudaría en nada. Después de todo. Holland pertenecía, evidentemente, a las clases opulentas, que disfrutan siempre del beneficio de la duda.

—Por cierto que no, señor —se rectificó, en tono un poco frío—. Pero quizá fuese mejor que mistress Holland...

—¡Ah! ¿De modo que quiere usted asegurarse de que los dos contemos la misma fábula? Bueno. Mala suerte para un hombre que está en su luna de miel, pero si no te importa, Elma...

Ambos cruzaron una rápida mirada. En los ojos de él, esa mirada acusó una intimidad llena de adoración. En los de ella... ¿acaso cierto enfado ante su cinismo? ¿No sería, más bien, un ligero matiz de repugnancia?

Míster Dakers salvó la situación, insinuando que nada sería para él más grato que un paseíto por el jardín en compañía de mistress Holland. Necesitaba discutir con ella diversos asuntos. Y así fue como quedó Rudge a solas con su testigo principal.

—Ahora, señor —empezó bruscamente—, admitirá usted que la historia que me contó en nuestro primer encuentro estaba en abierta contradicción con lo que acaba de decir.

—¡Estos intelectos de gigante! Sí. Le dije que me hallaba en la cama, en Whynmouth, cuando en realidad estaba aquí. Es una discrepancia.

—Disculpe, señor, pero adonde voy a parar es a lo siguiente: ¿era mentira todo lo que me dijo? Por ejemplo, tengo anotado aquí que no fue usted visto por nadie después de las once. ¿Confirma esa declaración? Ya no parece tan verosímil, ¿no es cierto? Tal vez quiera usted tratar de recordar si no se cruzó con alguien en su trayecto hasta aquí. Supongo que vino a pie... ¿O en el autobús?

—El último autobús, mi querido Rudge, como usted y yo sabemos perfectamente, sale a las diez y media. No. Vine caminando, y me crucé con algunos de los caballeros que acaban de abandonar el Lord Marshall, pero no me parece probable que ninguno de ellos conserve un recuerdo muy nítido de sus impresiones. Había también unos cuantos enamorados, pero temo no poder reconocer sus facciones y dudo que ellos reconocieran las mías. No hablé con nadie.

—¿No se encontró, por casualidad, con alguno de nuestros hombres?

(Hubo un fragmento de pausa, como si repentinamente le fallase a Holland su habitual inventiva.)

—No, no creo —fue por fin la respuesta—. En cierta ocasión miré hacia una calleja lateral, y me pareció ver encenderse una linterna de las que usa la policía, pero pudo tratarse de alguien prendiendo el farol de una bicicleta, y en este momento no recuerdo tampoco qué calle era.

—¿Y vino usted directamente por el camino principal?

—Todo el tiempo.

—Ahora, señor, pasemos a otro punto, si no le es molesto. ¿Tuvo usted en todo momento la intención de hacer esta visita más bien tardía?... ¿O se entretuvo paseando por la carretera..., o se le ocurrió la idea de pronto, cuando ya casi era hora de cerrar, o estaban a punto de hacerlo?

—Mi querido inspector, es usted un poco ingenuo. No se me oculta que el portero debió decirle que había visto mis zapatos en el corredor. Y, por lo tanto, la historia que he resuelto contarle es que me disponía a meterme en la cama, cuando un incidente inesperado vino a alterar mis propósitos. Al mirar por la ventana vi salir por la puerta principal a un hombre a quien me pareció reconocer por la forma de los hombros. Inmediatamente me dije que debía ser una impresión falsa; algo en el aspecto del sombrero me hizo pensar que se trataba de un clérigo. Después me asaltó la idea de que los clérigos no suelen salir por las puertas de las posadas a la hora de cerrar. Y me sentí seguro, aunque no sé cómo, ni por qué, de que se trataba del pobre viejo Penistone. Y como tenía necesidad de hablar con él, me eché encima apresuradamente el resto de mis ropas y salí a la calle. Ya no había señales del hombre, naturalmente, pero yo me precipité por el camino que a mi juicio debió tomar. Y por último... Bueno, por último, recorrí todo el trayecto hasta aquí.

—¿Sin más que la remota perspectiva de encontrarlo aún levantado tan tarde?

—Inspector, ignoro si usted es casado, o si su pecho ha sido siempre insensible a las emociones más dulces. Pero si se toma el trabajo de interrogar a cualquiera que haya estado profundamente enamorado, le dirá que a un amante no le importa nada recorrer una o dos leguas, sin más propósito que pararse frente a una ventana, y ponerse sentimental entre los rododendros. Y por mi parte no hubiera hecho más, si no hubiese advertido que había luz en el estudio del pobre almirante.

—¿Vio usted esa luz cuando se acercaba?

—Mire, obtendría mucha más información si no estuviese siempre de pescar en falta a sus interrogados. ¡Claro que no pude verla desde la carretera! Me había vuelto hacia el parque, y la vi desde allí. Me acerqué, llamé, y el almirante me hizo pasar por la puerta ventana. Me dijo que había llegado en un momento muy oportuno, «muy dramático», añadió porque estaba a punto de entregar a su sobrina el documento que habíamos estado esperando todas estas últimas semanas: su consentimiento para nuestra boda. Y por cierto que el papel estaba sobre la mesa cuando entramos al salón.

—Eso debió ocurrir... ¿Alrededor de las doce y cuarto dijo usted?

—No me fijé en la hora exacta, pero había dejado el Lord Marshall poco después de las once, que es la hora de cerrar. Luego de salir de Whynmouth, seguí caminando despacio, así que no puedo haber llegado aquí antes de las doce, más o menos. Tales son mis deducciones.

—Sí, ya veo. ¿Y tuvo usted la impresión de que el almirante Penistone no pensaba volver a salir? ¿Tenía puesta su bata, por ejemplo? ¿Estaba fumando... o bebiendo un whisky con soda, o algo semejante? Ya comprenderá lo que quiero decirle. Necesito saber si salió después de su partida, y en tal caso por qué lo hizo.

—Bueno, pues en ese aspecto no puedo ayudarlo mucho. Parte del tiempo tuvo una pipa entre los labios, estoy seguro. Lo único que me hizo pensar que no tenía la intención de acostarse fue el desorden de su escritorio: papeles por todas partes, extraídos de sus casilleros. El almirante no pertenecía a esa clase de hombres capaces de irse a la cama sin haber acostado antes a sus papeles.

—Ajá... Eso es muy interesante. ¿Y posiblemente no tiene usted idea de lo que eran esos papeles...?

—Temo que ni la más remota. No dudo de que el oficio de ustedes los obligue a mirar, a veces, por encima del hombro de una persona, pero en el comercio del yute tenemos un código de urbanidad más estricto.

Rudge percibió la agresividad de esta reflexión, pero consiguió producir una sonrisa bastante aceptable.

—¿No se quedó, pues, mucho tiempo? ¿Tal vez se limitó a darle las gracias y dijo que debía regresar a Whynmouth?

—Poco más o menos. El me acompañó nuevamente hasta la puerta ventana, y yo regresé al Lord Marshall, inspector, en el estado de espíritu en que se encuentra un hombre cuando comprende que el sueño más grande de su vida se ha convertido en realidad, es decir, caminando sobre las nubes, y sin prestar mucha atención a cuanto me rodeaba.

—¿Y no le preocupaba siquiera cómo abriría la puerta principal del hotel?

—¡Oh, no! Había tomado mis precauciones. Sabía que el portero es amigo de irse a dormir en cuanto puede, y no le gusta que le interrumpan el sueño. De modo que tuve cuidado de descorrer el pestillo de la puerta trasera (ya comprobará usted que no tiene cerrojo) y temo que ni la misma mistress Davis me oyó llegar. Me pareció mejor así, porque es muy charlatana.

—En eso tiene usted razón, señor. Con todo, preferiría que hubiese sido menos silencioso en sus idas y venidas. Eso le hubiera favorecido en la audiencia. Aunque sin duda habrá vuelto a dejar sus zapatos en el corredor, y así podremos confirmar que llegó antes de que abriesen la puerta principal, ¿no es cierto?

—Piensa usted en todo, mi querido inspector. Ahora quiere hacerme decir que estaba usando, a las once y cuarto y camino de Rundel Croft, los mismos zapatos que estaban junto a mi puerta a las once y media. Créamelo, su técnica está mejorando mucho. Pero la triste verdad es que cuando me vestí y salí en persecución de mi Almirante Fantasma, me puse otro par, unos zapatos de gamuza que nadie en su sano juicio haría limpiar en el Lord Marshall.

—¡Ah! Así se explica todo. Supongo que no traería usted por casualidad un ejemplar de la Evening Gazette.

—Nunca la leo. Su tendencia política me da náuseas.

Rudge contempló su libreta, extendiendo el brazo como para estudiar un efecto artístico.

—Bueno. Me ha dado usted una explicación perfecta de sus movimientos, míster Holland. Quedan todavía una o dos preguntas que me agradaría hacerle, pero como no tienen relación directa con lo ocurrido anoche, no me sorprendería que no quisiera usted contestarlas. La primera es ésta: ¿por qué el almirante Penistone se oponía en un principio a que usted se casara con su sobrina, y luego cambió de opinión?

—Debe de andar usted muy afanado buscando misterios, si también de esto hace uno. A poco que lo piense, observará que sólo conozco a la familia desde hace tres o cuatro semanas. Y ya que demuestra tan solícito interés por nuestros asuntos privados, le diré que vi por primera vez a la que es hoy mi esposa, poco después de su llegada, en casa de sir Wilfrid Denny, y que entre nosotros surgió un amor a primera vista. El almirante... Pues bien, el almirante era hombre circunspecto, y supongo que quería conocerme más a fondo. Cuando su sobrina me escribió diciéndome que regresara a Whynmouth porque tenía buenas noticias para mí, me atreví a esperar que se tratara del consentimiento, y fue entonces cuando obtuve la licencia. Pero, por lo visto, mi respetabilidad era para él más evidente de lo que lo es para usted.

—¡Oh, vamos, espero que no se habrá ofendido! Y ahora, pasemos a la segunda pregunta. Parece descortés, pero debo formularla. ¿Por qué tenía usted tanta prisa por casarse, míster Holland?

Holland hizo una pausa, esta vez inconfundible, pero su rostro no sugería culpa ni doblez; más bien parecía un hombre honesto que sabe más de lo que puede decir, y que no está muy seguro de lo que puede decir sin faltar a la verdad. Así fue por lo menos como interpretó Rudge su expresión, en los pocos instantes que duró su perplejidad.

—Inspector —dijo al cabo Holland, con una nota más seria en la voz—. No debe usted responsabilizarme de las fantasías de una mujer. Sé que a usted le parece muy chocante que nos hayamos escapado de ese modo para casarnos en la mayor intimidad, debido al duelo de la familia de la novia, y apenas frío el banquete fúnebre. Pero la verdad es que Elma está mucho más nerviosa de lo que su autodominio deja entrever. Creo que la trastornó lo ocurrido aquí anoche y se imaginó estar en peligro. ¿Quién podía asegurar que no fuese ella la próxima víctima de esta misteriosa vendetta o lo que sea? Quería irse de la casa y tener cerca, desaparecido su tío, a un hombre con legítimo derecho a ser su protector. Y no podrá usted negarme que, por muy indigno de Elma que yo sea, tengo por lo menos el «formato» adecuado para ahuyentar criminales. Esa debió ser la impresión de ella.

—Sí. Es muy comprensible. Permítame ahora preguntarle otra cosa: ¿le dio el almirante Penistone, cuando lo vio usted por última vez, alguna explicación sobre su cambio de actitud?

—Si usted lo hubiera conocido, sabría que no era hombre de dar explicaciones. Era seco y lacónico en su conversación, y aborrecía gastar palabras. En esa oportunidad, apenas si dijo algo más que «buenas noches» y «venga por aquí, tengo algo para mostrarle». Fuera de esto, no hizo más que chupar su pipa; así entendía él la conversación.

—Era un gran fumador, ¿no es cierto? Apostaría a que usaba siempre la misma pipa. El fumador auténtico no usa nunca más de una.

—En tal caso, él no debía serlo. Puede usted ver por sí mismo todas las que tenía desparramadas sobre la repisa de la chimenea. Si una no tiraba bien, tomaba otra.

—Me pregunto... ¿No le parece posible que tuviera alguna preocupación y que por eso hablara tan poco? Como es natural, me siento ansioso por descubrir si el infortunado caballero presentía lo que le estaba por suceder. ¿Le pareció, por ejemplo, pesaroso o cansado?

—No advertí nada. No. No advertí nada. Claro que la única luz que había en el estudio era la de esa lámpara que está a su lado, cuya pantalla es verde y opaca. Y no es posible distinguir muy bien la cara de un hombre cuando está de pie, y la única luz de la habitación cae sobre su escritorio. Pero si quiere usted saber si su acento sugería preocupación o inquietud, le diré que no.

—Bien, míster Holland. Creo haberle preguntado ya todo lo que necesitaba saber. ¡Ah! Me falta algo... ¿Por casualidad no tenía puesto el almirante su abrigo?

—¿En su estudio, y en una calurosa noche de verano? Lo mismo podría usted preguntarme si no llevaba cota de malla.

—Sé que suena absurdo..., pero la verdad es que cuando lo encontramos llevaba puesto un abrigo grueso, y claro está que... A propósito, míster Holland, ¿no lo llevaría cuando le pareció a usted verlo por la ventana del hotel?

—¡Qué tonto es uno para fijarse en las cosas! Ahora me parece recordarlo con un gabán grueso, pero tal vez sea porque sé lo del cadáver. Tengo la impresión de que no lo llevaba... aunque quizá sólo esté argumentando conmigo mismo, y diciéndome que por fuerza hubiera debido llamarme la atención que llevara puesto un abrigo grueso en una noche de tanto calor. Si la memoria tuviera ojos... No, inspector, por mucho que me apremie. Lo engañaría si tratara de darle una respuesta simple para una pregunta simple.

—De todos modos le agradezco lo que me ha dicho. En cuanto a mistress Holland...

—Si me pide usted mi parecer, le diré que mistress Holland debe estar impaciente por su cena. No parece usted pensar que está estropeando nuestra luna de miel. Vea, hemos tomado habitaciones en el Lord Marshall. Elma dijo que le sería imposible dormir en esta casa por ahora. Y no me atrevo a pensar lo que será la comida de mistress Davis cuando se enfría. ¿No podría esperar hasta mañana para poner a mi esposa en el potro?

—El caso es, señor, que cuando vea al coroner mañana por la mañana, deberé presentarle un informe tan completo como sea posible, y usted y mistress Holland, desde cualquier ángulo que se considere, van a ser testigos importantes. Pero si cree que mistress Holland preferiría verme mañana temprano..., pues bien, tenemos un agente de guardia en la plaza. Podría hacerle una indicación para estar seguro de dónde encontrarlos. Tal vez no tengan ustedes inconveniente en llevarme hasta Lingham si me instalo en la parte de atrás del automóvil.

—¿Por temor de que nos acometa la tentación de tomar un camino equivocado? Bien, inspector, supongo que nos lo tenemos merecido. Venga, pues. En esta oportunidad jugaremos limpio.

Rudge se acomodó en la penumbra del asiento trasero, espiando instintivamente las dos siluetas cuyos contornos se dibujaban, borrosos, contra la mancha iluminada de la carretera. Las impresiones que ya tenía sobre la pareja se confirmaban; conversaban poco, y cuando lo hacían parecía ser siempre por iniciativa de Holland, en la atenta inclinación de cuyos hombros se revelaba el modelo de amante lleno de solicitud. Elma, por el contrario, permanecía muy erguida, y apenas se movía para responder. Pero también podía suponerse que estuviera cansada y, por añadidura, tenía muchas cosas en que pensar. Acaso hasta sintiese un poco de pena por el pobre viejo cuya suerte había compartido tantos años, y que ahora yacía en el depósito de cadáveres.

Rudge inventó un pretexto para seguirlos al hotel, pues estaba secretamente preocupado por aquella puerta de los fondos.

El Lord Marshall es un edificio antiguo y sin entrada particular para los visitantes, que se ven obligados a recorrer un estrecho pasillo con una pequeña expansión en su centro, desde la cual se obtiene una vista de espaldas de los caballeros que se entonan en el bar público. Uno de ellos se volvió a medias cuando entraron y Rudge tuvo dos impresiones simultáneas: que conocía al hombre, y que el hombre no deseaba ser reconocido. Lo cierto es que retrocedió cuando ellos se acercaban y su rostro quedó oculto en las sombras del hueco de la escalera.

De regreso de una entrevista afortunadamente breve con mistress Davis, Rudge volvió a encontrárselo y verificó sus sospechas. Era «Cabeza rapada», el periodista de la Evening Gazette. Con la promesa de verlo al día siguiente, consiguió el inspector zafarse de sus apremiantes inquisiciones acerca de los progresos del caso, cruzó luego dos palabras con el policía de la plaza, y volvió a la intimidad de su alojamiento privado.

El inspector Rudge, hemos de admitirlo con sentimiento, era un hombre absolutamente vulgar. No se distraía con el violín, ni con el frasco de cocaína; no hacía nudos en un cordel, ni coleccionaba escarabajos; ni se distinguía por ninguna otra particularidad accesoria. Las habitaciones a las que ahora volvía eran habitaciones completamente comunes, en las que ni siquiera se había tomado el trabajo de sacar los adornos de la patrona.

El whisky que extrajo de un armario era de una marca tan conocida que la mención de su nombre constituiría una propaganda innecesaria, y lo mismo puede decirse del tabaco con que llenó su pipa.

Si hemos de revelar toda la verdad, confesaremos también que era hombre tan cabalmente humano que hasta se quitó los botines y los reemplazó por un par de zapatillas caseras. En seguida se aplicó al trabajo nocturno que consistía en seleccionar, del material acumulado en la jornada, aquellos puntos que le parecían susceptibles de investigación ulterior. Dichos puntos los consignaba en forma de preguntas, sin añadirles comentarios, salvo una que otra nota ocasional.

Pero a medida que cada pregunta quedaba reducida a forma escrita, el inspector Rudge clavaba los ojos en el techo, y dejaba vagar su pensamiento por las posibilidades que sugería.

Más adelante reproduciremos las preguntas, con un sumario de las especulaciones a que cada una condujo.

Por última las recontó, y su conciencia ortodoxa quedó complacidísima al comprobar que el número de las mismas ascendía a treinta y nueve.

1 ¿Por qué se instaló Penistone en Lingham, y qué podía esto importarle a sir Wilfrid?

Contemplado en su totalidad, el caso adolecía de un exceso de elementos chinos. Nada tenía, pues, de particularmente improbable que dos hombres muy vinculados con China viviesen tan cerca. Pero mistress Davis, en representación de la chismografía local, había encontrado significativa la coincidencia, e inesperadamente había adelantado el dato de que sir Wilfrid no parecía demasiado satisfecho de semejante vecindad.

¿Era concebible que hubiese existido alguna vinculación entre ambos en el pasado? ¿Una vinculación culpable, tal vez? Y si así era, ¿de qué lado estaba la culpa? Seguramente del lado de sir Wilfrid. El pensamiento de Rudge, ocupárase de lo que se ocupara, tendía a moverse dentro de cauces profesionales, y la idea del chantaje se le impuso por sí misma. Tanto más cuanto que la posición económica de sir Wilfrid parecía bastante precaria.

Memorándum: Acudir al Banco para obtener el estado de la cuenta del almirante. Improbable contar con la colaboración de sir Wilfrid.

2 ¿Por qué piensa Jennie que Penistone y Elma más parecían marido y mujer que tío y sobrina?

Probablemente, meras murmuraciones. Después de todo, el conocimiento que Jennie tenía de la pareja era bastante reciente. Y el hecho de que, al parecer ambos contribuyeran al mantenimiento del hogar por partes iguales, debió darles a sus ojos aspecto de matrimonio. Una vez más, la fantasía de Rudge jugó con la idea de una simulación, pero era de todo punto imposible que una simulación tal se mantuviera por mucho tiempo. Dakers la hubiera descubierto, aunque ninguna otra persona lo hiciese.

3 ¿Por qué tenía Elma tanta intimidad con la doncella francesa, y por qué partió ésta tan repentinamente?

Las dos preguntas podían incluirse en una: si la primera tenía sentido, probablemente procuraría una explicación para la segunda.

El argumento de que Célie había encontrado el lugar abrumadoramente aburrido debía ser un mero pretexto. Una francesa que ha pasado años desterrada de Cornwall necesita algo más de una semana para hastiarse de Lingham. Whynmouth, después de todo, contaba con un lujoso cine. Claro que podía existir entre bastidores algún romance o alguna tragedia que hiciesen crisis en aquel momento, pero era más lógico atribuir la fuga al cambio. Y no era exagerado hablar de fuga, puesto que había quedado dinero pendiente.

Por cierto que si Célie no era una simple criada, podía suceder que el dinero no tuviese importancia para ella. Pero ¿por qué partir inmediatamente después de una mudanza? Sin duda habría sido más plausible hacerlo antes de que ésta se efectuase. Resultaba, pues, forzoso inferir que o bien Célie había encontrado, a su llegada a Lingham, algo inesperado y perturbador, o bien habían surgido contingencias que no hubieran podido presentarse en Cornwall. El lapso era demasiado breve para un idilio. ¿Habría estado ella en Lingham en otro tiempo?

Memorándum: Rastrear las señas actuales de Célie y, de ser posible, buscar referencias sobre su pasado.

4. ¿Por qué, siempre a base del testimonio de Jennie, había tan pocas demostraciones de amor entre Elma y Holland, por lo menos por parte de ella?

También esto podía ser murmuración y nada más. ¿Cómo atribuir a nadie un nivel anormalmente bajo de enamoramiento? Acaso Jennie tuviese un nivel insólitamente elevado de experiencia sentimental. Jennie andaba fisgando siempre, y una pareja de enamorados tímidos podía haberse tomado la molestia de desenlazar sus manos cada vez que sus pesados pasos la anunciaban.

Pero su apreciación tenía un fondo de verdad; cabía suponer que la boda, por lo menos de un lado, había sido un matrimonio de conveniencia. ¿De qué lado? Evidentemente, del de Elma, a juzgar por todos los testimonios, y había que recordar, además, que ésta había sufrido un desengaño anterior y que sentía que la juventud se le escapaba. También podía haber ansiado entrar en posesión de su dinero, en vez de recibir solamente los intereses de manos de sus albaceas. Pero ¿para qué lo querría? Vivía sencillamente, se vestía con desaliño...

Quizás Holland fuese un aventurero, pero en tal caso era muy hábil para simular amor.

5 ¿Qué hacía Elma con su dinero?

Esta pregunta se desprendía naturalmente de la anterior. ¡Qué cómoda resultaría la vida para la policía si todos tuviéramos la obligación de dar cuenta de nuestros ingresos, como se hace en las obras de beneficencia pública! Rundel Croft no era una casa con pretensiones. Su presupuesto debía de ser módico. Aunque Elma hubiera corrido con más de la mitad de los gastos —y el almirante bien debía tener algún dinero propio— era difícil creer que su mantenimiento requiriese mil doscientas libras anuales. Sin embargo, el dinero era de ella, y no tenía ninguna necesidad ostensible de economizar. Una vez más se le ocurrió a Rudge la idea de un chantaje, pero en esta oportunidad a la inversa. Si era sir Wilfrid el chantajista, ¿por qué sus víctimas se habrían instalado tan cerca, y por qué habría manifestado él contrariedad?

Memorándum: También para este punto consultar la cuenta corriente del almirante.

6 ¿Qué papel había representado Walter en la vida secreta de toda esta gente?

Si estaba muerto, su influencia sólo subsistía en la medida en que apartaba a Elma de la mitad de su herencia; y esto, teniendo en cuenta su posición ya cómoda, parecía un factor poco importante.

Pero si estaba vivo..., ¿cuál podía ser su influencia si estaba vivo? ¿Lo querría su familia, o la historia de su desgracia habría anulado todo sentimiento afectuoso? Resultaba extraño, cuando se paraba mientes en ello, que la familia de un soldado desaparecido en la guerra no ostentase ningún retrato suyo en el estudio ni en el salón. Y sin embargo...

Quedaba también el escándalo del cheque. Hubiera sido un poco molesto que las visitas preguntaran: «¿Y ése quién es?»

Si estaba vivo, ¿qué hacía? ¿A qué podía dedicarse?

Parecía inverosímil, en un hombre de sus antecedentes, que dejara pasar a su lado una fortuna sin tratar de alcanzarla. Pero supuesto que viviera y estuviera tratando de rehabilitarse, ¿qué podía ganar cometiendo un crimen de esta naturaleza, o incitando a otros a cometerlo? «El cadáver de uno de los albaceas no constituye un legado muy valioso», pensó Rudge.

7 ¿Por qué decía Ware que el almirante había cambiado mucho desde la última vez que lo vio?

La gente cambia de aspecto con el tiempo, como es natural; y a un hombre que ha vivido años bajo el agobio de una larga injusticia puede perdonársele que pierda algo de su vitalidad y alegría. Pero las fotografías de Rundel Croft, que databan evidentemente de la época evocada por Ware, acusaban una semejanza inconfundible con el hombre que había aparecido muerto. De nuevo la loca sospecha de una caracterización atravesó la mente del inspector, y de nuevo el sentido común le reiteró que es imposible mantener una simulación mucho tiempo.

¿Era concebible que el viejo hubiera reconocido el cadáver por él rescatado de las aguas, que por algún motivo personal pretendiera no reconocerlo, y que después inventase aquella historia del cambio para explicar su falta de memoria?

Pero (una vez más «pero») ¿con qué objeto fingir ignorancia? ¿Por qué no haber dicho, simplemente: «He visto a este hombre antes de ahora, pero no consigo recordar cuándo ni dónde»?

Memorándum: interrogar a Dakers al respecto.

8. ¿Llevaba a alguna parte la alusión de mistress Davis a una esposa que había abandonado el hogar?

Parecía una posibilidad muy remota. Pero hasta aquí, y con excepción de Elma, no había en el caso más mujeres que la innominada pasajera del automóvil, y aquel fantasma del pasado de Lingham que, según todas la presunciones, debía estar ya muy lejos del teatro de la acción.

Se ha señalado ya que el pensamiento de Rudge se traducía siempre en términos de experiencia policíaca, y «Cherchez la femme» es casi el primer mandamiento en el decálogo del detective.

Pero ¿cómo hacer indagaciones sobre la historia de mistress Mount a partir de su fuga? Quizás el vicario pudiese indicar el nombre del rival culpable, pero aparte de que hubiera sido un descomedimiento preguntárselo, era más que probable que, a esta altura de las cosas, se hubieran borrado ya las huellas de una desaparición tan lejana. No, decidió el inspector: estaba fantaseando. Mistress Mount no había vivido nunca en Lingham, y era casi seguro que en la época de su deserción su esposo ni siquiera hubiese oído mentar los nombres de Penistone o Denny.

Aquí no había ni un cabo suelto por recoger.

Rudge trazó una raya. Hasta este punto sus preguntas habían sido las que, si bien inmotivadamente, hubiera podido formular la policía el día anterior por la tarde, cuando el río discurría aún, apacible, entre Rundel Croft y la Vicaría; cuando los dos muchachos jugaban en él sin sombra de tragedia que oscureciera su ánimo; cuando el paso vivaz y la voz estentórea del almirante lo proclamaban bien vivo, y ningún pálido cadáver yacía en el depósito de Whynmouth.

Debía concretarse ahora el crimen en sí, sus circunstancias y las huellas que había dejado.

Empujó su silla, acercándola más a la mesa, sorbió pensativo un trago de su vaso, vació y llenó su pipa, y volvió luego, disciplinadamente, al catecismo que se había impuesto.

9. ¿Por qué se acicaló tanto Elma aquella noche para visitar al vicario?

También aquí tenía que habérselas con impresiones, y lo que era peor, con las impresiones de una criada bastante imaginativa. Pero nunca se debe desdeñar el testimonio de un experto, y la doncella de una dama, en el pequeño mundo de sus propios y limitados intereses, es un crítico muy observador.

Cualquier desviación de lo normal, por mínima que sea, merece atención y debe ser estudiada como un posible indicio de que el crimen no descarga nunca a modo de un rayo del cielo, de que siempre existe alguien que de antemano ha estado tramando algo. Pero ¿quién podía ser aquí este «alguien» y qué sería lo que había estado tramando?

Si Elma se disponía a encontrarse con Holland aquella noche, era extraño que hubiese sido su tío, y no ella, quien demostrase tanta prisa por regresar a Rundel Croft. Y si alguna cita se había concertado, evidentemente debió tratarse de una cita clandestina; no había ninguna necesidad de atraer sobre ella la atención, engalanándose particularmente para el caso.

Por otra parte, míster Mount no parecía ni mucho menos el tipo de hombre capaz de apreciar la toilette de una dama, ni el que la aventurera más audaz hubiera elegido como víctima. (¡Viejo deporte inglés la seducción de un vicario!)

¿Acaso Elma se proponía salir más tarde aquella misma noche, y sólo se había puesto sus mejores galas para hacer más efectivo su disfraz ulterior?

Memorándum: Preguntar a Jennie si algunas otras prendas del guardarropa presentaban aquella mañana señales de haber sido guardadas apresuradamente, o aparecían cambiadas de lugar.

10 ¿Por qué escondió Elma el vestido posteriormente?

Quizá esto fuese ir demasiado lejos, pero la verdad es que se había preocupado de guardarlo en su maleta, y de hacerlo personalmente. La deducción, si no necesaria por lo menos probable, era que hubiese en ese vestido algo que ella no quisiera dejar ver, ni por el testigo más confidencial. Pero a menos que en el interrogatorio de la mañana siguiente contase una historia muy distinta, aquello significaría que tenía algo que ocultar y que había dado falsa cuenta de sus movimientos.

Si era verdad que, después de salir del cobertizo de los botes, se había ido a la cama directamente, resultaba imposible que hubiese aparecido ningún signo acusador —un desgarrón o una mancha, por ejemplo— después del momento en que dio las buenas noches al almirante.

La dificultad estribaba en que, a raíz del traslado de la joven al Lord Marshall, quedaba descartada Jennie como fuente de información.

Memorándum: Si hay una doncella discreta en el hotel, encargarle que averigüe si ese vestido volvió a Londres.

11 ¿Fue en realidad Penistone quien estuvo en Whynmouth aquella noche?

El dato provenía de dos fuentes, ambas inciertas, y una de ellas posiblemente falsa.

Rudge había comprobado por sí mismo que la iluminación exterior del Lord Marshall era particularmente mala. La declaración explícita del portero, que no tenía por qué mentir, demostraba que el hombre que llamó a la puerta era, o bien el almirante en persona, o bien un impostor que se hacía pasar por el almirante. Si el relato de Holland era verídico, confirmaba la sospecha de un intento deliberado de suplantación de personalidad. Holland no había oído la conversación del visitante, y sin embargo lo encontró parecido a Penistone. ¿Pero estaría el mozo diciendo la verdad? Supuesto que se trataba realmente del almirante, ¿por qué se le habría ocurrido de pronto tomar aquel tren para Londres, tardío y malo? En caso contrario, ¿por qué querría el simulador crear la impresión de que el almirante se proponía tomarlo?

Una y otra hipótesis atribuían a la víctima ciertas misteriosas andanzas que no apoyaba ninguna otra prueba, con excepción de su impaciencia por marcharse de la Vicaría.

Ahora bien, suponiendo que no se hubiese tratado del almirante, ¿cuál podía haber sido el objeto de aquella cuidadosa caracterización? ¿Complicar a Holland en el crimen? Pero ¿cómo hubiera podido anticipar el impostor que Holland no se había quedado profundamente dormido en el Lord Marshall? Fuera de su propio testimonio, nada lo relacionaba con la visita misteriosa. ¿Crear, entonces, una falsa impresión acerca del lugar del crimen? Sí..., tal vez hubiera algo de esto. Tal vez el propósito hubiera sido fabricar una coartada. ¿Pero no se habría ocupado en tal caso el falso almirante en dejar pruebas más positivas de su visita, que el testimonio de un criado de hotel tonto y medio dormido?

12 Si se trataba del almirante, ¿llegó éste por el río o por la carretera?

De acuerdo con el testimonio del vicario, que debía ser verídico pues era muy fácil la comprobación, el almirante tenía un pie lisiado, y no caminaba si lo podía evitar. Parecía igualmente inverosímil que hubiese sacado su automóvil sin despertar a alguno de la casa. Quedaba, pues, la posibilidad del bote. Pero si había bajado por el río secretamente, ¿dónde pensaría dejar el bote cuando tomara el tren para Londres? Suelto, era muy fácil que lo robaran: amarrado junto con los otros, hubiera descubierto sus andanzas. Resultaba ilógico atribuirle el propósito de abandonar Whynmouth para siempre. Más probable parecía que toda esa charla acerca del tren fuese sólo una pantalla. Pero, ¿para qué...? ¿Para qué?

Lo único más o menos seguro hasta ahora era que el bote había salido del embarcadero aquella noche, y que alguien que no era el almirante lo había restituido después al cobertizo.

13 ¿Por qué el visitante, quienquiera que fuese, había preguntado por Holland y en seguida había renunciado a verlo?

En la hipótesis de un falso almirante, la respuesta no era dudosa: había preguntado por Holland como un pretexto para mencionar el nombre de Penistone, y probablemente también para complicar a Holland en los hechos que iban a producirse. Y no lo vio, por temor a ser reconocido.

En la hipótesis del almirante auténtico, en cambio, el motivo resultaba más difícil de conjeturar. Tal vez tratara de enterarse por vía indirecta de que había llegado al hotel y se alojaba allí una determinada persona, aunque resultaba muy extraño que no se hubiese cuidado de ocultar ante ésta sus procedimientos inquisitoriales. Acreditando al relato de Holland cierto fondo de verdad, cabía la posibilidad de una genuina visita para tranquilizar al joven acerca de su consentimiento. Pero, ¿por qué, después de tomarse tantas molestias, se había marchado sin dejar ningún mensaje de importancia?

14 ¿Vio Holland realmente a alguien en la calle?

Respuesta: sí, y esto significa que su historia es verídica hasta cierto punto. Estaba sin duda en el Lord Marshall o cerca de allí a la hora de cerrar. Pero ¿eran sinceras aquellas dudas en lo referente al abrigo, o se trataba de una ignorancia fingida para evitar posibles trampas? Respuesta: no eran sinceras. Y esto significa que Holland sabía aún muchas cosas que ocultaba.

O bien estaba enterado de que el almirante pensaba efectuar aquella visita, o bien conocía los planes de la persona que se hizo pasar por el almirante. Tanto en un caso como en el otro, podía haber mencionado el hecho para demostrar que estaba en el hotel a la hora de cerrar. Esto olía a coartada.

15 ¿Fue Holland realmente a Rundel Croft aquella noche?

Contra la verosimilitud de su historia conspiraban la extrema vaguedad del relato, la falta de un motivo concreto para su excursión, su afán por explicar lo improbable de que se presentasen testigos de ella, el cambio de los botines y el confesado secreto de sus idas y venidas.

Pero si mentía era absurdo suponer que lo hiciera para protegerse a sí mismo: su mejor coartada era la cama.

El testimonio de mistress Davis, combinado con el del portero, constituía una defensa que la policía no hubiera podido desbaratar fácilmente, por lo menos mientras no contara con algún indicio positivo en contra de Holland, y tal indicio no existía.

Pero he aquí que, en vez de atenerse a su primera declaración, repitiendo que se hallaba profundamente dormido en su cama, se había apartado de ella, confesándose un mentiroso, para contar una nueva historia, en muchos aspectos fantástica, acerca de una extravagante visita a Rundel Croft que ningún testigo podía corroborar, y proclamándose así, suplementariamente, la última persona que vio con vida a Penistone.

Al parecer estaba metiendo deliberadamente su cabeza en un nudo. ¿Por qué lo haría, sino para desviar las sospechas del verdadero criminal?

Y esto quería decir... Sí, naturalmente. Lo que contó aquella mañana debió ser la verdad, pero a partir de aquel momento sin duda habían llegado a su poder nuevos datos que lo indujeron a echarse la soga al cuello.

Y sin embargo, si toda su segunda declaración era falsa, ¿por qué no inventar una explicación más convincente para dar cuenta de su presencia en Rundel Croft?

16 Si verdaderamente estuvo en Rundel Croft, ¿había acudido allí citado por alguien?

Esta cita sólo podía haber sido concertada con el propio almirante o, más probablemente, con Elma. En el primer caso, la única forma de probarlo era que el mensaje hubiera dejado alguna huella. Si se trataba de una nota, alguien había debido entregarla; si de una llamada telefónica, acaso fuera posible rastrearla: algún empleado del hotel tenía que haberla recibido y, teniendo en cuenta lo avanzado de la hora, era muy posible que la recordase.

Si bien se pensaba, aquel mensaje debió provenir de Elma, o por lo menos así debió suponerlo Holland, pues de no ser así no hubiera tenido por qué ocultarlo, y admitiéndolo su historia hubiera sido mucho más plausible.

Memorándum: Interrogar a mistress Davis sobre el mensaje y, de ser preciso, averiguar en la oficina telefónica.

17 ¿Quién era la mujer que pasó por Lingham a las 11.15?

No valía la pena plantear así esta pregunta, ya que todavía no se podían abrigar esperanzas de conocer su identidad. Pero era necesario, por lo menos, considerar si su llegada habría tenido alguna relación con el asunto. Su automóvil, que acaso llevase un pasajero más, acaso no pudo llegar a Whynmouth a tiempo para dejar en el Lord Marshall al misterioso visitante. En la alternativa, era igualmente posible que los ocupantes del coche se hallasen en Rundel Croft a la hora del crimen, aunque éste se hubiera cometido más temprano. Podían haber llegado hasta allí por el puente de Fernton, preguntando por la Vicaría para despistar; o haberse detenido cerca de la Vicaría y haber atravesado el río en el bote de míster Mount. Este último procedimiento habría tenido por consecuencias transportar el bote del vicario a la escena del crimen, eventualidad que, desde el punto de vista policial, merecía especial atención. No obstante, Rudge se sorprendió rechazando instintivamente esta hipótesis, que suponía para el asesino o los asesinos un viaje de ida y vuelta desde Londres, su sede presumible, porque la policía de Whynmouth no podía andar buscando sospechosos en Londres, y se habría visto obligada a acudir a Scotland Yard, que, como siempre, se llevaría todos los laureles.

En este punto, el inspector trazó una nueva raya. Había llegado al final de las investigaciones relativas a los antecedentes (o a lo que, a primera vista, parecían antecedentes) del crimen en sí.

Era ya tiempo de encarar un nuevo grupo de problemas: los creados por las circunstancias en que el asesinato fue descubierto.

Hacía falta encender nuevamente la pipa y quizá se impusiera también otro traguito. Cumplida con creces esta última condición, se aplicó a los hechos.

El testimonio humano era terreno resbaladizo e incierto. Todo cuanto se dice es una fotografía más o menos empañada por la sombra del hombre que lo dice. Pero la naturaleza no miente. Las mareas suben y bajan, el rocío cae, la sangre fluye, las puertas se abren y se cierran, de acuerdo con leyes inmutables y seguras. Los indicios apuntan a los actos, y desembocan en los motivos que se ocultan tras los actos.

Así pues...

18 Estamos frente a un hombre asesinado ¿Quién tenía un motivo, y cuál era, para darle muerte?

Normalmente hubiera podido presumirse un conflicto local, aunque el cuchillo, como mistress Davis había observado sagazmente, no es el arma habitual del crimen inglés. Pero un solo mes de residencia era demasiado poco tiempo para autorizar tal hipótesis. Por otra parte, un enemigo de Cornwall hubiera tardado algo más en localizar a su víctima y asegurarse de las condiciones del terreno. Por lo tanto el conflicto que halló su desenlace en aquella horrible herida, debió tener su origen en el pasado del almirante. Cabía suponer además, con cierta razonable certeza, que el asesino conocía las costumbres de la víctima, o bien gozaba de su confianza.

Un hombre es encontrado muerto en el bote del vicario la misma noche en que ha estado cenando en la Vicaría. En su bolsillo hay un ejemplar del mismo periódico del que es suscriptor; el crimen está en algún modo vinculado con una visita, pretendida o real, a un hotel vecino, donde se alojaba en aquel momento un conocido de la víctima; todo esto implica el conocimiento de determinadas circunstancias (el misterioso chino de los libros de cuentos puede ser eliminado ya de la lista de sospechosos, pues él no se hubiera dignado cometer un crimen tan sencillo). Queda, pues, limitada la investigación a las personas que sabían algo de la vida del almirante. ¿Cuáles eran éstas? Sus vecinos: Neddy Ware (no mucho); el vicario y sus hijos; sir Wilfrid Denny, que seguía siendo una incógnita. Sus criados, aunque no habían dado hasta ahora asidero a la sospecha. Su familia y cuantos tenían algo que ver con la fortuna de su familia: Elma, el problemático Walter, Holland, Dakers. Entre todos ellos, ¿cuál tenía un motivo..., un motivo bastante poderoso?

Elma tenía uno, de poca monta: el deseo de llegar al dominio absoluto de su fortuna. Holland tenía uno mayor: eliminar un obstáculo para su boda. Pero ¿era éste un motivo poderoso? No, hasta que se probara que el consentimiento escrito a máquina era una falsificación.

Míster Dakers apenas entraba en el cuadro. Walter, en caso de estar vivo, era un hueso duro de roer. Pero ¿qué podía ganar exactamente con la desaparición de su tío?

Esta falta de motivos era un rasgo desconcertante.

¿Sería posible que estuviese complicado algún huésped de sir Wilfrid Denny?

Memorándum: Localizar a Denny lo más pronto posible.

19 ¿Por qué fue un cuchillo el arma elegida?

Un hombre muerto de una puñalada sugiere, por lo general, un crimen cometido bajo el impulso de una emoción violenta, o por efectos del pánico. El asesinato premeditado suele confiar en armas más seguras. Pero aquí el empleo del arma blanca podía también significar que el crimen había sido cometido en un sitio en el que hubiera podido oírse la detonación de un arma de fuego; por ejemplo cerca de la casa.

Grice había estado ausente todo el día, y no había examinado la herida después del momento en que fue descubierta la desaparición del cuchillo noruego. Si este cuchillo resultaba ser el arma del crimen, la deducción aparente era que en los planes primitivos del criminal no había figurado el asesinato, por lo menos en esa forma.

20 ¿Por qué se encontró el cadáver en un bote?

De nada valía arriesgar que el crimen pudo cometerse dentro del bote mismo, y que el cadáver debió ser abandonado allí por temor o por repugnancia. No es cosa fácil asesinar a un hombre en su bote, pues supone, en primer término, estar también dentro de él, lo que a su vez significa permanecer todo el tiempo cara a cara con el otro, y elimina la posibilidad de un ataque por sorpresa. Además, de ser ése el caso, hubiera corrido sangre, y no había señales de ella en la pintura blanca. El cadáver, pues, había sido puesto en el bote deliberadamente, ¿por qué? ¿Acaso porque resultaba así más cómodo trasladarlo? Quizá. Pero admitiendo que un cadáver tenga que efectuar un viaje en bote, no se sigue de ello necesariamente que sea mejor dejarlo allí. ¿Por qué no arrojarlo al agua, después de atarle a los pies un par de piedras? La desaparición del almirante hubiera provocado alarma en un principio, pero la información facilitada por el Lord Marshall de que había sido visto en Whynmouth aquella noche, en route para el último tren, hubiera disipado toda idea de crimen hasta que el río devolviera su presa, y para entonces ya el asesino podía estar en cualquier parte.

El criminal tiende siempre por instinto a ocultar su víctima, pero éste la había dejado deliberadamente a la vista de todos, con la certidumbre de que sería descubierta a la mañana siguiente. ¿Qué sentido tenía esto? Las circunstancias en que fue encontrado el cadáver indicaban, hasta cierto punto, la intención de incriminar a alguien, y la relativa seguridad del criminal de que las sospechas no recaerían sobre él, puesto que así sembraba pistas que las harían recaer sobre otros. Supuesto este proceso mental, lo del bote se explicaba por sí mismo. Una embarcación es arrastrada por la corriente o por la marea con una marcha más o menos uniforme, mientras que un cadáver flotante puede quedar enganchado en una rama o detenido en un vado. Tal vez el asesino se propusiera sugerir, por la posición del cadáver, que el crimen había sido cometido a una hora y en un lugar diferentes de la hora y el lugar verdaderos.

Convendría consultar otra vez a Neddy Ware para conocer con exactitud las combinaciones de tiempos y lugares que pudieron llevar el bote hasta el punto donde se le encontró. (Por ejemplo, Whynmouth, el puente de Fernton, y la Vicaría, en materia de lugares. Las 10.30, las 11.30, y las 12.50, en materia de tiempos.)

Memorándum: Volver a interrogar a Ware.

21 ¿Por qué fue hallado el cadáver precisamente en aquel bote?

Una respuesta se perfilaba por sí misma; para arrojar sospechas sobre el vicario, razón por la cual se dejó también su sombrero en el bote. Era ridículo suponer que, si el vicario hubiera sido cómplice del crimen, hubiera dejado una prueba tan flagrante de su participación. Y sin embargo, ¿no era igualmente ridículo imaginar que el asesino hubiese elegido al vicario como víctima propiciatoria? La incriminación resultaba increíblemente burda. La simple farsa de hacer aparecer al reverendo Mount como el asesino parecía por demás simple. La doble farsa de simular esta simulación parecía por demás complicada.

¿Pero con qué otra finalidad podía haberse hecho intervenir en la historia el bote del vicario? Tal vez el criminal hubiera partido de la orilla opuesta a Rundel Croft y, al ver el bote, se decidiera a emplearlo para ahorrarse varios viajes y evitar el desvío hasta el puente de Fernton. Pero también podía ocurrir que el criminal hubiera querido hacérselo creer así a la policía, y en realidad hubiese iniciado sus operaciones del lado de Rundel Croft. Esta pista no daba mucho de sí y no obstante obsesionaba.

22 ¿Por qué quedó en el bote el sombrero del vicario?

Suponiendo por un momento que míster Mount fuese el asesino, la respuesta no era fácil. Los hombres se dividen en general en «sombreristas» y «sinsombreristas». Los del primer tipo advertirían la falta de la sensación habitual como una especie de molestia. ¿Podía concebirse a un asesino pasándose de pronto la mano por la cabeza y gimiendo: «¡Dios mío! ¿Dónde está mi sombrero?»

Un cambio inconsciente de sombreros entre el criminal y la víctima parecía más posible. Holland había creído descubrir cierto aspecto clerical en el sombrero que el almirante, si de él se trataba, llevaba puesto aquella noche. Admitiendo nuevamente que el asesino hubiese partido del lado de la Vicaría, era posible que hubiese encontrado el sombrero abandonado en la glorieta y lo hubiera empleado para sus propios fines, por ejemplo para ocultarse el rostro.

Memorándum: Examinar el sombrero en busca de algún cabello que hubiera quedado adherido.

23 ¿Por qué se encontró la llave de la puerta ventana en el fondo del bote del almirante?

Este problema era menos desconcertante que los anteriores. Podía presumirse que, cuando Elma dejó a su tío cerrando la casilla, se llevara consigo la llave y la dejara puesta del lado de afuera de la puerta ventana, para que aquél pudiese entrar después, cosa que el almirante al parecer había hecho, para buscar su abrigo. Más tarde, si es que volvió a salir con vida, debió cerrar la puerta y echarse la llave en el bolsillo, de donde pudo caerse fácilmente cuando depositaron su cadáver en el bote. Si, por lo contrario, habían dado muerte a Penistone en el jardín sin darle tiempo de llegar a su casa, el criminal habría usado sin duda la llave para encontrar y buscar los documentos escondidos. Una vez en poder de éstos, poco importaba ya lo que hiciera con la llave, y por cierto que le urgía desprenderse de ella de algún modo.

24 ¿Por qué estaba el bote del almirante anclado por la proa, contrariamente a lo habitual?

Este era un punto de auténtica trascendencia. Significaba que también este bote había figurado, en una u otra forma, en los acontecimientos de aquella noche de agosto. O el almirante había salido en él, y había sido sorprendido en mitad de su viaje, o el criminal, después de asesinarlo en su propio jardín, había hecho uso de ambos botes para desembarazarse del cadáver y acaso para asegurar su fuga. Y por alguna razón —sin duda misteriosa— había creído más conveniente dejar amarrado el bote del almirante que el del vicario. Por inexplicable que fuese, debió pensar que las cosas parecían así más naturales. De aquí surgía otra consideración pertinente: Elma tenía que conocer la pequeña manía de su tío sobre la forma de amarrar los botes. Por lo tanto si ella, o cualquier otra persona que actuara bajo su inmediata dirección, hubiera sido culpable del crimen, era difícil creer que el bote no hubiera sido encontrado a la mañana siguiente en la forma habitual.

25 ¿Por qué falta cierta cantidad de la amarra?

Y una cantidad tan reducida, no la que cualquiera pudo haber necesitado en alguna contingencia imprevista: para atar las manos de un hombre, por ejemplo. No. Aquella amarra fue cortada en un principio, para soltar el bote, que luego fue necesario volver a amarrar, bien a algún otro poste, bien a alguna embarcación, con lo que de nuevo se hizo necesario cortar la soga con un cuchillo.

Esto no dejaba de ser extraño, porque lo que un hombre ha hecho, ordinariamente un hombre lo puede deshacer... si se trata del mismo hombre. Había que pensar en un accidente: acaso la cuerda se hubiese hinchado con el agua, o acaso hubiera surgido de pronto la necesidad de darse prisa y no quedara tiempo para desatar nudos.

Pero apreciando en su justo valor las sugerencias de la amarra, se imponían las siguientes conclusiones: 1.a que había sido cortada dos veces; 2.a que una persona distinta era la responsable del segundo corte, y 3.a que esta nueva persona era más baja que la primera.

El vicario, por ejemplo, hombre más bien alto, pudo cortar la soga en primer término; pero si fue él quien volvió a amarrar el bote, debió hacerlo, lógicamente, a una altura que le permitiese desatarlo sin dificultades.

Este nuevo personaje del drama podía ser llamado X-n, reservando el nombre de X para el que cortó la amarra por primera vez. Ahora bien: era posible que X-n fuera sencillamente el almirante. Pero se planteaba el problema de si no habría que admitir a dos personas más, aparte el almirante, ambas complicadas en los sucesos de aquella noche: X y X-n.

Holland podía ser X, pero, dada su estatura, había que suponer que hubiera podido desatar el bote incluso de su primer amarre.

26. ¿Por qué se encontró el cadáver con abrigo?

Era una lástima que esta pregunta no figurase a continuación de la número 20: habrían constituido un buen pareado

[1]. En su juventud, Rudge había intentado alguna vez completar una estrofa, pero nunca se había creído poeta, y era para él una experiencia desconocida encontrarse en la situación del joven Ovidio, escribiendo versos inconscientemente.

Sí, había que tener en cuenta aquel abrigo.

Si el almirante había ido en realidad a Whynmouth, y había tenido en realidad la intención de tomar el último tren, resultaba lógico que llevase abrigo para protegerse del frío de la madrugada. Pero Rudge se sentía inclinado a descartar por inverosímil aquella proyectada excursión en ferrocarril.

Si era cierto que el almirante había ido a Whynmouth, o a cualquier otro punto de la ribera, en bote y con el propósito de regresar en bote, sólo pudo cargarse con un gabán bastante grueso por una razón: porque iba a encontrarse con alguien a quien sabía ya que debería esperar a la intemperie, y temió que de no tomar esta precaución pescaría un resfriado después del ejercicio. Por lo demás se trataba de uno de esos abrigos sueltos, que en el comercio llaman de «corte raglan», y que el asesino pudo ponerle con toda facilidad después de muerto, a menos de ser muy remilgado en eso de manejar cadáveres. ¿Y para qué lo haría? Pues muy probablemente para dar un toque final a su farsa. Luego de difundir la impresión de que el almirante se disponía a partir para Londres en el último tren, se dedicó a corroborarla, vistiendo a su víctima de una manera adecuada para semejante viaje.

27 Pero ¿por qué el periódico en el bolsillo?

Si Penistone hubiera tenido efectivamente la intención de realizar un viaje por ferrocarril, y hubiera ido hasta su casa para buscar un abrigo con ese objeto, ¿no era razonablemente seguro que sus ojos hubieran caído en el periódico que se hallaba tan cerca, y que allí y entonces se lo hubiera metido en el bolsillo? El servicio de trenes entre Whynmouth y Londres no se caracteriza por su velocidad, y la mayoría de los viajeros se proveen de alguna clase de lectura antes de emplearlo. El almirante, en cambio no lo había hecho así. El segundo ejemplar de la Gazette encontrado en el vestíbulo a la mañana siguiente del crimen era el genuino, puesto que estaba señalado, con la inscripción: «almirante Penistone», adornada con los típicos errores ortográficos de míster Tolwhistle. ¿De dónde provenía el ejemplar no identificado?

Las tiendas y los puestos de periódicos de Whynmouth cerraban a las nueve, y no quedaban a esa hora vendedores de diarios en las calles. El villorrio es dormilón, y el contumaz optimista que había tratado de vocear las «últimas ediciones», se había visto obligado a abandonar el negocio algunos meses antes.

El almirante no había entrado en el Lord Marshall. No podía, pues, haber tomado allí un ejemplar y llevárselo consigo. Si en realidad lo había tenido en vida, necesariamente debió visitar a alguien más aquella noche, y no hacía falta mucha perspicacia para pensar inmediatamente en la casa de sir Wilfrid.

Si, por el contrario, el mismo criminal le había puesto el periódico en el bolsillo después de haberlo muerto, no pudo tener otra intención que la de falsificar pruebas. ¿Pero en qué sentido? ¿En el sentido «tiempo», para sugerir que el crimen se había cometido después de las nueve y no antes? Pero esto implicaba llevar el verdadero momento del crimen a una hora absurdamente temprana.

¿En el sentido «lugar»? Tal vez el asesinato se hubiera cometido a cierta distancia de Whynmouth, y al deslizar la Gazette en el bolsillo de la víctima, el criminal tratara de crear la impresión de que había ocurrido en Whynmouth, o por lo menos cuando la víctima regresaba de allí.

Así interpretada, esta evidencia fragmentaria coincidía con otra conclusión señalada ya: el asesino necesitaba hacer creer que el almirante había estado en Whynmouth aquella noche.

Y si aceptaba este punto, surgía una consideración ulterior: el criminal era alguien que no conocía Whynmouth (o cuyo conocimiento al respecto no estaba al día). Un residente, el escurridizo sir Wilfrid, por ejemplo, no hubiera incurrido en el error de suponer que se seguía vendiendo la Evening Gazette a las once de la noche.

28 ¿De qué naturaleza eran los documentos señalados con la letra X?

Inútil decir que eran secretos e importantes. Pero, bien mirado, lo extraordinario era que se hiciese referencia alguna a X en la colección. El almirante Penistone, aunque fuese uno de los pocos almirantes que no habían atestiguado públicamente su adhesión a tal o a cual sistema de adiestramiento mnemónico, no era más desmemoriado que el común de la humanidad. ¿Por qué necesitaría, pues, una indicación para recordar dónde guardaba aquellos valiosos documentos? Y si las referencias no estaban exclusivamente destinadas al propio almirante, ¿a quién más hubieran podido aprovechar? Ante la eventualidad de que alguien forzase su escritorio, ¿no hubiera sido más prudente mantener secreta la existencia misma de X así como su localización?

Parecía como si el viejo hubiera presentido el destino que le aguardaba (no había que olvidar aquel revólver cargado en el escritorio) anticipando que tarde o temprano un oficial de policía revolvería sus cosas, y necesitaría un indicio para saber que había papeles escondidos en alguna parte. Aparentemente sir Wilfrid tenía algo que ver con estos papeles, así como el sobrino Walter, y era probable que la historia tuviera un segundo plano chino.

¿Chantaje? En tal caso, la víctima debía ser sir Wilfrid, y no Walter. No se puede amenazar con la opinión pública a un hombre que ha desertado de la sociedad.

29 ¿Fueron estos papeles destruidos o robados? ¿Y por quién?

Acaso Penistone se hubiera desembarazado en alguna oportunidad de aquellos documentos que podían resultar perjudiciales para él, o para alguna otra persona a quien le interesaba proteger, pero parecía más lógico que el asesino los hubiera robado. Sin embargo —y éste era un punto esencial—, el que sustrajo aquellos papeles tuvo que ser un íntimo de la casa; el mueble no presentaba señales de haber sido saqueado ni robado, ni había huellas de violencia en el cajón secreto. Si el villano de la víspera había sustraído, pues, esos papeles, había sabido exactamente dónde buscarlos, y no debió perder tiempo en ello.

¡Hurra! Rudge había llegado al final de una nueva serie de pruebas. Aquí terminaban las pistas correspondientes a la noche anterior. Se le había dormido la pierna izquierda y por unos minutos se dedicó a recorrer la habitación, tratando de organizar el trabajo restante.

Debía ahora analizar la actitud de todos los posibles sospechosos, a partir del descubrimiento del cadáver.

Lo que primero saltaba a la vista, era lo que podría llamarse «el éxodo de la población rural»; la marcha hacia Londres.

Adelante, pues.

30 ¿Por qué Elma Fitzgerald partió apresuradamente hacia la ciudad?

La deducción era que la fuga había sido una consecuencia inmediata de la noticia del crimen. La joven no parecía muy amiga de levantarse temprano, y su madrugón de aquella mañana debió ser culpa exclusiva de Rudge. La línea de Whynmouth supone, como la mayoría de las empresas ferroviarias, que nadie necesita viajar a la metrópoli mucho después de las diez. A partir de esa hora, la velocidad de los trenes merma considerablemente y ya no es posible adquirir pasajes diurnos. Por consiguiente, si se quiere ir a Londres, hay que estar preparado para salir temprano. Ahora bien, Elma había salido temprano, aunque evidentemente sin ninguna preparación. ¿Para qué?

No volaba a reunirse con Holland puesto que sabía, a menos que no le hubiesen transmitido el mensaje de la víspera, que su novio se hallaba en Whynmouth. No había ido tampoco a entrevistarse con míster Dakers, aunque cabía que ése hubiera sido su propósito original, y que la persecución de Holland la obligara a alterar sus proyectos.

Mejor sería esperar hasta la mañana siguiente, para enterarse de lo que ella tuviera que decir.

31 ¿Por qué Holland hizo otro tanto?

Esto era ya navegar con viento más propicio. Inocente o culpable, y ya creyese a su prometida culpable o inocente, era natural que Holland quisiera ver a Elma y comentar la situación. Pero si él era inocente, parecía creer que ella no lo era.

De lo contrario hubiera podido esperar, por lo menos, para contarle la verdad a la policía.

32 ¿Por qué entonces sir Wilfrid hizo lo propio?

Cabía observar que sir Wilfrid, si el informe sobre sus evoluciones era exacto, figuraba a la vanguardia del movimiento. Había partido para Londres en el primer tren, y éste salía... ¿A qué hora salía? Poco después de las siete... En cualquier caso, mucho antes de que Elma se levantase. No antes de que se descubriera el cadáver, pero seguramente antes de que pudieran propagarse rumores del acontecimiento. Por lo tanto, o bien la «llamada» que lo hizo poner en marcha le había proporcionado noticias de la tragedia (lo cual señalaba como sus fuentes a Neddy Ware, al vicario o alguien de Rundel Croft) o bien había partido para Londres sin saber nada del crimen, o por lo menos en la ignorancia de que había sido descubierto. Bien. Después de todo, podía tratarse de una coincidencia.

Había que escuchar lo que el hombre tuviera que decir.

33 ¿Por qué hizo lo mismo el vicario?

Una vez más, podía tratarse de una mera coincidencia. Era perfectamente posible que el vicario hubiese ido a hablar con algún archidiácono acerca de gastos excesivos, pero parecía más natural relacionar su conducta con el conflicto general. Ahora bien, ¿cuál sería el elemento preciso de la historia que había provocado la excursión del clérigo? El cadáver había sido descubierto sin que él perdiera su serenidad... relativa. La desaparición de Elma y Holland lo había dejado al parecer inconmovido. ¿Qué nuevo factor podía haber surgido en la situación? Daba la impresión de que hubiera hecho por su propia cuenta algún descubrimiento que no le había parecido conveniente comunicar.

34 ¿Estaba el vicario declarando todo lo que sabía?

Era curioso observar las distintas reacciones de la gente al ser interrogada. Elma Fitzgerald tenía una inclinación espontánea a la hostilidad. Le molestaba tanto que la interrogaran acerca de cualquier cosa que era difícil precisar cuándo una pregunta determinada sobre un determinado asunto la incomodaba especialmente.

El desdeñoso humorismo de Holland constituía sin duda una modalidad habitual en él. Esto lo convertía en un sujeto difícil para el interrogatorio, porque nunca se sabía bien qué parte de su declaración debía tomarse a broma.

Míster Mount, en cambio, era un hombre ansioso de decir la verdad por imperativos de conciencia. Pero su actitud acusaba cierta vacilación, y parecía indicar que no estaba completamente seguro con respecto a la parte de verdad que debía decir; como si no supiese a punto fijo en qué forma contestar a una pregunta, por temor de que la siguiente lo llevase a un terreno que estaba decidido a no pisar.

Era escrupuloso en materia de veracidad, y en este mundo los escrupulosos suelen hacer más daño que los que no lo son.

35 ¿Por qué regó el vicario su jardín?

Claro que podía haber sido, simplemente, una gaffe horticultural. Pero si se estaba dispuesto a dar un salto en el vacío, suponiendo que el clérigo entraba de algún modo en el cuadro, cabía preguntarse si no estaría tratando de borrar huellas. Admitida la fantasía, ¿adónde podía llevar? Era indudable que aquellas huellas no debían de ser suyas, porque hubiera tenido conciencia de haberlas dejado y por elemental sentido común se habría apresurado a borrarlas en algún momento en que la policía no anduviese por allí. La misma objeción valía para las huellas de alguna persona cuya presencia hubiera advertido en el momento mismo en que pudo dejarlas. Con todo, alguna idea debía tener acerca de quién y de cómo las hizo, porque de lo contrario su escrupuloso sentido de la justicia lo hubiera obligado a señalarlas a la policía.

Era un salto en el vacío, sí... Pero valía la pena prestarle atención.

36 ¿Por qué quedó la pipa del almirante en el estudio del vicario?

Probablemente porque el almirante la dejó olvidada allí. Al parecer tenía prisa por marcharse, y hasta el más puntilloso de los marinos retirados puede ocasionalmente cometer estos descuidos. Por lo demás, y como Holland lo había indicado, era hombre de varias pipas. Pero el pensamiento de Rudge estaba ya en esa disposición en que se atribuye trascendencia a todo..., hasta a una pipa olvidada. Existía la posibilidad de que su dueño la hubiera dejado allí deliberadamente, a fin de procurarse un pretexto para volver a la Vicaría (aunque al parecer no lo había hecho). Y era posible también que el mismo vicario la hubiese encontrado en algún sitio comprometedor, y para evitar sospechas la hubiese llevado a otra parte. En su inconsciente animosidad contra los clérigos, Rudge pensaba ya en el vicario como en un hombre incapaz de decir directamente una mentira, pero muy capaz de inducir a engaño con sutilezas.

37 ¿Por qué Holland y Elma tenían tanta prisa por contraer matrimonio?

Parecía evidente que habían solicitado la licencia antes de que se cometiese el crimen. Pero este hecho no implicaba un conocimiento previo del mismo. La declaración de Holland de que la carta de Elma lo había alentado a esperar el consentimiento del almirante, y que sobre la base de esta esperanza había sacado la licencia, parecía bastante consistente. Resultaba comprensible que hubiese apresurado los trámites si temía que el viejo hubiera dado su consentimiento de mala gana, para impedirle que cambiase de opinión... Pero, muerto el almirante, aquel motivo desaparecía. Era cuestión de simple decoro haber aguardado un tiempo (y a juicio de míster Dakers, no sólo de decoro, sino también de prudencia). Alguna otra razón debía existir... ¿Pero cuál?

Rudge se vio obligado a confesarse que, en este punto, el problema escapaba por completo a su comprensión.

38 ¿Por qué ocultó Holland al principio su entrevista de medianoche?

Su propia excusa, la de que había ocultado la historia completa de sus andanzas nocturnas a fin de evitar preguntas embarazosas cuando no tenía tiempo de contestarlas, parecía extraordinariamente deleznable. Pero suponiendo que la primera declaración hubiese sido verdadera, y falsa la segunda, ¿por qué arrojar dudas sobre su propia veracidad con este curioso cambio de actitud? Y, en caso contrario, ¿por qué no atenerse a su mentira, una vez que la había dicho? Nada le hubiera costado declarar que el consentimiento escrito a máquina le había sido entregado a Elma en las primeras horas de la noche, antes de la comida... ¿Por qué insistir tanto en que el documento no había sido redactado hasta la medianoche? Daba la impresión de que durante el día hubiese surgido alguna prueba que lo obligara a desmentir su declaración anterior, para que el profundo sueño que pretendió haber disfrutado en el Lord Marshall no pusiera en peligro la autenticidad del consentimiento. ¿Cuál podía ser esta prueba?

Rudge atormentó en vano su imaginación en este enigma.

39 ¿Por qué estaba el consentimiento escrito a máquina?

No había máquina de escribir en el estudio del almirante. Los documentos no ológrafos contenidos en las carpetas habían sido simplemente copiados por un profesional. Por lo demás, el aficionado para quien el mero hecho de poner una hoja derecha en la máquina resulta tarea dificultosa, no hubiera recurrido a este procedimiento, a menos que se tratase de un documento de cierta extensión, de unos cinco o seis renglones como mínimo. Era imposible, pues...

A no ser, claro está, que se tratase de una falsificación (y una firma puede imitarse más fácilmente que una línea completa de escritura).

Aunque también podía ocurrir que hubieran arrancado el consentimiento por medio de amenazas o de violencia, y, en este caso, resultaba bastante verosímil que el criminal hubiera simplificado las cosas proveyéndole previamente de una fórmula.

Memorándum: Preguntar a mistress Holland quién pudo, a su juicio, escribir a máquina el documento, y dónde lo hizo.

Así, después de aclarar sus ideas sobre el papel, Rudge se fue a la cama, consolándose con la vieja y supersticiosa ilusión, que todos alimentamos alguna vez, de despertar más inspirado. Pero la almohada no le resultó buena consejera. Cierto que soñó que presenciaba el asesinato, pero en su pesadilla el criminal era mistress Davis, la víctima míster Dakers, el arma un periódico enrollado, y el escenario del crimen el Hotel Charing Cross.

Por lo que debió admitir sensatamente que la oniromancía no siempre es infalible.