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Se difunde la noticia
—¡Asesinado! ¡Dios Santo! —exclamó míster Mount y el inspector no pudo menos que reflexionar que el vicario de Lingham tenía un respeto ridículamente exagerado por el tercer mandamiento.
La impresión de la noticia lo había hecho retroceder un paso, y sus mejillas habían perdido parte del color habitual.
—Pero..., asesinado... ¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir, inspector?
—Quiero decir —explicó Rudge— que el almirante Penistone fue apuñalado en el corazón en algún momento anterior a las doce de anoche, y que el cadáver fue depositado en su bote.
—Pero ¿qué...? ¿Por qué...? ¿Cómo pudo estar él?
—Y su sombrero —continuó el inspector sin ningún remordimiento— estaba tirado en el bote junto al cadáver. Por lo que podrá usted comprender —prosiguió— que lo primero que me he visto obligado a hacer es realizar indagaciones en su casa.
El vicario giró bruscamente sobre sus tacones.
—Venga a mi estudio —dijo—. Allí podremos conversar mejor. ¿Supongo que no necesitará usted a mis hijos por el momento?
El inspector meneó la cabeza y lo siguió hasta una apacible habitación de color castaño, con amplias ventanas de guillotina, auténtico arquetipo de lo que puede ser el estudio clerical de un clérigo no demasiado cuidadoso de las apariencias. En el camino, el vicario tropezó con algo y, con un leve gemido, se asió a una mesa para no caer.
—Le ruego... Debe usted disculparme —tartamudeó señalando al inspector una silla y dejándose caer en otra—. Ésta... ésta ha sido una impresión muy fuerte. ¿Quiere decirme lo que puedo hacer en su obsequio?
Rudge le concedió un minuto antes de responder. Indudablemente el hombre había recibido una fuerte impresión. Había palidecido, sus manos no estaban muy firmes y su respiración era precipitada. El inspector sabía aún demasiado poco para resolver si la causa de todo esto sería el impacto de una muerte violenta en el recogimiento de una existencia clerical, o algo mucho más grave. De todos modos, no tenía sentido por el momento provocar mayor alarma, y por eso, cuando al cabo empezó a hablar, lo hizo amablemente.
—Lo que quiero saber de inmediato, míster Mount, es, exactamente, lo que ocurrió anoche, en cuanto pueda usted informarme. Dice que el almirante Penistone vino a comer con su sobrina... Y a propósito, ¿cuál es el nombre de la señorita?
—Fitzgerald, miss Elma Fitzgerald. Tengo entendido que es hija de una hermana.
—¿Cuál es aproximadamente su edad?
—¡Oh! Yo diría que tiene uno o dos años por encima de los treinta.
—Gracias. ¿A qué hora llegaron?
—Antes de las siete y media. En su bote.
—¿Y se fueron...?
—Algo después de las diez. Temo no poder precisar el minuto exacto, pero se estaban despidiendo cuando el reloj de la iglesia empezó a dar la hora y el almirante Penistone dijo: «Démonos prisa, quiero estar de vuelta antes de medianoche», o algo por el estilo, y al poco se habían marchado.
—¿Y los vio usted partir?
—Sí. Fui al embarcadero con ellos, y Peter, mi hijo mayor, los ayudó a arrancar. A veces resulta difícil, si la corriente es fuerte.
—¿Los vio usted desembarcar?
—Sí. No estaba oscuro. Los vi llevar el bote al cobertizo del almirante, y luego, algo después, los vi salir y encaminarse a la casa.
—Yo hubiera pensado que los árboles que hay al fondo del cobertizo los habrían ocultado a la vista —comentó el inspector, que había hecho buen empleo de la suya—. ¿O quizá quiera usted decir que atravesaron el césped?
El vicario lo miró con respeto.
—No. Caminaban entre los árboles —dijo—, pero miss Fitzgerald llevaba un vestido blanco y lo distinguí a través de ellos.
—Sin embargo, el almirante Penistone no estaría vestido de blanco...
—No... Supongo —reflexionó el vicario—, ahora que usted me hace caer en la cuenta, que no podría afirmar haber visto al almirante en persona salir del cobertizo, pero al ver a su sobrina deduje, como es natural, que iría con ella.
—Es natural —admitió Rudge conciliadoramente—. ¿Y usted, por su parte, estuvo fumando hasta...?
—Las diez y veinte.
—¿Y luego...?
—Cerré con llave la casa y me fui a acostar.
—¿Y no supo nada más de su vecino?
—Nada —respondió el vicario—. Absolutamente nada —repitió con voz más firme.
—¿Y sus hijos? ¿O sus criados...? ¿Tampoco habrán oído nada?
—No lo creo. Todos se habían acostado cuando yo llegué.
—Gracias. Y ahora, míster Mount, ¿podría usted decirme si el almirante Penistone parecía en el estado de ánimo habitual durante la velada?
Esta pregunta pareció afligir al vicario.
—Yo... La verdad es que no creo poder contestar a eso —dijo—. Como usted sabrá, no hace mucho tiempo que le conocía. Sólo recientemente llegó a la vecindad... El caso es que apenas lo conozco.
—Pero a pesar de ello —insistió Rudge— pudo haber notado si parecía deprimido o preocupado en alguna forma... ¿No? —Y viendo que el vicario vacilaba aún, lo apremió—: Si advirtió realmente algo, míster Mount, creo, con toda sinceridad, que debería decirlo. Es de la mayor importancia que descubramos todo lo posible acerca del estado de ánimo del pobre caballero en esa oportunidad... Y le aseguro a usted que puedo ser discreto.
—Bien... —empezó el vicario, balbuciente—. Bien..., es probable que no sea nada, pero yo diría... Sí..., podría decir que... el almirante parecía un poco preocupado. No estaba tan... tan cordial como de costumbre. Y por lo general era un hombre muy agradable... Nada áspero.
—¿Estuvo áspero quizá con miss Fitzgerald?
—¡Oh no! De ningún modo. No diría yo eso en absoluto. Pero obraba como si tuviera alguna preocupación...
—¿Supongo que no tendrá usted idea de cuál pudiese ser?
—Creo... No lo sé..., pudo haberse debido al matrimonio de su sobrina. Dijo algo al respecto. No mucho.
—¡Oh! ¿Está por casarse? ¿Con quién?
—Con un tal Holland, Arthur Holland, de Londres, si no me equivoco. Yo no lo conozco.
—¿Y el almirante Penistone no lo aprobaba?
—No he querido decir eso. Es decir, lo ignoro. Él no lo declaró. Pero me dio la impresión de que algo marchaba mal. Quizás a propósito de la dote; ella tiene bastante dinero, según tengo entendido, y el tío es..., era su apoderado. Pero en realidad no sé nada.
—Ya veo. ¿Conocía usted al almirante Penistone desde hace mucho?
—Sólo desde que llegó aquí, hace un mes aproximadamente. Lo fui a visitar y nos hicimos amigos.
—¿Y se veían ustedes muy a menudo?
—Dos o tres veces por semana quizá, no más.
—¿Le oyó hablar alguna vez de algún enemigo? ¿De alguien que tuviera algún motivo para darle muerte?
—¡Oh, no, no! —El vicario pareció impresionado, pero se apresuró a añadir—: Claro está que nada sé de su vida antes de llegar aquí.
—¿Tenía muchos amigos? ¿En la vecindad, o fuera de ella? ¿Dónde vivía antes?
—En algún lugar del oeste, creo. No recuerdo que me dijera nunca el distrito. No me parece que conociera a mucha gente por aquí. Me imagino que sir Wilfrid Denny, que vive por el West End, era quien más lo veía. Creo que algunos viejos amigos vinieron ocasionalmente a visitarlo...
—¿Se encontró usted, en alguna oportunidad, con alguno de ellos?
—¡Oh, no! —contestó el vicario.
—Comprendo. Posiblemente, lo mejor será que vaya ahora a su casa —dijo el inspector—. Le quedo muy agradecido, míster Mount. Necesitaré hablar una o dos palabras con sus hijos y con sus criados más adelante, por si hubieran advertido algo que pudiese ayudarnos. Pero eso no es urgente. A propósito —añadió, volviéndose desde la puerta—. ¿Podría decirme qué clase de joven es miss Fitzgerald? ¿Debo pensar que... la trastornará mucho la noticia?
El vicario sonrió ligeramente, contra su voluntad.
—No lo creo —dijo—. No me parece que miss Elma sea de esas mujeres que se desmayan.
—Sería muy adicta a su tío, ¿no?
—No podría decirlo con certeza. Supongo que como cualquier otra sobrina en su caso. Pero esto es hablar por hablar, inspector. Usted verá por sí mismo lo que debe pensar.
—Eso es cierto. Bueno, me voy —dijo el policía, y tomó nota mentalmente de la expresión de alivio que distendió el rostro del vicario.
«Ya sé que no somos visitas muy agradables la mayoría de las veces —pensó para su coleto—. Pero ¿acaso necesitaba demostrar tan a las claras lo contento que está por librarse de mí? Me pregunto si no existirá otra razón... Si no sabrá más de lo que dice. Y sin embargo... ¡el vicario de Lingham, el más respetable de los vicarios, a juzgar por todo lo que he oído de él! Debo admitir que la cosa no parece verosímil.» Y reflexionando de este modo, volvió a su automóvil, y cubrió a toda velocidad los casi cinco kilómetros que debía cubrir para llegar a la casa, situada a unos cien metros de distancia.
Eran cerca de las ocho cuando llegó a su destino, pero evidentemente en Rundel Croft no se madrugaba mucho. Una o dos de las ventanas de la fachada tenían aún cerrados los postigos, y el vestíbulo, cuando lo hicieron pasar, mostraba claramente que no había tenido su limpieza matutina. Un mayordomo bastante desaliñado, de esos que parecen haberse convertido en mayordomos porque sus esposas son excelentes cocineras y ellos, por su parte, no tienen ninguna aptitud especial, le abrió la puerta y parpadeó, molesto al verlo. Rudge preguntó por miss Fitzgerald y se le informó que aún no se había levantado; al parecer desayunaba siempre en la cama.
Preguntó entonces por el almirante Penistone.
—Todavía está en su habitación —dijo el mayordomo con un gesto ligeramente hostil, como si no aprobase las visitas demasiado tempranas.
—No, no está —contestó Rudge vivamente—. Ha sufrido un accidente grave.
Al mayordomo se le desorbitaron los ojos en el acto.
—Oiga —continuó el policía—, ¿cómo se llama usted?
—Emery.
—Pues oiga, Emery, soy el inspector Rudge, de Whynmouth, y tengo que ver a miss Fitzgerald en seguida. El almirante Penistone ha sufrido un serio accidente... La verdad es que está muerto. ¿Quiere usted buscar a la doncella de miss Fitzgerald, si la tiene, y decirle que quiero hablar con su ama tan pronto como pueda bajar? Y vuelva en cuanto lo haya hecho. Necesito mantener una breve conversación con usted.
Sin más que un ruido inarticulado, el mayordomo se escabulló, y pasaron diez minutos o más antes de que regresara con la noticia de que miss Fitzgerald bajaría dentro de un cuarto de hora. El inspector se lo llevó a una habitación cuadrada y bastante agradable, y empezó a interrogarlo sobre las evoluciones de su amo en la noche precedente. Poca ayuda sacó, no obstante, de esta entrevista, en la que llegó a pensar que, o bien el criado era monstruosamente estúpido, o bien estaba perturbado por la impresión de la muerte del almirante, aunque esto último parecía poco probable. Fuera de una o dos exclamaciones por el estilo de: «¡Cáspita, cáspita!», apenas si pareció haber asimilado la noticia, y al inspector le asombraba que un oficial de la Armada retirado tuviese a su servicio a un criado de apariencia tan incompetente.
La casa, con todo, tenía un aspecto limpio, aun cuando empezase tan tarde su vida cotidiana.
Por boca de Emery supo Rudge que el almirante Penistone había sido visto por última vez por su servidumbre hacia las 7.15 de la tarde anterior, cuando se dirigía con su sobrina al cobertizo para sacar el bote y cruzar a remo hasta la Vicaría. (Por las mañanas jamás permitía que se le molestase antes de que llamara, lo cual explicaba que su ausencia hubiese pasado inadvertida.) En marcha hacia su casilla, le había dicho a Emery que no era necesario que aguardase levantado, y que, por lo tanto, podía irse a dormir luego de cerrar el frente de la casa, cuidando de dejar descorrido el cerrojo de la puerta ventana del salón, que conducía al parque y al río.
—Yo debía echarle llave —explicó Emery— pero esto no importaba, porque el almirante Penistone siempre llevaba consigo la suya.
—Un momento. Cuando bajó usted esta mañana, ¿estaba echado el cerrojo o no?
Emery contestó que no, pero que eso nada significaba porque la mitad de las veces el almirante no lo corría.
La puerta quedaba cerrada con llave, y no era verosímil que asaltasen la casa por el lado del río.
¿De modo que no había vuelto a ver al almirante? No. ¿Y tampoco a miss Fitzgerald? A ella, en cierto modo, sí. Porque en momentos en que él y su mujer se disponían a subir a sus habitaciones para acostarse, un poco después de las diez (acaso un cuarto de hora) la habían visto llegar por el camino que partía de la casilla de los botes. Por lo menos habían visto su vestido; en realidad a ella no podían distinguirla en la oscuridad. El almirante no la acompañaba; pero supusieron que se había rezagado cerrando la casilla. No, no sabía si continuaba cerrada en aquel momento; suponía que sí, pero no era obligación suya bajar al embarcadero. No, no podía decir que hubiera visto realmente entrar a miss Fitzgerald; quizá lo hubiera hecho y quizá se hubiera detenido en el parque.
Él y su mujer no le habían prestado al hecho mayor atención pues se disponían a acostarse.
Y esto era todo cuanto Emery tenía que decir. Interrogado acerca del estado de espíritu de su amo la noche anterior, pareció no tener ninguna idea al respecto, y se limitó a abrir desmesuradamente los ojos y poner una estúpida cara de luna llena. «Suponía que estaba exactamente como siempre.» El almirante solía mostrarse en ocasiones «seco» con sus servidores. (Y el inspector reflexionó que había que ser un santo para no mostrarse seco con Emery unas doce veces al día como mínimo.) Pero, fuera de esto, su mayordomo no tenía nada que declarar. Al parecer, los amos eran cosas ocasionalmente secas, como los pasteles, pero había que aceptar el fenómeno sin conjeturar sus causas posibles. Por lo menos cuando el criado era tan tosco y apático como Emery aparentaba ser. No, su esposa y él sólo llevaban un mes al servicio del almirante. Habían obtenido el empleo por medio de un anuncio; su última colocación había sido en casa de una dama y un caballero en Hore, donde habían servido un año y medio.
En este punto, y para alivio de Rudge, se presentó una criada de aspecto mucho más inteligente, anunciando que miss Fitzgerald lo esperaba en la sala.
(«Es fea», fue la reacción inmediata del inspector, al contemplar por primera vez a la sobrina del difunto almirante Penistone. Y luego: «No, no estoy tan seguro de que lo sea en determinadas ocasiones, aunque necesitaría indudablemente una buena cantidad de maquillaje. Y, diablos, tiene un aspecto muy tristón...»)
Miss Elma Fitzgerald estaba muy pálida. Pero no era la suya una palidez que se pudiera atribuir al temor de un posible accidente sobrevenido a su tío, sino la característica de un tipo especial de cutis, denso y opaco. Era alta y recia, de piernas largas y hombros cuadrados y, evidentemente, le habrían sentado mejor los amplios pliegues de una tela flexible, que la falda y la chaqueta de tweed que se había puesto bastante al descuido. Tenía rasgos largos y fuertemente acentuados, pero de dibujo tosco; mandíbulas anchas, barbilla llena y cejas oscuras que casi se juntaban sobre su blanco rostro. Su cabello negro y rebelde estaba peinado en dos trenzas enrolladas sobre las orejas; y bajo los ojos, tan poco abiertos que el inspector no pudo a primera vista precisar su color, había arrugas y bolsas oscuras. La impresión general resultaba tan poco atractiva, que el policía reflexionó que aquello de «uno o dos años por encima de treinta» era una descripción generosa. Con todo, impresionaba como una mujer de personalidad, y bajo una luz más tenue, y con artificios que aclarasen su piel y disimularan las arrugas que la desfiguraban, hasta hubiera podido parecer atractiva.
—Y bien —dijo, con una voz que lograba ser a un tiempo áspera y gangosa—: ¿Qué desea usted?
«Lo cierto es —pensó el inspector— que no parece dispuesta a perder su precioso tiempo.»
—Lamento tener que comunicarle, miss Fitzgerald —empezó—, que el almirante Penistone ha sufrido un accidente grave.
—¿Ha muerto?
El tono era tan positivo que el inspector sufrió un ligero sobresalto.
—Temo que sí. Pero ¿acaso usted... esperaba la noticia?
—¡Oh, no! —contestó la joven, que aún no había levantado los ojos—. Pero ésta es la forma en que la policía suele comunicarlas, ¿no? ¿Qué ha sucedido?
—Lamento decir que el almirante ha sido asesinado.
—¿Asesinado?
Por un instante los ojos se abrieron del todo. Eran grises, de un gris muy oscuro, y el inspector se dijo que, con pestañas más largas, hasta habrían sido hermosos.
—Pero... ¿por qué?
Como esto era, precisamente, lo que el otro quería saber, se produjo una pausa momentánea.
—Esta mañana, a las cuatro y media se encontró su cadáver —dijo por fin el policía—. Iba en un bote impulsado por la corriente, y lo habían apuñalado en el corazón.
Miss Fitzgerald se limitó a hacer un movimiento de aquiescencia con la cabeza y pareció esperar que continuara.
«¡Maldita sea! —siguió cavilando el inspector—. ¿Es qué no tiene un solo sentimiento natural? Cualquiera diría que le he comunicado que había un gato en el parque.» Y en voz alta dijo:
—Temo que esto represente un gran golpe para usted, señorita.
—No necesita usted tener en cuenta mis sentimientos, inspector —contestó Elma Fitzgerald con una mirada que decía, con más claridad que las palabras: «Y es una grosera impertinencia por su parte hacer indagaciones con respecto a ellos.» Y añadió—: ¿Supongo que tendrá usted alguna idea acerca del motivo... de todo esto? ¿O acerca de quién es el culpable?
—Temo no ver aún el caso con suficiente claridad —repuso el inspector—. Me estaba preguntando si no podría usted...
—Pues no. No puedo —lo interrumpió miss Fitzgerald resueltamente—. No tengo la menor idea —hablaba con lentitud— de por qué podría querer nadie, absolutamente nadie, asesinar a mi tío. Me imagino...
Pero la sentencia quedó inconclusa. Por mucho que esperó, el inspector no logró enterarse de lo que se imaginaba, fuese ello lo que fuere.
—¿Qué desea usted que yo le diga? —prosiguió ella por último y su voz daba a entender a las claras: «Desearía que terminara de una vez y se ocupase de sus propios asuntos.»
—Sólo esto, señorita: ¿cuándo vio usted por última vez al almirante Penistone?
—Anoche. Cuando volvíamos después de comer en la Vicaría.
—¿A qué hora aproximadamente?
El inspector creía en la conveniencia de confirmar su información en todas las fuentes posibles.
—¡Oh!... Algo después de las diez creo. Habían dado las diez exactamente antes de que partiéramos.
—¿Y atravesó el río a remo y entró en la casa con el almirante?
—No. Él no vino conmigo hasta aquí. Se quedó atrás, cerrando la casilla de los botes y me dijo que le gustaría fumar un cigarro antes de acostarse. De modo que le di las buenas noches y me vine a casa directamente.
—¿Había alguien aquí cuando entró?
—No. Pero creo que Emery y su mujer acababan de acostarse. Vi encenderse y apagarse las luces mientras me acercaba. Debían de estar cerrando las puertas.
—¿Y qué hizo luego?
—Subí en seguida y me acosté yo también.
—¿No oyó entrar al almirante Penistone?
—No. Pero tampoco presté atención. A menudo se quedaba levantado hasta muy tarde, dando vueltas.
—Tengo entendido —insinuó el inspector— que su tío parecía anoche algo preocupado y deprimido.
—No lo creo. No. ¿Por qué había de estarlo?
—¿No habían tenido ustedes... alguna desavenencia?
—¿Se refiere usted —dijo miss Fitzgerald, con desconcertante perspicacia— a mi matrimonio? Esas son puras habladurías. —Había en su tono una considerable dosis de desdén—. Mi tío no se oponía en lo más mínimo a mi boda. Estaba un poco preocupado, me parece, por la mejor manera de arreglar su aspecto económico, pero ésa era una cuestión que se solucionaría por sí misma a su debido tiempo. Eso es todo.
«Sin embargo —observó el inspector rápidamente— algo más debió haber en el asunto, porque de lo contrario la joven no hubiera adivinado tan pronto el sentido de mis palabras.»
—¿De modo que no puede usted sugerir ninguna explicación sobre la causa de sus preocupaciones?
—No admito ni por un instante que las tuviera —replicó miss Fitzgerald con un leve movimiento que, en el mejor de los casos, significaba una despedida.
—Ya veo... Perfectamente...
Rudge hubiera querido prolongar la entrevista, pero por el momento no se le ocurrió qué otra información podía solicitar y posiblemente fuera del peor gusto permanecer allí sentado, importunando a una dama en el primer estallido de su dolor... si lo tenía. La repentina crispación de una mano fuerte y bastante ancha sugería una emoción por lo menos más intensa de lo que aparecía en la superficie.
—Una sola pregunta más, señorita, y no necesitaré molestarle por más tiempo. ¿Puede darme el nombre de los abogados de míster Penistone?
—Dakers y Dakers. Viven cerca de Lincoln’s Inn, creo.
—Gracias. Y si puedo ver ahora los papeles del almirante Penistone... Y a los criados...
—Creo que todos sus papeles están en el estudio. Emery le indicará el camino.
Miss Fitzgerald se inclinó hacia adelante y tocó la campanilla.
—Inspector —dijo con cierta brusquedad—, ¿quiere decirme... qué va a ocurrir ahora? ¿Van a traerlo... aquí?
Era el primer signo de emoción genuina que había revelado su voz, y Rudge se apresuró a asegurarle que el cadáver sería transportado al depósito y que se trataría, por todos los medios posibles, de evitarle más disgustos.
—Gracias —murmuró Elma volviendo a su indiferencia.
Y en ese momento apareció Emery.
—Emery, acompañe al inspector al estudio del almirante y muéstrele todo lo que pida. Y será mejor que ninguno de ustedes salga de la casa. El inspector puede necesitarlos en cualquier momento.
Se recostó en su sillón y no hizo ademán alguno cuando Rudge, con la esperanza de no parecer tan desconcertado como se sentía, siguió a Emery fuera de la habitación.
El estudio del almirante era una habitación del primer piso, amplia y agradable, que miraba al parque y al río. Estaba bastante ordenada, aunque evidentemente no la habían limpiado todavía, ya que había unos cuantos papeles, probablemente de la noche anterior, diseminados sobre el escritorio. Rudge apreció el aspecto general del estudio con una mirada de conocedor, y reflexionó que no le llevaría mucho tiempo obligarlo a librar los secretos que contuviese. Después despachó a Emery, que había andado revoloteando de un lado a otro. «Y me hará usted el favor de no dejar entrar a nadie en la casa por ahora sin consultármelo» fueron sus últimas instrucciones. Emery, con un «Muy bien» mascullado entre dientes, volvió a escurrirse.
El escritorio y un diminuto bargueño colocado cerca de él, eran los únicos depósitos posibles de papeles en toda la estancia. El bargueño no descubrió, al ser abierto, sino unos cuantos recortes de periódicos, bien ordenados. El escritorio tenía echada la llave, pero Rudge se había provisto, previsoramente, del llavero del difunto, y no tardó en abrirlo. Lo primero que encontró fue una pistola perfectamente limpia y con la carga completa, como único contenido de un cajoncito. Dibujó con los labios un silbido inaudible, y procedió a exhumar papel de escribir y sobres, un cajón lleno de pipas, otro con unas pocas cartas de fecha reciente, otro con libretas de cheques, talonarios, formularios de declaración fiscal y otros accesorios financieros, y un quinto que sólo encerraba un sobre de oficio con el nombre de Elma Fitzgerald. Considerando lo dicho por el vicario, el inspector conjeturó que el contenido de este sobre podía tener alguna relación con su caso, y se dispuso a estudiarlo, a modo de preliminar. Lo primero que encontró fue la «Última Voluntad y Testamento de John Martin Fitzgerald», voluminosa y extensa, aun teniendo en cuenta el carácter habitual de tales documentos, y el inspector, cuyo dominio de la jerga jurídica no era tan profundo como él hubiera deseado, halló cierta dificultad para descifrar sus disposiciones. Llegó, no obstante, a poner en claro unos cuantos puntos. Por ejemplo, que John Martin Fitzgerald era cuñado del almirante, y que por su testamento dividía su fortuna, fuese cual fuere, entre sus dos hijos, Elma y Walter Everett, por partes iguales, «si se comprobase que éste último estaba vivo en el momento de fallecer el testador». En caso contrario, o sea, si se descubría que el hijo había fallecido («supongo que debió desaparecer, o algo semejante —pensó el inspector—, pero de cualquier modo resulta curioso»), Elma Fitzgerald entraría en posesión de toda la fortuna en el momento de contraer matrimonio. En eso estaba Rudge, cuando su atención fue atraída por un tumulto en la planta baja, que parecía un altercado. Tendió un instante el oído y llegó a la conclusión de que, a despecho de sus órdenes, algún visitante debía estar intentando entrar en la casa por la fuerza, y como tenía una violenta desconfianza acerca de la capacidad de Emery para oponerse siquiera a una mosca decidida, bajó al vestíbulo a ver lo que ocurría.
Tal como lo había previsto, se encontró con un mayordomo enrojecido y perplejo aleteando débilmente contra un enfurecido visitante que había penetrado ya hasta el pie de la escalera.
—Lo ordenó el inspector... —balaba el pobre hombre.
—¡Al diablo el inspector! —replicaba el intruso, y al levantar los ojos tropezó con la mirada del susodicho inspector, contingencia que no desconcertó al hombre en lo más mínimo.
Ni falta que le hacía. Cualquiera que fuese su identidad, el intruso era muy capaz de entendérselas con una docena de inspectores. Debía tener por lo menos un metro noventa de estatura, con la contextura y el porte de un atleta, especializado, por lo demás, en aquellos lances que exigen una fuerza excepcional. Sobre un par de hombros magníficamente anchos se erguía una elegante cabeza de cuello y cara bronceados por el sol; una mandíbula cuadrada, una breve nariz aguileña, cabello castaño, cortado tan al rape que apenas se advertían sus ondas naturales, y grandes y ardientes ojos color avellana, llameantes con toda la virtuosa indignación de un puntal de la Ley y la Justicia, al sentir la interferencia de la Justicia y de la Ley en sus propios asuntos.
—Le he dicho a míster Holland —volvió a balar Emery— que usted había dado orden de que no entrara nadie sin su consentimiento.
—Y yo le contesté —observó Holland— que iba a entrar de cualquier manera.
—¿Es usted míster Holland? —preguntó el inspector—. ¿Míster Arthur Holland?
El otro asintió.
—¿Y quería usted ver...?
—He venido a ver a miss Fitzgerald, y permítame decirle, sea usted quien sea, que tengo prisa. Oiga, Emery, vaya a decirle a miss Fitzgerald que estoy aquí y dese prisa, ¿quiere?
—Un instante, señor —indicó el policía, al tiempo que una doncella salía de una de las habitaciones que daba al vestíbulo, y empezaba a cuchichear con el mayordomo.
—Si me permite, querría cambiar antes una o dos palabras con usted. ¿Le informó ya este hombre que el almirante Penistone ha...?
—...sido asesinado? —completó el joven—. ¿Es ésa una razón para que no pueda ver a miss Fitzgerald? Ella necesitará a alguien...
—Le ruego que me perdone, señor. —Emery se acercó respetuosamente—. Pero miss Fitzgerald se ha marchado.
—¿Se ha marchado?
La exclamación partió simultáneamente de los dos hombres.
—Sí, señor. Acaba de hacerse preparar una maleta y de marcharse en su automóvil, según dice Merton —y señaló a la doncella del vestíbulo—, no hace más de diez minutos.
—¡Hola!
Y con un nuevo silbido mental, el inspector se dio a cavilar sobre esta inesperada incidencia.